Cine y TV

Humos que no se desvanecen

Jeff Bridges en Corazón roto. Un loser sin glamour. Imagen: World Films.
Jeff Bridges en Corazón roto. Un loser sin glamur. Imagen: World Films.

El éxito, por rotundo que parezca, es vaporoso. Como invisibles se hacen las volutas que salieron densas de la boca del fumador. Hacer de ese humo materia pegajosa es labor reservada solo a unos cuantos. Aquí citaremos a dos.

1. Las tres coletas de Jeff Bridges

El concedido a Jeff Bridges por Crazy Heart (Scott Cooper) en 2009 fue de esos premios Óscar aplaudidos mayoritariamente. A sus sesenta años y con casi cuarenta de carrera, había consenso general en dar por merecido el triunfo individual de quien en los ochenta, habiendo protagonizado ya hitos como La última película (Peter Bogdanovich, 1971) o Tron (Steven Lidberger, 1982), aún era considerado, al igual que su hermano Beau, como el-hijo-de Lloyd Bridges. Sí, aquel actor canoso y eternamente pop por su papel de Aterriza como puedas (Jim Abrahams, David Zucker y Jerry Zucker, 1980), un papel bendecido por frases de las que pasan de boca a oreja a boca y permean el paso del tiempo. «Elegí un mal día para dejar de esnifar pegamento».

Hasta su triunfo en el albor de la segunda década de los dos mil, Jeff había conseguido consolidar su prolífica carrera a base de personajes variopintos, evitando el estancamiento, en ese terreno meritorio que para público y crítica no alcanza la primera línea pero donde se frecuenta la parte alta de la segunda división. El tipo de carrera que permite a un actor llegar a los sesenta y seguir eligiendo buenos papeles. Y en ese itinerario Jeff coronó tres cimas en los noventa con sus personajes-con-coleta.

Empezó todo con El rey pescador (Terry Gilliam, 1991), una de confrontar mito y realidad. El locutor que encarnara Bridges es uno de esos personajes que arruina lo que tiene (y cuando lo pierde comprende que lo que tenía era todo) y encuentra luego un vehículo de redención, en este caso a través del maravilloso chalado que hace Robin Williams. Entre el histrionismo de Williams, en los mejores años de su carrera, y una presencia sobria de Bridges, Gilliam tejió una convincente epopeya de genética clásica: básicamente amor, amistad y fe. La de Jeff fue una interpretación que daba para decir «ojo con este».

Pero no era el primer ojo. Se cumplían entonces veinte años desde que el actor hubiera recibido su primera nominación al Óscar por La última película. Repitió en 1975 con Un botín de quinientos mil dólares, el debut de Michael Cimino tras la cámara. Y había obtenido una tercera oportunidad frustrada por su papel, esta vez protagonista, en Starman (John Carpenter, 1984).

Siete años después de El rey pescador, Bridges desfilaría al fin por los salones del gran favor mutuo de público y crítica por su protagonista de El gran Lebowski (Joel Coen, 1998), una mina repleta de frases como las que inmortalizaron a su padre.

«¿De qué cojones estás hablando?» o «Estoy siguiendo un régimen de drogas bastante estricto para mantener la mente, ya sabes, ágil» conferían a aquel Bridges el manantial de palabras necesario para terminar de sustanciar su look de hippie cincuentón, resquicio de la era dorada de la cultura setentera californiana, con melena que recoge un par de veces para poder colarse en este resumen. El apodo del personaje —The Dude/el Nota— completó la fórmula para una película sobresaliente en la comicidad de sus personajes hasta el punto de que al espectador le pasaba desapercibida la, dicen los detractores, escasa brillantez del relato. A fin de cuentas, el cine trata de pasarlo bien sin darle demasiadas vueltas a la cosa. Como diría el Nota.

Antes de Lebowski y no mucho después de El rey pescador, Bridges había interpretado su segundo papel-coleta en Corazón roto (Martin Bell, 1992). Pese a lo seductor de su cartelería, un Bridges con melena grunge y perfecto torso desnudo, aquel papel era desagradable con ganas. Un año antes de que el cantante Beck lo petara con «Loser» (término que a la sazón hemos acabado incorporando como anglicismo), Bridges le ponía carne a un persona perdedora en serio; exconvicto sin visos de sanación moral y padre malo y cruel sin escrúpulos. Un maltratado maltratador que no puede mover a la compasión. En las antípodas de esos infortunados de buen corazón que escapan a su destino. Así de desolador todo. El seductor del cartel resultaba ser un amargado incurable.

Al desdichado hijo de Jeff, a la víctima de semejante impresentable, lo interpretó Edward Furlong.

El humo denso en la salida desaparece en la distancia, como la carrera de Edward Furlong. Imagen: New Line Cinema.
El humo denso en la salida desaparece en la distancia, como la carrera de Edward Furlong. Imagen: New Line Cinema.

1 b. Los dos crecimientos de Edward Furlong

La galería de actores niños cuyas carreras acaban descarrilando es larga, profunda y simétrica como un pasillo de Kubrick. De la sección primeros noventa sobresalen Furlong y Macaulay Culkin, personajes recurrentes en los espejos antes-ahora y qué-fue-de que circulan por las redes. Furlong atronó en las pantallas con un debut tan espectacular como Terminator 2: el juicio final, destilando rebeldía de hijo de madre soltera y encapsulando, aún tan niño, el atractivo del rebelde con corazón de oro. De Jimmy Dean al Jake de Melrose Place. Furlong apareció en el mayor escaparate posible de aquellos tiempos. El blockbuster con mayor tamborrada promocional, rugiendo la previa con el vídeo promocional de «You Could Be Mine» de Guns N’ Roses. El aparato propagandístico, a la manera del tío que hace de mascarón de proa con guitarra eléctrica en uno de los vehículos del último Mad Max, proclamaba por el universo que la nueva Terminator era entonces la película más cara de la historia.

Después, Furlong hizo Corazón roto y a partir de ahí, a diferencia de Bridges, su estrella se fue apagando. Aún sería protagonista principal de alguna simpática producción de carácter indie. El fotógrafo Pecker de la homónima de John Waters en 1998 y un año después la comedia retro Detroit Rock City, de Adam Rifkin, sobre las peripecias de unos jóvenes para ir a un concierto de Kiss en 1978. (Por qué la tradujeron aquí como Cero en conducta es algo que si quiero acabar este artículo de forma coherente no me corresponde intentar entender). Entre esas dos, Furlong disfrutó su último sorbito de gloria en American History X (Tony Kaye, 1998), un papel hecho a su medida (taylor-made, que decimos los ingleses) con el inconveniente de que Edward se estaba haciendo demasiado mayor para aquellos derroteros de adolescente turbado y con el conflicto de definir su moralidad. La realidad es que, en vez de crecer, el actor había empequeñecido. Un Benjamin Button atrapado en un cuerpo que adquiría facciones de yonqui.

El niño Furlong no creció bien (mide 1,70 m. Sí, lo sé, igual que Tom Cruise) y su proliferación de papeles en películas menores apenas tuvo eco en la industria. Mayor repercusión originaron sus problemas con las sustancias prohibidas, vida disoluta y la circulación de imágenes que atestiguaban su deterioro físico. Se le fue el ángel y apenas queda su inocente debut: una Terminator 2 donde las grandes frases que pasan de boca a oreja y permean el paso del tiempo las pronunció Arnold Schwarzenegger. «Sayonara, baby» y «Hasta la vista».

Se reían de su acento pero ignoraban que Arnold podía con todo. Imagen: 20th Century Fox.
Se reían de su acento pero ignoraban que Arnold podía con todo. Imagen: 20th Century Fox.

2. La pista múltiple de Arnold Schwarzenegger

En encasillamiento tiene dos filos: uno cómodo y seguro que permite a determinados artistas mantener longevas carreras combinando público fiel y nuevos adeptos a una fórmula inequívocamente sólida; otro, que acaba siendo como la casa de Bernarda Alba, con el ocupante chocando contra las paredes y condenándose de forma inevitable a la autoparodia. Unos AC/DC ejemplificarían ambas categorías.

En los ochenta Arnold Schwarzenegger estaba en el tris de quedar firmemente encasillado en un perfil de protagonista arquetípico de la época, titán en un panteón donde combatía con Sylvester Stallone o Chuck Norris y al que intentarían sumarse Dolph Lundgren o Jean Claude Van-Damme. Pero, desmintiendo el falso tópico que asocia el físico espectacular a la carencia de materia gris, Arnold tomó decisiones venturosas. Giró el timón. Una maniobra aplaudida cuando sale bien, pero que analizada resulta presentar el mismo impedimento que el encasillamiento. Los dos filos. El de realzar una carrera o el de arruinarla. Lo que consiguió Dylan electrificándose y lo que sufrió Neil Young cuando se puso electrónico con Trans.

Arnold se pasó a la comedia y la jugada funcionó con recaudaciones apreciables. El hombre de piedra se desinhibió hasta el punto de rodarlas con niños (Poli de guardería, Ivan Reitman 1990) o hacer de preñado (Junior, 1999; también con De Vito y a las órdenes de Reitman). Fueron toneladas de más madera para aquella parte de la crítica que había venido haciendo chanza de sus heroicas encarnaciones de Conans y Commandos. Pero entre tanto tejido de comedia blanca familiar se coló una excepción. Mentiras arriesgadas (James Cameron, 1994) se reveló como uno de esos afortunados casos en los que el cóctel de ideas y géneros produce resultados brillantes. Acción, comedia y romance se mezclan aquí en las dosis equilibradas que requiere un combinado top. La espectacularidad con líneas de guion brillantes y alguna escena para la posteridad como la mítica que concluye con la no menos mítica secuencia del strip-tease de Jamie-Lee Curtis. Sin duda era ella y no De Vito la pareja cómica ideal.

Esta sucesión de comedias, unida a la corriente de ciencia ficción en la que el actor se había embarcado con Terminator y que consolidó con Desafío total (Paul Verhoeven, 1990), propiciaron que para mediados los noventa, antes de comparecer en nuevos Terminators y ampliar aún más la paleta de subgéneros con su papel de Mr. Freeze en Batman & Robin (Joel Schumacher, 1997), antes de dedicarse a la política en un nuevo giro de timón, el Mr. Olympia más universal cosechase al fin unas onzas de respeto general.

«Escucha hijo, los días de gloria no permanecen; hay que seguir fabricándolos». Imagen: Columbia TriStar.
«Escucha hijo, los días de gloria no permanecen; hay que seguir fabricándolos». Imagen: Columbia TriStar.

En industrias como la del cine, que se alimentan exclusivamente de público, no sobran los profesionales que consiguen conservar o incrementar el estatus a lo largo no digamos de décadas, sino más allá de los quince minutos de fama descritos por Warhol. Sin obviar la variable de la fortuna, casos como el de Arnold o Bridges son el epítome de que el periplo, sea encasillado o ecléctico, requerirá siempre de la capacidad de mantenerse con hambre. De huir del estómago agradecido.

Stay Hungry, como el título de una que hicieron juntos hace apenas cuarenta años.

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4 Comentarios

  1. Ahora tengo curiosidad por ver «Stay hungry» jajajaja Madre mía…

    PD: que Arnold siempre ha sido muy listo está claro.

  2. Pingback: Humos que no se desvanece

  3. Parlache

    Sally Field en «Stay Hungry» ¡Ídola!

  4. Un artículo divino. Adoro a Jeff Bridges: qué voy a hacer, siempre me emociona, me admira y me seduce; hay algo en él que no pretende destacar sino afinando. Es natural y sutil pero (a diferencia de De Niro, que también me encanta), no se le nota que Está Siendo Sutil. Besa de muerte. Tiene una mirada que lo expresa todo. Tiene una voz fantásticamente cascada y ahogada y murmullosa. Y le gusta la gente, las personas, las vidas, no los superhéroes, los magnates y los fantasmas (que también los ha hecho), sino el tipo corriente que es un orgullo haber conocido: el buen tipo. El nice guy que seguramente se ha ganado Bridges como apodo siendo quien es. Y el no va más es Corazón roto. Es asquerosamente insensible y generoso y fantástico y dulce y vulnerable y valiente. Te rompe el corazón. Y en cuanto a la que hizo con Schwarzenegger, por favor, ¿por qué no pusisteis la escena en la que Bridges baila mientras todos tocan bluegrass? Es una pasada. Sinceramente rendida, Pse.

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