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‘El callejón de las almas perdidas’: el llanto de los monstruos

El callejón de las almas perdidas. Imagen: Walt Disney studios.
El callejón de las almas perdidas. Imagen: Walt Disney Studios.

El cine de Guillermo del Toro siempre ha sido una puerta de entrada a otro mundo: al de las hadas, los fantasmas y los vampiros. Un mundo donde lo sobrenatural es la fauna y flora de una fantasía que no está tan lejos del mundo real, de este otro universo cierto y tangible en el que habitan los monstruos.

Sin embargo, El callejón de las almas perdidas es una rara avis en la filmografía de Del Toro. No esperen encontrar aquí esa voz en off que introduce tantas y tantas películas del cineasta. De hecho, su ausencia es el primer aviso para navegantes: esta vez, lo que están a punto de presenciar no es un cuento. Es más, este es el primer largometraje del mexicano en que el elemento fantástico brilla por su ausencia. ¿Decepciona? Para los amantes del género, este cambio de timón puede erigirse como un problema mayor, porque las expectativas, a fin de cuenta, son difícilmente domesticables. Pero para quienes sientan devoción por el cine de Del Toro, sin duda se encontrarán como en casa. Así, desde sus primeros instantes queda patente que El callejón de las almas perdidas va a ubicarse a este otro lado del umbral: donde radica la naturaleza humana, un espacio que Del Toro siempre ha observado con curiosidad y respeto, y con la certeza de que el más grande de los males se oculta aquí mismo, a la vuelta de la esquina.

Si La forma del agua arrancaba con una cámara que recorría el interior de una casa sumergida en el océano (y que era a su vez una premonición de lo que estaba por llegar), aquí será el fuego el principal elemento de una historia de destrucción y caída, en un enigmático prólogo que también ofrece algunas pistas de la bajada a los infiernos que es toda la cinta. La historia, que adapta la novela homónima de 1946 de William Lindsay Gresham, se centra en el buscavidas Stanton Carlisle (Bradley Cooper), un hombre que arrastra un pasado que le persigue en forma de pesadillas recurrentes que se introducen en el relato como fugaces flashbacks. Pero lo que en un principio puede entenderse como un mecanismo para dotar a este personaje de una ambigüedad que, todo sea dicho, no tenía la versión dirigida en 1947 por Edmund Goulding, es en realidad uno de los múltiples elementos de los que se sirve Del Toro para poder burlar los condicionantes realistas de la novela y, de nuevo, establecer una dualidad entre esos dos mundos que tanto le gustan. Que no son otra cosa que la tensión que habita en todo ser humano: la lucha interna entre la luz y la oscuridad.

El callejón de las almas perdidas. Imagen: Walt Disney studios.
El callejón de las almas perdidas. Imagen: Walt Disney Studios.

Sirva aquí como ejemplo la figura del engendro. Pongámonos en situación: al adentrarse en una feria de variedades, el primero de los espectáculos que observa Stanton es el de un hombre que muy violentamente desgarra con sus dientes el cuello de una gallina viva. Esta brutalidad que se aleja de lo propiamente humano es el gancho de la atracción («¡Contemplen al hombre-bestia!»). Pese a la mencionada filiación no sobrenatural del film, hay en la escena reminiscencias de The Strain —la trilogía de novelas y posterior serie televisiva surgida de la imaginación de Del Toro y Chuck Hogan, de esos vampiros que salvajemente destrozan yugulares y chupan la sangre de sus víctimas. Solo que aquí ese acto se presenta con una importante salvedad: el llanto del «vampiro». El desconsuelo del engendro, que una y otra vez clama «yo no soy así», es probablemente la más angustiosa cruda y terrible de las imágenes que nos haya regalado este cineasta: la de un hombre sin voluntad, la de un hombre perdiendo cruelmente aquello que le hace humano.

Pero, ¡vaya!, decíamos que este no era lugar para lo sobrenatural, y resulta que ya han aparecido aquí los vampiros. Para Del Toro, lo vampírico ha funcionado siempre como metáfora de las adicciones. No solo de la drogodependencia, como en Cronos, sino también de la adicción al poder, de la facilidad con la que el ser humano se deja corromper por él. Es aquí donde esta película sin hadas ni fantasmas encuentra su coherencia temática más absoluta con la obra del mexicano, en los hombres (sí, en masculino) del relato que renuncian a su humanidad seducidos por la fama, el dinero, el poder o la gloria.

«La gente está desesperada por saber quién es». Con esta afirmación se sostiene todo un discurso de charlatanería, timos y engaños que desvía la atención desde la necesidad de compasión hacia el individualismo narcisista de las personas. Porque, en definitiva, no se trata tanto de ser o no ser como de ganar la batalla que se disputa entre ambos conceptos, lo que se es y lo que se quiere ser. Una lucha interna que se desarrolla en el exterior, en un contexto que es particularmente hostil con quienes libran estas batallas. Y aquí ese contexto no es otro que el cine negro. Los arquetipos de cuento dan paso a la femme fatale, al seductor o al mafioso. Del Toro cambia el gótico por el noir y lo hace sabiendo que su estética, en definitiva, siempre ha rezumado ese misterioso atractivo pulp estilo años cuarenta. Un estilo que aquí pasa por filmar el día como si fuese de noche y el cielo como una inminente amenaza sobre la tierra, pero también por ocultar la mitad de los rostros o duplicarlos a través de los espejos.

Pero no es tanto un rasgo de coherencia visual —que también— como un indicativo de lo personal (¿podemos acuñar ya la palabra «deltoriana»?) que, en el fondo, es esta historia. Porque si bien es cierto que hay dos mitades en la cinta, y que se corresponden con dos mundos sociales muy distintos, incluso en el glamur de los salones de hoteles lujosos y las mansiones de los ricos donde transcurre la segunda parte del relato aún hay ecos de la decadencia y la miseria del pobre y mísero circo, el decrépito lugar donde comienza la cinta. Es aquí donde quizá se encuentre la gran moraleja de El callejón de las almas perdidas, en la forma en que, a modo de espejo, conectan estos dos lugares de un relato que se fundamenta en el escaparate, en la apariencia hueca, ficticia y vacía. Y es aquí donde aparecen algunos de los elementos más característicos del director de El laberinto del Fauno, objetos como las vísceras embotelladas que encuentran un lugar privilegiado dentro del relato. Así, la presencia de estos frascos no es mero atrezo o un guiño autorreferencial, sino un recordatorio constante del trágico destino que le espera a quien no es apto para la vida. Una condición que nada tiene que ver con la diferencia, al contrario: lo monstruoso no es lo que está dentro del frasco, sino la forma de mirarlo y condicionar así su existencia.

El callejón de las almas perdidas. Imagen: Walt Disney studios.
El callejón de las almas perdidas. Imagen: Walt Disney Studios.

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Un comentario

  1. Una más para mi lista de películas innecesarias…

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