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Alberto Rojas: Mis monstruos favoritos

Mis monstruos favoritos

Mercado de Kitoga, en las montañas de Haut Plateaux, República Democrática del Congo, sobre las 12 de la mañana un día de octubre de 2011. «Hace una semana se liaron a tiros en este lugar, así que ni una puta broma», nos dice a Fernando y a mí el guía y traductor. «Y haced el favor de guardar las cámaras». Bajamos la ladera de la colina y vemos los tenderetes de madera a lo lejos, casi vacíos. De un lado vemos a unos cuantos adolescentes armados. «Son de la milicia Mai Mai. Allí enfrente tenéis a los chicos del FDLR», y el guía señala un grupo de gente mirando a medio kilómetro de distancia. FDLR, o sea, Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda, o sea, los hutus de las milicias Interahawe que mataron en 100 días de la primavera de 1994 a 800.000 tutsis, y que malviven aquí, en estos mismos bosques. Pocas mujeres, algunos niños, ninguna sonrisa. Sobre todo hombres en un mercado dominical, con el Kalasnikov sin seguro y canana llena de balas como morcillas. «Con los Mai Mai tened cuidado, pero a los ruandeses ni los miréis. Aquí comienza su territorio».

¿Pero cómo no los vamos a mirar? El grupo armado más infame del este del Congo, con un historial de violaciones y matanzas solo a la altura de los Jemeres Rojos, las SS o los escuadrones de la muerte en El Salvador, está delante de nosotros. Claro que vamos a mirarles. Yo al menos no hago otra cosa. Pero culebreamos entre los puestos con la sensación de que son ellos los que no nos quitan los ojos de encima. A alguien se le ocurre comprar caramelos para los niños que nos siguen. Eso relaja algo el ambiente. Me llama la atención uno de los FDLR, con un gorro de lana verde en la cabeza y parka militar. Es mucho más alto que los demás y, por su actitud dominante, parece el jefe. Cojo el paquete de tabaco que siempre llevo en estos sitios y le ofrezco un cigarro. Pilla todo el paquete, claro. «Venga, vamos que esto se va a animar», dice nuestro guía. Y nos piramos antes de que se monte la balancera.

Esa fue la primera vez que estuve en eso que llaman tierra de nadie, es decir, en uno de esos lugares donde la única autoridad es un rifle con balas y alguien capaz de dispararlo. Como en el Far West o en el Caribe del capitán Morgan, donde la ausencia de leyes y de gente para aplicarlas provocó el nacimiento de mitologías literarias como los piratas o la conquista del oeste. Es cierto que los señores de la guerra congoleños tienen mucho menos glamour que Toro Sentado o los corsarios de isla Tortuga, pero el contexto de impunidad y de vida al límite está también aquí, con su guerra por las minas de oro, borracheras épicas, raptos de mujeres, asaltos a las aldeas enemigas y uso y abuso de pociones mágicas. Son el general tutsi Makenga, criminal de guerra; el coronel Cheka, señor del coltán, responsable de 300 violaciones en cuatro días a las órdenes de su milicia Mai Mai; o Sylvestre Mudacumura, líder de los genocidas hutus ruandeses y por el que EE. UU. ofrece 55 millones de dólares por los crímenes que comete contra la población civil. Galácticos de la guerrilla en la selva, estrellas de la champions league en la no man land junto a los charlies vietnamitas o las FARC colombianas.

En el este de la República Centroafricana sobrevivía Yanik. Él se ofreció a contarnos cómo había sido capturado por el Ejército de Resistencia del Señor de Joseph Kony y cómo aquella experiencia le había marcado de por vida. Era solo un niño, pero le obligaron a comerse a cuatro o cinco de sus compañeros, a matar a bebés recién nacidos, a violar a mujeres. Su vuelta a la vida cotidiana, según reconocía, era ya imposible. Estaba haciendo terapia, pero durante dos años la muerte para él había sido una forma de vida. Estaba en su mano decidir quién vive y quién muere y no le temblaba el brazo a la hora de aplicar su ley. «Cuando me enfado tengo ganas de matar, y eso puede pasarme varias veces a la semana». Cuando terminamos la entrevista, Raquel verbalizó algo en lo que yo no quise ni pensar: «¿Y si este tipo se enfada con nosotros y quiere liquidarnos esta noche?». Debimos caerle bien, porque las paredes de cañizo de la casa de Médicos Sin Fronteras en Zemio no hubieran sido problema para que Yanik viniera a trocearnos con un machete. Ese era su territorio. Y en su territorio los hombres como él matan a cuchillo y luego limpian el filo con la lengua como si fueran el conde Drácula.

La historia de Kony es tan vieja que aún le crece el pelo, pero no hay quién le ponga el punto y final. Un señor de la guerra con casi 60 años sobreviviendo en la jungla a cinco ejércitos persiguiéndole, incluyendo el estadounidense, secuestrando niños, con un séquito de 60 esposas y una fama de hechicero loco que le ha dado un aura de inmortal.

Yanik nos enseñó una cicatriz en el brazo donde Kony había vertido una especie de aceite mágico que hacía que se comportaran como animales en los asaltos de conmoción y espanto. Todos los miembros de su milicia llevaban esta marca igual que los presos de Auschwitz llevan números tatuados. Ahora su presente es buscar trabajo en un estado fallido, intentar comer a diario, integrarse en la nada. Pero Yanik nos confiesa que no estaría tan mal que Kony volviera a capturarle. «Vivir en la selva no estaba tan mal. Había comida, alcohol, mujeres». La vida pirata, la vida mejor.

Aunque si se habla de warlords y tierras sin ley hay que hablar de los somalíes. El islamismo radical ha hecho del cuerno de África un vertedero maloliente con hedor a Yihad y a animales muertos. Allí mueren de hambre miles de personas y allí, entre sus ruinas, administran la miseria los jefes de los clanes, los tipos más corruptos e inhumanos que uno haya conocido. Si toda la energía que han puesto en 20 años de guerra la hubieran canalizado de otro modo, Somalia tendría luz eléctrica para los próximos siglos.

Recuerdo a los chicos del clan Daroq, que controlaban el casco viejo de la capital, mascando la hoja de kat al atardecer, esa droga de efectos similares a la cocaína, dicen. Solo que estos no estaban eufóricos, sino sentados frente al mar, tranquilos, saludando al periodista blanco con educación exquisita mientras sus compañeros descargaban el pescado, todos con su arma a la distancia de su brazo. No vaya a ser qué. No hay que dejarse engañar. Son los mismos que violarían y matarían a una mujer blanca y luego pondrían precio a su cadáver. Cosa que ya ha sucedido. Son los mismos que asesinan sin escrúpulos a cualquiera que ose discutirles el negocio del puerto, el cobro de comisiones, la piratería del Índico, los vertidos químicos pactados con la camorra, la venta de camellos a Yemen, el pago puntual de los secuestros. De vuelta al hotel, atravesamos el checkpoint de los tullidos, una barrera en la que los mutilados de guerra intentan sacar algo para sobrevivir a los incautos que atraviesan Mogadiscio.

Aunque mis monstruos favoritos, los pobladores de las pesadillas que me llevaría a una isla desierta no son ni los hutus del machete ni los somalíes, ni siquiera Kony y su chamanismo asesino. En mi último viaje al Congo me hablaron de unos tipos muy curiosos: los profanadores del Raïa Mutomboki, literalmente, «los ciudadanos indignados». Lo de volverse loco viene en la letra pequeña del contrato de la guerra, pero lo de estos tipos es demasiado. Este grupo, de reciente aparición, sin agenda política alguna y formado por civiles, ha conseguido armas para combatir a todas aquellas milicias extranjeras que operan en el este del Congo, que no son pocas. Lo que pasa es que estos tipos se han convertido en fundadores del club de fans del holocausto caníbal.

Hace poco me contaba un miembro de una ONG que tuvo que negociar con ellos algunas pinceladas sobre su brutalidad. Cortadores de cabezas, destripadores, violadores de mujeres, de hombres, de niños. Profanan las tumbas, celebran rituales con los cuerpos, atacan a civiles con una furia apocalíptica. En Occidente nos escandalizamos porque unos soldados orinan en el cadáver de sus enemigos, algo tan antiguo como la guerra de Troya. En el este del Congo pueden obtener un extenso catálogo de espantos, pero en la selva no hay Youtube.

Son tipos que juegan a montar su propio congoleño por piezas, el horror de Kurtz hecho milicia. Beben un licor mágico que, según dicen, les hace invisibles, así que los chicos de Médicos Sin Fronteras tienen que hacer como que no les ven cuando les esperan en un control de carretera. La orden es «no les miréis». Y pasan de largo. Ahora, estos profanadores combaten con dureza al FDLR, los hutus del machete. «Si algún día te los encuentras», me dice el cooperante, «no les des la mano. Creerán que quieres robarles su fuerza».

Fotografía: Alberto Rojas

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14 Comentarios

  1. Pingback: Alberto Rojas: Mis monstruos favoritos

  2. Brutal.

  3. Sin palabras…

  4. Grande Rojas. Eso es periodismo.

  5. Incleíble.

    ¿Y qué es lo que sientes tú cuando estás en una situación así, en una atmósfera así, y te están contando todo esto?

  6. Tremendo. Tremendo de verdad.

    Enhorabuena por el artículo.

  7. granjefeindio

    Qué buenísimo.

  8. Eddy Felson

    Guau!

  9. Muy gráfico.

  10. David Ventura

    Palabras mayores. Enhorabuena

  11. Arkaitz Mendia

    joder. Y lo peor es no poder hacer nada.

  12. Ebano

  13. Tus crónicas son una pasada. Lástima que ya no te prodigues más por JotDown y que seas del Madrid

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