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La maldita banalidad del mal: ‘La zona de interés’

La zona de interés. Imagen: A24.
La zona de interés. Imagen: A24.

Para Jonathan Glazer la pantalla siempre ha sido como un lienzo en negro sobre el que escribir, o más bien, sobre el que rascar. Algo así como esas manualidades para las que hace falta un punzón que permita eliminar una primera capa de pintura negra, esa que cubre el sinfín de colores que hay bajo su superficie. La zona de interés comienza, precisamente, con la pantalla en negro. Tanto dura este momento que uno empieza a preguntarse si lo que está viendo es un fallo de la proyección; si, en realidad, se trata de un problema entre la imagen y el sonido. El plano negro funciona aquí de una forma similar a esa actividad plástica de rascado: es algo que manosear, que surcar porque sabemos que debajo, detrás de esa primera capa, se esconde todo un universo de formas y colores a la espera de pasar a primer término.

Jonathan Glazer tiene cierta querencia por la negrura. En Under the Skin (2013), el personaje interpretado por Scarlett Johansson caminaba por un espacio indeterminado que carecía de aristas y verticales, como si se tratase de un extraño cosmos desprovisto de cualquier punto de luz orientativo. Ese atípico lugar de gran impacto visual producía una ruptura dentro del relato, un punto de inflexión que trasladaba al espectador a otro mundo, a una dimensión paralela o alternativa (¿multiversal?) sin explicar la forma en que se integraba dentro de la historia. Más que un aparte, este era un espacio simbólico, una forma de traducir audiovisualmente la dimensión emocional de sus personajes.  A modo de anclaje narrativo, la historia volvía a ellos una y otra vez, sumiendo al espectador en el desconcierto, complicando la estructura convencional del relato. Y así, con esa incursión en lo pesadillesco, se conformaba un retrato sobre la naturaleza humana, enfatizando más sus sombras que sus luces y concluyendo que la otredad es el reverso inevitable que tiene cualquier individuo. Por eso, siempre hay espacio para la oscuridad en el cine de Glazer. Esas zonas en penumbra son rincones en los que son indistinguibles formas y contenido, agujeros negros dentro del plano que contaminan todo lo demás. 

Asomarse a La zona de interés es un ejercicio de huida. Continuamente amenazan esos huecos a oscuras, a la vez puntos de fuga e incómodas presencias, que imposibilitan el sosiego. Y es que el cineasta ha construido una cinta acerca del horror y lo ha hecho sobre la nada. La nada en términos evidentes. El fuera de campo es el principal elemento de una puesta en escena que se apoya casi por entero en su dimensión sonora. Mientras la cámara registra la cotidianeidad de una familia acomodada, el sonido es el testimonio de la masacre que sucede de puertas hacia afuera. Gritos, llantos, lamentos… El hilo permanente de sufrimiento se torna en la banda sonora que ameniza las tardes al sol de los Höss-Hedwig. Aunque el planteamiento formal es diametralmente distinto, resulta inevitable pesar en Shoah, en cómo la cinta de Claude Lanzmann abordó el Holocausto desde el más absoluto respeto por sus víctimas: más de nueve horas de duración en la que no se empleó ni una sola imagen de archivo. Lanzmann compuso el relato a partir de los testimonios orales de quienes vivieron la tragedia en primera persona. No mostrar es una decisión radical y es ahí, en esa postura extrema, donde se encuentran cineastas tan distintos como Lanzmann y Glazer. Es en László Nemes donde, quizá, se encuentre el reverso de esta propuesta en términos narrativos. Con El hijo de Saúl, el realizador húngaro desafiaba las teorías sobre imagen, ética y memoria al situar la cámara en un primerísimo primer plano del rostro de un prisionero de Auschwitz. La corta distancia del plano limitaba el campo visual de tal forma que, a excepción de este hombre, todo se convertía en fuera de campo.

La zona de interés, en cambio, se construye a partir de la distancia larga. No hay primeros planos ni planos detalle, e incluso los planos medios son escasos. Al contrario que Nemes, Glazer otorga a sus protagonistas el privilegio del espacio. Es lo que se intuye al fondo (el humo que a lo lejos inunda el cielo, las luces intermitentes del fuego y los disparos) lo que impide el olvido. Y así, desde fuera, se evoca la memoria, la historia. Glazer trae al presente las atrocidades del pasado y lo hace apelando a la capacidad de cada uno para recrear, reconstruir, imaginar… ¿Acaso es posible negar lo que sucede tras ese muro que separa el campo de concentración y la villa alemana? ¿Puede alguien eliminar de su aprendizaje vital (o humano) este maldito episodio de la historia de la humanidad?

Esa oscuridad… Esa querencia…

Aunque en menor medida, hay en La zona de interés momentos que recuerdan a los de Johansson en el limbo oscuro que visitaba en Under the Skin. Esta vez cuesta más ubicar la naturaleza de estas imágenes, inscritas también en el terreno de lo simbólico, que ahora son secuencias filmadas en negativo. De nuevo surge esa idea de reverso, de lo opuesto que forma parte de una misma realidad. Así, mientras los nazis son los que encarnan las imágenes en positivo, esto es, son dueños del espacio público, el oficial y el fílmico, las imágenes en negativo están protagonizadas por los judíos, los que resisten, los prohibidos, los proscritos, los perseguidos. Al fin y al cabo, esta historia, la que cuenta el film no es la de ellos, aunque sí sea para ellos.

Quizá por eso, por sus protagonistas y no tanto sus destinatarios, La zona de interés tiene la necesaria virtud de ser una verdad incómoda. Siguiendo las teorías de Hannah Arendt, el film profundiza en esa miserable y trágica tesis que puso patas arribas la moralidad del ser humano: la de la banalidad del mal. Glazer compone la horrible poética de la banalidad del ser humano, un estudio sobre sus incongruencias, sobre sus absurdos parámetros pero con la virtud de arremeter contra quienes niegan su existencia o la defienden. Esa pantalla en negro inicial es la misma con la que termina la cinta, como si se replegase sobre sí misma y le devolviese la mirada. Porque el cine, el que se mira, también devuelve su mirada hacia el patio de butacas. Apela al espectador al que hace cómplice y turista. Al final, esa pantalla negra… ¿no es en parte el verdadero black mirror del siglo XXI?

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