Cine y TV

Amores cinéfagos: Ali MacGraw y Steve McQueen, atrapados en el vertedero 

Ali MacGraw y Steve McQueen en La huida (1972). Imagen National General Pictures.
Ali MacGraw y Steve McQueen en La huida (1972). Imagen: National General Pictures.

Huir significa muchas cosas. Algo limpio y ligero, como el deslizarse de un pájaro a través del cielo. O algo sucio y rastrero; una serie de movimientos de cangrejo a través del fango, un proceso de trepar hacia adelante, de saltar hacia un lado y correr hacia atrás. 

(La huida, Jim Thompson) 

Su majestad cool. Invirtió la vida en convertirse en el icono de la masculinidad macerada durante unos años de convulsiones violentas y estremecimientos sociales. Steve McQueen pasó por el cine con un exceso de velocidad acorde con la ambición del desposeído que, en fecha indeterminada pero con firme convencimiento, decide asaltar los cielos sin importarle los cadáveres a su paso, ni siquiera si estos son de una belleza porcelánica: fina, quebradiza, traslúcida. Así Ali MacGraw. Cuando se conocieron en el rodaje de La huida (1972), de Sam Peckinpah, McQueen ya se había convertido en el epítome del macho fibroso y curtido, de rostro veteado y rictus fúnebre pero que todavía mantiene intacto el azul luminoso de las pupilas a juego con la sonrisa del adolescente canalla. Letal para no pocas mujeres esa combinación de rudeza viril y vulnerabilidad emocional. Lo sabía bien el actor, que mantenía una relación con las mujeres más propia de un depredador que de un seductor. Su presa ahora era una actriz de treinta y tres años, casada con Robert Evans, jefe de producción de la Paramount, que a la sazón estaba arrasando con filmes como Descalzos por el parque (1967), La extraña pareja (1968) o La semilla del diablo (1969) y con el que acababa de tener un hijo, y cuyo atractivo espigado y jovial cumplía con los cánones de belleza en boga, menos dados a la voluptuosidad sofisticada que a una naturalidad recién salida de la ducha. Ali MacGraw vivía un momento dulce gracias al éxito del algodonoso melodrama Love Story (1970). Por su papel de joven pobre que vive un amor bigger tan life (o sea de aquellos de rompe y rasga) con el guapo y rico Ryan O’Neal obtuvo una nominación al Óscar y varios premios que le brindaron fama y caché. 

MacGraw, hasta ese momento, tenía una incipiente carrera como actriz. Antes de Love Story, había participado en Complicidad sexual y Good Bye, Columbus, ambas rodadas en 1969, cuando la actriz iniciaba la treintena. Anteriormente, había trabajado como ayudante de fotografía en la revista Harper’s Bazaar y había sido después asistente de la célebre editora de moda de Vogue Diana Vreeland. De ahí dio el salto a la profesión de modelo, paso previo a su carrera en el cine. Así pues, con poco más de treinta años, tenemos a la actriz casada con uno de los tipos que cortaban el bacalao en el nuevo Hollywood de los jóvenes airados, recién convertida en madre de un niño y con unas expectativas artísticas notables. Evans se cuidó de buscarle un proyecto que acrecentara la celebridad cosechada con aquel lacrimoso folletín filmado cuyo eslogan no era otro que «amar significa no tener que decir nunca lo siento». Ahí es nada. Con ojo de productor avezado, el marido le consiguió a Ali un papel con el que no solo daría un volantazo vertiginoso a su carrera, sino que provocaría una explosión emocional con daños colaterales impensados y secuelas irreversibles. El libreto de La huida partía de una novela de Jim Thompson, apodado el Dostoievski del pulp, que relataba el atraco a un banco y la posterior fuga dirección México de Doc McCoy y su mujer Carol en un viaje marcado por las persecuciones, la violencia extrema, la codicia, las traiciones y la venganza.

En ese momento, Sam Peckinpah era un director indómito que había firmado gloriosas sentencias de muerte del redivivo género del wéstern con Mayor Dundee (1964), Grupo Salvaje (1969) y La balada de Cable Hogue (1970). En medio de una espiral autodestructiva de alcohol y drogas, todavía sería capaz de rodar tres obras maestras más —Pat Garret y Billy The Kid (1973), Quiero la cabeza de Alfredo García (1974) y La cruz de hierro (1976)— antes de la morralla final. En 1972, se le consideraba un realizador solvente que se ajustaba a presupuesto y plan de rodaje. Aún no estaba fuera del redil. Un año antes había dirigido a Steve McQueen en Junio Bonner, un film de personajes desencajados y rodeos polvorientos. El propio Peckinpah reconocía su debilidad por «todos los inadaptados y perdedores del mundo». 

Cuando el proyecto de La huida se puso en marcha, McQueen se encontraba más allá de la cresta de la ola. Salió de la nada para convertirse en uno de los actores más enérgicos y magnéticos de la historia del cine y en el abanderado de una manera estoica y cargada de hombros de enfrentarse a las adversidades de la vida. O al menos eso fue lo que supo transmitir impecablemente en pantalla. No tuvo una infancia agradable y, como muchos que buscan con denuedo el reconocimiento de los flashes y la admiración de multitudes, la ausencia del cariño de los padres le convirtió en un tipo con una personalidad tortuosa, arisca, plagado de recovecos sombríos, inseguro, suspicaz, insubordinado y egoísta. Un perro gruñendo bajo la lluvia a todo aquel que se le acercara a acariciarle el lomo. Cumplió los diecisiete años como firme opositor a vagabundo, pero antes de plantarse en la intemperie de una esquina con la botella de vino rancio y el cartón suplicante, ingresó en el ejército, seguro hogar de los descarriados. Sin embargo, la disciplina poco sirvió para doblegar una rabiosa rebeldía contra el mundo, así que Steve frecuentó calabozos por su constante indisciplina. La marina, en todo caso, le imprimió carácter con su lema melódico «en cada puerto, un amor», y, fiel a la premisa, nunca abandonó el gusto por una buena farra con mujeres de nombres inciertos en camas de burdeles clandestinos. 

A los veinte años, con el petate a cuestas, viajó a Nueva York. Le habían dicho que la ciudad insomne bullía de acción y chicas. Como carecía de oficio y su consecuente beneficio, pensó que podía invertir los pocos billetes que tenía en aprender alguna profesión que le permitiera salir cuanto antes de la miseria y le proporcionara acceso ilimitado a vicios caros. Consciente tanto de su atractivo como de su destreza embaucadora para salirse con la suya, lo apostó todo a la interpretación. Alguien le habló de que sus admirados James Dean y Marlon Brando seguían un método de actuación que se impartía en una asociación de profesionales del teatro que se llamaba Actors Studio.  Sin nada que perder, allí se dirigió decidido. Además, seguro que podría conocer a un montón de chicas. 

Entre aquella audiencia inquieta del Actors Studio, McQueen conoció a una incipiente actriz y bailarina nacida en Filipinas, quien además (eso no lo sabía el aspirante a actor) era tía de Isabel Preysler. En 1956, Neile Adams se convirtió en la primera mujer de Steve McQueen. Ese mismo año McQueen debutó en el cine con un pequeño papel en Marcado por el odio, dirigida por Marc Robson y protagonizada por Paul Newman. Se trata asimismo de la película que forjaría su acendrada ojeriza hacia Newman. Extremadamente competitivo y rencoroso, McQueen nunca le perdonó a este que se hiciera con el personaje principal de la producción. Cuando en 1974 ambos actores se embarcaron en el mastodóntico y huero espectáculo El coloso en llamas, McQueen exigió que su nombre figurara antes que el de Newman y que su personaje tuviera tantas líneas de guion como el del otro, demostrando que hasta los más duros de pelar tienen sus caprichos de folclórica. 

Hay que reconocerle, no obstante, una perseverancia en la lucha por la fama fruto de una ambición desmedida que no reparaba en sentimientos ajenos. Por ello muchos le consideraron un oportunista y un aprovechado sin escrúpulos. Entre ellos, los amigos de su mujer, que veían en McQueen una especie de chulo mantenido y tiránico. Si tenemos que tomar como cierto el relato de Neile Adams, durante los primeros años de su relación con McQueen, ella se encargaba de traer el dinero a casa, cocinar para los dos y mantener el orden doméstico, mientras él invertía el día en lamentos autoconmiserativos y las noches en escapadas desenfrenadas. Con todo, en 1958, la carrera profesional del actor arrancó con modestia pero no dejaría de avanzar hasta finales de la década de los setenta. Como la cámara no entiende de remilgos morales y es la antítesis del cuadro de Dorian Gray, la prestancia en pantalla de McQueen se acrecentaba a cada filme perfeccionando además la tipología de tipo duro, de pocas palabras y menos amigos. En ese sentido es reveladora una anécdota de Los siete magníficos (1960). El representante de McQueen había ido a quejarse al director John Sturges por los escasos diálogos del personaje del actor en el guion, a lo que este respondió: «tranquilo, le daré la cámara». Y a lo largo de casi dos décadas nunca la soltó. Al igual que un niño con su pelota, montaba el cirio y amenazaba con boicotear el juego si él no era el centro del encuadre. Justo es añadir que la cámara le quería sin condiciones. 

Convencido de que estaba forjando una nuevo icono cinematográfico, MacQueen imponía acción en cada una de sus interpretaciones. Su gusto por el motociclismo y el automovilismo están presentes en filmes como La gran evasión (1963), Bullit (1968) o Le Mans (1971), que supuso un fiasco para su productora Solar. El actor metía mano en los guiones, se quejaba si percibía poco lucimiento de su personaje, amenazaba, imponía y normalmente se salía con la suya. En algunos casos, los resultados fueron extraordinarios. Aquella carrera campo a través huyendo de los nazis en una rugiente Triumph de La gran evasión ha pasado a formar parte de las escenas canónicas de las hazañas bélicas. Cabe señalar que el arriesgado salto intentando superar las alambradas lo realizó Bud Ekins, especialista y amigo de MacQueen. La relación entre ambos tiene por cierto algunas semejanzas con la de Leonardo DiCaprio y Brad Pitt en Érase una vez en… Hollywood (2019). 

MacQueen, en cambio, era incapaz de mantener una relación de amistad con una mujer. El sexo opuesto suponía el trofeo, la presa, el descanso del guerrero. Aunque parece ser que se encamó con algunas compañeras de reparto —como la ígnea Ann Margret en El rey del juego— ninguna alabó su elegancia. Faye Dunaway, mujer de armas tomar, llegó a detestarlo durante el rodaje de El caso de Thomas Crown (1968). Este filme dice mucho del alto grado de tenacidad y competitividad del actor, pues el cineasta Norman Jewison pensaba en Sean Connery para encarnar al sofisticado y sibarita hombre de negocios adicto a los subidones de adrenalina. Testosterona enfundada en los trajes british de Douglas Hayward. Para demostrarle a Jewison que podía transformar su rudo atractivo working class, MacQueen no salió de un campo de polo hasta dominar convincentemente ese deporte solo apto para pijos. Por entonces sus manos chorreaban sangre. 

Según su exmujer Neile, 1968 también significó la crisis de la mediana edad para el actor. A punto de cumplir los cuarenta y con la ciudad fabuladora a sus pies, a MacQueen le dio por apuntarse a la primavera del amor hippie. Sexo indiscriminado y drogas a mansalva. Una dieta que seguía a rajatabla. Le fue de un pelo no haberse topado con los familiares chalados de Charles Manson la noche fatídica de los asesinatos de Sharon Tate, Jay Sebring, Wojciech Frykowski y Abigail Folger en la casa del 10050 de Cielo Drive, puesto que en principio estaba invitado a la velada. Las suposiciones apuntan a que alguna de sus juergas improvisadas le impidió estar presente en el infausto escenario criminal. Sea como sea, a partir de aquel día siempre llevó consigo una pistola. 

Aquellos asesinatos, además, supusieron el final del breve florecimiento de la inocencia lisérgica y pacífica. Los setenta nacieron un tanto más resabiados y paranoicos. Ruidosos y frenéticos. La cocaína —«el caviar de la droga», según Robert Sabbag en Ciegos de nieve— se consumía a toneladas. Y en la fiesta perpetua, llegó el rodaje de La huida. Robert Evans, en el documental El chico que conquistó Hollywood, una brillante y ácida radiografía del mundo hollywoodiense, relata aquellos años en los que el vetusto y carcomido sistema de estudios abrió las puertas a jóvenes cineastas de voracidad hercúlea y vitalidad desmedida. Evans era el productor del momento. Cada proyecto que bendecía se convertía en un acontecimiento del nuevo cine. Vivía en el subidón adrenalínico del éxito sin pausa. Convenció a Ali para que interpretara a Carol en el filme de Peckinpah, ya que ella era reacia a aceptar un papel tortuoso que la apartara de la angelical y plana protagonista de Love Story. Tal vez detrás de la renuencia existía un presentimiento funesto. En cualquier caso, mientras Evans se metía de lleno en la producción de El padrino, Ali se fue a El Paso (Texas) para hacer de la película con Steve MacQueen su particular escapada. Ella se enamoró y él consiguió el preciado trofeo. La chica de las flores. Joven y turgente. Cuando Evans se dio cuenta ya era demasiado tarde. Como el propio productor reconoció: «Me miraba a mí y pensaba en la polla de Steve MacQueen». 

Ali y Steve se casaron en 1973. El matrimonio duró un lustro plagado de inestabilidades emocionales, excesos y mal rollo. Celópata redomado y déspota irascible, el actor la obligó a abandonar su carrera profesional y ella lo aprovechó para cuidar a su hijo e incluso a sus hijastros. No se trató ni mucho menos de una historia alegre. Como si el triunfo aburriera, MacQueen se dedicó a la autodestrucción veloz de alcohol y drogas varias. En su enésima bronca violenta echó a Ali de casa. Ella se marchó a vivir a Nuevo México y Sam Peckinpah le dio la oportunidad de reaparecer en pantalla con el fallido filme Convoy (1978). Luego el triste purgatorio del olvido y la depresión. McQueen no tuvo tiempo de reconciliarse con la vida. Murió de cáncer de pulmón en 1980, con cincuenta años de edad. De alguna manera, la relación de la pareja quedó marcada por La huida. En concreto, por la secuencia en la que, después de haber conseguido escapar de sus perseguidores escondidos en un camión de basura y haber sido literalmente depositados en el vertedero, el matrimonio decide darse otra oportunidad. A diferencia de sus personajes, Ali y Steve quedaron atrapados en aquel paisaje maloliente de detritus. 

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6 Comentarios

  1. Los ricos también lloran, etc. Mi corazón sangra de pena y de dolor por ellos. En cualquier caso, somos libres de arruinar nuestras vidas como nos dé la gana, Jordi. Si queremos echarla a perder como hicieron nuestros padres, estamos en nuestro derecho. Y si no, seguro que encontramos la manera de arruinarla de otro modo.

  2. Manuel Silva Iglesias

    Cómo pintan en la peli eh?

    En el autobús, después del caos q han dejado atrás: habéis visto besar la mano de una mujer con tanto estilo?

  3. Como pintan en la peli eh?
    Escena del autobús: se puede ser más cool besando la mano de una mujer?

  4. Muchas gracias, Jordi.
    Se toca un poco el tema en la fantástica The Offer, buen background para leer este artículo. Me apunto el documental que mencionas sobre Robert Evans.

    En La huida cuesta un horror pestañear por miedo a perderse algo, aunque mis favoritas del amigo sean Bullit y, precisamente, Junior Bonner. Quizás sea un buen momento para volver a echarle una visual a La huida.

    Saludos.

  5. imperialista

    Para mí su mejor papel es en Papillón. Y probablemente el personaje que más se parece a él.

  6. Bernardo Gayá Miquel

    Existieron actores que forjaron personajes de los que jamás escaparon, aún así nos mostraron dulzura, pasión, rudeza, amistad y muchas cosas más.
    Los directores (John Ford, Sam Pekimpach…) los amaban y pretendían rodar con ellos, que fueron siempre ellos, Robert Mitchum, Dean Martin, Steve MacQueen, John Wayne y alguno más.
    Quién no ha visto al mismo Steve MacQueen en «El Yangtsé en llamas», «Los siete magníficos», «Papillón», o en «La huída», «Bullit», «Las 24 horas de La Mans», o en » El coloso en llamas».
    Por supuesto que interpretan, pero su personaje es tan grande que siempre lo atrapa.

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