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Los piratas extremeños de la república de Salé

Los piratas extremeños de la república de Salé (1)
Salé la Nueva y Salé la Vieja, los dos núcleos de población que se convertirían en el Rabat de la actualidad, en un mapa de 1574. La alcazaba puede encontrarse a la derecha de la imagen, bajo la leyenda Castrum. Hoy forma parte del casco antiguo de Rabat y recibe el nombre de Casba de los Udayas. Imagen: Georg Braun y Frans Hogenberg en ‘Civitates Orbis Terrarum’ (1582) / The National Library of Israel.

Cuando llegaron a Rabat, la ciudad todavía no se llamaba así. Se llamaba Salé y era una auténtica ruina. Los antiguos almohades habían querido levantar una urbe esplendorosa en aquel lugar, donde el río Bu Regreg desemboca en el Atlántico, pero luego se echaron atrás y dejaron su construcción a medias. Cuatrocientos años más tarde, solo quedaban unos cientos de viviendas en pie. Y ni siquiera pudieron instalarse en ellas. El sultán de Marruecos les había cedido la alcazaba, una vieja ciudadela enriscada frente al océano. Era una reliquia desolada, pero eso daba igual. Llevaban más de mil kilómetros a sus espaldas. Con un pedazo de suelo bastaba. Y si encima tenía murallas, mejor que mejor. Después de reconstruirlas, no podrían echarlos. Mejor dicho: volver a echarlos. Eran refugiados. Y apátridas. Tres mil aproximadamente. Viejos, adultos y adolescentes, pero niños no. Hasta eso les habían quitado. 

Era el año 1614. Los otros dos grandes puertos de la fachada atlántica de Marruecos, que eran Larache y la Mamora, habían caído bajo el control de España. Y las flotas de corso que solían atracar en ellas ahora tenían que hacerlo en el pequeño puerto de Salé. Con ellas habían llegado los llamados renegados: europeos que habían renunciado a su patria y a su fe para abrazar el islam y practicar la piratería. La mayoría, de origen holandés. Los refugiados aprendieron de ellos el oficio. Y prosperaron. Tanto que en 1626 se desembarazaron del caíd, el gobernador local, y convirtieron su alcazaba en una diminuta república independiente. No tenían sultán ni rey. El gobierno de Salé lo ejercía un consejo, el Diván, formado por dieciséis personas elegidas entre la ciudadanía. Las riquezas del Estado se reinvertían en la flota y las infraestructuras de la casba. En poco más de diez años, un contingente de desarrapados se había convertido en el pueblo más próspero de la Berbería de Poniente. Y en la república corsaria más temida del Atlántico. Tienta llamarlo utopía. Y en el siglo XVII, más todavía. Pero no lo era. Las utopías son fruto de la voluntad. Ellos estaban allí porque no les quedaba otro remedio.

Todos venían del mismo lugar: la pequeña localidad de Hornachos, en la corona de Castilla. Hoy forma parte de la provincia de Badajoz. Eran moriscos. Los habían expulsado de España. A ellos y a trescientas mil personas más. Repitamos la cifra: trescientas mil. En un país que tenía ocho millones y pico de almas. En el reino de Aragón, hasta entonces, los moriscos eran un sexto de la población. Y en el de Valencia, una de cada tres personas. Si hoy se expulsara del país a un porcentaje demográfico parecido, serían un millón y medio de habitantes. Como toda la comunidad autónoma de Murcia. Pero eso fue lo que se decretó en 1609. «Que se saquen todos los moriscos», decía el edicto, «y que se echen en Berbería». Firmado: Felipe III, el Piadoso. Se les acusaba de balbucear oraciones heréticas, de mojarse disimuladamente los codos al lavarse en público y de regurgitar la carne de cerdo cuando nadie les veía, entre muchas cosas más. De aparentar que eran cristianos, en suma, y profesar la fe islámica en secreto. En muchos casos era verdad. Numerosos moriscos circuncidaban a sus niños, se negaban a dispensar la extremaunción a sus mayores e incluso recurrían a desbautizaderos para revertir la administración del crisma. Pero en otros casos no lo era. Había moriscos genuinamente católicos cuyo único delito era descender de los andalusíes que se fueron incorporando a los reinos cristianos a medida que avanzaba la Reconquista. Dio igual. En la España de Felipe III, unos y otros recibieron el mismo trato. La expulsión de los moriscos no fue algo puramente religioso, como se dice con demasiada frecuencia. Más bien, fue la mayor operación de limpieza étnica acometida en la historia de España. 

Algunos de los apellidos más comunes en Hornachos eran Blanco, Vargas, Zapata, Carrión, Rodilla y Toledano. Los hornacheros tenían fama como arrieros y por su buena maña para la minería, aunque también trabajaban la alfarería, la seda y la huerta. Mucho adobe, mucha cal, un castillo en ruinas… Tampoco el aspecto del pueblo hacía ver que tuviera nada de particular. Pero sí que lo tenía. Hornachos era la mayor morería de la corona de Castilla. Todos sus vecinos, o prácticamente todos, eran moriscos. Llevaba siendo así desde 1234, cuando Fernando III conquistó la localidad y se la cedió a la Orden de Santiago, que nunca puso mucho interés en repoblarla con colonos cristianos o involucrarse en su gobierno. Gracias a eso, los hornacheros gozaban de algunos privilegios. Por ejemplo, cierto grado de autogobierno. Los miembros del concejo, formado por un alcalde y doce regidores perpetuos, eran moriscos. Y los vecinos incluso tenían derecho a llevar espada, algo que no se permitía al resto de moriscos de España. Pero la tolerancia, que nunca fue demasiada, escaseaba todavía más desde hacía unas décadas. La excusa fue la rebelión de las Alpujarras, cuando los moriscos granadinos se levantaron en armas durante el reinado de Felipe II. Aquello había permitido a la corona instalar unas cuantas familias de cristianos viejos en Hornachos. Su misión, oficialmente, era convivir con los vecinos y contribuir a su aculturación. En la práctica, se dedicaban al espionaje y la delación. La Inquisición tenía uno de sus mayores tribunales, el de Llerena, a treinta kilómetros del pueblo. Y muchos hornacheros pasaron por él. Finalmente, cuando Felipe III firmó el edicto de expulsión de los moriscos, a los de Hornachos se les trató con mayor crueldad si cabe. La cesión de los niños menores de siete años, que en otros lugares fue voluntaria, para ellos fue obligatoria. Les confiscaron sus viviendas, como al resto de moriscos, en lugar de permitirles venderlas; pero en su caso, ni siquiera les dejaron sacar de España las ganancias que hicieran con la venta de sus animales, sus muebles y otros bienes. Solo podían llevar el dinero con el que iban a pagar el pasaje hasta el norte de África. Porque hasta eso lo tuvieron que pagar ellos.

Los hornacheros embarcaron en Sevilla el 27 de enero de 1610, entre miles de moriscos extremeños y andaluces más. Desde allí fueron transportados a Ceuta y poco después llegaron por su propio pie hasta Tetuán, donde tenían previsto asentarse. La diáspora morisca recibió acogidas muy desiguales en las costas del Mediterráneo. En Túnez, por ejemplo, donde llegaron muchos levantinos, fue positiva, pero en Argel y Orán ocurrió todo lo contrario. Y en Tetuán, al parecer, las cosas tampoco fueron bien. Los hornacheros vestían a la europea, hablaban castellano y su dieta y sus costumbres eran muy distintas a la de sus correligionarios marroquíes. La fe era lo único que tenían en común con ellos, pero hasta eso se llegó a poner en duda. En algunos momentos, al parecer, les llamaron cristianos de Castilla. Así que eligieron marcharse (o los echaron: eso no lo tenemos claro) y recalaron poco después en Salé, donde ya vivía una importante comunidad de moriscos que había abandonado la península ibérica en los años previos, huyendo de la represión. El sultán, Muley Zidán, les había reservado la alcazaba, pero no por solidaridad. Los hornacheros, pensaba, ejercerían como guarnición para evitar que alguien más tomara fortaleza. Empezando por los corsarios que él mismo patrocinaba. No contaba, quizá, con el hambre de suelo que tenían. Con que harían lo necesario para fundar su propia patria, ya que nadie quería admitirlos en la suya. Y no contaba, eso seguro, con que precisamente ellos, que venían de tierra adentro, fundaran una república marítima consagrada a la piratería. Los hornacheros, ya convertidos en saletinos, declararon su independencia en 1626, hartos de pagar al sultán de Marrakech una décima parte de sus ganancias. Para entonces, se habían convertido en la élite de una ciudad con mil y un nacionalidades. Los moriscos andaluces, asentados en los arrabales de Salé, formaban el grupo más numeroso, pero también había judíos, otomanos, bereberes y un sinfín de europeos. 

En sus buenos tiempos, la flota de Salé llegó a contar con cuarenta naves, casi todas equipadas con tecnología holandesa, que dominaban el área del estrecho y la costa atlántica del norte de África. A los saletinos no solo se les daba bien la piratería: también la diplomacia. Gracias a eso firmaron numerosos acuerdos con algunas potencias europeas (con la que más, Francia) y practicaron no el corso a su favor, pero algo parecido, priorizando los ataques contra los enemigos del país, pero sin plegarse exclusivamente a sus intereses. Sus principales socios, eso sí, eran los otomanos, que entonces favorecían indisimuladamente la piratería berberisca. Y sus presas naturales, los barcos portugueses y españoles que iban y venían de las Azores, Canarias y el Nuevo Mundo. Había otro sector, lamentablemente, en el que Salé sobresalió: el comercio berberisco de esclavos. Sus razias, bien documentadas, llegaron hasta Irlanda, las islas Feroe e Islandia, donde hacían incursiones en tierra y capturaban europeos que nutrían el floreciente mercado de esclavos en el norte de África. Muchos piratas célebres pasaron por Salé. El más conocido, seguramente, fue Jan Janszoon, un renegado holandés más conocido como Murat Reis el Joven. De hecho, parece que fue el primer presidente-almirante elegido en la pequeña república. La influencia de este personaje, por cierto, nunca estará debidamente ponderada. Él y su mujer, una morisca de Cartagena, engendraron algunas de las dinastías más poderosas de los siglos venideros. Su hijo Anthony Janszoon van Salee, que se crio en la república corsaria, fue uno de los primeros colonos de la isla de Manhattan, en Nueva Ámsterdam (el asentamiento holandés en Norteamérica que acabó por convertirse en la ciudad de Nueva York) y uno de los mayores terratenientes de la isla, todo gracias a las riquezas generadas por su padre en Salé. Las poderosas familias Vanderbilt, Whitneys y Frelinghuysens descienden de él. También lo hicieron Warren G. Harding, presidente número 29 de Estados Unidos; la primera dama de aquel país entre 1961 y 1963, Jacqueline Kennedy Onassis; el actor Humphrey Bogart; la diseñadora Gloria Vanderbilt; y el periodista Anderson Cooper, entre muchos otros personajes célebres.

La república corsaria no duró para siempre. De hecho, duró bastante poco. Los saletinos habían hecho enemigos gigantescos, como la Monarquía Hispánica y el propio sultanato de Marruecos, pero fueron ellos mismos quienes trajeron el desastre sobre su edén. La ciudad, dicho de forma resumida, implosionó políticamente. Y quizá no deba extrañar. Un antiguo asentamiento de refugiados y criminales se había convertido, de la noche a la mañana, en la perla de la Berbería de Poniente. Y la élite hornachera, a decir de muchos, había sido generosa repartiendo las riquezas, pero no las cuotas del poder. Los moriscos andaluces, que eran mucho más numerosos, empezaron a protestar con beligerancia en la década de 1630. Reclamaban el acceso al Diván, el órgano de gobierno, que estaba reservado a los extremeños. Y a los hornacheros, cuyas tradiciones y señas de identidad se remontaban siglos atrás, les costó mucho aceptarlo. Hubo revueltas. Hubo asesinatos. Y los enemigos de la ciudad, lógicamente, aprovecharon las turbulencias para actuar. Inglaterra bombardeó la alcazaba en 1636 y los bereberes entraron en ella en 1640, haciéndose con el poder. Salé conservó sus instituciones y su flota unas cuantas décadas más, pero había perdido su excepcionalidad. Ya no era una patria para apátridas. Los moriscos permanecían, pero no controlaban la ciudad. La república fue conquistada y anexionada a Marruecos en 1668. Y perdió su admirado puerto intramuros, fuente de su inexpugnabilidad, en el gran terremoto de Lisboa de 1755, que cambió para siempre la desembocadura del río Bu Regreg. Con el paso de los años, el nombre de Salé se reservó para la antigua Salé la Nueva, la parte norte de la ciudad, y la parte sur, más pujante, empezó a denominarse Rabat. Hoy es la capital del país. 

Pero antes de todo eso, los hornacheros quisieron regresar a España. Lo sabemos por las cartas que algunos miembros del Diván cambiaron en 1631 con el duque de Medina Sidonia, que intercedió en la negociación en nombre de Felipe IV, el nuevo rey de España. Se lo ofrecían todo a cambio de poder regresar. Todo: Salé, su alcazaba y todas las riquezas amasadas durante décadas de destierro. Antes de irse, también saquearían a los mercaderes judíos procedentes de Flandes, unos de sus mayores socios comerciales de la república, y las haciendas de los comerciantes franceses y holandeses de Rabat, cuyo botín entregarían a la Corona; y cuando atracasen en el puerto de Sevilla, abandonarían allí su flota entera, que también pasaría a manos del monarca. Todo, decían, «por el gran amor que tienen a España, pues desde que salieron suspiran por ella». Y por el derecho a volver a sus casas en aquel humilde pueblito en las faldas de Sierra Grande. Ellos mismos compensarían económicamente a los colonos cristianos que habían repoblado Hornachos tras la expulsión. Los hornacheros también pedían que les devolvieran a sus hijos, los niños pequeños que les habían obligado a dejar atrás. Algunos, ya mujeres y hombres adultos, habían mantenido el contacto con sus padres por carta. Y el Estado podría ayudarles a buscar a los demás. España, al parecer, llegó a estar por la labor de llegar a algún acuerdo con ellos. En particular, el duque de Medina Sidonia, que era capitán general de la Armada del Mar Océano y tenía que bregar con correrías de los corsarios en las costas de Andalucía. Pero el rey no llegó a firmar. Temía que la excepción animase el retorno de muchos moriscos más. En aquella España cerril, obsesionada con la uniformidad racial y religiosa, no había lugar para ellos. Y que fueran españoles era lo de menos. Los hornacheros, como la gran mayoría de los moriscos, jamás regresaron a casa. 

Cuando firmamos esta pieza, el grupo «Andalucía Moriscos de Marruecos» tiene más de once mil miembros en Facebook. Entre ellos, presumiblemente, muchos descendientes de los antiguos saletinos. La mayoría permanecieron en Salé tras la caída de la ciudad, y luego en Rabat, pero otros se dispersaron por Fez, Marrakech y las demás ciudades del sultanato. No se sabe con precisión cuántos habitantes del Marruecos actual descienden de los hornacheros, pero deben ser muchos. Algunos, los menos, son conscientes de ello. Se apellidan Sebatta en lugar de Zapata, por ejemplo, y Bargach en lugar de Vargas. Y algunos, menos todavía, han llegado a visitar el pueblo de sus antepasados, que hoy está hermanado con la capital marroquí. Con suerte y algo de generosidad por su parte, lo harán con más nostalgia que rencor. En la actualidad, la administración española concede la nacionalidad, si lo desean, a los miembros de muchos colectivos parecidos al suyo. A los sefardíes, sin ir más lejos, que descienden de los judíos expulsados en 1492, y a los nietos y bisnietos de los emigrantes que abandonaron el país en los peores momentos del siglo XX. Pero a ellos no. A los moriscos no. Algunas cosas han cambiado mucho en España desde 1610, pero no lo suficiente. Eran trescientas mil personas. Repitamos la cifra: trescientas mil.

Bibliografía seleccionada

  • Domínguez Ortiz, Antonio. Historia de los moriscos. Vida y tragedia de una minoría. Ed. Revista de Occidente, 1978.
  • Epalza, Mikel de. Los moriscos antes y después de la expulsión. Mapfre, 1992.
  • Hernández, Ángel y Martín, Pedro J. El Amor De La Patria. Los moriscos de Hornachos y la república de Salé. Producciones Mórrimer, 2016. Consultado 09/07/2024.
  • Lamborn, Wilson. Pirate Utopias: Moorish Corsairs & European Renegadoes. Autonomedia, 1995.
  • Nichols, Adam. «The Story of the Hornacheros and the Founding of the Corsair Republic of Salé». Corsairs & Captives. 2/11/2018. Consultado 09/07/2024.

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3 Comentarios

  1. Entré con pocas expectativas, pero salgo entusiasmado…

  2. Es una de las mejores historias que he leído en JD. Por desconocida y por loquísimo todo, desde la limpieza étnica Habsburgo hasta lo de ir a capturar vikingos para el mercado de esclavos de África del norte.

  3. Me han dado una lección de Historia sin que me haya dado cuenta: eso significa que el profesor es bueno.

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