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Aplicación práctica del esperanto

Aplicación práctica del esperanto
La Isla de Rosas en 1968. Fotografía cortesía de L’incredibile storia dell’Isola delle Rose / Groenlandia / Netflix.

En estas líneas encontrará usted, querido lector, un ramillete de personajes profundamente pintorescos. Sin embargo, pese a la truculencia evidente del asunto, los nombres que aquí se citan, debidamente mezclados y agitados, producen un cóctel delicioso. Para describirlo podríamos utilizar palabras grandilocuentes. Libertad sería una de ellas. Deseo podría ser otra. Tenacidad, independencia, honor, patria…, términos todos ellos difusos, pero que, insisto, pueden paladearse detrás de esta historia que hoy le ofrezco. No es una historia de héroes, tampoco de ídolos. La protagonizan, más bien, un atajo de personajes a medio camino entre la chaladura y la genialidad. Y una lengua: el esperanto. Si me acompaña, le aseguro que no se arrepentirá.

El nacimiento

Lejzer Zamenhof había nacido en Bialystok, una ciudad situada hoy en Polonia, a una distancia más o menos similar de Bielorrusia, Ucrania, Lituania y Kaliningrado (Rusia). Es decir, que la ciudad se halla enclavada en un cruce de caminos de lo más ecléctico. El pequeño Zamenhof se crio en esta especie de punto de encuentro, allá por el siglo XIX, cuando aún pertenecía al Imperio ruso. La infancia de Zamenhof son recuerdos de este mestizaje: en su barrio podías encontrarte tanto a gentes del Imperio austrohúngaro, a alemanes en todo su esplendor, como, por supuesto, a polacos, judíos, rusos, lituanos, ucranianos más el resto de extranjeros que se beneficiaban de este choque cultural.

El pequeño Zamenhof vivía absolutamente marcado por el hecho de que, en su mundo, en aquellas calles embarradas de Bialystok, las gentes eran, a menudo, incapaces de establecer una comunicación fluida. Frente a semejante panorama, Zamenhof destacaría como un auténtico privilegiado en el arte de hablar. A lo largo de su vida, manejaría el idioma polaco, el yidis, el ruso, el alemán, el francés, el griego, el español, el italiano, el latín, el hebreo y el inglés. Sin embargo, seguía teniendo esa espina clavada: por el mundo, cientos de culturas eran incapaces de entenderse por una barrera tan simple y a la vez tan profunda como es el lenguaje.

Muchos años más tarde, en 1909, otro personaje pintoresco, Alfonso XIII, rey de España, espera ansioso en su berlina. Por fin va a poder conocer a ese tal Zamenhof, el hombre al que tanto admira. Por las calles de Barcelona se habla de su llegada, de lo necesario que es para el país acoger a alguien de su envergadura. Llega el rey al congreso, donde una multitud aclama a Zamenhof. Se abre paso el monarca hasta llegar al estrado, donde un anciano le espera con las manos cruzadas a la espalda. Alfonso XIII, saltándose los protocolos, abraza a aquel hombre. Todos allí se extrañan, pero el rey se halla satisfecho. No todos los días se abraza al hombre que inventó el idioma universal. No todos los días se abraza al creador del esperanto.

La consolidación

Muchos han intentado mantener viva la llama de aquel muchacho que en pleno siglo XIX, entre las calles de Bialystok, soñaba que podía crear un código compartido por todo el mundo. Uno de ellos fue Albino Ciccanti, padre franciscano, vecino de la región italiana de Rímini allá por los años sesenta del siglo XX. Por aquí y por allá peregrina este sacerdote, buscando con ello no solo la propagación de la fe cristiana, sino también la difusión de un sistema lingüístico que promulga con alegría y rigurosidad: el esperanto.

Este idioma había evolucionado mucho desde que Zamenhof estableciera sus bases a finales del XIX. Se había difundido por revistas de medio mundo, los hablantes se habían multiplicado. Los congresos universales de esperanto se convertían en un éxito, véase el ya referido de Barcelona en 1909, con la realeza expectante. Tolstói, por poner un ejemplo de notabilísimo promotor esperantista, lo defendía a muerte en aquella Rusia de los zares tan enemiga del liberalismo. En Alemania, el movimiento marxista se refiere al esperanto como «el latín de los obreros». Su poder empezaba a dar miedo: Hitler, Stalin, Franco o McCarthy, entre otros, prohíben el idioma por diversas razones.

De modo que, en los años sesenta, el padre Ciccanti ya manipulaba un idioma consolidado, y su amor por él era conocido en toda Bolonia. Daba sermones en esperanto, conferencias sobre san Agustín, entrevistas en la radio… Cuando en 1965 consiguió llevar hasta Rímini el Congreso Nacional de la Federazione Esperantista Italiana, el padre Ciccanti logró colocar el idioma en el imaginario, animando a muchos vecinos a aprenderlo. En todas partes se hablaba de este cura loco capaz de unir a la comunidad boloñesa en torno a un idioma.

Así que una mañana cualquiera la parroquia de Rímini se hallaba abierta, como siempre que sus fieles lo necesitaban. Aquel día, una figura joven, desaliñada y en apariencia cansada enfiló el portalón de la iglesia. En su interior, el padre Albino Ciccanti colocaba una pila de libros en la sacristía. Cuando los nudillos del recién llegado golpearon la puerta del pequeño habitáculo, Ciccanti salió de su ensoñación.

—¿Quién es?

—Soy yo, padre. Soy Giorgio… Giorgio Rosa.

La oficialidad

Giorgio Rosa había nacido en Bolonia en 1925, por tanto, en aquella década de los sesenta, nuestro protagonista frisaba en los cuarenta años de edad. Giorgio Rosa era un ingeniero que, como ya avisamos al inicio de este texto, engrosa la lista de personajes de la historia que coquetean con la locura. Descreía de la posibilidad de favorecer con su conocimiento a las grandes empresas del país. Pese a que le habían ofrecido trabajar en todas ellas, con caballerosidad fue rechazándolas una a una para dedicarse a sus propios proyectos. Entre sus artilugios, un coche construido por él mismo que hizo rodar por las carreteras italianas hasta que la policía lo detuvo y lo encerró en el calabozo durante unos días. Fichado y vigilado, su novia de juventud lo abandonó, pues era difícil comprender el genio especial del ingeniero.

Un buen día, Giorgio Rosa decidió acabar con esta incomprensión y poner en jaque los estándares dominantes de civismo para fundar un Estado propio. Eligió un punto de la costa de Rímini ya en aguas internacionales y se dispuso a construir una plataforma sobre el mar que escapara de la cordura imperante en tierra firme. Finalmente, el ingeniero logró estabilizar el lugar sobre una decena de pilotes de cemento y acero. Pronto, aquella especie de isla contaba con embarcadero, una tubería por la que extraer agua potable, un restaurante, una discoteca, una tienda de souvenirs y una oficina de correos.

Sin embargo, a la isla aún le faltaba algo. Giorgio Rosa ansiaba el reconocimiento popular, necesitaba introducir entre los boloñeses el concepto de libertad y autonomía que simbolizaba aquel pequeño terreno en medio del mar. Pensó en quién podría tener el suficiente predicamento sobre los habitantes de tierra firme, y la respuesta le vino rápido. ¿Quién mejor que el párroco de Rímini para difundir entre los vecinos su obra? Así que esa mañana cualquiera puso rumbo a la sacristía donde el padre Ciccanti ordenaba, tranquilo, una colección de libros viejos.

El despegue

—¿Quién es?

—Soy yo, padre. Soy Giorgio… Giorgio Rosa.

El párroco había oído hablar de aquel ingeniero loco. Sus andanzas con coches autoconstruidos, con planeadores caseros y otros inventos delirantes eran de sobra conocidos. Sin embargo, puesto que no hablamos precisamente de un asiduo a la casa de Dios, Ciccanti prefirió hacer creer a Rosa que no lo conocía para evitar así que este se sintiera prejuzgado. Se sentaron junto al confesionario. La imagen de Cristo en la cruz los vigilaba. El sacerdote, casi en su papel de confesor, escuchaba aquella historia de la isla en medio del mar como quien se hace cargo de un error. Aquel concepto de libertad que promulgaba Giorgio apenas le atraía, pues él era muy consciente de que la libertad solo es perfecta si está ordenada a Dios y, obviamente, no era el caso.

Sin embargo, todo cambió cuando Rosa pronunció una frase: quiero que la isla de las Rosas sea un punto de encuentro para las distintas culturas que se sienten perdidas en tierra firme. En ese instante, Ciccanti recordó a su maestro, Lejzer Zamenhof, quien persiguió un objetivo similar al idear el esperanto. Enseguida el monólogo de Rosa se transformó en un profuso diálogo. Ciccanti adaptaba la libertad que pululaba por el discurso del ingeniero a las bondades del esperanto. Veía la puerta abierta para convertir la isla de las Rosas en un lugar que acogiese, por fin, al esperanto como lengua oficial.

En aquel momento, Ciccanti le hablaba de la gramática esperantista, y Giorgio lo escuchaba asombrado, pues en ese punto las lenguas adquieren ese nivel de técnica, de ciencia, que tanto perseguía un ingeniero como él. El párroco hablaba de un artículo único; de la ausencia de género gramatical y su morfología aglutinante; de la flexión del verbo en cuatro modos; de los casos del sustantivo y el adjetivo (nominativo y acusativo); de sus grafías diacríticas o ĉapelitaj literoj (letras con sombrero), y de otros muchos fenómenos lingüísticos que apasionaban al ingeniero.

Finalmente, tras varios días de intensas reuniones, Giorgio Rosa proclamó el esperanto como lengua oficial en la isla de las Rosas. Ciccanti, por su lado, promulgaba su existencia no con tanta pasión como la del Señor, aunque sí con la misma dedicación dentro de la jornada laboral. Pronto, no solo los fieles de la iglesia de Rímini, sino también todos los admiradores del esperanto de Italia conocían la llamada isla de las Rosas. Y la afluencia de gente no se hizo esperar. Desde prácticamente toda la costa oriental de Italia llegaban barcos dispuestos a comprobar con sus ojos la presencia de aquel pintoresco lugar.

Había nacido popularmente la República Esperantista de la Isla de las Rosas. Oficialmente: Esperanta Respubliko de la Insulo de la Rozoj.

La caída

Detrás de la lengua, como ocurre en tantos procesos civilizatorios, vinieron multitud de símbolos: desde los sellos hasta la bandera, desde la moneda hasta el himno. La isla contaba con un solo habitante, el último de los personajes pintorescos que pueblan este artículo. Se trata de Pietro Bernardini, un tipo que había naufragado en el mar Adriático y que, por azares del destino, dio con sus huesos en la isla. Más allá de este único poblador, la isla se abarrotaba cada día de visitantes. Se había convertido en un atractivo turístico sin precedentes. Por medio de una conferencia que superó toda expectativa, Giorgio Rosa declaró la independencia de la isla de las Rosas el 24 de junio de 1968.

Pero una sombra se cernía sobre este proyecto de libertad esperantista. El Gobierno italiano veía en la isla un espacio únicamente dedicado a evadir impuestos, pues era obvio que lo recaudado allí salía de Italia, pero no tributaba en el país transalpino. Primero aparecieron patrulleras italianas que vigilaban el espacio para después coordinarse y prohibir la llegada de embarcación alguna a la isla. El martes 25 de junio de 1968, es decir, cincuenta y cinco días después de la declaración de independencia, los carabineros tomaron posesión de la isla sin violencia. El sueño se esfumaba.

Mucho peleó Giorgio Rosa para que la Esperanta Respubliko de la Insulo de la Rozoj no fuese destruida. El Grupo Esperantista de Rímini solicitó la posesión de las tierras, previa regulación pertinente. Pero ya era demasiado tarde. El 13 de febrero de 1969 se demolió la estructura. Apenas dos semanas después, una tormenta sumergió los restos de la isla para siempre. Allí, en las coordenadas 44º10’49″N 12º37’20″E, desaparecía aquel proyecto de libertad, aquel reducto para el esperanto. Desaparecía para siempre la mítica Esperanta Respubliko de la Insulo de la Rozoj.


La Esperanta Respubliko de la Insulo de la Rozoj en diez datos

Aplicación práctica del esperanto1. La República Esperantista de la Isla de las Rosas, fundada por Giorgio Rosa, estaba ubicada 11,6 kilómetros mar adentro frente a las costas de Rímini, en el norte de Italia.

2. La plataforma se levantaba en aguas internacionales, a tan solo 500 metros del límite de las aguas jurisdiccionales italianas. La travesía hasta ella duraba cerca de veinte minutos.

3. Después de su fundación, la micronación reclamó para sí las aguas adyacentes en una superficie equivalente a 62,5 kilómetros cuadrados.

4. Anclada en el lecho marino, a 26 metros de profundidad, la plataforma se alzaba 8 metros sobre el nivel del mar.

5. Ocho pilotes de acero sostenían la estructura. Los tubos huecos y sellados se transportaron flotando hasta el lugar, donde más tarde se ensamblaron verticalmente y se rellenaron de hormigón. Se trata de un sistema telescópico patentado por el propio Giorgio Rosa.

6. La micronación contaba con suministro de agua dulce. Se extraía de un acuífero subterráneo localizado a 280 metros de profundidad desde la superficie del mar.

7. El embarcadero recibía el nombre de Haveno verda (en español, Puerto verde). Para facilitar el desembarco, un sistema de tubos de goma transportaba agua dulce (más ligera que el agua salada) hasta el espacio destinado al atraque.

8. El segundo piso de la plataforma, destinado a las habitaciones, no llegó a completarse. La idea original era levantar cinco pisos en total.

9. En 1967, cuando la isla se abrió al público, contaba con un bar, un restaurante, una discoteca, una tienda de recuerdos y una oficina de correos.

10. La Isla de Rosas, mucho más sólida de lo que se había anticipado, precisó tres grandes detonaciones para ser derribada, y ni siquiera así se vino abajo por completo. Fue una fuerte tormenta la que acabó por hundir los restos de la plataforma.

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9 Comentarios

  1. Jorge SZORC

    Me gusta el Esperanto, idioma lógico y es el más fácil de aprender de todos. Tiene solamente 16 reglas, y para los europeos, el vocabulario es reconocible hasta un 50%.

    • Realmente, ningún idioma tiene únicamente dieciséis reglas. Cualquier descripción seria, con un mínimo de rigor filológico, del esperanto, consta de muchas más.

      En cuanto a su facilidad, esta es bastante relativa y depende de muchos factores. A pesar de que la mayor parte de su vocabulario procede de lenguas europeas (y no de todas, sino de las románicas, de las germánicas y, menos, de las eslavas), hay determinados rasgos en el esperanto que en muchas ocasiones constituyen un obstáculo a la hora de aprenderlo. Por ejemplo, a diferencia de las lenguas románicas, que son lenguas flexivas, el esperanto es una lengua de tipo aglutinante (como el euskera, el turco, el japonês, el coreano o el guaraní).

      No obstante, se trata de una lengua fascinante, en la que se ha desarrollado una cultura única (su literatura resiste una comparación con la literatura vasca o con la literatura gallega moderna) que constituye un bastión de multiculturalidad y resistencia muy necesario frente a la uniformidad inherente a la imposición de las lenguas de prestigio.

  2. Pingback: Aplicación práctica del esperanto – Luis Álvarez Sabucedo

  3. Preciosos recuerdos en forma de cuento.

  4. Manolo Parra

    Hola, Suso. Pregunto: ¿el carácter aglutinante es una dificultad? Dicen que el turco es una de las lenguas más fáciles de aprender…

  5. El inconveniente del desarrollo a nivel global del Esperanto, han sido los propios esperantistas…

    • JOSÉ EMILIO MEGÍA LÓPEZ

      No sé si me vas a leer después de estos meses, pero me intriga tu comentario. No es malicia, no formo parte de la comunidad esperantista y por eso no conozco las dinámicas que pudieran haber en ese colectivo.

  6. El principal problema del Esperanto es que sus reglas rígidas lo han convertido en idioma cacofónico; en plata, más feo que pegar a un niño. Como todos los sustantivos acaban en O, y los adjetivos en A, y el artículo definido es siempre LA, a oídos españoles suena a italiano chapurreado por un guiri: Esperanta Respubliko de la Insulo de la Rozoj. Y en la escritura, esa mezcla de caracteres latinos y eslavos espanta al más bregado. Si quieres crear una lengua, créala de cero aunque te inspires lejanamente, como hizo Tolkien, pero no hagas una mezcolanza de lenguas existentes porque te sale un churro.

  7. Bartoques

    Otro notable esperantista fue Charles Chaplin. En su película «El gran dictador» los comercios que aparecen en ella están rotulados en esperanto.

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