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Una lección de estrategia: mallorquines en Canarias en el siglo XIV

mallorquines en Canarias

Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 40 «El arte del engaño».

Hacia 1356, o poco después, estamos en un pequeño enclave marítimo, situado en la parte nororiental de la isla de Gran Canaria, al inicio del istmo que la conecta con la isleta: un grupo de marineros mallorquines ponen los cimientos de una ermita bajo la advocación de santa Catalina de Alejandría, la santa que, según el sabio historiador dominico y obispo de Génova Jacopo da Varazze en su Leyenda áurea, ofrecía a las gentes del mar la confianza en la devoción mendicante en tierras lejanas. Años atrás, otros viajeros, también mallorquines, surcaron esas aguas y se asentaron cerca de la sede del obispo de la isla Afortunada (episcopus Insularum Fortune, dice la bula papal), creada en Telde a finales de 1351 para el carmelita fray Bernardo Font, quien, según Rumeu de Armas, jamás pisó la isla.

Sepultadas hoy bajo las ruinas se encuentran pruebas que corroboran la presencia de marineros mallorquines en estas islas en el siglo XIV, como una moneda de tiempos de Jaime II, rey de Aragón (1291-1327), hallada en Cueva Pintada que, según Macri González Marrero, acrisola la presencia de esos viajeros: nada explica mejor el positivismo lógico de los estudios académicos que el hecho de que una proposición carece de valor si no se verifica empíricamente. Sin embargo, ese día de 1356, o poco después, se interesaron sobre todo por dejar una huella de su devoción a la santa que, para James Hall, recrea la historia de Hipatia de Alejandría, adaptada a la fe cristiana. Así, repentinamente, se revelan los motivos de los mallorquines de preguntarse por qué viajaban a las islas momentos antes del nombramiento del segundo obispo de las Canarias, el dominico fray Bernardo (2 de marzo de 1361), que ofreció argumentos doctrinales para explicarlo. Ante ellos surge la necesidad de dejar constancia de los hechos con arreglo a una devoción que la cultura mendicante convirtió en un hecho social total, pues el don de las ofrendas revertía en forma de un aliento de esperanza para el viaje de regreso. Los mallorquines, al erigir la ermita, se confortan recordando las peripecias que les atraen de la vida en el mar, un paliativo para unos corazones rotos por la lejanía. La santa los ayuda a entender la empresa que tienen ante sí, porque el viaje tiene sentido si se regresa sano y salvo a casa. Es el modo de entender el legado clásico, el sueño de Ulises: un viaje de ida y vuelta como estilo de vida. Ahora, en aquel promontorio están a mitad: han llegado al punto en el que todo tiene significado. Son tiempos difíciles. Y entonces transforman la vivencia en un análisis de lo que hoy llamamos estrategia. 

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Ramón Muntaner, que escribió una Crónica entre 1325 y 1332, había descrito la preocupación de las gentes del mar de su tiempo y orientó su relato al servicio de la política providencialista del casal de los condes de Barcelona en su condición de reyes de Aragón. Vivió en primera línea un enojoso conflicto familiar: los reyes de Aragón, Sicilia y Mallorca, siendo parientes cercanos, tenían posturas disímiles sobre el valor estratégico de las empresas marítimas. Y, pese a que Muntaner apela a la integridad de los territorios de la Corona de Aragón, es obvio que no logró convencer a los mercaders, patrons de naus e mariners mallorquines. Hace años, J. N. Hillgarth precisó lo escasamente concernidos que estaban los reyes de Mallorca y Sicilia ante el deseo de integridad territorial formulado por Muntaner para servir a la política de los reyes de Aragón: un deseo que la historiografía de la Renaixença del siglo XIX transformó en el tópico del imperio catalán en el Mediterráneo. Hillgarth, que negaba la existencia de tal imperio, identificó el deseo de integridad territorial de los reyes de Aragón como la raíz del malestar existente en los círculos mercantiles de Palma y Palermo por las decisiones tomadas en Barcelona. ¿No se dieron cuenta Jaime II, Alfonso el Benigno y Pedro el Ceremonioso del precio que se debería pagar por el control de los reinos gobernados por las ramas menores del casal de los condes de Barcelona, en Mallorca y Sicilia? En 1327, Jaime II, rey de Aragón, solo controlaba la isla de Cerdeña y eso tras una larga y costosa guerra con Génova. La integridad territorial no dejó de ser una aspiración: la carta que dirigió al papa en 1311 haciéndole ver sus planes de controlar la ruta de les illes (vale decir, las islas de Mallorca y Sicilia) para asegurar la ruta de las especias es un ejercicio de providencialismo político con escasas posibilidades de hacerse real, pues un avance en esa línea, utilizando la agresión militar, personificada por los almogávares, figuras clave en los conflictos del Imperio bizantino entre Paleólogos y Cantacucenos, estaba condenado al fracaso por la debilidad financiera de la Corona de Aragón a la hora de encontrar recursos militares y navales. 

Los mercaders, patrons de naus e mariners mallorquines, que se distanciaron de los planes de Jaime II, Alfonso el Benigno y Pedro el Ceremonioso, tenían una visión más amplia que la gestada en la corte aragonesa, de la que Muntaner era su más egregio intérprete. Si los viajes de exploración son el busilis para ampliar el negocio mercantil, ¿por qué no avanzar en todas las direcciones y no solo hacia el polvorín del territorio bizantino? ¿Para qué seguir el deseo de integridad de los territorios si el verdadero objetivo era la extensión de los negocios en el Magreb o en las islas del Atlántico? Tras haber domado los peligros del Estrecho, nada podía detenerlos. El Atlántico les aseguraba que lo que empezaba a ir mal en Oriente, con la llegada de los turcos otomanos, pudiera ir bien en Occidente. Los métodos comerciales les aseguraban un futuro prometedor, y eso condujo a los más intrépidos a embarcarse en muchas empresas aspirando a tener éxito en alguna. 

Mercaders, patrons de naus e mariners mallorquines respetaron el entorno físico de los territorios que visitaban, pues eran conscientes de que un paisaje podía ayudar o entorpecer un buen negocio, que los barcos jamás controlarían los mares que surcaban, que el tiempo atmosférico es impredecible. Debieron aprender a distinguir entre lo que estaba en sus manos y lo que habían de aceptar, confiando en sus destrezas, con las que remodelaban los entornos, con la misma pasión que recelaban de las iniciativas de los funcionarios de la corte que solo sabían del mar océano lo que habían leído, y no todo era bueno. Convirtieron su estilo de vida en el apoyo a la actividad comercial. Por eso los mercaderes de Marsella que comerciaban intensamente con Mallorca (a los que conocemos bien gracias al cartulario notarial de Giraud Amalric) como los genoveses con más ahínco si cabe cerraron compromisos con los puertos del Magreb, con Ceuta y más allá. Se trataba de unas prácticas comerciales forjadas en medio de numerosas tormentas políticas. 

La guerra de las Vísperas sicilianas fue la mayor de las tormentas políticas que afrontaron las prácticas comerciales de los marselleses, genoveses y mallorquines a finales del siglo XIII. Jaime II, rey de Mallorca, se percató pronto de los elevados riesgos de la política en Sicilia de su hermano mayor, Pedro III el Grande, rey de Aragón, pues, para él, el mayor enemigo de su reino era el deseo de integridad de los territorios. El caballeresco Pedro III solo se interesaba de la política creada en el sur de Italia por los Staufen, a los que pertenecía su esposa Constanza, y consideró las ambiciones del linaje de Suabia la gran oportunidad de su vida, de modo que la guerra era el faro que le mostraba el camino: así lo describe el cronista Bernat Desclot. A Jaime II de Mallorca, por su parte, no le sedujo la política de los Staufen, y en su condición de señor de Montpellier se acercó a su cuñado Felipe III, rey de Francia, llamado el Hardi, que había estado casado con su hermana Isabel años atrás. Los registros de ancoratge, donde se anotan los peajes pagados por los barcos que entraban en el puerto de la ciudad de Mallorca, son un buen indicador de la economía mallorquina antes y después de la guerra de las Vísperas sicilianas. 

El erizo Pedro de Aragón y el zorro Jaime II de Mallorca, así pues, no tenían nada en común: los calificativos erizo y zorro, como es bien sabido, se deben al filósofo Isaiah Berlin y fueron empleados por David Abulafia para definir a Ramon Llull en su libro La guerra de los doscientos años como un zorro, es decir, alguien que sabe muchísimas cosas, aunque no en profundidad, ante el erizo, que solo sabe una, pero de importancia extrema. Tras comprender el deseo de la integridad de los territorios (la idea eje de Pedro el Grande en su calidad de erizo), Jaime II de Mallorca se fijó en los modos de exploración forjados por los genoveses entre la batalla de la Meloria (1284) y la batalla de Curzola (1296), que indujeron a los hermanos Ugolino y Vadino Vivaldi, hijos de Amighetto y Giovannina Zaccaria, a buscar por vía atlántica una ruta ad partes Indie, y llegó a la conclusión de que esa realidad constituía el motor de su política, una vez recuperó su reino gracias a los auspicios del papa Bonifacio VIII, ese espléndido autócrata, como le definió su biógrafo C. W. Previté-Orton. Pedro el Grande dejó a su hijo primogénito, Alfonso el Liberal, el encargo de resolver la cuestión de la integridad territorial de la Corona de Aragón, aunque fue su segundo hijo, Jaime II de Aragón, quien lo llevó a cabo insistiendo en la necesidad de reunir en una sola corona los tres reinos de la familia. Eso lo llevó a un duro enfrentamiento con su tío, el rey Jaime II de Mallorca, quien no hacía más que recordarle que esa obsesión heredada de Pedro III el Grande abrigaba formas de gobierno más allá de cualquier medida razonable. No fue escuchado, aunque en estos casos hay que decir que zorros como Jaime II de Mallorca tienen razón sobre erizos como Pedro el Grande o su hijo Jaime II de Aragón. 

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La expansión por el Atlántico por parte de Jaime II de Mallorca constituye un ejemplo pionero, pero singular, de una política orientada a frenar las conductas de corte erináceo de su sobrino Jaime II de Aragón, que luego seguirán Alfonso el Benigno y Pedro el Ceremonioso. Apoyar la aventura de los mercaders, patrons de naus e mariners mallorquines era algo de especial importancia: si estos hombres de mar podían asentarse en la isla Afortunada, ¿de qué no serían capaces más adelante? ¿Qué les impediría ocupar el resto del archipiélago y después avanzar en la ruta más allá del cabo Bojador? ¿Qué evitaría que fueran ellos quienes hicieran realidad la propuesta de los humanistas de otra definición del orbe?

Estas ideas fueron expuestas por Giovanni Boccaccio en 1341 en De Canaria et insulis ultra Hispaniam in Oceano noviter repertis (De Canaria y de las otras islas nuevamente descubiertas en el Océano del otro lado de España): una obra destinada a celebrar las empresas del genovés Nicoloso da Recco, que, en compañía del florentino Tegghia dei Corbizzi, navegó por esas islas al servicio del rey de Portugal, Alfonso IV, y que un grupo de especialistas caracterizaría con precisión a finales del siglo XX.

En 2009, en un esfuerzo por determinar las raíces que determinan la razón del De Canaria, de Boccaccio, la reputada historiadora genovesa Gabriella Airaldi en el segundo volumen de la Storia della Liguria recopiló todo lo que en la actualidad se puede decir de este primer modelo descriptivo de las relaciones de viajes y descubrimientos en el Atlántico sur, que recoge cinco grandes apartados: 1) una relación oficial sobre la navegación con datos sobre las fechas, protagonistas y objetivos del viaje a Canarias; 2) un informe sobre los primeros encuentros con las nuevas tierras y sus aborígenes; 3) un análisis de los lugares que siguieron; 4) una serie de consideraciones mercantiles y económicas, y 5) un retrato antropológico de las poblaciones encontradas. 

Quién fuera el primer viajero, al margen del que la historia reconoce, ese Lanceloto Malocello que en 1312 llega hasta las actuales Lanzarote y Gran Canaria, no supone para Boccaccio el motivo central, sino conocer la finalidad del viaje, que no fue otro que acudir a las islas «que han sido encontradas»: islas presentes ya en el portulano firmado en Mallorca en 1339 por Angelino Dulcetti o de Dulceto (o Dulceri, Dalorto o Dulcert, según los autores); tampoco constituía un factor clave cómo eran sus habitantes, a saber, el hecho de que fueran de una determinada raza y sostuvieran una determinada religión. Sí le importaba, en cambio, y mucho, su estilo de vida a la hora de establecer relaciones comerciales. Cuando los mallorquines llegaron al istmo de la actual Gran Canaria llegaron a la conclusión de que, en efecto, aquel trozo de tierra era la clave de su viaje. Las razones parecían inequívocas: desde allí era fácil predecir el futuro de la navegación atlántica, esa posibilidad de llegar a Oriente navegando hacia Occidente. Sorprendidos por el resultado, se reconocen a sí mismos como seres privilegiados por haber visto con sus ojos lo que otros, incluido el gran escritor Boccaccio, habían oído de los viajeros. Los mallorquines, mientras construían la ermita bajo la advocación de santa Catalina, se apoyaban en el entrelazado de diversos retales de información que luego pasarían a los continuadores de la tradición cartográfica instalada en Mallorca por Dulcetti, Cresques Abraham o Guillem Soler, que comenzaron su actividad hacia 1368. Desde ese lugar de las Canarias dudaban de que el nebuloso asunto de la integridad de los territorios, que había enfrentado a los reyes de Mallorca con los reyes de Aragón, pudiera ser de algún modo un asunto de interés para el comercio mundial que perfilaba la ruta atlántica. El rey Jaime III de Mallorca envió diversas expediciones a las Canarias en 1342, según señala Felipe Fernández-Armesto en su libro Antes de Colón, a fin de reclamar la posesión del archipiélago y quizá apoyar al busolarius mallorquín Guillem Centerelles, activo entre 1353 y 1362. Gestos como ese condujeron a Jaime III a mantenerse lejos del reino de Aragón que, en esos años, tenía a Pedro el Ceremonioso como rey. Los ingresos generosos que le proporcionaba el comercio mallorquín no solo le permitieron mantener una suntuosa corte, sino también descifrar las contradictorias dinámicas que regían las empresas comerciales en el Atlántico a mediados del siglo XIV

Jaime III de Mallorca se mostró más moderno en lo relativo a su pericia predictiva que su pariente Pedro el Ceremonioso: él ordenó analizar las posibilidades de las rutas atlánticas y apoyar los talleres cartográficos de su reino. De ese modo tuvo más probabilidades de eludir los enfrentamientos con la gran potencia marítima de entonces, la república de Génova, con la que sin embargo se enfrentó el rey de Aragón, con resultados funestos para la vida mercantil de la ciudad de Barcelona, y, finalmente, por fusión de todo lo anterior, Jaime III de Mallorca estuvo mejor situado para prever los acontecimientos futuros que hicieron de las Canarias el paso obligado de una política mercantil primero en el Atlántico sur y después en América. En resumidas cuentas, tras cruzar el Estrecho, los mercaders, patrons de naus e mariners mallorquines del siglo xiv avanzaron por las Canarias convencidos de que tanto el volumen de sus intereses como la capacidad de sus cartógrafos los llevarían a ocupar un lugar de privilegio en estas tierras. El plan funcionó, como se deduce de la fundación de la ermita de Santa Catalina. Sus ejércitos sin embargo se movieron con dificultad ante los ataques del rey Pedro el Ceremonioso. Un reino con una topografía tan difícil dificultaba su defensa. Por eso, en 1343, el mismo año que envía una expedición a Canarias, el ejército de Pedro el Ceremonioso invadía la región de Montpellier, una ciudad que, poco después, en 1349, pasaría al rey de Francia. Fue en esos años cuando Jaime III murió, pero antes dejó a su hijo Jaime IV casado con la reina Juana de Nápoles. Esta situación puso al reino de Mallorca ante el viejo dilema ya vivido entre Jaime II de Aragón y su tío Jaime II de Mallorca: ¿qué hacer cuando los partidarios de la integridad de los territorios se encaraman en el gobierno de la Corona de Aragón? No debe extrañar que Pedro el Ceremonioso dedique un tercio en su Crónica de carácter personal al hecho de la conquista de Mallorca, aunque, cuando al final consiguió hacerse con ella, no supo qué hacer ante las empresas atlánticas. Y de ese modo los genoveses se quedaron solos en la expansión por las Canarias, a la que en pocos años arrastraron a los reyes de Castilla.

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Un comentario

  1. Es interesante saber de la españolidad de las Canarias, pero no se ha dado el caso de probarla. Se decía que Churchill se quedaría con las Canarias si cooperábamos en la toma Gibraltar por los alemanes. Quien sabe si los ingleses hubieran podido tomarlas.

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