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Shunga: el porno japonés tatarabuelo del hentai y protector del samurái

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No os lo vais a creer, pero todo esto del shunga va a ser ligeramente NSFW. Extracto del álbum Yozakura. Takeuchi Keishu, circa 1897.

Ser un samurái y pasearse por Japón con dibujos pornográficos al lado de la katana era oficialmente ilegal en cierto momento del periodo Edo. Lo gracioso es que lo que iba contra las leyes no era lo de presentarse en sociedad como una máquina de matar con patas, sino lo de coleccionar dibujos guarros. Al mismo tiempo, el hecho de portar pornaco en el equipaje durante los viajes más largos era considerado por los samuráis como un amuleto de buena suerte, un talismán que ayudaba a esos guerreros a driblar a la muerte en situaciones de peligro. Los historiadores más serios reconocen que dicha superstición era muy popular en Japón en aquella era. Pero también apuntan que, en el fondo, era más que posible que los propios samuráis la hubiesen extendido para no tener que justificar demasiado que se pasaban las noches solitarias ojeando aquellas imágenes y entrenando la muñeca con su otra espada.

Ocurría que dichas piezas artísticas pornográficas no eran tan solo material de consumo entre guerreros, sino un producto muy popular entre todos los japoneses, algo disfrutado de manera habitual tanto por hombres como por mujeres. Unas ilustraciones, tatarabuelas de ese hentai moderno que degustan tanto usuarios de 4chan como los adictos al LOL, repletas de genitalia con proporciones optimistas, grotescas parodias políticas y bélicas, Tetris humanos enzarzados en el coito, apariciones estelares de animales libidinosos con muchos tentáculos, y en general bastante lascivia entre gente con caras muy graciosas. Un estilo denominado con un nombre que da lugar a demasiados juegos de palabras horribles: el «shunga».

La cosa está shunga

El vocablo shunga (春画) se traduce de manera directa como «dibujo de primavera», una definición no exenta de guasa si tenemos en cuenta que «primavera» en Japón era un eufemismo bastante conocido para referirse de manera velada al acto de follar. Además de eso, la palabrita también es una contracción de «shunkyū-higi-ga» (春宮秘戯画), o la forma en la que los japoneses denominaban a la colección de pergaminos chinos donde se recopilaban los doce actos sexuales clásicos que aludían al Yin yang.

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Pareja encendiendo la calefacción en invierno. Suzuki Harunobu, circa 1770.

El shunga refleja actos sexuales explícitos pero lo hermoso es que, a pesar de ser perseguido y condenado por los mandamases, el género era algo bastante tierno y humano. Porque la mayoría de los dibujos shunga no pretendían evocar un ideal romántico del amor, ni una fantasía falocentrista, sino celebrar lo placentero y natural de un par de personas disfrutando lo suyo al arrimarse los bajos. Dichas estampas incluso nacieron con cierto carácter didáctico en mente.

En la historia de Japón, el arte erótico comenzó a tallarse en épocas lejanas en forma de símbolos fálicos y homenajes a la fertilidad femenina realizados por las primeras religiones indígenas. La importación del budismo en el siglo VI llegó acompañada de nuevas tendencias en el arte, pero, como la mayoría de deidades budistas eran más asexuales que Bob Esponja, aquellas rendiciones no solían tener ningún componente erótico a la vista ni de rebote. Curiosamente, las primeras, y toscas, imágenes pornográficas protoshungas llegaron firmadas por monjes budistas que encontraban muy divertido pintarrajear grafitis obscenos en la base de las estatuas erigidas en sus templos. Pintadas como la mostrada a continuación, donde una mujer se sienta alegremente sobre un pene gordo, una auténtica obra de arte esbozada sobre una efigie del siglo VII ubicada en el templo Hōryū-ji de la prefectura de Nara.

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Grafiti budista. Que el diámetro del miembro viril sea similar a la cintura de la zagala revela que, o bien su autor tenía mucha confianza en sí mismo, o bien lo que tenía eran referencias equivocadas sobre el tamaño real de las mujeres.

En el periodo Heian, entre los años 794 y 1185, los dibujillos pornográficos eran escasos y solían ser objeto de coleccionismo entre cortesanos. Ilustraciones que a menudo representaban líos de faldas reales o estaban protagonizadas por monjes, quienes por lo visto eran el equivalente al eficiente fontanero que aparece para desatascar la tubería en el cine porno noventero. El periodo Edo, del año 1603 al 1867, fue el que verdaderamente supuso el boom del shunga como género exitoso, la era que lo convirtió en mainstream gracias a las facilidades que proporcionaba la xilografía, un formato de impresión que tiraba de planchas de madera.

Lo llamativo es que durante esos más de doscientos cincuenta años del periodo Edo en los que estas húmedas ilustraciones fueron muy populares, las gentes al mando del país hicieron todo lo posible por cancelar la fiebre shunga: el shogunato Tokugawa, donde el poder político y militar del Japón era ostentado por el jefe de las fuerzas armadas, prohibió en 1661 toda publicación erótica, pero el estilo shunga siguió siendo producido y consumido sin demasiados problemas. La cosa se puso mucho más seria con los edictos de las reformas de Kyōhō, en 1722, y de Kansei, entre 1787 y 1793. En ellos no solo se prohibían con más firmeza las imágenes que mostrasen culetes al aire, sino que además se reclamaba por ley que todo objeto impreso fuese aprobado antes de ser publicado. Esta nueva situación provocó que el shunga se convirtiera en un producto mucho más punki y underground, al tener que comerciarse discretamente entre las sombras de callejones que olían raro, pero eso no le impidió volverse tremendamente popular.

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Anónimo atribuido a Utagawa Kunisada. Mediados del s. XIX.

Cuando Japón entró en el periodo Meiji, del año 1868 al 1912, terminaron los buenos tiempos para los pinceles obscenos. Porque la modernización y occidentalización de país introdujo avances tecnológicos que jubilaron a las planchas de madera: en el momento en el que la población japonesa descubrió que podía masturbarse embelesarse contemplando fotografías eróticas en lugar de dibujitos cochinos, el shunga dejó de ser un estilo de arte superventas.

Estilazo

El propósito del shunga inicialmente tenía bastante de educativo y se centraba en la procreación, porque no existían demasiados textos médicos que lidiasen con el sexo, y los que había disponibles eran traducciones directas de antiguos manuscritos chinos. Galimatías que tampoco resultaban muy fáciles de entender si uno no tenía un título de medicina enmarcado en casa. Aunque, obviamente, a la larga, las ilustraciones shunga no se hicieron tan populares por su labor didáctica como por convertirse en el PornTube de su época.

El estilo artístico del shunga bebía de fuentes variadas. Por una parte se inspiraba bastante en las ilustraciones de aquellos libros médicos chinos que se asomaron anteriormente por la isla durante el período Muramachi (del 1336 al 1573). Por otro lado parecía estar muy influenciado por la obra de Zhou Fang (730–800) un respetado pintor chino de ascendencia aristócrata que llegó a trabajar para el emperador. De manera paralela, el shunga también reflejaba el espíritu de obras pertenecientes a otros medios, como la literatura del novelista y poeta Ihara Saikaku, un tipo que alumbraba libros de aventuras picantonas con títulos tan de peli de destape española como Hombre lascivo y sin linaje o Amores de un vividor. Y un escritor que tampoco se sonrojaba al firmar tramas homoeróticas como El gran espejo del amor entre hombres.

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Os juro que esta imagen se titula ‘Mientras se echa la siesta de la tarde’. Harunobu Suzuki, circa 1760.

Sobre el papel, todo lo anterior se traducía en unas ilustraciones muy cuidadas, de trazos delicados y nada toscos, protagonizadas por personajes masculinos y femeninos que portaban facciones de geishas, mejillas con coloretes tiernos, boquitas diminutas y genitales de proporciones monstruosas repletos de venas palpitantes, pliegues carnosos y recovecos detallados. El conjunto tenía un encanto casi poético: los caballeros lucían una configuración anatómica que les habría impedido correr cómodamente sin zancadillearse a sí mismos con el descomunal nardo que brotaba en sus entrepiernas, las damas poseían chorreantes vaginas insaciables, y todos practicaban actos sexuales mientras ponían carita de muñequita de porcelana inocente. El contraste era cómico y chocante, adorable y pervertido, como contemplar a un poni rosa que arrastra un falo gigantesco con un piercing en el capullo. Y los encamamientos artísticos no eran exclusivamente heteros ni mucho menos, el shunga también mostraba a varones empujándose y a mujeres coordinando esfuerzos para cabalgar un consolador de dos cabezas, o utilizando una máscara Tengu para empotrarse.

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Su cara te suena. Anónimo, año desconocido.

Los estilismos de los dibujos pornográficos japoneses ocurrieron como eco de sus influencias. De las exhaustivas imágenes de los libros médicos chinos, los artistas del shunga heredaron el gusto por el detalle a la hora de pincelar la genitalia, aunque lo de las proporciones está claro que no lo llevaban tan bien y preferían tirar por la ruta del mejor que sobre que no que falte. Por otra parte, la cruda y explícita naturaleza de las estampas era el resultado de una cuestión cultural: la mera desnudez no llamaba demasiado la atención de los espectadores japoneses, que estaban muy acostumbrados a ver al sexo opuesto en pelotas en los baños comunitarios de la época Tokugawa. En consecuencia, los creadores de shunga se vieron obligados a elevar a once el elemento pornográfico, tomando sin remordimientos la ruta hardcore, la triple equis, para cautivar a un público que no interpretaba las carnes al aire como algo directamente erótico. Por esto mismo, numerosas obras shunga mostraban a sus protagonistas vestidos o semivestidos, un recurso que narrativamente era muy útil: servía para enfundar a los personajes en uniformes y trajes de la realeza o las tropas armadas, otorgándole color a las fantasías.

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Un par de mujeres disfrutando de un consolador de dos cabezas. Hokusai, circa 1814.

A mí lo que me interesa es la trama

El shunga inicialmente comenzó a producirse como una serie de imágenes unificadas dentro de un pequeño relato. Pero con el tiempo derivó en ilustraciones individuales y autocontenidas, donde la puesta en escena y los diálogos daban todo el contexto necesario. Los protagonistas eran variados, desde monjes libidinosos a militares cachondos pasando por cortesanas desbocadas, mercaderes, visitantes portugueses y daneses, o damas de alta alcurnia inalcanzables. Las secuencias reflejaban actos de voyeurismo, masturbación, relaciones lésbicas, escenas de infidelidades, sodomía y cualquier otra actividad divertida que ayudase a avivar las mentes calenturientas. Y las láminas también estaban plagadas de simbolismos evidentes, como florecillas brotando para insinuar virginidades. A menudo, los dibujos procuraban reflejar los trending topics del momento: en la década de 1630, cuando se prohibieron oficialmente los viajes internacionales, numerosos artistas comenzaron a perfilar historias eróticas sobre viajeros que naufragaban en islas lejanas repletas de señoritas en edad de merecer muy hospitalarias con los recién llegados.

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‘Cliente lubricando prostituta’. Kitagawa Utamaro, s.XVIII.

A día de hoy, en la era post Lo que el pulpo me enseñó, el subgénero más divertido e interesante del shunga probablemente sea aquel que lidia con los encuentros sexuales entre gente muy cachonda y bichos con muchos tentáculos u otras criaturas submarinas aficionadas al cunilingus. Conceptos fantásticos, pero quizás no más que los penes de metro y medio, que parecían inspirarse en el folclore popular de cuentos como la leyenda de Tamatori. El asunto da para artículo propio, y en esta casta casa el ilustre Josep Lapidario se encargó de abordarlo hace ya cierto tiempo.

Lo divertido es que en tiempos de guerra, la pornografía japonesa dejó de ser mero material para calentar el brazo y se convirtió en algo especialmente gracioso: en arma de humillación masiva. Y gracias a ello podemos disfrutar de pinturas como las que vienen a continuación. La imagen de un soldado del ejército imperial japonés dándole cariño a una mujer rusa, mientras un militar ruso contempla la escena desde la puerta, arrastrándose por el suelo con la boca abierta y cara boba. O la poco sutil estampa propagandística que mostraba a un soldado japonés sodomizando fuerte a un soldado ruso. Un secuencia donde el segundo murmuraba «Siento que voy a morir», el primero aseguraba «No te preocupes, acabaré rápido contigo», y un grupo de guerrilleros rusos huía gritando en segundo plano por miedo a ser empalados por el loco del calentón y el miembro hiperdesarrollado.

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Plumas erectas

Muchos autores de shunga actuaron desde las sombras cuando las prohibiciones gubernamentales condenaron este tipo de pornografia ilustrada. Por eso mismo, las piezas eróticas realizadas durante la etapa más exitosa del género son anónimas. Aunque también es cierto que algunos creadores muy cucos jugaron a esconder su firma en elementos de las ilustraciones, a modo de bengala para atraer a sus incondicionales.

La mayoría de artistas populares con renombre especializados en los estilos ukiyo-e trabajaron habitualmente en el terreno del shunga. Los encargos de imágenes lujuriosas estaban muy bien pagados, tanto en las producciones masivas como en las demandas personales de ricachones con filias, y los ilustradores experimentados eran capaces de afrontarlos sin problema alguno, con la punta del pincel. El famosísimo Hokusai fue uno de ellos, y suya es la paternidad de aquel El sueño de la esposa del pescador que retrataba el trío sexual entre una joven buceadora y dos pulpos salidos.

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El sueño de la esposa del pescador. Hokusai, 1814.

Otros ilustradores con buena mano para los cuadros sobre meterse mano fueron gente tan maja como Kitagawa Utamaro, Suzuki Harunobu, Utagawa Kunisada, Utagawa Hiroshige, Keisai Eisen, Yanagawa Shigenobu, Mizuno Toshikata o Okumura Masanobu.

Lectores insignes

En la sociedad japonesa, el estilo shunga se celebró sin demasiados tabúes o reparos, con hombres y mujeres consumiéndolo y apilándolo en las estanterías de sus hogares. Se trataba de un enfoque que chocaba directamente con algunas moralidades occidentales, no muy acostumbradas a ver garabatos de señores y señoras enseñando las vergüenzas con alegría y, desde luego, poco curadas de espantos en un mundo sin internet donde la palabra «goatse» todavía sonaba a chino.

En 1859, Francis Hall, empresario neoyorquino y ávido coleccionista de libros, visitó Japón para tantear las posibilidades de comerciar en aquellos terrenos orientales. La empresa le fue bastante bien, y en unos pocos años amasó una buena fortuna con sus negocios mientras mataba el tiempo libre redactando artículos sobre la cultura nipona para medios como el New York Tribune, o anotando en su diario personal todas aquellas cosas que le resultaban curiosas de la cultura japo. Unas memorias que se convertirían para los historiadores del futuro en una fabulosa y recurrida fuente de información sobre la vida cotidiana del Japón del siglo diecinueve. El diario de Hall también reflejaba entre sus páginas el choque cultural que suponía para la recatada mentalidad norteamericana toparse con algo tan lascivo y desenfadado como el shunga: en sus anotaciones, el hombre expresaba su tremenda sorpresa y profundo disgusto cada vez que alguno de sus colegas japoneses, acompañados de sus esposas y en la intimidad de sus casas, le había mostrado con orgullo láminas shunga. Piezas que él describía como «imágenes viles ejecutadas con el mejor estilo del arte japonés» al no entrarle en la cabeza cómo la sociedad podía enorgullecerse de aquellas guarradas con tanta naturalidad. Afortunadamente, el hombre aterrizó en el país cuando las pasiones por el shunga estaban casi extintas del todo, porque si llega a visitar el lugar cuando la cosa estaba en alza probablemente habría cultivado una embolia instantánea.

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Keisai Eisen, circa1825.

Con el tiempo, muchos grandes artistas extranjeros reverenciaron estas creaciones eróticas orientales. Personalidades tan ilustres como Pablo Picasso, Gustave Klimt, Edgar Degas, Audrey Beardsley, Henri de Toulouse-Latrec, Félicien Rops, Vincent Van Gogh, Paul Gauguin o Auguste Rodin se declararon fans del shunga y, en algunos casos, de dedicaron a coleccionarlo. El propio Picasso llegó a acumular en su casa más de sesenta imágenes de este estilo, repletas de vulvas y penes gigantescos.

Hoy en día, el género shunga sigue resultando fascinante. E incluso se antoja tierno y encantador en lugar de extraño y perturbador. Total, para lo segundo hace ya varias décadas que tenemos el hentai.

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3 Comentarios

  1. A mí, la verdad es que estos dibujitos pretendidamente eróticos para que el personal se ponga cachondo, me excitan tanto como un infarto a las 9 horas.

  2. tomas rafael buroz quintero

    Excelente historia, que nos permite ver la realidad de la humanidad. Lo pornográfico lo crea el espectador, lo demás es un intimidad del ser humano para vivir su experiencia sexual

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