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‘Las gotas de Dios’, una historia de vinos, de cielo, tierra y personas

Las gotas de Dios. Imagen: AppleTV+
Las gotas de Dios. Imagen: AppleTV+

Tenchijin es la palabra japonesa que define la conjunción de los tres elementos indispensables que hacen posible la creación del vino: el cielo, la tierra, el hombre, y es la palabra con la que los creadores del manga Drops of God, los hermanos Yuko y Shin Kibayashi, quisieron basar el argumento de la serie que, sin pretensión alguna, sin objetivo alguno, alcanzó la fama allá por 2004 primero en Japón y después en el resto del globo. 

Todo porque hicimos un manga con el vino como personaje principal. Y su propio encanto habla por sí solo a través de su historia, sus relaciones humanas y su cultura. En nuestra serie, utilizamos esta palabra ‘tenchijin’, que conforma los elementos que crean el vino: el cielo, entendido como cosecha, la tierra, entendida como ‘terroir’ y el hombre. Con ella apostamos para comprobar si los lectores captaban o no la profundidad del vino a través de las imágenes que sugieren y despiertan esta palabra. De hecho, lo hicieron, no solo los fans en Japón, sino también los fans de todo el mundo. (Yuko Kibayashi)

Cuando decidimos convertirlo en un manga, fue como si recibiéramos la visita de Baco, dios del vino [de la agricultura y la vid; del éxtasis, el placer y la locura], contándonos el título y el concepto aproximado en apenas media hora u hora, más o menos. Ese es el origen de esta serie. (Shin Kibayashi)

Tanto para Yuko como para Shin, todo vino debe tener estas esencias. «Necesita un buen terroir, una añada y, más que nada, un buen enólogo», recalcó Yuko para Wine Spectator. Ninguna puede faltar. Aunque haya un dominio de una de ellas sobre las otras, se confía en que, en el resultado final —la cata— los elementos queden compensados y equilibrados. «No es simplemente un producto industrial. Cuando una persona recibe un regalo del cielo y de la tierra, puede crear vino. En el fondo de nuestra mente, siempre quisimos transmitir lo asombroso que es». Y lo lograron. De lo contrario, no habrían mantenido en vilo durante diez años a los lectores más fieles, ni cautivado a los recién llegados, en el total de los cuarenta y cuatro volúmenes que publicaron. Aunque en un principio lo hicieran bajo el pseudónimo de Tadashi Agi / Shu Okimoto, la influencia que han tenido en el mundo del vino y en los más de trescientos millones de lectores no ha hecho sino sacar de la madriguera a sus creadores, mostrar su identidad y reconocer en varias de las entrevistas concedidas que en realidad todo empezó como un juego. El vino era su pasatiempo. Después de largas horas trabajando, después de una jornada de escritura intensa, se daban un respiro colmando su depósito interno con la combustión adecuada: una copa de vino. Y a cada sorbo, la misma pregunta, independientemente del día y el vino que tomaran: «¿Cuál es la imagen de este vino?». ¿Qué evoca semejante sabor, semejante olor? ¿A dónde te transporta, con quién…? De modo que, lo que comenzó como un entretenimiento y distracción, acabó convirtiéndose, hoy por hoy, en una de las publicaciones sobre vinos más influyentes de los últimos veinte años, según afirmó la revista Decanter en 2009. Sin embargo, no fue hasta el 2020 cuando la serie se tradujo al inglés gracias a la edición y publicación por parte de Kodansha Comics y ComiXology. Debido a ello, el impacto fue tal que cualquiera diría que la serie estaba bendecida por los mismísimos dioses, ya no por la presencia de Baco, también por la etimología y origen de su homólogo griego: Dioniso, el dos veces nacido, que, como el vino, es naturaleza viva, elixir que no cesa y, en vez de morir como la materia física, se transforma y regenera por intercesión y obra divina.

Al fenómeno llamado Drops of God le faltaba un escalón, una conquista más. Un proyecto todavía más ambicioso para llegar a todos los públicos sin perder la esencia de la historia: las plataformas. Y así, al igual que el dios griego, naciendo primero en papel para después renacer en pantalla, es como aterrizaron Las gotas de Dios en Apple TV+ el pasado año bajo la dirección de Oded Ruskin (Absentia, The Baker and the Beauty, No Man’s Land, Falsa Identidad) y el guion de Quoc Dang Tran (Paralelos desconocidos, Marianne, Nox, Intrusión) con un total de ocho capítulos y una trama que marida el manga original con una historia franco-japonesa adaptada al lenguaje audiovisual sobre herencias familiares, relaciones paternofiliales en las que el abuso, la manipulación y la cobardía están a la orden del día; sobre vocaciones, dones, talentos, traumas infantiles, primeros o viejos amores y la búsqueda de la identidad; sobre los sentidos y las sensibilidades —capacidades sensoriales y extrasensoriales— de cada cual ante los estímulos que nos embriagan y nos hacen perder la razón, o la consciencia, dependiendo del tiempo que hayamos estado expuestos a ellos. E inevitablemente y a su modo, nos pone en la piel de Stendhal cuando viaja a Florencia, de Proust cuando prueba su magdalena recién hecha mojada en té y evoca esa detallada búsqueda del tiempo perdido, de Anton Ego cuando, emulando a Proust, degusta el ratatouille y vuelve a su infancia, a la cocina y olor de casa. Pero sobre todo en la piel de Camille Léger (Fleur Geffrier), escritora e hija del inminente fallecido Alexandre Léger (Stanley Weber), profesor de enología y autor de la Guía Léger, considerada la guía de vinos más influyente si no del mundo, al menos de Europa y Japón, que deja en herencia la mayor colección privada de vino (un total de ochenta y siete mil botellas) en cuanto a calidad y exclusividad «fruto de una vida de trabajo», no solo a Camille, su legítima descendiente, sino también a su discípulo y alumno más aventajado, «hijo espiritual», Issei Tomine (Tomohisa Yamashita). Ambos, Camille e Issei, deberán enfrentarse y superar las tres rondas, o pruebas, que Alexandre preparó antes de morir. Pruebas que se irán engarzando conforme las vayan superando, y que consisten, primeramente, en una cata a ciegas; la segunda, en hallar el origen y la historia oculta tras una obra de arte; y la última y definitiva, «¿qué son las gotas de Dios?». Aquel o aquella que resulte ganador y sepa apreciar todo su valor, se quedará con la totalidad de la herencia: la propiedad que Alexandre tenía en Japón y la colección de vinos, además de la posibilidad de encargarse de la Guía Léger

No cabe duda de que, en cuanto a historias de herencias se refiere —véase Succession, sin ir más lejos, o la versión más reciente y española, Galgos—, siempre han atrapado y captado el interés del espectador precisamente por la identificación que se siente en cuanto, primero, fallece un familiar, y segundo, toca ir al notario para ser testigo de la repartición a veces equitativa, a veces no, del legado y patrimonio que se ha ido acumulando a lo largo de los años con sangre, sudor, lágrimas y sacrificio. Las disputas por la herencia no son más que la escenificación descarnada que nos relató la tradición judeocristiana en el Génesis y protagonizaron dos de los hermanos más famosos del antiguo testamento: Caín y Abel. Solo puede quedar uno o, si no, que ocurra un milagro. Tal y como apela el notario (Antoine Chappey) cuando Philippe (Gustave de Kervern), vinicultor y amigo de toda la vida de Alexandre, le pregunta si «por lo general, ¿[las herencias] acaban bien, o…?». A lo que el notario responde: «Verá, en cuarenta y ocho horas uno de los dos ganará una fortuna colosal… ciento cincuenta millones. Y al otro solo le quedará llorar. Un caso inusual de violencia. Lo que puedo decir es que quien se quede sin nada acabará destrozado, tal vez no se recupere. Sentirá que no era digno, tendrá la prueba de que nunca fue amado. Es un veneno lento, pero letal. Y el que se quede con todo…, no sabrá cómo gestionarlo, qué hacer con una fortuna como esta y lo echará todo a perder. ¿Qué se hace cuando se tiene todo? ¿Qué más se puede desear? (…) Las herencias son lo peor. Historias que siempre terminan mal. solo un milagro podría salvarles». Lo más lógico, siendo dos los herederos, sería hacer una repartición equitativa, 50/50, la mitad para cada uno, pero el ego, la soberbia, el narcisismo del hombre con complejo de dios y delirios de grandeza; creador de una nueva religión, lenguaje, elaboración y culto a la vid; dueño y señor de vinos, viñedos y tierras, cuya reputación le convierte en una especie de elegido, concluye que Camille e Issei están equivocados si piensan que Alexandre ejercerá de Salomón en su célebre juicio, pues ni siquiera baraja la posibilidad —menos aún, la amenaza— de cortar al niño en dos pedazos. Él, más bien, es la madre que rechaza tal atrocidad, pese a no tener el carácter ni el corazón bondadoso y noble de ella.

¿Issei o Camille? ¿Camille o Issei? La lucha, la intriga, el suspense o el interés que suscita el enfrentamiento entre estos dos desconocidos, no son más que un puñado de factores superficiales, pues lo que pone de relieve esta concreta red vinícola de relaciones e historias entrecruzadas e interconectadas, creada e ideada por Ruskin y Dang Tran, es el choque ya no de culturas entre Oriente y Occidente, Japón y París, sino también de fuerzas, a priori, completamente radicales y opuestas. Extremas. Es el blanco o el negro. El ying o el yang carente de su correspondiente equilibrio universal. Es el principio de polaridad que rige la ley natural. Es la diferencia, la desigualdad; lo que separa y diferencia, en vez de lo que une y congrega. Es la excesiva reflexión, el análisis crítico y frío, el sopesar en demasía contra el puro instinto natural y cálido; el abandono de los sentidos que permite rozar lo místico y lo dionisíaco, llegar al éxtasis. Es la teoría versus la práctica, lo que para Issei es un superpoder, para Camille no es más que una cuestión de hábito y genética. Es, en definitiva, la vocación (Issei) frente al talento (Camille). «Creo que he encontrado mi vocación. El vino es mi vida. Si lo dejo, seré un infeliz el resto de mi vida. Como todos vosotros», le reconoce Issei a su padre. Porque gracias a las enseñanzas de Alexandre, no solo se convirtió en el mejor de su clase y, en consecuencia, en su pupilo y protegido, sino que por medio del vino descubre un nuevo mundo y un futuro que se desvía por completo del camino trazado que le han diseñado, a conciencia, su abuelo (jerarca de la familia Tomine) y su madre. Lo que supone hacerse cargo de la empresa familiar y rechazar a todas luces la herencia de un extranjero.

Issei, como buen japonés, debe seguir el patrón y continuar con la tradición conservadora y encorsetada —en ocasiones desmedida— que propugna la cultura y sociedad oriental. Sin embargo para Issei el vino es su propósito de vida, si se entiende dicho propósito como lo planteó Jung: aquello por lo que estás dispuesto a sacrificarte voluntariamente, y él está más que dispuesto a sacrificar y dinamitar, por voluntad propia, los lazos familiares, la tradición y toda herencia que lleve por nombre el apellido Tomine.

En cambio Camille es justo lo contrario. Una mujer, en apariencia, desprovista de propósitos vitales y existenciales, que ha transmutado su talento en un trauma psicosomático, asociado al alcohol y a cualquier otro alimento; asociado a su padre, a su pasado y todo lo relacionado con él, e impidiéndole beber y probar, y testar y degustar ya no solo bebidas alcohólicas, como el vino, sino también ciertos alimentos, provocándole un bloqueo, una autocensura que le ha mantenido durante años en tierra de nadie. Evita salir porque no puede beber, y porque el más mínimo acercamiento o exposición a cualquier sustancia similar al etanol le provoca jaqueca, sangrado o pérdida de consciencia y de memoria. Camille desconoce cuál es su lugar y, más allá de eso, a qué lugar pertenecer. Dónde ha de vivir, de qué e incluso con quién. Su propia existencia, su destino, su porvenir es una incógnita que ni siquiera sabe cómo ni por dónde empezar a resolver. ¿Quién es el culpable de su desdicha? ¿Ella, su padre, su madre…? ¿Dónde quedaron los paseos por los viñedos llevada de la mano de su padre en los que el olor de la tierra húmeda, de los helechos, de las semillas germinando, del río, de los primeros pasos, la primera toma de contacto con la tierra, con el aire, con la naturaleza, definían lo que ella y su padre eran? ¿Dónde quedó aquél vínculo supuestamente sagrado e inquebrantable entre un padre y una hija? ¿Son los hijos, tanto en el caso de Issei como en el de Camille, los encargados de purgar los pecados y errores de los padres? 

A Camille, desde que era pequeña, su padre le enseña a preguntarse, a almacenar y adivinar los sabores y olores de los diferentes vinos y alimentos que le hace probar con los ojos vendados. Un poco como Eleven (Stranger Things) cuando intenta ver más allá y se venda los ojos, evitando la distracción, centrándose en lo verdaderamente importante, concentrándose en la búsqueda psíquica para encontrar a Will, a Mike, a Jim o a Venca. solo que Camille, en lugar de ubicar escenarios y rastrear personas, lo que trata de averiguar son los objetos y alimentos que (es consciente de ello) ha tocado, palpado y, lo más importante, penetrado a través de los sentidos. Ese es el rito iniciáticoque ha de superar, abriendo y traspasando cada una de las puertas que corresponden a una imagen y experiencia concreta. Escucha atentamente la voz de su dios—padre, Alexandre, y sigue sus indicaciones: «[El olor] ya está almacenado en tu memoria, solo tienes que conectarlo con el recuerdo. Primero pregúntate: ¿es una fruta? ¿Una flor? ¿Una planta? ¿Una especia? ¿Es amaderado? ¿Tostado? ¿Es un mineral? Quiero que crees categorías y, luego, subcategorías. Hasta subsubcategorías si hace falta. Cuando lo tengas todo ordenado, será fácil volver a encontrarlo. Hazte las preguntas adecuadas: ¿es dulce? ¿Salado? ¿Umami? ¿Ácido? ¿O una mezcla…?».

Algo parecido a lo que Patrick Jane (El mentalista) hace consigo a la hora de construir su castillo mental y llenarlo de habitaciones de todo tipo donde guardar la información recibida, sea de la categoría que sea. De hecho en uno de los capítulos, ante la impresión de Lisbon y demás por su capacidad para recordar detalles tan sumamente concretos, en teoría, fuera del alcance del ciudadano medio, Jane admite que no se trata de un don. Él no tiene nada especial, todos pueden hacerlo. El problema es que por pereza o falta de interés, nadie se pone a ello. Jane, sencillamente, entrena. Entrena su memoria como Camille —por exigencia y cierto abuso por parte de Léger— entrena esa porción mitad ósea, mitad muscular que son la nariz y el paladar para descifrar con solo oler sin necesidad de probar, además de hallar todas las pistas que le da el vino, el alimento, la planta y la sustancia en cuestión. Alexandre Léger quiere convertir a su hija en experta y eso conlleva excelencia. Pero su empeño no hace sino intensificar su psicopatía, pues si la niña yerra en su veredicto final y respuesta: «Como siempre te digo, «casi» es lo que dicen los perdedores». De ahí que, ya en su edad adulta, Camille desarrolle un rechazo sin precedentes a su instinto natural. De ahí su bloqueo. Su reticencia a dejarse llevar como solía hacer y su (auto)exigencia para no sentir, no percibir y no resultar herida física ni psíquicamente. Sin embargo, en esa pugna interna radica su arraigada destreza: la capacidad de ver una realidad velada a los demás. A aquellos que únicamente se quedan en la superficie y que, pudiendo observar y contemplar, optan por apartar la vista resistiéndose a la despersonalización que se siente, que experimenta el ser cuando educa y afina su sensibilidad y su percepción para captar todo aquello que le rodea, aunque entrañe cierta palpitación, estremecimiento o turbación. 

En Las gotas de Dios el vino es el hilo conductor, pero lo que resulta sugestivo para el espectador es la manera en que la conquista del oro rojo afecta a sus protagonistas. Cómo su maduración y fermentación se amolda dentro y fuera de ellos. Cómo se hace omnipresente, y hasta titiritero, cuando parece redirigir sus destinos. Cómo parece que toma forma, y pasa a convertirse de deidad a persona. Es, a fin de cuentas, una serie por la que vale la pena asomarse, perderse por sus viñedos, palpar la tierra por la que se pisa, alzar la vista, acariciar las hojas y agradecer el roce de la brisa; reconfortarse con sus aromas, apreciar sus colores y las notas musicales que sugieren sus vinos; desperezar los sentidos, olvidar la parte cerebral, y abrir la mente como propone Léger. O, sencillamente, renacer como hace la propia naturaleza, pues «no muere la poesía de la tierra jamás», que dirían los versos de Keats; como hacen Camille e Issei, que no solo se enfrentan el uno al otro, sino también a sí mismos para ser testigos de su nacimiento, muerte y resurrección. Para hacer frente a sus propias experiencias de vida que, provocadas o no, motivadas o no, acentuadas o no, por los efectos del vino, emergerán a modo de complejas ilusiones, destellos, reflejos de lo que fueron, son y serán. El resumen de unas vidas en las que el cielo, la tierra y las personas les conducirán a la redención y al perdón. Al ciclo incesante de la vida que, tal como empieza, termina. 

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