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Besugos, hostias y pelotaris gigantescos: el retorno de los gentiles

retorno de los gentiles
Fotografía: Humberto Bilbao. gentiles

Hace ya casi de ochenta años, la historia de la humanidad presenció un suceso que apenas duró unas pocas horas, pero que después se alargó de una manera trágica y desoladora por medio mundo durante cuatro años más. Ha sido mil veces reflejado y otras tantas malinterpretado por todas las artes que deleitan a las civilizaciones que actualmente habitan el planeta.

Para saber de qué planeta hablamos, tendremos que esperar a la aparición de un genio intelectual hasta ahora nunca visto, pues aún no se ha llegado a un consenso al respecto; pero sí podemos afirmar sin mucho temor a ser reprendidos por ninguna autoridad, ya sea civil o militar, que el cine, el teatro, la literatura, la fotografía, la historiografía y las tertulias radiofónicas matinales y vespertinas, cada una a su particular manera, han intentado explicar aquel arrebato de locura imperial que fue el ataque a Pearl Harbour mediante una serie de argumentos que, hasta hoy mismo, no han sido discutidos con la debida consistencia. Casi todos basados en ciencias respetables como la militar, la política o la sociología.

A quienes lo quieran ver, pues es suficiente con abrir bien los ojos, les resultará claro que todo aquel episodio no fue más que la manifestación de un intento desesperado por lograr la hegemonía gastronómica mundial; un plan que únicamente la intrincada mente oriental es capaz de comprender, pues sin duda está dotada por la naturaleza de un instinto expresamente desarrollado para idear torturas y proyectos enrevesadísimos que los habitantes de más allá de la falda occidental del monte Ararat no somos ni siquiera capaces de empezar a adivinar.

Y a pesar de su aparente fracaso, no está muy lejos el día en que un besugo de Orio (Gipuzkoa), uno de esos besugos que tanta ruina para varias generaciones de hosteleros ha supuesto el asarlo mediante la metodología de prueba y error necesaria para lograr servirlo como lo sirven allí —errores que se manifiestan en forma de incendios, indigestiones, intoxicaciones y otras patologías más crónicas como la hipertensión o la gota— y que además ha desatado toda una serie de guerras conocidas como los sucesivos «Incidentes del Besugo» o Bisiguaren Gertakaria, cada una con sus muertos, sus héroes y sus traidores a la Fe del Besugo (la muy rígida Bisiguaren Fedea), guerras que se han declarado a lo largo de los siglos, sin una periodicidad discernible para nadie, entre Orio y sus rivales por la excelencia en el asado del pescado, que no son pocos; no está muy lejana la ocasión, insisten los sociólogos más puntillosos, en que esos afamados espáridos no sean más que un lejano recuerdo de una época arcádica en la que una bandeja de rollitos de salmón crudo envuelto en algas y granos de arroz tan solo fuera una pesadilla pasajera, que sin embargo no podía dejar de generar leyendas sobre el fin del mundo y cosas aún peores, como por ejemplo la cocina tecno-emocional o las piscinas comunitarias.

Hasta que culmine este plan, que por supuesto aún sigue vigente y al que el adjetivo maquiavélico se le queda muy corto, el País Vasco seguirá siendo el lugar del mundo donde mejor se come. Si toda ciencia o arte necesita experimentar una evolución de varios siglos para lograr su más elevada expresión, como todo el mundo parece estar de acuerdo en reconocer, y por tanto el cénit siempre se alcanza en aquellos lugares en los que se lleva más tiempo practicando la disciplina en cuestión —o la indisciplina; siguiendo un razonamiento análogo también existirá un lugar, que algunos sitúan en los espacios que se extienden detrás de la ventanilla de atención al contribuyente de cualquier ministerio, en el que sin mucho esfuerzo podremos encontrar altas dosis de caos destilado— entonces no es difícil situar en el País Vasco el origen mismo de la humanidad. La ciencia nos dice que es necesario ingerir alimento antes de llevar a cabo cualquier actividad fisiológica; antes de no solo evacuar aguas mayores y menores, sino de que ni siquiera se nos pase por la cabeza aliviarnos de la ausencia de compañía de modos que no todos aprueban, ni siquiera hoy en día. Lo primero que hizo el ser humano fue comer, y por tanto allí donde mejor se cocina, donde mejor se asan besugos, sapitos y chuletones, es donde más tiempo lleva el ser humano dominando sobre la bestia.

Hay otros indicios que pueden convencer a los escépticos de esta antigua teoría antropológica. Aunque uno de los testimonios históricos más antiguos que nos habla de un partido de pelota se refiere al que tuvo lugar en Nantes en 1590 entre Enrique IV de Francia (1589-1610), que acababa de conquistar la ciudad, y los más habilidosos pelotaris del gremio de panaderos, quienes no solamente le sacaron los cuartos sino que además, lógicamente, se negaron a concederle la revancha, no conviene olvidar que Enrique era a su vez rey de Navarra (1572-1610). Navarro, pelotari y no buen perdedor; si el primer capricho que tuvo después de que la plaza se le rindiera fue liarse a pelotazos con los panaderos locales, el segundo fue bajarles el precio del pan a dos ochavos, originando de este modo abundantes peticiones de audiencia por parte de los maestros del gremio que, en caso de ser atendidas, recibieron una profunda carcajada como respuesta más clemente. El humor de los Borbones. Y pasando de la era histórica a la prehistórica, tenemos diseminados por todo el País Vasco los claros indicios que nos dejaron los gentiles (o jentilak) en forma de jentilarrik, dólmenes, cromlechs o rocas a las que solo los más cegados por la teoría darwiniana podrían atribuir un origen que no se remontara a nuestros primeros ancestros.

Los jentilak fueron unos seres gigantescos poseedores de una fuerza descomunal que, si tenemos en cuenta los deportes vascos más populares, es sin duda el atributo más apreciado entre cualquier euskaldún de bien o de mal. Si la lingüística ignora estas pruebas y quiere perder el tiempo siguiendo el hilo de esa teoría que sostiene que todo el lenguaje hablado parte de una primera palabra que se usó para hacer referencia a nuestras manos, en lugar de considerar el vasquísimo vocablo «hostia» como la palabra primigenia, no es culpa nuestra.

También hay gente que sospecha que la Tierra está hueca o que descendemos del mono; incluso se conoce una rama escindida de esta corriente que defiende que la Tierra está interiormente habitada por una civilización de monos-luciérnaga, así que no debemos sorprendernos. ¿La gallina o el huevo? ¿La mano o la hostia? Nosotros, que nos hemos paseado por la carretera que une Mutriku con Ondarroa, nos decantamos por la segunda opción. Allí, en la ladera occidental del monte Mendibeltzuburu, a doscientos metros del sitio llamado Mendibeltza, se encuentra la peña Axbiribil. Cualquiera que manifieste en voz demasiado alta que no se trata de una piedra que, como su nombre indica (piedra redonda), fue utilizada a modo de pelota por los gentiles para poder dar rienda suelta a su fogosidad disputando un partido de pilota, levantará serias dudas entre los habitantes locales sobre el caudal y presión del riego sanguíneo en sus hemisferios cerebrales.

Amigo, esa piedra no es un fenómeno único. La peña llamada Txoritekoa, en las afueras de Zerain, fue lanzada por los gigantes desde el monte Aizgorri al Aralar, y debido a los avatares de la gravedad, y quizás a un zaguero poco competente, terminó involuntariamente donde ahora descansa, probablemente para siempre jamás. Y es famosa la historia de los pelotaris a los que mientras jugaban en el antiguo poblado de Murumendi se les acercó un gentil, les pidió permiso para unirse al juego y, al recibir una negativa, agarró la piedra de saque y la lanzó hacia Aralar. Durante el vuelo la roca se partió en dos; una mitad cayó a los pies de la peña Gaztelu y la otra a los de la peña Alotza, donde quedó interrumpiendo un sendero de pastores. Estos, haciendo gala de un sentido descriptivo que envidiarían muchos articulistas, y también de poca iniciativa a la hora de cambiar el trazado del sendero, encontraron oportuno ponerle el nombre de Saltarri, y con ese nombre es todavía conocida hoy.

Todas estas pruebas empíricas, que aguantarían el análisis del comité científico más repelentemente escrupuloso, dejarían en mal lugar a los incrédulos. Si no están acompañados por testigos que puedan dar fe de un estado de embriaguez que pudiera justificar la insensatez que supone dudar de estas historias, probablemente recibirán un tratamiento de psicoterapia rural que, aunque inicialmente parezca placentera, después de unos días les hará considerar una lobotomía como si fuera una estancia reparadora en un balneario. Chuletones de más de un kilo para desayunar (tres veces), almorzar y cenar. Piscinas enteras rebosantes de natillas, requesón y arroz con leche en su justo punto de consistencia, donde morir ahogado más que un suplicio sería una bendición, aunque no está claro quién sería la autoridad religiosa que la impartiría. Tortillas de patatas cocinadas en unos recipientes específicamente diseñados para la preparación del plato, unas sartenes de una geometría no del todo euclidiana que nadie atribuiría a la casualidad; tortillas que en condiciones de consumo moderadas serían dignas de un Te Deum, pero que en esta inmersión cultural vasca pueden ser la gota que colme el vaso de nuestra salud física y mental. Galones de sidra y txakoli que, por ahorrar tiempo, se pueden consumir embocando directamente la espita del barril, que no deja de verter su contenido ni un solo instante. Sopas de pescado que solo podrían darnos mayor satisfacción si nosotros mismos hubiéramos cazado el kraken o cachalote que forman la base de su caldo, y si lo pedimos es probable que se nos brinde la oportunidad de hacerlo. Lenguados, txangurros, kokotxas, angulas…

En los poco más de treinta kilómetros que separan Usurbil de Zumaia estará completo el tratamiento. Los conspiradores que desde Honshu, Kyushu y Shikoku (pero no Hokkaido) fletan cargueros repletos de contenedores de sake y tofu celebrarán juntas de emergencia en las que el recuerdo de Midway estará muy presente, aunque no será mencionado. La fe del japonés medio en su emperador alcanzará niveles de escepticismo nunca vistos, y en todos los dohyo del país los luchadores de sumo locales serán derrotados sin esfuerzo por sus rivales mongoles e incluso bielorrusos.

Y mientras todo el ciclo vuelve a empezar, porque el enemigo no descansa y una nueva generación de infieles se dispone a entrar cada día en un restaurante japonés del Antiguo, el Viejo o Gros; al salir de Bedua con la plena satisfacción de haber superado la prueba y entablado conocimiento con la Verdad Revelada, nuestro paciente ya recuperado haría bien en dirigirse dando un paseo hasta el centro de Zumaia, y desde allí subir a Arritokieta. La excusa, si es que es necesaria, puede ser la descongestión de las arterias o visitar el cementerio municipal, donde podrá reconocer el apellido de varios difuntos si antes ha tenido la oportunidad de leer cierta revista cultural, que podría o no estar ya olvidada en todas las librerías y bibliotecas públicas y privadas. Pero es un cementerio pequeño, y es muy probable que pase de largo y siga ascendiendo por la angosta carretera que deja a mano derecha la ermita de Santa Clara.

Cuando se dé cuenta de su error, dará la vuelta y llegará a un recodo del camino desde el que el mar, que en esta tierra siempre está presente aunque no se encuentre a la vista, se vuelve a hacer visible. Allí lo verá golpeando siempre con fuerza, unas veces con nobleza y otras a traición, batiendo las olas grandes y pequeñas una vez tras otra, como lo ha hecho desde siempre, desde que los gentiles jugaban a pelota y le arrojaban los restos de los banquetes de sus bodas paganas, desde los días en que nuestros familiares empezaron a habitar el suelo y se mezclaron con el moho, los detritus y los gusanos, solo unos metros por debajo de nosotros, aquí mismo en Arritokieta o a cientos de kilómetros de distancia. Lo verá y lo oirá durante todo el descenso de vuelta al pueblo, y durante todo el viaje de vuelta a casa, sea eso donde sea, y todavía mucho más allá.

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Un comentario

  1. Antxon Lete

    Tan surrealista como sublime. Me ha gustado y ni siquiera sabría decir por qué.

    Además, justo hoy he fichado un restaurante para concederme un txuleton.

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