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Prohibido reírse: la sátira y sus incómodas carcajadas

Una imagen de la película de animación Gulliver’s Travels, 1939. la sátira y sus incómodas carcajadas
Una imagen de la película de animación Gulliver’s Travels, 1939.

«Escribo —dice el protagonista de Los viajes de Gulliver (1726)— por la más noble de las finalidades: informar e instruir a la humanidad». Gulliver es un médico aficionado a la aventura, tanto que durante más de quince años realiza cuatro travesías por el mar hacia países lejanos poblados por extrañas criaturas. Se dirige a sus lectores del modo en que imaginamos que lo haría un intelectual de la Ilustración: poniendo su obra literaria al servicio de la didáctica y de la mejora de la sociedad. Mediante peripecias fantásticas y encuentros con criaturas diversas que desfilan por su narración, enfatizando una y otra vez su propósito reformista y pedagógico, el personaje emprende un viaje epistemológico del que hace partícipes a sus lectores y convierte su periplo en una ofrenda. Para él, «el objetivo principal de un viajero debería ser hacer a la humanidad más sabia y mejor, y perfeccionar su espíritu con los buenos y malos ejemplos que ha descubierto en países extranjeros».

Adaptada hasta la saciedad y leída tanto desde la curiosidad filosófica como desde el puro divertimento, Los viajes de Gulliver es una de las sátiras más relevantes de la literatura en lengua inglesa y la obra que consagró a su autor, el angloirlandés Jonathan Swift, como maestro del género. Como ocurre con la mayoría de obras que sobreviven al tiempo, Swift construyó un personaje que trasciende lo particular de sus circunstancias y que, por ello, puede ser objeto de constantes reescrituras, al tiempo que encarna una figura de fácil reconocimiento: Gulliver, representado como un hombre gigante rodeado por diminutos liliputienses que lo observan tras su llegada a la isla, arrastrado por el mar después de un naufragio, forma parte de un imaginario colectivo que sigue alimentándose de las adaptaciones continuas de la obra. Con el humor satírico característico del Siglo de las Luces, Swift parece valerse de las andanzas de su personaje por mar y tierra como pretexto para reflexionar sobre faltas morales y vicios tan humanos y actuales como la corrupción, la avaricia o la superstición.

Ahora bien, el personaje de Gulliver no solo vive esas aventuras, sino que, como demuestra con su declaración de querer «informar e instruir», asume también la responsabilidad de narrarlas, con plena libertad para dirigirse al lector cuando lo desea y para darle instrucciones. Efectivamente, Gulliver nos lo confiesa: «mi objetivo principal consistía en informarte y no divertirte», asegura. Nosotros, sus lectores, no podemos sino reír ante la ironía de semejante afirmación. ¿Puede un personaje pedirnos que no riamos? ¿Teme Gulliver que nuestra carcajada frustre o incluso anule la intención edificante de su relato? Si Los viajes de Gulliver mantiene un diálogo abierto con el presente no es únicamente por la riqueza de su trama, sino por el humor corrosivo que resulta tan eficaz para la crítica y la reforma social como problemático en su dimensión moral. Conviene, por tanto, pensar en la incomodidad de Gulliver con el divertimento precisamente en un momento histórico en el que la tensión entre humor y moral sigue estando más viva que nunca.

¿Qué convierte a un libro humorístico en una obra capaz de edificar, y cómo se resuelve —si es que se resuelve— el siempre conflictivo encuentro entre la risa y la didáctica? ¿Cabe la edificación moral en el humor? No es casual ni anecdótico que, cuando Swift somete a su personaje a peripecias y naufragios en tierras lejanas, haga que sea el propio Gulliver quien nos las cuente en primera persona, quien proclame, además, su propósito de examinar, criticar y reformar la sociedad que conoce. Quien asegura educarnos, quien declara querer «informar e instruir a la humanidad» no es Swift, sino Gulliver. El espíritu ilustrado queda así delegado en la voz didáctica del personaje, y se complica cualquier identificación inmediata entre la moral de la obra —cuyo origen se difumina— y la de su autor.

¿Cómo pretende Gulliver, un personaje de ficción, mejorar la humanidad? ¿Cuál es la reflexión a la que llega tras sus viajes y de qué modo se materializa su deseo de instruirnos? De la sátira, por muy crítica y mordaz que sea, solemos esperar una propuesta, una alternativa, un horizonte distinto que Gulliver nunca llega a ofrecer. Esto se hace particularmente evidente en el último destino que visita, donde se topa con una sociedad dividida en dos órdenes: los houyhnhnms, caballos racionales y eruditos, y sus siervos, los yahoos, seres humanos insólitamente peludos y brutales, desprovistos de alfabetización y de pensamiento racional. El mundo de los houyhnhnms parece perfecto: no conocen la enfermedad, pues consideran «inconcebible que la naturaleza, que todo lo hace perfecto, permitiese que aparecieran dolencias»; tampoco existe la mentira, porque razonan que si «por el uso de la palabra nos comunicamos y recibimos información sobre los hechos» cuando «el que habla dice la cosa que no es, esa finalidad queda frustrada».

Al conocer de primera mano las condiciones en las que viven los yahoos, Gulliver intenta, mediante la argumentación y el despliegue de ingenio, convencer a los elocuentes y racionales caballos de que, a pesar de las apariencias, no es exactamente uno de ellos, pues posee la capacidad de Razón que a los yahoos les falta. Pese a la buena convivencia que logra establecer con los houyhnhnms, pronto se convierte en una amenaza para la isla. El temor de los caballos es claro: que los yahoos, salvajes y explotados, aprendan de él y adquieran el uso de la razón, lo que para ellos sería «peor que la animalidad misma». La consecuencia es inevitable: Gulliver es expulsado y se ve obligado a regresar a Inglaterra. Tras cinco años fuera, vuelve a su hogar, y aunque ha adquirido conocimiento y superioridad «gracias a las ventajas derivadas de [sus] prolongados contactos con los perfectísimos houyhnhnms», no consigue convertirse en un verdadero edificador moral. Habiendo conocido la excelencia racional de los caballos, solo puede detectar las molestas e irritantes fallas en los seres humanos, demasiado cercanos a la brutalidad de los yahoos. Gulliver ya no soporta a su familia ni, en general, a la humanidad.

¿Y cómo iba a sentirse cómodo después de vivir en un mundo donde no existen la enfermedad ni la mentira? ¿Quién, en su sano juicio, abandonaría un lugar en el que goza de «perfecta salud corporal y paz espiritual» y no sufre «la traición o la inconstancia de un amigo, ni los ataques de un enemigo velado o declarado»? Gulliver, en su búsqueda de perfección, anhela permanecer allí donde no se puede «sobornar, adular o hacer de alcahuete para obtener el favor» de los poderosos, lejos de un mundo en el que «el rico sacaba provecho del trabajo del pobre y la proporción era de mil pobres por un rico», donde el «pueblo se veía obligado a vivir miserablemente, trabajando todos los días por una paga menguada para permitir que otros viviesen en la opulencia». La crítica es precisa y el señalamiento hacia la injusticia resulta evidente. Y, aun así, en su defensa moral, tras el contacto con la sociedad perfectísima de los caballos, Gulliver no se acerca ni a los suyos, ni a la justicia social, ni, desde luego, a ningún ideal ilustrado de igualdad. La humanidad a la que aspiraba instruir no tiene una sola oportunidad de salir victoriosa en la comparación con un mundo imposible en su perfección y, en consecuencia, deja de merecer la pena. El conocimiento y la Razón han convertido al reformador en un misántropo; lo han deshumanizado.

Lo que nos hace reír en Los viajes de Gulliver no es únicamente el retrato de los vicios humanos encarnados en los diminutos habitantes de Liliput o en los gigantes de Brobdingnag, en las islas voladoras o en los caballos parlanchines, sino el propio espíritu reformador de Gulliver, convencido de que sus viajes tienen la misión de instruirnos. La prosa de Swift resulta tanto más cómica cuanto más insiste el personaje en que su propósito no es humorístico. La sátira, por tanto, satiriza también su propio afán emancipador y educativo: se burla de la esperanza de enseñar mediante la risa. A través del artificio de la ficción, las intenciones del autor y del narrador se entrecruzan y se complican: ¿es Gulliver quien pretende educarnos o es Swift quien se ríe del espíritu ilustrado y misántropo de su criatura? ¿Se ríe la novela con nosotros o de nosotros? El propio Gulliver nos cede esa responsabilidad. Al mostrar su incomodidad ante el resultado de la narración de sus viajes, concluye dejando «el asunto en manos de mis juiciosos e ingenuos lectores para que lo solucionen a su gusto». Depende de nosotros decidir si la sátira se dirige contra los vicios humanos que Gulliver denuncia o contra el mismo impulso pedagógico que lo define.

Como lectores contemporáneos, no solemos acudir al humor para aprender. Tampoco esperamos que un chiste provoque un avance en nuestra comprensión de la naturaleza humana o del mundo; no lo cargamos de valor moral o didáctico y, de hecho, muchos rechazan esa asociación. Es frecuente escuchar que el humor está en peligro por culpa de una moral censora y puritana: los cómicos, dicen, ya no pueden bromear sin ser señalados, ya no se puede hacer chistes de todo. Más allá del miedo que alimenta este discurso reaccionario, lo interesante es la creencia de que el humor pueda existir en estado puro, libre de responsabilidad, como si fuera posible una risa despojada de todo vínculo social o político. Reflexionar sobre el humor satírico resulta relevante precisamente porque obliga a pensar en la risa como fenómeno inseparable de lo político, desactivando la cómoda dicotomía entre libertad humorística y censura «woke».

Conviene cerrar con un salto hasta 2016, cuando fue precisamente una sátira la que obtuvo el prestigioso premio Booker. El vendido, una novela corrosiva y explosiva del estadounidense Paul Beatty, utilizaba los recursos del género satírico para denunciar con furia irreverente el racismo sistémico en Estados Unidos. El galardón le dio reconocimiento internacional, aunque a él lo incomodó que la obra fuese etiquetada como sátira. En más de una entrevista negó tal definición, pues desconfiaba del alivio que los lectores parecían sentir al considerarla humorística. Llamarla comedia era, para Beatty, restarle seriedad a una denuncia brutal de la violencia policial, del racismo estructural y de la complicidad inadvertida de la sociedad. Sospechaba que la risa podía convertirse en un acto despreocupado si no iba acompañada de conciencia política. Aceptar la etiqueta de sátira significaba, a su juicio, aceptar una despolitización de su novela: no porque el género fuese ineficaz en lo moral, sino porque para muchos lectores humor y gravedad parecían excluyentes. Si un texto hacía gracia, no podía ser tan serio.

La incomodidad de Beatty con su percepción como autor satírico nos conduce a la severidad de Gulliver al proclamar que no desea divertirnos. ¿En qué momento se convierte el humor en algo incómodo para quien lo ejerce? ¿Debe insistir el autor, a través de su personaje, en que no riamos, precisamente para suscitar una carcajada incómoda y prohibida, una que nos revuelva y tense? Cuando reímos, ¿pensamos en el motivo de nuestra risa? Parte del devenir histórico de la sátira parece residir en la incomodidad del género consigo mismo, en la tentación insalvable de satirizar su propio espíritu satírico. Algo semejante acontece hacia el final de El vendido, cuando un cómico negro entretiene a un público también mayoritariamente negro con un humor tan mordaz como el de la propia novela. Cuando una pareja blanca entra en el club y se ríe a carcajadas, ignorando la dimensión crítica de sus chistes, él reacciona con furia y exclama: «¿De qué coño os estáis riendo, hijos de puta? ¡Salid de aquí, joder!». El peligro que siempre acecha a la sátira parece ser que su humor se tome con excesiva ligereza. Y de ese miedo, su autor no puede sino burlarse, aunque sea negándonos la risa.

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