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La última carga de caballería

Tempest, 1958. Fotografía: Getty.

Toda gran batalla tiene su narrador. Desde los esdrújulos poemas homéricos a las crónicas desapasionadas de los corresponsales modernos, la historia se ha ido nutriendo de datos fidedignos, ficticios o anecdóticos proporcionados por testigos o fabuladores en una amalgama que solo los especialistas son capaces de cribar. De hecho, es habitual que el común de los mortales no recuerde el relato objetivo de una confrontación ofrecido por un historiador, sino la versión épica —y más o menos brumosa— del escritor o poeta de turno. Por eso tenemos tan presentes los heroicos versos con los que Tennyson nos narró el desastre de la Carga de la Brigada Ligera, pero recordamos a duras penas las circunstancias geopolíticas que provocaron la guerra de Crimea. La fantasía se abre camino, choca contra la historia y, en ocasiones, se impone.

En Los arqueros, Arthur Machen contaba cómo, durante la batalla de Mons de la Primera Guerra Mundial, la Fuerza Expedicionaria Británica se veía reforzada por arqueros fantasmales que aparecían después de que un soldado invocara a San Jorge, en una narración no muy distinta a la leyenda del apóstol Santiago en la batalla de Clavijo o de la supuesta intervención de la Virgen para detener al astro solar —y así dar tiempo a zanjar la batalla— tras ser convocada por Pelayo Pérez Correa, maestre de la Orden de Santiago, en otro episodio de la Reconquista. Machen ni mucho menos pretendía informar, sino entretener, pero su narración cobró vida y fue aceptada como hecho innegable por muchos lectores. La voz se corrió, los testimonios de supuestos protagonistas se multiplicaron y el relato de los arqueros, los compañeros en la batalla de Agincourt de aquella «banda de hermanos» de Enrique V inmortalizada por Shakespeare, se instaló en la cultura popular y llegó a utilizarse como elemento propagandístico para afianzar en la mente de la población la idea de la conflagración mundial como lucha entre las fuerzas del bien y del mal.

Resulta de perogrullo afirmar que la propaganda es una potentísima herramienta, como nos hacen saber cada día quienes nos hablan de posverdad, ese exitoso neologismo, o nos recuerdan las terroríficas tácticas informativas del EI. Es habitual que la propaganda se apoye en ciertos hechos y los tergiverse para adaptarlos a los fines del bando en cuestión, pero no suele ser tan frecuente que el origen de una maniobra propagandística sea el relato bienintencionado, aunque mal documentado, de un corresponsal de guerra. Ni tampoco que posteriormente se dé la vuelta a la tortilla y el episodio, que en origen era una anécdota oprobiosa para uno de los bandos, se convierta en una reivindicación de su valor nacional. Pero eso fue lo que ocurrió con la leyenda de la batalla de Krojanty, por muchos considerada la última carga de caballería: polacos contra alemanes, caballos contra tanques, con el marchamo de verosimilitud aportado por el periodista Indro Montanelli, el historiador William Shirer y el militar Heinz Guderian, tres narradores aparentemente fiables.

La decadencia de un arma histórica

La invención de las ametralladoras durante el siglo XIX supuso un duro golpe para la caballería. A diferencia de lo ocurrido durante el siglo XII, cuando el papa Inocencio II prohibió el uso de la ballesta so pena de excomunión a cualquiera que la empleara contra un enemigo —intentando poner puertas al campo y frenar esta herramienta «democratizadora» que permitía a un plebeyo acabar con un caballero noble—, nadie alzó la voz esta vez para proteger a los jinetes, miembros de un arma que había sido fundamental en los ejércitos de todo el mundo desde la más lejana antigüedad. Antes, la ya mencionada batalla de Balaclava de 1854, donde se produjo la célebre carga a sable de la Brigada Ligera contra las bien guarnecidas posiciones rusas de artillería, debió servir de toque de atención sobre el cambio de tercio que se estaba produciendo, pero el heroico comportamiento de los implicados y la incompetencia de los miembros de la cadena de mando sirvieron para que no se hiciera un examen concienzudo de lo anacrónico de aquel combate. «Es magnífico, pero la guerra no es así. Es una locura», afirmó el general francés Pierre Bosquet ante la prueba de heroísmo vacuo que acababa de presenciar en Balaclava. Esta muestra de arrestos mal canalizados llegó a arrastrar al combate incluso a dos oficiales sardos, el teniente Landriani y el comandante Govone, representantes del reino de Piamonte-Cerdeña, también beligerante en la campaña de Crimea —aunque con una presencia de tropas casi testimonial—, y poseídos por el mismo ardor que habría llevado a más de un espectador a empuñar un mandoble durante el asalto a Minas Tirith durante una sesión cualquiera de El retorno del rey.

Unos pocos años después, el uso de obsoletas tácticas napoleónicas durante la guerra de Secesión estadounidense y el notable progreso tecnológico dieron pie a matanzas sin precedentes. Los setecientos cincuenta mil muertos durante esta conflagración superan la suma de las cifras de soldados estadounidenses fallecidos durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Aun así, la caballería mantuvo un papel preponderante gracias a las acciones de mandos capaces como los confederados Jeb Stuart o John Mosby, el Fantasma Gris, o a la osadía e imprudencia del teniente coronel George Armstrong Custer, célebre por su labor hostigadora a las órdenes de Sheridan en la fase decisiva de la guerra. Luego llegaría la edad de oro de la caballería estadounidense con la creación de cuatro regimientos más (desde el famoso séptimo hasta el décimo), refuerzo necesario para apoyar la expansión hacia el oeste. En un país de grandes distancias y enfrentada a un enemigo poco tecnificado y falto de recursos, la caballería fue fundamental para librar una lucha asimétrica contra unos nativos que casi siempre fiaban su suerte a la rapidez y a la guerra de guerrillas.

Posteriormente, ya en el siglo XX, el afianzamiento de la guerra de posiciones durante la Primera Guerra Mundial relegó al arma de caballería a un papel secundario en muchos frentes, aunque hubo países que conservaron un importante contingente de fuerzas montadas una vez finalizada la contienda.

Los «testigos»

Considerado uno de los mejores periodistas y escritores italianos de la historia y conocido por su estilo directo y sin concesiones, Indro Montanelli contaba con treinta años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Deslumbrado inicialmente por el fascismo mussoliniano, su experiencia en el frente de Abisinia, donde se presentó voluntario movido por un extraño y entusiasta romanticismo bélico, le quitó la venda de los ojos y le llevó a chocar con el régimen de su país. Más adelante, el periodista cubrió la guerra civil española para el diario Il Messagero y fue juzgado por describir de manera «poco heroica» —y contraria a la propaganda oficial— la entrada del contingente italiano en Santander. Aunque fue absuelto, se convirtió en una figura incómoda y el entonces ministro de Cultura le ofreció un puesto de profesor en Tallin, la capital estonia, desde donde inició su colaboración como corresponsal para el Corriere della Sera.

El 1 de septiembre de 1939 Alemania invade Polonia e Indro Montanelli es enviado al frente, acompañado por funcionarios alemanes y algún otro corresponsal extranjero como el historiador William Shirer, autor de Diario de Berlín y de Auge y caída del Tercer Reich. Al llegar cerca de la aldea pomerana de Krojanty, los corresponsales se topan con un escenario chocante: los cadáveres de unos veinte soldados de caballería y sus monturas, supuestas víctimas, según los testimonios de los soldados alemanes, de una carga a todas luces suicida contra blindados germanos. El general Heinz Guderian respalda el relato y también escribe:

… conseguimos rodear por completo al enemigo que se nos enfrentaba en la zona boscosa al norte de Schwetz y al oeste de Graudenz. La brigada de caballería Pomorska, desconociendo la naturaleza de nuestros tanques, los habían atacado con espadas y lanzas y habían sufrido numerosísimas bajas.

La historia y las pruebas circunstanciales seducen a Shirer y a Montanelli, y el italiano manda una crónica que se publica en La Domenica del Corriere, suplemento dominical de su periódico, donde se ofrece una narración parcial, romántica y sesgada de la escaramuza, haciendo hincapié en el valor y la capacidad de sacrificio de los jinetes polacos. La potentísima imagen de la tradición polaca enfrentada a la modernidad alemana se convierte en el icono de la breve campaña de 1939, apenas un mes de combates entre dos fuerzas desiguales. Por otro lado, la maquinaria propagandística alemana le da alas al mito, aunque convirtiendo el heroísmo polaco en estupidez. Poco después, el relato de Montanelli se adereza con algunos detalles vergonzantes en las páginas de la revista Die Wehrmacht, donde se indica que la caballería atacó frontalmente a los tanques porque sus mandos afirmaban que los blindados no eran tales y solo iban protegidos por unas frágiles láminas de metal. Así, se logran dos objetivos: poner en ridículo a un enemigo aferrado a sus maneras obsoletas a la vez que se ensalza el concepto de guerra moderna practicado por los alemanes. La historia se replica en Kampfgeschwader Lützow, una película propagandística de la UFA que incorpora una carga de caballería, de donde se extrajeron imágenes proyectadas en los noticiarios semanales del país. En años posteriores, y en un nuevo giro perverso, la Unión Soviética aprovecha la fábula para desacreditar a la oficialidad polaca en pleno y acusarla de causar un sufrimiento y un derramamiento de sangre innecesarios (lo que podría haber servido de alguna manera para justificar intelectualmente la masacre del bosque de Katyn si los soviéticos llegan a asumir su autoría, algo que no sucedió). Sin embargo, pese al férreo control soviético durante la guerra fría, los polacos se apropian también de esta fantasía y la integran en la gloriosa epopeya de su caballería, e incluso el director Andrzej Wajda refleja la escaramuza de Krojanty en Lotna, una película bélica que sirve de homenaje a la larga historia de esta arma. Por desgracia, la leyenda y la política de la guerra fría eclipsan la verdadera contribución polaca a la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. Durante la batalla de Inglaterra, por ejemplo, uno de cada doce pilotos aliados era polaco, mientras que en tierra casi un cuarto de millón de soldados de este país sirvió en las filas británicas, a los que habría que sumar la nutridísima resistencia que hostigó a los alemanes durante toda la guerra en las filas del llamado Ejército Nacional.

La realidad

Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, la décima parte de los soldados del ejército polaco pertenecen a su caballería. Polonia sigue confiando en la capacidad del arma que tanta gloria había proporcionado a su patria, aunque la motorización y mecanización de los regimientos de caballería, como en los demás países, son progresivas. En lugar de servir de fuerza de choque, como en conflictos anteriores, la caballería lleva a cabo labores de reconocimiento y apoyo, además de ejercer de reserva móvil y emplear en combate tácticas propias de la infantería. Aunque sus soldados conservan los sables, la lanza habitual en los cuerpos montados es sustituida por armamento moderno, incluso por fusiles antitanque capaces de hacer mella en el blindaje de los primeros carros de combate alemanes.

El 1 de septiembre de 1939, el mismo día que comienza la invasión alemana, la Brigada Pomorska (Pomerania) se encuentra cubriendo la retirada de una división de infantería que trataba de defender el llamado Corredor de Pomerania, un pasillo estratégico que daba salida al mar Báltico. Durante el repliegue, el coronel Kazimierz Mastalerz, oficial al mando del 18.º Regimiento de Ulanos, avista un batallón de infantería alemana descansando en un brezal cerca del bosque de Tuchola y ordena una carga de caballería de dos escuadrones (unos doscientos cincuenta hombres) para coger al enemigo por sorpresa, mientras deja en la reserva a otros dos escuadrones y sus tanquetas. El furibundo y repentino ataque pone en fuga a los alemanes, que sufren una veintena de bajas, y los polacos ocupan la posición sable en mano y prácticamente indemnes. Sin embargo, instantes después, en lontananza aparecen unos blindados ligeros alemanes que abren fuego con sus ametralladoras y cañones automáticos. Sorprendidos en una posición desguarnecida, a los ulanos polacos no les queda más remedio que retirarse a uña de caballo en busca de refugio en las colinas cercanas, pero el coronel Mastalerz y otros veinte jinetes mueren por el fuego enemigo. No son las únicas víctimas, ya que otros sesenta ulanos resultan heridos o son hechos prisioneros, con lo que finalmente cae casi un tercio de los jinetes de los dos escuadrones. Esta es la escena que, dos días después, se encuentran Montanelli y Shirer y que da pie a la leyenda.

El sacrificio de los polacos no es vano, ya que la maniobra posibilita la retirada del Grupo Operativo Cersk y retrasa varias horas el avance de los alemanes. De hecho, el general Grzmot-Skotnicki, oficial al mando del Grupo Operativo, impone su propia medalla Virtuti Militari, la máxima condecoración polaca al valor, al 18.º Regimiento de Ulanos. De poco sirve, no obstante, esta muestra de heroísmo, ya que la campaña de Polonia, primer gran éxito del concepto de Blitzkrieg, dura un mes escaso.

¿La última carga?

No hubo, por tanto, un choque directo entre caballería y tanques en Krojanty, ni tampoco, pese a lo que afirme el mito, fue esta la última carga de caballería de la historia. De hecho, durante las cuatro semanas que duró la guerra entre Polonia y Alemania en septiembre de 1939, la caballería polaca llevó a cabo dieciséis cargas confirmadas, la mayoría de ellas con éxito y ninguna contra carros de combate. El 23 de septiembre, en Krasnobród, el 25.º Regimiento de Ulanos Gran Polonia llegó a cruzar armas con una unidad de caballería orgánica de la 8.ª División de Infantería en una de las últimas batallas a caballo de la Segunda Guerra Mundial y, pese a las numerosas bajas sufridas, consiguieron reconquistar la población y capturar a más de cien enemigos y a un general alemán.

Ya en la campaña francesa, en mayo de 1940, los Panzer de Guderian se toparon con la 3.ª Brigada de Spahis en la encarnizada batalla de La Horgne, donde un escuadrón de caballería cargó contra la línea alemana que cercaba la población y se vio lógicamente rechazada por los carros de combate enemigos. Posteriormente, el 24 de agosto de 1942, la caballería italiana lanzaría su última carga contra una formación enemiga regular, una posición artillera soviética en el río Don. El ataque de la 3.ª División de Caballería Eugenio de Saboya en Izbushensky no tuvo demasiada trascendencia estratégica, aunque la propaganda italiana se encargó de multiplicar el eco de esta victoria italiana. Meses después la caballería italiana también se las vería con los partisanos de Tito en Yugoslavia, y también hay referencias de cargas de triste final de ingleses y estadounidenses contra los japoneses en Birmania y Bataán.

Pero el historiador Janusz Piekalkiewicz nos sitúa tras la pista de la última carga de caballería de la Segunda Guerra Mundial, lanzada, una vez más, por el ejército polaco, aunque esta vez encuadrado en las filas soviéticas. Casi seis años después de la escaramuza de Krojanty, polacos y alemanes volvían a verse las caras en Pomerania, cerca de Schönfeld. La 1.ª Brigada Caballería Varsovia al mando del teniente Starak conseguía romper las asombradas filas alemanas, que esperaban una ofensiva de los carros T-34 rusos, y aprovechaba la confusión reinante para tomar la población. La infantería soviética y polaca sufrió trescientas setenta bajas, pero solo siete ulanos cayeron en la que se considera la última gran carga de caballería de la historia.

Lejos queda esta audaz y eficaz carga de la leyenda quijotesca de la batalla de Krojanty, cuyo espíritu Günter Grass (en traducción de Miguel Sáenz) recogió en El tambor de hojalata.

Enseñó a todos sus ulanos a besar la mano desde el caballo, de forma que —¡como si fuera una dama!— besan comme il faut una y otra vez la mano a la muerte, pero antes se agrupan, con el rojo del crepúsculo a la espalda —porque su reserva se llama atmósfera—, los tanques alemanes delante, son los garañones de Krupp, Von Bohlen y Halback, nadie ha montado más nobles corceles. Sin embargo, aquel caballero medio español y medio polaco enamorado de la muerte —¡talentoso Pan Kichot, demasiado talentoso!— baja la lanza con su banderola e invita, blanquirrojo, al besamanos, gritando de modo que, al rojo del crepúsculo, las cigüeñas castañetean blanquirrojas en los tejados y las cerezas escupen sus huesos, gritando a la caballería:

—Nobles polacos montados, no son tanques de acero, son molinos de viento u ovejas, ¡yo os invito al besamanos!

Y así los escuadrones cabalgaron hacia el flanco gris campaña del acero y dieron al rojo del ocaso un resplandor más rojo aún…

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