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Blanco como de nieve

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Los cazadores en la nieve, Pieter Brueghel el Viejo, 1565.

En 1939, el geólogo François Matthes usó por primera vez la expresión «Pequeña Edad de Hielo» al hablar del ambiente climático que se vivió en Europa entre 1300 y 1850, caracterizado por los cambios súbitos y drásticos que tuvieron lugar. No fueron tiempos de frío intenso continuado, como se presume de las glaciaciones cuaternarias, sino de variaciones inesperadas en las que a unos años de lluvias persistentes seguían otros de sequía pertinaz o de inviernos tan duros que llegaban a solidificarse las aguas superficiales del continente. Se pasaba de un extremo a otro sin que se haya podido conocer con exactitud el origen de estos vaivenes.

Durante los siglos XIV, XV y XVI, los Países Bajos sufrieron tormentas tremendas que destruyeron en varias ocasiones los diques de contención de las tierras ganadas al mar, como la conocida «inundación de Todos los Santos» en 1570, que produjo la muerte de unas cien mil personas. En agosto de 1588, se generó un poderoso vendaval en las costas de Florida que recorrió el Atlántico de oeste a este, y al que se hizo en parte responsable de la derrota de la Armada Invencible («No mandé mis naves a luchar contra los elementos»).

Las temperaturas eran tan bajas en las últimas décadas del siglo XVIII que algunos lagos suizos se congelaron, y lo mismo le ocurrió al Támesis, cuyas heladas permitieron la celebración de mercadillos navideños en su superficie. La década de 1880 fue especialmente rigurosa en Londres, donde se registró la muerte por hipotermia de cientos de pobres que carecían de los recursos necesarios para sobrevivir. Los ríos del continente corrieron la misma suerte, y se tiene constancia de que incluso el Ebro se congeló al menos siete veces entre 1505 y 1789. Todo el noroeste de Europa soportó a lo largo de unos seiscientos años las consecuencias de los imprevisibles ciclos de frío y calor que se dieron con más intensidad en el hemisferio norte que en el sur y que se dejaron sentir también en China y Nueva Zelanda. 

El pánico se adueñó de la población coincidiendo con los años de mayor deterioro del clima y se multiplicaron las acusaciones de brujería —entre 1580 y 1620, unas mil personas fueron quemadas en Berna—, con la consiguiente ruina de las cosechas y la pérdida de muchas cabezas de ganado. Cuando los científicos comenzaron a buscar explicaciones en la naturaleza, las supersticiones perdieron terreno y disminuyeron las muertes en la hoguera.

Las causas reales de estas oscilaciones, que tendrían tanta repercusión en la supervivencia de los seres vivos, no están del todo claras. La paleoclimatología ha intentado determinar si fueron los cambios en la polaridad de la Tierra o ligeras desviaciones de su eje lo que provocaba que el flujo atmosférico alterara sus movimientos y, por ende, el rumbo de las corrientes marinas, y que este conjunto de factores ocasionara unas condiciones tan intempestivas. A ello habría que añadir la disminución de la actividad solar y la entrada en erupción de algunos volcanes, como el Tambora (Indonesia), en 1815, cuyas cenizas, elevadas a las capas altas de la atmósfera, quedaron en suspensión e impidieron que la radiación solar llegara a la superficie del planeta, provocando en 1816 el llamado «año sin verano» en las zonas afectadas por la nube. 

Las fuentes para estudiar estos fenómenos son de carácter indirecto, pues no ha habido registros precisos de temperaturas a lo largo de la historia como los que existen en la actualidad, ni pluviómetros que recogieran el agua de lluvia ni, mucho menos, programas de predicción o satélites vigilantes ni pedagógicos hombres del tiempo.

El conocimiento de los cambios climáticos ha debido deducirse de la literatura, del listado de las procesiones y rogativas que se llevaban a cabo en las parroquias para que lloviera o dejara de llover, de las irregularidades agrícolas en el tiempo de la vendimia o los encharcamientos prolongados de los campos de cereal, de los libros de los recaudadores de impuestos, de los anillos de crecimiento de los árboles, de las oscilaciones del hielo de los glaciares y su huella en las rocas e incluso del negocio de los neveros en algunas poblaciones de la cuenca mediterránea. 

Al margen de los recursos de que disponen los científicos, existen documentos extraordinarios para el estudio de la climatología histórica: los que recogen las artes plásticas, pinturas, grabados, dibujos, acuarelas, etc. cuando reflejan la realidad en la que vivían europeos y asiáticos bajo semejantes condiciones. Los especialistas en el «medio ambiente» —ejemplo impagable de pleonasmo lingüístico— en su vertiente meteorológica y los paleontólogos han rebuscado en las obras de los grandes maestros las pistas de las que deducir cómo era el clima en el que ocurría lo que contaban y qué clase de acontecimientos se sucedían.

La nieve como paisaje 

La reforma religiosa que separó el norte protestante del sur católico en la Europa del siglo XVI tuvo una influencia decisiva en la pintura: mientras el papado y los reyes demandaban temas de carácter religioso que transcribieran la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento o pasajes de la mitología rescatada, los pintores holandeses atendían las peticiones de una floreciente clase enriquecida con la industria y el comercio que deseaba engalanar sus viviendas con objetos bellos —no necesariamente de carácter piadoso— y abría sus puertas a la pintura de interiores familiares, a la de exteriores amables y a los cuadritos de colgar; se hizo muy popular la representación del paisaje naturalista y de contenido social.

Hasta el siglo XVI —y con la excepción de algún artista como Durero—, se daba más importancia a las figuras que al medio en la narración de episodios sagrados o profanos, y por ello las imágenes se colocaban sobre fondos dorados o en contextos ficticios que no estaban obligados a representar la realidad. La fidelidad al modelo, que en primera instancia se aplicaría a los personajes, tardó en llegar a los escenarios en los que estos se situaban, y lo hicieron de la mano de los pintores venecianos y flamencos durante los primeros compases del Renacimiento.

El éxito de pintores como Brueghel el Viejo entre los prósperos burgueses —fueran armadores o carniceros— fue inmediato: describía situaciones, a veces grotescas (drolleries) o jocosas, cuyo realismo traslucía cercanía y cotidianeidad. Retrataba lo que ocurría, las costumbres de los habitantes, los ciclos del año con sus tareas correspondientes, las formas de vida de la gente de a pie, sus vestimentas, pertrechos, utensilios y diversiones. Sus escenografías lo cuentan todo, y por eso son tan instructivas para curiosos e investigadores. 

Brueghel es reconocido como uno de los primeros maestros en dar importancia a la naturaleza y en recrearse en los ambientes con los que armaba sus paisajes con figuras. Si pintaba lo que veía, aunque no copiara literalmente, cabe preguntarse cómo eran las circunstancias en las que vivía, porque algunos de los originales del artista flamenco resultan paradójicos al disociar argumento y entorno; es el caso de Censo en Belén, de 1566, representado sobre un manto de nieve que lo cubre todo, La matanza de los inocentes o La adoración de los Magos en la nieve, de 1563-1567 (¿nevando en Palestina?). Otros, como Los cazadores en la nieve, de 1565 tienen visos de representar una realidad rotunda, tal vez aquella que lo rodeaba, y no un espacio inventado.

Sus tablas de invierno compaginan los hechos sagrados y las actividades populares en terrenos y cauces helados, con cazadores y familias de alegres patinadores. Al observar sus pinturas se deduce que era verdad, que hacía un frío que pelaba, pero que eso no impedía a sus congéneres seguir las rutinas habituales. Los parajes en los que situó estas obras, como la zona rural de Pajottenland, son hoy en día extensas campiñas verdes ante las que cuesta imaginar grandes neviscas.

El pintor murió en Bruselas en 1569 cuando daba comienzo uno de los períodos más crudos sufridos en el ámbito del mar del Norte, crudeza que no cedió hasta 1610 y de la que asimismo nos han dejado testimonio su hijo, Brueghel el Joven (o del Infierno) y uno de sus discípulos, Hendrick Avercamp, nacido en Ámsterdam en 1585, que utilizaron la misma manera de tratar el frío invernal de su maestro.

Un par de siglos más tarde, la vida de las clases populares apareció en la corte española de los borbones de la mano de Goya y de los cartones que pintó entre 1775 y 1791 para la Real Fábrica de Santa Bárbara, donde se tejerían los tapices destinados al comedor del príncipe de Asturias en el palacio de El Pardo; trazar las plantillas para los telares fue el primer encargo que recibió de la Casa Real. Y si al pensar en Brueghel nos vienen a la cabeza los campos de suave blanco que dominan sus cuadros, de los bocetos que realizó el aragonés hubo uno especialmente deudor del flamenco, aunque con notables divergencias: La nevada, llamado también El invierno, de 1786, de la serie dedicada a las cuatro estaciones, en el que introduce matices de color a una atmósfera que se percibe, más que fría, gélida.

El sentido que Goya dio a la escena difería bastante de las pintadas por Brueghel: de un lado, la sensación de frío que todavía produce dista mucho de los escenarios bucólicos de invierno del artista de Flandes; lo que en este eran quehaceres normales de hombres y mujeres, para el aragonés deviene una circunstancia sobrecogedora en la que humanos y animales se ven sometidos a unas condiciones climatológicas extremas caminando en medio de un gran temporal. Y, por otro lado, el punto de denuncia social que se ha querido ver en dicha estampa dirige el foco hacia lo arduo de una actividad propia del invierno: la matanza del cerdo y todo lo que la rodea —en este caso, su transporte a lomos de una mula acompañada por tres hombres, dos chavales y un perrillo— y pone de manifiesto la fina inteligencia de Goya para deslizar en una imagen lo ingrato que era para unos cuantos desgraciados llevar el alimento a la mesa de unos pocos privilegiados mientras estos daban cuenta de un jamón cocido o un jugoso solomillo al vino. 

La nieve pintada por Goya causa escalofríos, mientras que la de Brueghel sugiere tranquilidad, incluso cuando la utiliza como decorado para laboriosas multitudes dedicadas a lo mismo: sacrificar, socarrar, despiezar o transportar gorrinos, lo propio del mes de enero.

Es posible que, al elegir qué y dónde, el español pusiera una intención por la que, aparentemente, el flamenco no apostara o que, aún ambientadas las obras de uno y otro en la misma época del año, las condiciones climáticas en que fueron pintadas no tuvieran las mismas repercusiones en la vida de las gentes. ¿Sufrió Goya los rigores del Ebro helado? ¿Vivió esa nevada infernal bajo la que caminaban sus personajes, o la exageró para acrecentar su dramatismo ante los reyes? Pudo haber soportado la dureza del tiempo tanto en su tierra natal —heladas de 1765-1766 por el influjo de frentes polares— como a su llegada a Madrid y en sus viajes al norte de la península italiana; en el Cuaderno italiano, el libro de apuntes que inició en 1771, dibujó unos bocetos preparatorios de su obra Aníbal vencedor contempla por primera Italia desde los Alpes en lugares en los que debió de padecer esas inclemencias que evocaría más tarde en aquella penosa caminata, hoy en el Museo del Prado.

La nieve como pretexto

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La urraca, Claude Monet, 1869.

Con la Revolución Industrial iniciada en el siglo XVIII aparecieron las fábricas, el ferrocarril y el barco de vapor. Los movimientos migratorios y la concentración demográfica en las ciudades trajeron nuevas formas de vida que se convirtieron en un factor de contaminación atmosférica: el carbón, utilizado en las calderas, corrompía el aire de las grandes urbes en las se producían inversiones térmicas y nieblas espesas (smog) que perturbaban tanto el hábitat como la salud de sus habitantes. El frío intenso que había azotado Europa aminoró con el avance del siglo, y a partir de 1850 el clima se fue estabilizando —o quizá calentando—, lo que despertó las sospechas de que las variaciones que se generaban en la atmósfera pudieran tener relación con las actividades humanas. 

La pintura de paisajes naturales cedió parte de su terreno a la de los paisajes urbanos mientras los artistas jóvenes se despegaban de lo académico para documentar la modernidad con otras técnicas y desde otras perspectivas. Se preparaba la revolución artística más importante desde el Renacimiento: la aparición del impresionismo.

Algunos descubrimientos científicos y tecnológicos interesaron a un grupo de pintores que prefería explorar la realidad mediante recursos expresivos novedosos. Monet (La urraca, 1869), Pissarro (Madriguera de conejos en Pontoise, 1879) y Sisley (Nieve en Argenteuil, 1874) pintaron cientos de paisajes para ilustrar el efecto natural de la nieve (effet de neige) siguiendo las investigaciones realizadas por Newton y la teoría subjetiva del color de Goethe: el color blanco refleja la luz en sus distintas longitudes de onda y se descompone en varios colores al pasar por un prisma, posee la mayor intensidad lumínica y es, por tanto, un «no color». Unos hallazgos importantísimos para el mundillo de las artes.

Con la aplicación de estas claves a sus obras, las sombras se liberaron de la convención del negro, que fue sustituido por tonos complementarios para matizar los reflejos del blanco. Pintaban motivos en vez de temas, es decir, asuntos espontáneos, a veces ingenuos, y lo hacían sin preparación previa, au plein air y con atmósferas siempre cambiantes. No importaba si aparecía repetido el lugar —Louveciennes o el bulevar de Montmartre—, sino la oportunidad de mirar lo mismo de diferentes maneras. 

La nieve era perfecta, ideal, lo tenía todo: podía ser copiada del natural, utilizada como contexto, convertirse en protagonista de un cuadro o en la excusa para jugar con la paleta de colores y las pinceladas. Incluso, en una vuelta de tuerca más, Van Gogh pintó en 1888 su Paisaje con nieve, un cuadro en el que da la impresión de que el argumento no era lo sustancial, sino su colorido, o quizá le sorprendió la rareza de una nevada a orillas del luminoso Mediterráneo y la interpretó a su manera.

Para los teóricos del arte, el paisaje pintado es un constructo porque el artista elige el territorio, la perspectiva, el tiempo y el enfoque; y para los científicos es la fuente más verídica para la reconstrucción del medio natural, incluso cuando es artificioso por aquello de que una imagen vale más que mil palabras. 

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Un comentario

  1. Rafael Pedauyé

    Los fríos de 1786 fueron la causa de la emigración al levante español de muchos residentes del Pirineo francés de la región de Pau. En el archivo de estrangula de Orihula, figura Jaime Pedauye, el francés factor de paños, natural de Bosdarros, Francia.

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