Ocio y Vicio Gastronomía

Gourmetismo en los eternos templos del mal

gourmet
Fotos: Lupe de la Vallina. gourmet

Ya nadie que tenga un sentido de la decencia mínimamente aseado se atreve a dudar de que hayamos un fin de siglo. Al igual que a finales del siglo XVI la Iglesia católica, extendiendo el concepto de diezmo y su voracidad de un modo incontinente, suprimió diez días de octubre para acomodar el ritmo de las estaciones al registro del tiempo, o quizás fuera al revés, eludiendo de ese modo un emocionante caos meteorológico de cuya privación nunca seremos capaces de perdonar al papa Gregorio XIII, cualquier ser humano que aún no haya sido devorado por la melancolía echa de menos que alguna organización igualmente poderosa, por ejemplo la Cámara de Comercio, elimine de un plumazo ochenta años, incluyendo los bisiestos, y fije cronológicamente el fin de una era. Pues padecemos adversidades que los profetas mayores y menores solo podrían haber vislumbrado con el apoyo de modernas sustancias psicotrópicas de curso ilegal, y bien merecemos enarbolar un nombre generacional de tintes crepusculares.

Muy cerca de Madrid, es decir prácticamente en el centro del mundo, la Guía Michelin premió a un restaurante en el que se practica la gastrobotánica con total desvergüenza, y nadie ha iniciado una huelga de hambre como protesta, salvo quizás involuntariamente los incautos clientes, que al parecer son legión. Aún más cerca del epicentro universal, en la Terraza del Casino de la calle de Alcalá, se preparan liebres declinadas, sea eso lo que sea —se conocen al menos tres teorías distintas al respecto— se distribuyen entre la clientela y casi sin dar respiro se presentan facturas varias veces superiores a los presupuestos de las comunidades autónomas más derrochadoras, sin que hasta el momento ningún héroe trágico haya conseguido siquiera murmurar una breve manifestación de ira con la que denunciar semejante cachondeo justo antes de enfilar la salida, no necesariamente a través de una puerta.

Según datos estadísticos que los organismos oficiales aún no se han atrevido a publicar por temor a que se produzcan revueltas populares de un sadismo inconcebible, quizás placentero para más de un gastrocursi, por cada bazar que abre en una gran ciudad se inauguran siete gastrobares y cinco cursos de cata. Las escuelas de negocios más prestigiosas de Europa y ambas costas de los Estados Unidos se frotan las manos mientras afinan los programas executive de sus cursos especializados en gin-tonic; la asignatura troncal tiene por objeto que el alumno aventajado reconozca sin dar lugar a error las diferencias entre un producto premium y uno gourmet, pero rara vez lo consiguen. Y en algún loft oscuro y de ambiente zen, un consejo de administración de tendencias políticas cuya maldad solo podría describirse con precisión añadiendo el prefijo neo a su definición, diseña enrevesados planes para llevar a cabo la compra de Lhardy y convertirlo en un lounge bar donde todos los platos sean cuadrados y no sea posible que te sirvan una bebida en una copa que no sea de balón. Así es nuestro mundo.

Cualquiera que aún no haya sucumbido a este horror moral se conoce al dedillo el eje conspirativo que parte del número 84 de la calle Mayor de Madrid —desde cuya tercera planta el anarquista Mateo Morral le lanzó a Alfonso XIII y su cortejo nupcial una bomba escondida en un ramo de flores, que por aquel entonces servían como ofrenda regia y no como comida— atraviesa la Puerta del Sol a la altura del número 6, justo donde Canalejas exhaló su último aliento; hace parada, un par de reverencias y (si no se tiene mucha memoria) fonda en el inefable Museo del Jamón, que sin duda forma parte de una compleja intriga contra el sentido común y la industria turística de la capital, y termina en Lhardy. Más allá hay monstruos, como se indica claramente en los mapas urbanos que reparten todos los hoteles del centro de Madrid; pues si uno se desvía de la senda conocida, corre el riesgo de presentarse ante las puertas del restaurante del hotel Urban o del Congreso de los Diputados.

Lhardy fue en su momento un ejemplo de todo lo que hoy consideraríamos un templo gourmet, y sin duda su oferta gastronómica erizó los bigotes de las gentes de bien de la capital del reino, incluyendo aquellos que eran regularmente encerados empleando ungüentos de calidad y capacidad de fijación bien contrastada. Por tanto su función a día de hoy consiste más que nada en dar pie a una profunda reflexión.

En Lhardy hay salones con nombres propios, algunos de músicos, tanto de prestigio reconocido como hace tiempo olvidado —Sarasate, Gayarre, Tamberlick y, para empezar con las cavilaciones, causa pavor ver los resultados que semejante costumbre nos podría deparar en la actualidad. Hay un salón isabelino y uno japonés. También una salita blanca. Allí comieron Alejandro Dumas, la reina Isabel, sus descendientes Alfonso XII y Alfonso XIII, este acompañado por su cohorte habitual de cabareteras, entre ellas la Fornarina, la Chelito y la Goya; también fueron clientes de la casa Mata Hari, Azorín, Galdós y Gómez de la Serna. De sus paredes cuelga una cantidad espejos que varias ramas del protestantismo más permisivo considerarían indecente, y en la planta baja disponen de un samovar del que servirse caldo tanto en invierno como en verano; en determinada época la moda consistía en acompañarlo con vino Tokaji, una combinación que sin duda hizo las delicias de los sibaritas y los finolis de finales del siglo XIX y principios del XX.

No es difícil imaginarse a la clientela alabando su ambiente Segundo Imperio mientras paran un coche de punto en la Carrera de San Jerónimo, del mismo modo que hoy nos empeñamos en fantasear con que estamos cenando en el Village o en Tribeca, por mucho que la ventana principal del local esté perfectamente orientada hacia la parte más kitsch de la calle Orense o a un callejón hediondo del barrio gótico de Barcelona. Y como en aquel entonces el mundo era mucho más reducido que en la actualidad, pues ya sabemos que las distancias no son absolutas y el tiempo tampoco, un gamo a la austríaca, un lenguado a la Orly y unas copas de champaña podían considerarse platos que hoy denominaríamos exóticos, quizás fusión global. Los callos y el cocido madrileño servidos en bandeja de plata no son sino la demostración palpable de que ya hace muchos años que se inventó la alta cocina pobre, esa penúltima necedad gourmet que tantas noches nos ha hecho llorar de rabia contenida y desdicha inconsolable a partes iguales. Tan solo los postres, que en Lhardy siguen siendo soberbios, reflejan la divergencia con un tiempo en el que rechazarlo y pasar directamente al café implicaba una convocatoria de padrinos, una elección de armas y una cita al amanecer. El suflé de Lhardy justifica por sí mismo el nivel más bien insulso de los platos principales, y despierta pasiones que reputados antropólogos alemanes no dudan en clasificar como eróticas.

Uno sale de Lhardy con una mezcla de sentimientos de culpa, traición y tristeza. ¿Es solo una mera cuestión temporal? ¿El simple devenir de la historia? ¿No hay valores absolutos? No tardará en llegar el día en que entremos en un gastrobar y rememoremos la grandeza de su pasado. Reservaremos el lounge Bisbal o la salita Coldplay, señalaremos a nuestras amistades aquella mesa de la esquina en la que solía cenar Marichalar; en cierta ocasión se dejó olvidado el fular y ahora lo exhiben en un expositor de forma helicoidal como si fueran las reliquias de san Vicente Ferrer. Miraremos condescendientemente las reducciones al oporto, el foie caramelizado y las tortillas deconstruidas. Y tampoco seremos conscientes de que ese mundo representado por un gin-tonic con pepino era exactamente igual de amargo y desdichado que el que nos toque vivir como mejor sepamos.

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