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El secreto de Joseph Mitchell

El secreto de Joseph Mitchell
A la izquierda, Wallace Wolodarsky como Cheery Writer, el personaje inspirado en Joseph Mitchell en The French Dispatch, 2011. A la derecha, Bill Murray y Owen Wilson. Fotografía: American Empirical Pictures.

Mitchell’s own search lasted years. He must have been so haunted.

(«Joe Gould’s Teeth», The New Yorker, Jill Lepore)

Joe Gould es uno de los pícaros más famosos del siglo XX. Después de estudiar Literatura en Harvard, llegó a Nueva York en 1917 con la intención de dedicarse profesionalmente a la crítica teatral. Pero una librería —como suele ocurrir— le cambió la vida. Hojeando un libro de William Carleton, se topó con una cita de Yeats: «La historia de una nación no está en los parlamentos ni en los campos de batalla, sino en lo que las gentes se dicen en días de fiesta y de trabajo, en cómo cultivan, se pelean y van en peregrinación». Y tuvo su momento eureka. A partir de entonces se dedicaría a escuchar y a transcribir todo lo que dijeran a su alrededor los habitantes de Nueva York con el objetivo de escribir Historia oral de nuestro tiempo, la obra maestra de la dimensión conversacional de la gran ciudad.

Para ello consagró las décadas siguientes a la circulación. A pie o en metro, recorrió la metrópolis. Desde Coney Island hasta Harlem y Brooklyn, frecuentó compulsivamente sus cafés y sus bares y sus teatros y sus parques, con la voluntad de registrar el pulso sonoro del enjambre ciudadano. Indigente y locuaz, vivía de los donativos de quienes disfrutaban de su compañía y de su conversación. A todo el mundo le hablaba de su gran obra en marcha, de su Historia oral de nuestro tiempo. El más famoso de sus interlocutores tal vez fuera el cronista Joseph Mitchell, que escribió y publicó en The New Yorker una primera semblanza del personaje en 1942 y la completó con El secreto de Joe Gould en 1964, siete años después de la muerte del bohemio itinerante. 

El texto es extraordinario. Después de perfilar al personaje, Mitchell concibe una estructura narrativa más propia de una novela de ficción que del género documental. Gould guarda un secreto y Mitchell se dispone a revelarlo. En verdad, nos cuenta al final, Gould no escribía sobre todo lo que escuchaba en la intemperie urbana. En realidad, nos dice, Gould sobre todo escribía acerca de la muerte de su padre y de su madre, aunque también lo hiciera en alguna ocasión sobre el tomate o sobre los indios de Dakota del Norte. Pero, más que a escribir, se dedicaba a charlar, a viajar, a beber y a decir que estaba escribiendo.

La tesis se sostiene en los fragmentos de Historia oral de nuestro tiempo que Mitchell localizó y que, en efecto, abundaban en sus padres y en algunos objetos peregrinos. Pero, como ha demostrado recientemente la crítica cultural Jill Lepore, existen muchos otros pasajes que hablan de muchas otras cosas, entre ellas las charlas diurnas y nocturnas de decenas de habitantes de Nueva York. Gould guardó las libretas y las páginas manuscritas en casas de amigos y muchas de ellas se encuentran en los archivos de las universidades, de modo que Lepore no tuvo más que mirar en la página web de la de Harvard para descubrirlo. Descubrió también que Mitchell, después de publicar su texto, empezó a recibir cartas de lectores que habían conocido a Gould y que le ofrecían mostrarle los cuadernos que atesoraban. Historia oral de nuestro tiempo, aunque lejos de ser un libro acabado, sí era un intento de narrar la ciudad a través de multitud de voces. Mitchell no respondió a aquellas cartas. No aceptó lo que aquellas personas le ofrecían. Tal vez por esa razón El secreto de Joe Gould no se publicó en forma de libro hasta 1996, el año en que falleció su autor, llevándose a la tumba su propio secreto.

Una de las crónicas más importantes del siglo XX, tan celebrada como «Frank Sinatra está resfriado», de Gay Talese, o El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, es, por tanto, una ficción involuntaria. Su autor, consciente de esa paradoja, decidió no confesar ni rectificar. Durante los treinta y dos años en los que siguió trabajando en The New Yorker, con un cargo de redactor vitalicio, aunque se escuchaba detrás de la puerta cerrada cómo tecleaba en su mesa —como nos recuerda La crónica francesa, de Wes Anderson—, no publicó ni un solo artículo. Parece ser que su tendencia a la depresión, su voluntad de narrar la capital del siglo XX (sus artículos de los años treinta y cuarenta están reunidos en La fabulosa taberna de McSorley y otras historias de Nueva York) y su semblanza de Gould convirtieron al vagabundo en un espejo. En una entrevista de 1992 afirmó: «Después de hablar con él durante tantos años, Joe Gould se convirtió un poco en mí». 

Por todo ello, Joseph Mitchell, uno de los reporteros más reputados de la historia del periodismo, se convirtió en un pícaro inesperado. Existe una larga tradición que vincula esa profesión con la picaresca explícita. Desde las periodistas victorianas que se disfrazaban de floristas para cazar al vuelo los comentarios indiscretos de los parlamentarios, a finales del siglo XIX, en la época en que Nellie Bly se hizo pasar por loca para infiltrarse en un hospital psiquiátrico, hasta un documental tan fascinante e incómodo como The Act of Killing, en el que Joshua Oppenheimer convence a asesinos de las masacres de Indonesia de los años sesenta de que actúen en un proyecto de ficción, con la intención de que en verdad narren y confiesen sus atrocidades, pasando por las inmersiones radicales de Günter WallraffFlorence Aubenas, podría escribirse una historia de los proyectos documentales modernos y contemporáneos que han utilizado el disfraz, el camuflaje o la mentira para narrar con fuerza la verdad. Una historia que actualiza una tradición antigua: la de los viajeros travestidos, la de los viajeros impostores, como Ali Bey o Richard Burton haciéndose pasar por árabes para entrar en La Meca. Y contarlo.

Pero el canon de la literatura documental está atravesado por ambigüedades y sospechas que no tienen tanto que ver con la dimensión performativa de la investigación como con el resultado textual. Con una picaresca implícita. Que Truman Capote manipulara a sus protagonistas y deseara su ejecución para poder terminar A sangre fría es tan problemático, en términos de ética periodística, como que no grabara las entrevistas ni tomara notas porque confiaba en su memoria fotográfica (y supongo que también fonográfica). La memoria es una máquina de generar ficción. Los biógrafos de Bruce Chatwin o de Ryszard Kapuściński han detectado en sus libros de viajes inexactitudes, hipérboles, rastros diversos de la injerencia de la imaginación. Para desactivar futuras inquisiciones, Emmanuel Carrère enumera, en las páginas finales de Yoga, algunas de las licencias que se ha tomado en el libro y concluye: «Es la fatalidad que sucede, creo, cuando empiezas a cambiar los nombres propios: la ficción toma el poder». El contrapoder de la crónica radica, precisamente, en su capacidad de desmenuzar y diseccionar los hechos para discriminar entre los verdaderos y los falsos. Es lo que hizo Javier Cercas con Enric Marco en El impostor: demostrar pacientemente que cada una de las supuestas heroicidades del sindicalista catalán, que construyó su imagen pública afirmando que era superviviente de campos de concentración nazis, eran falsas. Que su vida era una monstruosa mentira.

El espectro que une y separa el periodismo de la literatura está lleno de matices, preguntas y belleza. El caso de Mitchell ilustra como ningún otro esas tensiones magnéticas. Su picaresca fue seguramente inconsciente. Escribió una novela de ficción sin saberlo, convencido de que se trataba de una crónica. Y, cuando descubrió su error, fue incapaz de reconocerlo. Convirtió, de ese modo, su vida entera en una ficción con estructura de thriller. Lo imagino tecleando en su despacho de The New Yorker mientras se preguntaba obsesivamente si sería descubierto. Sintiendo, con razón, todo el peso del síndrome del impostor, mientras su texto iba acumulando estratos y lecturas, se iba emancipando de su origen equívoco, se convertía en un clásico. Y su autor y su protagonista, en leyendas tanto de la literatura como de la confusión.

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