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Camila Perochena: «Una cosa es lo que hacemos los historiadores y otra cosa es lo que hace un político cuando habla de historia»

Camila Perochena para Jot Down

Esta entrevista es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 46 «Rupturas»

¿Es la historia de la humanidad una flecha que ha sido lanzada hace miles y miles de años y avanza, inexorable, hacia algún lugar que llamamos futuro? ¿Es eso o es otra cosa? Le vamos a preguntar a una historiadora. Camila Perochena (Rosario, 1987) se recibió de profesora de Historia por la Universidad Nacional de Rosario, luego obtuvo el doctorado en Historia por la Universidad de Buenos Aires y es magíster en Ciencia Política por la Universidad Torcuato Di Tella. Allí da clases de Historia de Argentina, de América Latina y también de Europa. Se nota su faceta pedagógica al hablar, explica hasta sentir que su interlocutor ha comprendido, gesticula y se apasiona, le gusta lo que hace. Hace un tiempo que Camila es una referente en la divulgación histórica en Argentina: ha escrito para diarios, ha hecho pódcast y lleva adelante una columna semanal sobre historia en el programa político de la televisión argentina más reconocido de la última década, Odisea Argentina. En 2022 publicó Cristina y la historia. El kirchnerismo y sus batallas por el pasado, un libro donde analiza el modo en que la historia ocupa un lugar político central en el discurso de la dos veces presidenta y una vez vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner.

En esta charla vamos a volver una y otra vez sobre la permanente relación entre rupturas y continuidades que hay en los modos de mirar el pasado e interrogarlo.

En principio, me interesa saber cómo se ha pensado la historia a lo largo del tiempo con relación a rupturas o continuidades. Leí alguna vez que Jacques Le Goff lanzó una pregunta a los historiadores: «¿Es realmente necesario, en verdad, contar la historia en rebanadas?». 

Quizá se refería ahí más a la idea de una historia social, una historia política o una historia cultural y no solamente a la idea etapista de la historia, de cómo avanza la historia. Esta idea etapista y de rupturas en la historia está relacionada con una idea bastante decimonónica, ¿no?, que es el momento en que empieza a pensarse la historia, y es también una idea teleológica. En el siglo XIX estaba la idea de que la historia tenía un sentido, de que iba hacia algún lugar y de que, en ese sentido que tenía la historia, había etapas para pensarla. Etapas de rupturas. Era lo que estaba en boga. Y, a su vez, esta idea de ruptura estaba alimentada también por los acontecimientos de ese mundo contemporáneo. Pensemos que uno de los acontecimientos centrales de esa Europa, donde se empieza a pensar así, es la Revolución francesa. La Revolución francesa es el acontecimiento por excelencia que se piensa a sí mismo como una ruptura, que abre algo completamente nuevo y que trata de cambiar todo lo que llaman el Antiguo Régimen. Ellos inventan la idea del Antiguo Régimen. Hay que romper con lo que hay, cambiar para crear algo completamente nuevo. Ahí nace algo muy fuerte: la idea de romper con el pasado. Una ruptura con las ideas, con lo político, con lo social; una ruptura que llega a un punto tan grande que los tipos inventan un nuevo calendario, una nueva forma de pensar el tiempo. Dicen «ya no vamos a hablar de enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio; vamos a hablar de brumario, de vendimiario, vamos a cambiar la forma en que se entiende el tiempo, no va a ser igual a como se pensaba el calendario gregoriano». Inauguran la idea de que hay que pensar algo nuevo, que hay que romper.

Lo consideraban como algo fundacional los mismos protagonistas. ¿También los teóricos, los historiadores?

Eso es clave. Robespierre dice: «Estamos haciendo algo completamente nuevo». Los protagonistas de la Revolución francesa inventan la idea de revolución. Si uno mira las revoluciones del pasado, por ejemplo la Revolución inglesa del siglo XVII (1688), es una revolución que no se piensa tanto en términos de ruptura, sino más en términos de restauración: «Vamos a restaurar el pasado, vamos a continuar con algo del pasado». Los ingleses son mucho más apegados a las continuidades que a las rupturas. Si miramos las dos tradiciones dominantes en Europa, tenemos a los ingleses que están pensando más en términos de continuidades y a los franceses que están pensando en términos mucho más rupturistas. Los franceses de 1789 crean una forma de entender la revolución que, como dice Hannah Arendt, es la que se termina por imponer. La Revolución francesa hizo escuela. Cuando uno piensa en revolución, no piensa en Inglaterra, no piensa en Estados Unidos. Se ha seguido el modelo francés y rupturista de la revolución, que implica un nuevo comienzo, algo desde cero. Luego, me preguntabas, cómo lo pensaban los protagonistas pero también los teóricos. Bueno, tiempo después, primero, los teóricos políticos, pero después los historiadores, empiezan a decir: «Ojo, no le tenemos que creer a los protagonistas todo lo que nos dicen, no hay que creerles a los protagonistas de la revolución que eso fue pura ruptura».

¿Cuándo se empezó a relativizar eso? 

Uno de los primeros en ver eso es Tocqueville, a mediados del siglo xix. En El Antiguo Régimen y la Revolución, Tocqueville, que en parte está haciendo historia, dice «acá hay algo que continúa entre ese Antiguo Régimen y la Revolución, que es un Estado francés centralizado y una voluntad de centralizar y homogeneizar el poder en manos del Estado». Y dice «no hay rupturas en la Revolución, Luis XIV es parecido a Robespierre y es parecido a Napoleón, entonces ahí tenemos una continuidad». Y eso que dice Tocqueville después lo van a retomar los historiadores; hay un historiador de la Revolución francesa que es François Furet, por ejemplo, que va a decir «ojo con mirar la Revolución francesa solo como ruptura, con mirarla solo como el inicio de algo completamente nuevo, como un  origen». Para entender la Revolución no solo hay que mirar la ruptura, hay que mirar también las continuidades, lo que sobrevivió del pasado y lo que incluso los propios actores de la Revolución siguieron entendiendo. Me parece que es el ejemplo más claro, en el cual se ve esa combinación que los historiadores hacen entre rupturas y continuidades que está relacionado también con entender mejor un fenómeno. No va a haber un fenómeno que sea pura ruptura, por más que se trate de pensar a sí mismo como pura ruptura.

Y desde el punto de vista de la historiografía, leer todo en clave de ruptura o continuidades, ¿implica adherirse a una postura o a la otra?

Eso me parece un punto importante. Muchas veces tu marco teórico va a estar muy permeado por si marcás más la ruptura o marcás más las continuidades. Entre los propios historiadores hay debates cuando miran un fenómeno y ven más rupturas que continuidades o al revés. Para seguir con el ejemplo de la Revolución francesa, le discuten a Furet esta idea de las continuidades. Los historiadores con un marco teórico marxista, por ejemplo, ven ahí un cambio en la estructura, después en la superestructura, entonces hacen mucho más hincapié en la ruptura que implica ese acontecimiento que en las continuidades que hay. A mí, lo que me parece interesante de las continuidades es esta idea de no dejarse engañar por la niebla, por lo que los propios actores dicen que hacen. Es muy importante que los historiadores miremos lo que los actores dicen que hacen, pero no es lo único. Siempre hay actores que sienten que están haciendo algo revolucionario.

Pensando en los distintos abordajes, miradas o especializaciones, por ejemplo, quienes hacen historia de las mentalidades trabajan justamente con lo que se pensaba en la época.

Ahí hay algo clave porque hay cosas en la historia que tardan mucho más en cambiar que otras. Hay distintos planos del pasado. Tenés una historia más de corto plazo, una historia más de ciclos, que puede ser la historia política, que cambia más rápidamente, y hay historias de mediano plazo que tardan un poco más en cambiar, como, por ejemplo, la historia económica, donde las rupturas se dan en otro momento. Y tenés ciclos más largos donde las cosas tardan aún mucho más en cambiar, como las mentalidades. Ahí hay historias de larga duración, largas continuidades que pueden atravesar ciclos económicos, que pueden atravesar cambios políticos, pero hay algo en las mentalidades que se mantiene. Entonces, dependiendo de cuál de esas capas estés mirando, serán cuántas rupturas vas a reconocer o vas a poder leer. Por ahí ves muchas rupturas en lo político, pero en lo económico casi no las hay, o ves muchas rupturas en lo económico, pero, en el plano de las mentalidades o de lo social, esas rupturas no se reconocen y ves más continuidades. Está relacionado con qué es lo que estás mirando. 

Pienso en cómo puede cambiar la perspectiva cuando se hace una historia que se detiene más a observar las prácticas, los discursos…

Claro. En los discursos, en la religión, en las creencias, en cómo una sociedad se piensa a sí misma, cómo se organiza. Pienso en la historia argentina… nosotros tenemos ciclos, rupturas muy fuertes en lo económico, rupturas muy fuertes en lo político y, sin embargo, hay algo en las ideas, creencias, costumbres, que uno puede reconocer en un periodo mucho más largo, que puede ser de décadas o incluso siglos. Hay aspectos relacionados con la cultura política de la Argentina, con la forma en que la sociedad se organiza y se piensa a sí misma, que son mucho más profundos, son capas más profundas que tardan en cambiar.

Hablaste de la Revolución francesa como aquella en la que pensamos cuando se habla de revolución. Los procesos de independencia de América Latina, ¿han sido pensados como revoluciones? ¿Hay similitudes entre los diferentes países?

Sí. En esos procesos de revoluciones atlánticas hay algo que comparten los países hispanoamericanos. Después están Haití, Brasil y Cuba, que son excepciones, pero la mayoría de los países hispanoamericanos entran en el proceso revolucionario hacia 1808 cuando se produce la crisis de la monarquía. Haití entra antes de ese contexto porque las causas de la Revolución de la independencia haitiana son distintas. ¿Por qué? Porque están en el contexto de la Revolución francesa. Haití era una colonia esclavista donde había quinientos mil esclavos frente a unos treinta mil hombres libres, entonces no empieza como una independencia sino como una revuelta de esclavos, que termina siendo la primera revuelta de esclavos triunfante. Y después deriva en un proceso de independencia en el contexto de Napoleón. Pero ¿cómo pensar nuestras revoluciones hispanoamericanas? Saco a Brasil, y después recordame que quiero decir algo sobre Brasil.

Dale, te lo recuerdo.

Hay todo un debate sobre cuánto hubo de ruptura y cuánto de continuidad. Durante mucho tiempo, cuando la historiografía más marxista estaba en boga en los años sesenta y setenta, cuando se miraban más la economía y la sociedad y no tanto la política, se pensaba la revolución más en términos económicos y sociales. ¿Qué se decía? Lo que hubo acá no fueron revoluciones, fueron independencias.

¿Eso lo decían los historiadores locales? 

Sí, latinoamericanos, pero, en muchos casos, esa también era la mirada desde Estados Unidos. Decían que, si uno lo miraba económica y socialmente, había muchas continuidades y entonces eso no puede ser pensado como revoluciones y se les bajaba un poco el precio. También pasa eso con la Revolución norteamericana, por ejemplo, no había ahí tanta ruptura como estos historiadores podrían decir que hubo en la Revolución francesa, donde se destruyó el Antiguo Régimen. Cuando la historiografía avanza, y avanza en el sentido de que va cambiando lo que uno mira porque cambia el presente desde donde los historiadores miramos, lo que se empieza a ver es otra cosa. Ese presente, ¿cuándo cambia en América Latina? Hacia los años ochenta del siglo XX, cuando comienzan a caer las dictaduras y empezamos transiciones democráticas, según los años, en distintos países. Los historiadores empiezan a mirar otras cosas del pasado, ya no tanto lo que pasaba a nivel económico y social sino lo que pasaba a nivel político. ¿Por qué? Porque en su presente empieza a haber elecciones y la política cobra otro sentido.

Camila Perochena para Jot Down

¿Aquellos historiadores marxistas habían estado muy atravesados por el triunfo de la Revolución cubana y su influencia en el resto del continente en las décadas siguientes?

Totalmente. En los sesenta y setenta estaban atravesados por un presente en el que, para hacer historia, lo que importaba más era la economía y la sociedad porque se creía que la política era un reflejo medio automático de lo que pasaba a nivel económico y social. No se pensaba la política como algo autónomo. No pasaba con todos los historiadores, claro que hay excepciones, por ejemplo, Tulio Halperín Donghi. Y en los ochenta ya empiezan a pensar en otras cosas, empiezan a mirar otros planos y otras esferas de la historia. No solo en la historia, también en la sociología y en la ciencia política, se empieza a pensar en la política como algo más autónomo porque lo que estaba pasando era algo muy político, y para entender las transiciones democráticas había que mirar la política; entonces empiezan a ir al pasado con otras preguntas. Y los que van al pasado del siglo XIX, a las independencias, empiezan a decir «acá hay una ruptura muy importante, que es una ruptura política. Estas sí son revoluciones». Porque, si miramos en el plano político, tenemos una ruptura importantísima: una serie de países empiezan a pensar cómo autogobernarse, cómo crear repúblicas. Y lo que dicen estos historiadores es que eso es revolucionario, eso es rupturista, eso no es una continuidad. Ahí tenés una revolución, ahí tenés algo nuevo. ¿Por qué pasa eso? Bueno, porque lo que hay en 1808 en toda América Latina es un vacío de poder. Napoleón está en Francia, quiere cruzar por España hacia Portugal y, cuando cruza por España, se termina quedando. Se producen entonces lo que se conoce como las abdicaciones de Bayona, los reyes abdican en nombre del hermano de Napoleón Bonaparte, son puestos cautivos y en España empieza todo un proceso juntista: los españoles empiezan a armar juntas en las ciudades. Es algo que se llama retroversión de la soberanía y es la idea de que, si desaparecía el rey, la soberanía volvía a las ciudades. Esas juntas después se empiezan a organizar y a unir en la Junta Central de Sevilla. ¿Y qué empieza a pasar acá? En nuestro territorio dicen «no hay rey, ¿qué hacemos?». En principio obedecíamos a la Junta Central de Sevilla que se formó en España. 

¿Y aquella Junta se preguntaba por las colonias americanas?

Sí. De hecho empieza a haber un debate: cómo las incluimos, porque las colonias se nos pueden levantar. Pero el problema es que esos españoles estaban al mismo tiempo haciéndole la guerra a Napoleón. Napoleón avanza sobre la ciudad, disuelve la Junta Central de Sevilla y se conforma en el sur de España, en Cádiz, el Consejo de Regencia, que ya tenía menos legitimidad porque era un puchito de España que estaba sobreviviendo a Napoleón. Eso pasa en 1810 y, cuando llegan las noticias a América, a los diferentes puntos de América Latina, de que no solo ya no hay rey, ya no hay Junta Central de Sevilla y lo que queda ahora es un Consejo de Regencia que no sabemos bien qué legitimidad tiene, entonces las colonias empiezan a preguntarse «por qué vamos a obedecer a ese Consejo si nosotros podemos armar nuestras propias juntas». Empiezan las revoluciones cuando, simultáneamente, en distintos puntos de toda América Latina empiezan a conformarse juntas. Después empiezan a coordinarse, pero, en un primer momento, llega la noticia a Buenos Aires, llega la noticia a Caracas, llega la noticia a Bogotá; las juntas se forman en ciudades que tampoco representaban a todo el Virreinato, por ejemplo, el Virreinato del Perú se mantiene realista, pero lo interesante de estas juntas es que son una ruptura por lo que implican, pero, en términos discursivos, no plantean la idea de ruptura todavía. La de Caracas va a ser más radical, pero la mayoría de estas juntas ¿qué dicen?: continuidad. «Nosotros somos fieles a Fernando VII, que está preso, y lo que hacemos es resguardar la soberanía mientras el rey esté preso, mientras tanto, no vamos a responder al Consejo de Regencia que está en Europa». Entonces ahí hay una mezcla de ruptura y continuidad. Gobernar mientras el rey está preso es rupturista, pero, en términos discursivos, no se hablaba de independencia, no querían romper con España.

¿Y en qué momento sus protagonistas empiezan a verlo como una ruptura? 

Cuando empieza a darse la guerra. Se arman juntas, pero no todos quieren responder a esas juntas. Por ejemplo, la de Buenos Aires, que el resto del Virreinato del Río de La Plata la ve como una junta porteña, y entonces los montevideanos dicen «por qué voy a responder a la Junta de Buenos Aires», los paraguayos dicen lo mismo, el Alto Perú también; ahí empieza una guerra civil en principio, una guerra interna, que después se va a convertir en una guerra de independencia. Las revoluciones americanas que vienen acompañadas de las guerras hacen que el discurso empiece a ser más rupturista y que empiecen a pensarse cada vez más como un gobierno propio. Dentro de los propios elencos revolucionarios, algunos ya no piensan en resguardar la soberanía de Fernando VII, sino en crear un nuevo gobierno. Y eso fue todo un proceso. Porque, después, ¿qué trata de hacer la historiografía del siglo XIX? Los mitos nacionales. Tratan de construir la idea de que el 25 de mayo de 1810 nació la Argentina, que hubo algo completamente nuevo. Es la historia que escribió Bartolomé Mitre: «acá nació la nación». Es entendible que quieran hacer eso porque tenés que construir un mito fundacional para poder sostener un Estado.

La narrativa era importante.

Claro, pero los historiadores ¿qué hacemos? Desconfiamos. Decimos «veamos qué dicen los actores, acá no están hablando de Argentina todavía, ni de nación».

¿Cómo fue ese pasaje de ser un virreinato, después un montón de ciudades, a la idea de nación, o de naciones?

Hay mucho debate entre los historiadores sobre cuándo empezamos a hablar de la Argentina, de México, de Venezuela. ¿Cuándo la idea de nación se hace presente? Hay que ver en cada caso, uno podría decir en términos más o menos generales que, si bien obviamente se empieza a forjar al calor de las revoluciones, esta idea de nación va a aparecer recién cuando se empiecen a construir los Estados, después de la segunda mitad del siglo XIX, cuando se empiezan a forjar discursos nacionalistas que tratan de consolidar la idea de nación. No es que las ideas nacionales estaban completamente ausentes antes, pero había otras identidades que se combinaban con la de nación. Es un proceso largo, con variaciones según los países, pero es con un Estado más consolidado cuando se empieza a pensar en forjar naciones. Si uno quisiera generalizar para toda Latinoamérica, sería en las últimas décadas del siglo XIX. Ahí sí empezamos a tener una elite dirigente que construyó el Estado y que empieza a estar más preocupada por la mentalidad, por homogeneizar, por crear ciudadanos: hacer a los argentinos, hacer a los mexicanos, hacer a los chilenos.

Me habías pedido que te hiciera acordar de Brasil…

Lo de Brasil es muy distinto porque los reyes de Portugal, para evitar que les pase lo que les pasó a los españoles con Napoleón, se trasladan en barco hacia Río de Janeiro y se instalan ahí. Los brasileros tienen a los reyes y a la Corte y están rodeados de territorios que están haciendo las independencias. Es interesante esa continuidad que va a tener Brasil, su ruptura es de otro tipo: la llegada de la corona portuguesa en 1808.

La independencia de Brasil, ¿es más tardía que las de sus vecinos?

Sí, en 1822. Y se da de una manera bastante distinta. Lo que empieza a pasar es que, cuando Napoleón Bonaparte cae, los portugueses le empiezan a decir al rey que vuelva a Portugal porque se sentían ciudadanos de segunda, y entonces empieza a haber una disputa sobre qué hacer y, cuando el rey se vuelve, su hijo se queda acá en Brasil. Va a ser el hijo el que lleve adelante la independencia de Brasil, una independencia mucho menos cruenta, aunque con conflictos federales, pero es una independencia mucho más desde arriba, una independencia que tiene muchas más continuidades que las demás no tuvieron. En principio, porque en Brasil no se establece una república inmediatamente, después de la independencia, se establece una monarquía que dura casi todo el siglo. Brasil recién se convierte en una república a fines del siglo XIX. Si mirás a Latinoamérica, vas a tener la construcción de algo completamente nuevo, que son los experimentos republicanos, y eso es recontra rupturista, eso es revolucionario. Por eso digo que mirar la política es mirar una ruptura en ese contexto: tenés el paso al rey de la soberanía por derecho divino a la soberanía popular, a la república. En Brasil no. Vas a tener el paso de la monarquía portuguesa a la monarquía brasilera, va a continuar la esclavitud, va a haber continuidades. En nuestro proceso, las rupturas son más fuertes, son muy importantes. Esto es algo sobre lo que escribió una historiadora, Hilda Sábato, que tiene un libro sobre todas las repúblicas latinoamericanas [Las repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo XIX, 2021], ella dice que Latinoamérica es una especie de laboratorio para entender la política. 

Un laboratorio que no montó nadie, simplemente surgió…

Bueno, que empezó al calor de las revoluciones y creamos cosas nuevas, ¿no? Claro que el sufragio estaba en otras partes, pero, si uno mira cómo se ejerce el sufragio en América Latina, hay sufragio universal masculino desde muy temprano, mucho antes que en Estados Unidos, donde uno podría decir que el sufragio universal efectivo fue hacia 1960 con el movimiento por los derechos civiles en el sur. Y, si bien en Francia el sufragio universal se da en 1792, queda suspendido después del Terror jacobino y no se vuelve a instaurar hasta 1848. En distintos territorios de América Latina, ya en la primera mitad del siglo XIX, va a haber gente votando, siempre hombres, pero hombres que podían ser de color, exesclavos, indígenas. Y eso es una ruptura, eso es algo nuevo. Eso es un experimento que empieza a pasar acá.

Camila Perochena para Jot Down

¿Por qué lo racial no jugó un papel tan importante como en otros lugares?

No es que lo racial no haya jugado un papel importante… Tenías esclavitud.

Pero no sucedió lo mismo que en Estados Unidos… 

No. La idea de ciudadanía se pensó más como una ciudadanía multicolor, y eso está relacionado, creo, con el propio proceso revolucionario, que involucró a gente de todos los colores, incluso diría con la propia experiencia colonial, donde el mestizaje, la convivencia entre las distintas castas y los hombres blancos, ya existía. En Estados Unidos estaba el mundo de los hombres blancos por un lado y los indígenas recluidos; no había un proceso de mestizaje como se había vivido en el territorio de América Latina durante la colonia. Cuando se produce la conquista y la colonización, empiezan a producirse mezclas, mestizaje. Y eso hace que haya una sociedad, que va a ser desigual y va a ser de castas, pero donde hay cierta integración que no se veía en Estados Unidos. Eso va a ser importante porque se va a ver en el propio proceso revolucionario, donde vas a tener indígenas peleando para realistas, indígenas peleando para no realistas, esclavos peleando para esclavos, exesclavos peleando para el bando revolucionario, vas a tener a todos estos sectores populares participando del proceso revolucionario a través de la guerra. 

Me gustaría volver sobre esto que decís del proceso de conquista, a la luz de lecturas e interpretaciones de la historia que se fueron haciendo con el paso del tiempo. Hay quienes te discutirían eso y dirían que la conquista se hizo sobre el saqueo de los pueblos que había en América y que no hubo ningún tipo de mezcla. Se podría resumir en una imagen y una frase: sacar o derribar las estatuas de Colón y «España tiene que pedir perdón». 

Están la leyenda rosa y la leyenda negra pero en el medio hay un montón de cosas mucho más complejas. Por supuesto que hubo saqueos y exterminio de poblaciones indígenas en todo el territorio hispanoamericano por parte de los conquistadores, por supuesto que hubo trabajo forzado esclavo de mano de obra indígena mediante distintas formas: la encomienda, la mita, el yanaconazgo. La conquista no fue solamente un proceso de evangelización como la leyenda más rosa, o más hispanista, trata de mostrar. Ahora, en ese proceso también hubo alianzas y complicidades de las cuales las distintas comunidades indígenas formaron parte. Algunas comunidades indígenas, para derrotar a los incas o a los aztecas, que podían ser los propios imperios que existían en el territorio americano, se van a aliar con los españoles para poder derrotar a los que eran sus enemigos, que también los esclavizaban. Entonces hay que entender que el proceso de conquista tiene muchos más grises que blancos y negros. Pero, obviamente, cuando uno lo mira desde el presente, eso cambia. No desde la historiografía, porque hay tantos historiadores que trabajan el tema y que saben que hubo estos grises. Ahora bien, una cosa es mirar el proceso de conquista desde la historiografía, donde los historiadores tenemos métodos y analizamos fuentes, y otra cosa es mirarlo desde la política. Y desde la política, la historia sirve para disputar espacios políticos. Cuando uno mira a Chávez diciéndole a Cristina Kirchner que tiene que sacar la estatua de Colón que está frente a la Casa Rosada porque Colón era un genocida, o a Andrés Manuel López Obrador diciendo que en 2021 se iban a celebrar los quinientos años de la resistencia de Tenochtitlán y no la caída de Tenochtitlán, lo que están dando es una disputa política en el presente y lo que hacen es lo que yo llamaría memoria: tratar de moldear el pasado para poder dar cuenta de una postura política en el presente. Es usar el pasado para hacer política, usar el pasado para gobernar, y, en ese aspecto, la conquista sirve porque es una disputa que tiene muchos años y que en muchos países permea muy fuerte. Mucho más en México que en Argentina, por ejemplo. En México es algo que han debatido desde los propios protagonistas hasta historiadores en diferentes siglos.

Bueno, pero el peso de la civilización azteca era otra cosa.

¡Tenían un imperio! La estructura indígena mexicana no tenía nada que ver con lo que teníamos en Argentina, donde había, en su gran mayoría, tribus pequeñas, en muchos casos nómadas, algunas sedentarias, pero eran comunidades más pequeñas. Allá tenían un imperio que dejó sus huellas de una manera muy patente, entonces eso hace que esas disputas del pasado sean muy efectivas. Como estuvieron tan presentes a lo largo de toda la historia de México, a López Obrador le surte efecto en términos de opinión pública decir «que España pida disculpas, que el papa pida disculpas». Pero lo que tenemos que entender es que lo que hay ahí es una especie de estilización del pasado, no lo tenemos que mirar a López Obrador como un historiador, aunque él seguramente quiera que lo miremos como historiador, y en eso es muy parecido a Cristina Kirchner en Argentina. Son presidentes que hablan mucho de historia, que dan clases, hacen pedagogía con el pasado, pero hay que entender que están haciendo política cuando hacen eso. No están haciendo historia, por más que quieran. Entonces, yo diría que el debate por la conquista, la colonización y qué hacer frente a España es un debate que permite sentar posiciones políticas.

Están haciendo política pero no están haciendo historia, decís claramente. Ahora bien, según tengo entendido, lo primero que hiciste al terminar tus estudios fue escribir libros, manuales de estudio para el colegio. Hace años que esa política se trasladó al sistema educativo en forma de historia. La visión sobre la historia de las últimas generaciones de argentinos no la ha dado la historiografía sino la política. En Argentina es algo que se discute mucho, no sé si también en México.

En México hubo debates tremendos en la década del noventa. México tiene algo particular, y es que durante todo el siglo XX hubo algo que se llamó la historia oficial o la historia de bronce, que era la historia forjada por el PRI. Después del triunfo de la Revolución mexicana se construyen distintos partidos que se reivindican como herederos de la revolución y finalmente van a confluir en el PRI, con un déficit de legitimidad electoral importante, un régimen bastante autoritario, donde era la historia lo que le daba cierta legitimidad. Es decir, la historia servía al PRI, que se pensaba como el heredero de la independencia, de la reforma liberal y de la revolución de 1910. Eso le daba cierta legitimidad para gobernar, usaba mucho la historia para gobernar y los manuales escolares eran manuales con la historia oficial priista. Cuando por primera vez, hacia la década del noventa, se empiezan a poner avances historiográficos en esos manuales escolares, se producen escándalos de sectores políticos y sociales que dicen «quieren tergiversar la historia». Ahora se ha aggiornado, pero, en los primeros momentos en que los historiadores empezaron a meter sus discursos en esas historias oficiales, fue difícil, porque los historiadores te vienen a decir «hay que matizar». En la Argentina fue menos conflictivo porque no había una historia oficial tan fuerte como la de México. No hubo un conflicto tan grande, pero sí a veces las propias editoriales, a nivel de mercado, te dicen «esto no puede aparecer en un manual escolar». A mí me ha pasado. Es que hay momentos muy difíciles de explicar a los alumnos.

¿Por ejemplo?

Por ejemplo, el periodo previo a la dictadura militar (1976-1983). ¿Cómo entender cómo se llega a la dictadura en el 76? Me ha pasado de escribir manuales donde uno explica el periodo previo a la dictadura, el periodo 70 a 76, donde uno habla de los actores que forman parte de ese periodo, no solo de la crisis económica sino de la emergencia de organizaciones armadas, de los enfrentamientos entre la derecha peronista y la izquierda peronista, de la creación de la organización peronista Triple A… Y me ha pasado que una editorial me dijo «esto hay que sacarlo porque es teoría de los dos demonios».

Acá te voy a interrumpir para que expliques lo que en Argentina se conoce como «teoría de los dos demonios». 

Si vos decís que hubo enfrentamientos entre las organizaciones armadas y la Triple A y atentados por parte de las organizaciones armadas, eso se puede entender como que estás justificando la dictadura. Eso se llamó «teoría de los dos demonios». En realidad, esa idea de criticar a las organizaciones armadas o de hacer una crítica a los enfrentamientos entre derecha e izquierda peronista o a la presencia de organizaciones armadas previo al 76 es un discurso que ya estaba. Uno puede leer en las revistas de exiliados argentinos que están en México o en París, donde se empiezan a ver ideas en los propios exiliados como «deberíamos hacer alguna autocrítica sobre la violencia revolucionaria». Ese era un discurso que permeaba mucho en la sociedad y que estaba presente ya en la sociedad en los setenta.

Claro, pero hay generaciones de chicos y jóvenes que hablan de la violencia política del 74 o 75, bajo el Gobierno peronista, de la persecución política y de los exilios como si hubieran sido de la dictadura militar. Esos años previos prácticamente se desconocen.

Es muy difícil a veces explicar que, en realidad, las violaciones a los derechos humanos por parte del Estado empezaron antes de la dictadura, durante el Gobierno anterior. Entonces, cuando uno explica el proceso previo a la dictadura en un manual escolar, es difícil explicar a un chico cómo llegamos a eso, cómo llegamos a que una sociedad acepte violaciones a los derechos humanos, porque la sociedad aceptó en silencio.

Camila Perochena para Jot Down

Volvemos entonces a lo que decías sobre las editoriales que no querían que en los libros escolares se aborden los años previos al golpe del 76. ¿Por qué? 

En este caso, creo que no era una bajada directa o explícita desde el Ministerio de Educación pero sí era un discurso. Esto fue durante el kirchnerismo y era un discurso que circulaba mucho, esa crítica a lo que llamaban «teoría de los dos demonios» del alfonsinismo [por Raúl Alfonsín, presidente electo en 1983 que impulsó los juicios a las juntas militares y los dirigentes guerrilleros]. Yo insisto con que la idea de que existieron dos violencias empieza antes, pero ahí hay un problema, porque los historiadores siempre tenemos un dilema: explicar no es justificar. Yo no estoy justificando lo que pasó en el 76, yo estoy tratando de explicar lo que llevó hacia el 76, y eso no justifica el terrorismo de Estado, en absoluto. Ahora, la explicación tiene que venir de algún lado, hasta qué punto yo puedo explicar ciertas cosas a un estudiante de escuela media u omitir ciertas cosas. Ese es un problema. Entiendo que me digas que es difícil para chicos de diez u once años, pero un chico de quince está en condiciones de entender ciertas cosas.

Pero la objeción no era «no hablemos de violencia porque son muy chicos».

No. No hablemos de las organizaciones armadas para no justificar la dictadura. Era una confusión muy grande entre que explicar no es justificar.

Pienso en lo que decías de las lecturas del pasado para incidir en los debates políticos del presente. Durante el kirchnerismo, la lucha armada de las organizaciones a principios de los setenta fue convertida en otra cosa.

Bueno, es romantizar esa violencia. No solo no hacer una autocrítica sino que hubo un cambio muy grande. En los noventa, uno podía encontrar voces bastante críticas de esa violencia armada, voces de propios exmontoneros. Hubo después un debate muy rico, que se llamó «No matarás» y se impulsó por una carta que escribió Oscar del Barco, un exmilitante de izquierda que dijo «nosotros tenemos que hacer una autocrítica sobre nuestro rol al usar la violencia», o Héctor Leis, un exmilitante montonero que también dijo que debían hacer una autocrítica. Pero esas voces cada vez fueron más minoritarias porque cada vez fueron más juzgadas en ese contexto de uso del pasado durante el kirchnerismo, un uso más miliciano. Muchos historiadores han trabajado esto. Para mí, el que mejor lo ha trabajado es Hugo Vezzetti, que acaba de sacar un libro [Memoria, derechos humanos y democracia, 2023] sobre este tema del uso miliciano de la idea de derechos humanos. El discurso de romantización de las organizaciones armadas y la crítica a la llamada «teoría de los dos demonios» permeó en la opinión pública y en el trabajo de los historiadores en los manuales. Entonces uno escribía algo sobre el periodo del 73 al 76 y nos decían «no podemos poner esto porque nos van a dar de baja los libros», con un criterio no necesariamente ideológico sino de mercado de las editoriales, porque los libros los venden al Ministerio de Educación, que es el principal comprador de libros y de manuales. 

No te voy a pedir que hagas análisis político pero me pregunto si esta romantización de las organizaciones armadas y lo que llamás «uso miliciano de los derechos humanos durante veinte años de kirchnerismo» puede ser la explicación de la aparición en la sociedad de un discurso completamente opuesto con relación a los años setenta.

Yo creo que hay algo de reacción en lo que estamos viendo. Se rompió tanto el consenso de los ochenta… En los ochenta hubo algo que muchos historiadores llaman el consenso del Nunca más [libro que recoge el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas respecto a las desapariciones ocurridas en la Argentina durante la dictadura militar 1976-1983], en el que peronistas, radicales, estamos todos de acuerdo en nunca más a la dictadura, nunca más al terrorismo de Estado.

Pero, durante la vuelta a la democracia, el consenso parecía ser también sobre un nunca más a la violencia armada como forma de tramitar la política. 

Claro, pero eso con el kirchnerismo empieza a romperse, y empieza a romperse con Néstor Kirchner. Él hace un prólogo nuevo al Nunca más y dice que el prólogo anterior justifica el terrorismo de Estado, lo cual era muy injusto con el prólogo del libro de 1984. ¿En qué sentido? El prólogo del Nunca más del 84 dice muy explícitamente que la violencia del Estado era infinitamente peor que la violencia desde abajo, eso dice textual, y así se ve en los juicios a las Juntas Militares. Lo que se empieza a ver con Néstor Kirchner es un proceso de faccionalización de la historia y de la cuestión de los derechos humanos. Y ahí empezás a salir del consenso en el sentido de que lo estás usando para una lucha política cada vez más activa. Y creo que, obviamente, eso tiene relación con que hoy esa lucha política está exacerbada y puedas tener un presidente [Javier Milei] que en el debate presidencial dijo que aquello no fue terrorismo de Estado sino que fue una guerra, y donde tengas una vicepresidenta [Victoria Villarruel] que reivindique y justifique muy explícitamente el terrorismo de Estado. ¿Por qué? Yo creo que ellos lo creen, pero se había generado un campo de batalla, una disputa donde no había grises, donde importaba mucho más ocupar una trinchera que tratar de entender lo que pasó y donde importó mucho más dar una lucha política que encontrar unos puntos de consenso mínimos que podíamos tener y que eran muy importantes. El consenso contra el terrorismo de Estado es un consenso básico.

Durante dos décadas ese consenso funcionó y no había lugar en la sociedad para reivindicar el terrorismo de Estado. La pregunta es por qué, veinte años después, sí hay lugar en la sociedad para ese discurso. ¿Tiene que ver con el uso de la historia que se hizo desde el Estado durante los últimos veinte años?

Yo creo que sí, creo que la faccionalización que se generó del pasado hace que hoy sea posible tener una faccionalización de signo contrario. Y no solo con la cuestión del terrorismo de Estado sino incluso con la cuestión de cuándo la Argentina entró en decadencia. Ahí tenés otro debate.

Milei está haciendo otro uso del pasado para su propia lucha política.

Claro. ¿Qué está diciendo Milei? La Argentina entra en decadencia en 1916 con la llegada de lo que él llama el colectivismo, que es a partir de la llegada de Hipólito Yrigoyen al poder, pero es también la primera elección que se hace con voto universal, secreto y obligatorio, es la entrada en la democracia de masas. Entonces hay ahí una idea de la historia: la entrada de la democracia de masas, para Milei, parece incompatible con el régimen liberal.

¿Cómo era esa Argentina previa, esa Argentina perdida que reivindica Milei? 

Hay que entender primero que la Argentina tardó mucho en constituirse como un Estado. Habíamos hablado de 1810 como el momento de inicio de la revolución pero eso fue un punto de partida, no un punto de llegada. Después vino la independencia. Después nos costó mucho conformar un Estado-nación. Mucho. Tuvimos cinco intentos constitucionales, guerras civiles, confederaciones, provincias autónomas… ¡Era un lío! Recién en 1853 tuvimos una Constitución aceptada por casi todas las provincias, excepto Buenos Aires, que se separa del resto de las provincias argentinas, por lo cual recién en 1862 empezamos a construirnos como país. Tardísimo. Entonces, tenemos una República Argentina unificada, ahí empezamos a crear un sistema impositivo, una burocracia, un sistema educativo para todo el territorio, y la Argentina empieza a insertarse en el mundo como exportador de materias primas. Eso se va a ir consolidando de a poco. En 1880 hay un punto de corte que es el momento de consolidación del Estado, el momento en que la Argentina, ya inserta en el mercado internacional de materias primas, empieza a crecer muchísimo económicamente, pero no es la primera potencia mundial, como dice Milei. 

¿Y por qué dice algo como eso que es tan fácilmente contrastable con los datos? 

Es un uso del pasado, una estilización, una exageración, pero estábamos lejos de ser la primera potencia mundial. ¡Estaba Inglaterra! Sí era un país que logró un gran crecimiento, y hay mucho debate sobre si ese crecimiento incluyó integración social o ascenso social. Muchos historiadores han demostrado que sí, que además de crecimiento económico había ascenso social, que los hijos de los inmigrantes que llegaron en 1880 vivieron mejor que sus padres porque recibieron educación, porque ya estaba la educación pública, que se empieza a desarrollar. Argentina es uno de los países que más población alfabetizada tenía en América Latina. Los inmigrantes llegaban y tenían un territorio, se les daba herramientas, tenían posibilidades de crecimiento… Hubo posibilidades de ascenso social en esa Argentina. Ahora bien, era un país que tenía algunas restricciones en términos políticos y, si bien había sufragio universal, no todos participaban porque no todos elegían votar, pero también había muchas disputas entre las élites y estaba gobernada, sobre todo a partir de 1880, por una élite dirigente cerrada y poco permeable a la competencia. Por eso se lo ha llamado régimen oligárquico. Muchos dicen que eran los terratenientes. En realidad, no, a los terratenientes no les interesaba tanto la política, sí había una élite dirigente que quería centralizar el poder y poco abierta a la competencia, eran abogados, políticos profesionales, muchos militares, y eso empieza a entrar en crisis y a tener que abrir el juego a otros sectores hacia 1910…

Camila Perochena para Jot Down

A finales del siglo anterior hubo un par de revoluciones.

Claro. Hacia 1890 empiezan a aparecer sectores que estaban excluidos, como los radicales, que empiezan a decir «abran el juego a mayor competencia», y lo empiezan a pedir mediante las armas, era algo que ellos sentían que estaba justificado. ¿Por qué? Porque era un deber cívico oponerse a lo que consideraban una suerte de tiranía.

Esas revoluciones ¿estaban inspiradas en ideas liberales como las de pleno ejercicio de la ciudadanía?

Sí. Esto es muy importante: el consenso de la segunda mitad del siglo XIX era un consenso liberal. Liberales eran prácticamente todos, con distintas ideas de liberalismo porque el paraguas del liberalismo es muy heterogéneo. Todos estos presidentes liberales de la segunda mitad del siglo XIX que reivindica Milei coincidían en una serie de cosas: necesitamos inmigrantes, necesitamos desarrollar la agricultura, necesitamos exportar, necesitamos ferrocarriles, necesitamos educación porque la educación es el motor del progreso y necesitamos un Estado que genere esas posibilidades. Es decir, no eran antiestatistas, no eran libertarios. Ahí hay una diferencia grande entre liberales y libertarios. Un liberal no necesariamente está en contra de la existencia del Estado ni plantea la existencia de un Estado en su mínima expresión como un libertario. Eran liberales más clásicos y liberales que estaban gobernando, que estaban construyendo un Estado, no queriendo hacerlo desaparecer. Hay una especie de contradicción en Milei: reivindica a ese periodo pero al mismo tiempo plantea un anarcocapitalismo, o lo que él llama minarquismo, que es un Estado muy mínimo que solo se tiene que hacer cargo de temas de seguridad. 

Cuando Milei plantea que la decadencia argentina empezó en 1916 engloba, en un solo gesto, a toda la dirigencia política de más de un siglo. 

Totalmente. El problema es con todos y por eso los agrupa a todos como colectivistas. Esa fecha es, para él, la entrada de la casta política, es decir, del colectivismo. Y acá hay también un uso del pasado, porque uno puede ver matices enormes, cambios, rupturas, y Milei está diciendo «hay continuidad entre 1916 y la actualidad». Bueno, ¡no! Un historiador, ¿qué tiene que decir? No, no hay continuidad. 

Hablabas antes de las obligaciones de los historiadores. Además de hacer divulgación, sos profesora e investigadora, y quería saber cómo estos usos políticos de la historia han condicionado el trabajo científico y académico. Desde hace varios años, la política ha atravesado muchas áreas y profesiones: se habla de periodistas militantes, científicos militantes, profesores militantes. ¿Eso influye en tu trabajo?

Trato de que no. Trabajé un tema de tesis doctoral que no es fácil, porque es un tema muy presentista, y que son los usos de la historia en el kirchnerismo y en el panismo [en referencia al Partido Acción Nacional] en México. Empecé a trabajar con eso en 2013, cuando Cristina Kirchner estaba en la presidencia, y eso obviamente me trajo complicaciones. En muchos congresos se dieron discusiones que eran más políticas que historiográficas, evaluaciones de artículos académicos que eran más ideológicas que historiográficas. Eso es siempre un desafío, pero yo trataba de abordar mi objeto de estudio como si estuviera hablando de campesinos franceses del siglo XVII, tratando de mantenerme lo más lejos posible y tratando de mirarlo desde afuera. Uno nunca logra una objetividad total, por supuesto que es una aspiración, es un horizonte. Hasta en la propia pregunta de investigación se permean las subjetividades, pero, a la hora de dar respuestas a las preguntas de investigación, no estoy haciendo militancia, estoy haciendo trabajo académico.

Y más allá de tu trabajo en particular, ¿cómo ves el campo académico y científico en relación con eso?

Creo que eso permea, pero no en toda la ciencia en general, yo no diría que toda la ciencia es una ciencia militante. Creo que hay militantes que hacen ciencia y que, en algunos aspectos de sus trabajos, eso se puede ver y, en otros, quizá no. No generalizaría, por supuesto, pero el modo en que ha permeado en muchos aspectos el debate político en el científico hace que hoy, a nivel discursivo de la opinión pública, las ciencias sociales sean atacadas con mucha más facilidad. Se entró mucho en el debate político y es lo mismo que decíamos de los usos del pasado: eso hace que haya una reacción furibunda contra las ciencias sociales. Esta reacción no es tan cuestionada, entonces somos los propios los que estamos defendiendo la importancia de las ciencias sociales y tenemos que explicar y estar a la defensiva. Creo que hay cosas para mejorar en las ciencias sociales y en nuestro sistema científico, no comparto para nada la idea de que son inservibles, de que son inútiles. Estoy lejos de creerlo y no comparto eso, pero sí puede ser que hubo cierta militancia en algunos sectores que hace que hoy las tracciones sean tan grandes.

Y más allá de esas disputas mezquinas o interesadas en llevar agua para el propio molino partidario, ¿cuáles son los debates, ya sí historiográficos, sobre cómo y para qué se hace historia? ¿Hay corrientes más cientificistas y más subjetivistas?

Los historiadores tenemos un debate grande sobre hasta qué punto somos objetivos haciendo historia. Por ejemplo, en el campo que yo trabajo, que es el debate entre memoria e historia, hay historiadores que dicen que memoria e historia son cosas distintas: una cosa es lo que hacemos los historiadores y otra cosa es lo que hace un político cuando habla de historia. Yo soy un poco de ese bando. Mientras que un historiador hace un trabajo más objetivo, un político hace memoria: busca movilizar identidades y emociones cuando está hablando de historia. 

A eso en Argentina se lo ha llamado «el relato» en la política, ahora se usa más la expresión «narrativa»…

Sí, y si uno mira a nivel mundial, en la historiografía se llama memoria. Hay memorias sociales, políticas, culturales de distintas personas. La historia no es monopolio de los historiadores, pero muchos que usan el pasado no necesariamente están haciendo historia sino que están haciendo memoria. Los historiadores buscamos hacer algo con aspiraciones de verdad, más objetivo, con un método. Eso es algo que yo trato de distinguir. Desde un punto de vista historiográfico, muchos historiadores también hacen memoria cuando creen estar haciendo historia. Y hoy es un debate profundo: ¿por qué creés que estás haciendo historia y no memoria si en realidad tus subjetividades están presentes en tus preguntas de investigación y en las respuestas? Muchos historiadores dan ese debate para que tratemos de pensar los aspectos más memoriales de nuestra historiografía. Es un debate más sofisticado de la propia academia, que he tenido con colegas que dicen que son más difusos los límites y, en parte, de acuerdo.

Justamente por el tema de los matices.

Sí. No es que estoy metida en una trinchera. Tenés historiadores que tienen un método pero que, en sus preguntas y en sus temas de investigación, también están tratando de hacer algo más memorial, político o identitario. Pero decir que no hay distinciones entre memoria e historia o entre lo que hace Cristina Kirchner y lo que hace un historiador del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina) creo que es un problema. Claro que es un debate que se puede dar.

Camila Perochena para Jot Down

Se está discutiendo mucho la relación entre el sistema científico y la política a la luz de lo que fueron los Gobiernos kirchneristas.

Durante el kirchnerismo se ha desarrollado el CONICET, la ciencia, ha habido una doble cara del Estado de financiar el desarrollo científico, en términos de historiadores incluso, pero a los que Cristina Kirchner escuchaba era a historiadores revisionistas que no necesariamente están dentro del campo académico: Pacho O’Donnell, Felipe Pigna no están dentro del mundo académico y, de hecho, son bastante críticos del mundo académico. Era a ellos a los que Cristina escuchaba.

Bueno, estos historiadores construyeron un discurso en torno a desmontar los mitos de la historia clásica, la historia llamada liberal.

La disputa entre historiadores liberales y revisionistas es una disputa que uno puede encontrar desde 1930, sobre la que se montan todos esos divulgadores. Y esa historia revisionista es lo que toma el kirchnerismo, pero en la historiografía académica ya no había una disputa entre historiadores liberales y revisionistas. Lo que se hace en el CONICET, lo que discutimos dentro del mundo de la investigación académica, no es eso. Ya está perimida esa disputa entre historia liberal e historia revisionista, ya nadie hace eso en el CONICET. 

¿Ese revisionismo es un fenómeno local?

Eso es importante porque, cuando uno habla de revisionismo en otros países, no es lo mismo que lo que nos referimos acá. En muchos países es revisar la historia por parte de historiadores académicos, pero en Argentina esa etiqueta se usa para pensar en historiadores que no formaban parte del campo académico, que eran muy críticos del campo académico a inicios del siglo XX y cuyo principal objetivo era elaborar una historia: esa fue una historia nacionalista, antiimperialista, de reivindicación de los caudillos federales del siglo XIX y, principalmente, la reivindicación de Juan Manuel de Rosas, que fue gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1852 y que es uno de los personajes más controversiales de la historia argentina o sobre los que más disputas se han generado. Generalmente, la mayoría de las disputas entre esos historiadores liberales y los revisionistas era que los liberales miraban a Rosas como un tirano, como un dictador, como un autoritario, y los revisionistas lo veían como un defensor de la soberanía nacional y un líder popular. Esa disputa en torno a Rosas ha llegado hasta Cristina Kirchner que, por ejemplo, puso un feriado para Juan Manuel de Rosas, hizo un monumento para Juan Manuel de Rosas, reivindicó esa mirada revisionista de la historia. Ahora ¿qué pasa en la historiografía? Bueno, el debate se da en otros términos, mucho menos políticos.

El debate en torno a Rosas ¿se trasladó también hacia la figura de Perón? 

Sí, hay todo un debate sobre la figura de Perón, también controversial, que se ha generado entre peronistas y antiperonistas, sobre cómo recordar los años de Perón. Están aquellos que también ven a Perón como un tirano, quienes lo derrocaron en 1955 decían que era un Rosas y que la batalla de Caseros que derrotó a Rosas se podía equiparar al golpe del 55, y eso fue lo que hizo que Perón se hiciera revisionista. No era revisionista durante su gobierno. El panteón de héroes de Perón era liberal: Bartolomé Mitre, Julio Roca, Domingo Sarmiento, San Martín (le pone esos nombres a los ferrocarriles). Era bastante liberal su mirada sobre el pasado; cuando sus detractores lo empiezan a asociar a Rosas y lo mandan al exilio, entonces se hace revisionista, el peronismo va a acercarse ahí al revisionismo histórico y empieza a haber una unión que llega hasta el día de hoy. Y sobre la figura de Perón va a haber debates sobre cómo interpretar el peronismo, debates muy políticos en algún punto, pero, entre los historiadores, si bien hay política, existe un método para abordar ese periodo. Y, según donde pongan el foco, hay historiadores que miran las conexiones entre Perón y los sectores populares, o con los sindicatos, los que miran aspectos más políticos y miran qué hacía con sus adversarios. Bueno, ahí están las subjetividades… Pero eso no necesariamente implica una manipulación del pasado. Pienso en los historiadores más destacados que abordan el peronismo, como Juan Carlos Torre o Mariano Plotkin, que pueden tener sus posturas políticas pero son historiadores profesionales que trabajan con fuentes, con evidencia empírica y pueden entrar en debates políticos. Ahí tenés profesionalismo, no tenés memoria. 

Veamos la famosa frase «si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia». En algún momento empiezan a contarse las historias de las minorías o los sectores mayoritarios pero oprimidos. ¿Eso ha marcado corrientes historiográficas o se trata de una mirada? La mirada a partir del género, del colonialismo, del racismo, etcétera. 

Obvio que hay una corriente histórica, lo que se llamó una historia desde abajo, y eso implicó una corriente que llevó a nuevas preguntas, a iluminar aspectos del pasado que antes no se habían iluminado y eso es muy importante porque había un montón de cosas que no sabíamos porque no las mirábamos y no porque no hubiera evidencia. Hay menos evidencia pero hay formas de rastrear las huellas de esos sectores que no tenían una voz, y hay ahí un paradigma indiciario: dónde podemos encontrar huellas de lo que nos dicen esos sectores populares que dejaron menos evidencia. Hay un libro muy lindo de Magdalena Candioti [Una historia de la emancipación negra, 2021] donde rastrea la voz de los esclavos del Río de la Plata en la primera mitad del siglo XIX. ¿Cómo hacés? Los esclavos no dejaron evidencia. Bueno, ella va a los juicios que los esclavos hacían para reclamar determinadas cosas y donde estaba la voz de esos esclavos. Y eso te abre otras preguntas que forman parte de una corriente historiográfica, no necesariamente ideológica, es una forma de mirar el pasado.

¿Lo mismo con el género?

Exactamente. Y vuelvo a lo del principio: las preguntas que nos hacemos están muy relacionadas con nuestro presente. ¿Cuándo los historiadores empezaron a preguntarse por las cuestiones de género de una manera mucho más sistemática? En los últimos veinte años, y eso va de la mano también con la emergencia de un movimiento feminista, con la movilización de otro tipo de curiosidades que hacen que este tipo de historiografías exploten. Están en ebullición porque están relacionadas con este presente que abre nuevas preguntas, que interpela desde otro lugar y que te obliga a mirar el pasado desde otra lente.

Camila Perochena para Jot Down

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