Arte y Letras Historia

U-boote, los lobos de acero (III)

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Sala de máquinas de un submarino alemán de la Primera Guerra Mundial. Foto: Cordon.

(Viene de la segunda parte)

El almirantazgo imperial nos promete que mediante el uso implacable de un número mayor de submarinos obtendremos una rápida victoria, la cual obligará a nuestro principal enemigo, Inglaterra, a pensar en la paz en un plazo de pocos meses. (Paul von Hindenburg, mariscal de campo alemán, Memorias de mi vida, 1934)

Espantaremos a la bandera británica de la faz de las aguas y haremos que el pueblo británico pase hambre hasta que todos ellos, que han rechazado la paz, se arrodillen e imploren por ella. (Mensaje del káiser Guillermo II a los comandantes de los submarinos alemanes, 1917)

El hundimiento del RMS Lusitania y la consiguiente muerte de ciento veintiocho ciudadanos estadounidenses produjo, como era de prever, desastrosas consecuencias dimplomáticas, así que el gobierno alemán decidió abandonar la guerra submarina ilimitada para evitar una declaración de guerra de Washington. La medida, en efecto, sirvió para que el presidente Woodrow Wilson pudiese seguir defendiendo el no intervencionismo desde la Casa Blanca, aunque su propia opinión pública estuviese cada vez más inclinada a pensar que quizá había llegado la hora de poner freno al Imperio alemán.

Berlín parecía haber evitado la temida entrada del gigante norteamericano en la guerra, pero el retorno de las restricciones a la campaña de los U-boote hizo que el impacto sobre el comercio británico tocase techo justo cuando la guerra de trincheras parecía ya muy difícil, si no imposible de ganar. Aunque a finales de 1916 los submarinos alemanes eran más numerosos y hundían mucho más tonelaje que durante los más exitosos periodos de 1915, no lo hacían en cantidad suficiente para acercarse al objetivo final de inmovilizar la maquinaria bélica británica. Había que hundir más mercantes. Y eso, defendían cada vez más voces en la cúpula militar alemana, no podía conseguirse respetando las convenciones navales por miedo a los estadounidenses.

El retorno de la guerra submarina ilimitada

Una nueva provocación a Washington parecía una mala idea a primera vista y desde luego era moralmente cuestionable, pero, desde un punto de vista estratégico, los números la apoyaban. A finales de 1916, el almirante Henning von Holtzendorff presentó al káiser Guillermo II un informe donde aseguraba que, con el centenar de submarinos disponibles sumados a los que estaban a punto de entrar en servicio, Alemania podía desbaratar el suministro marítimo británico hasta tal extremo que Londres se vería forzada a retirarse de la guerra en un plazo de seis meses. Para conseguirlo, había que volver a declarar una guerra submarina ilimitada.

El factor más importante era el tiempo. Según decía von Holtzendorff, incluso en el caso de que Washington reaccionase con una inmediata declaración de guerra, la U.S. Army nunca enviaría soldados al frente sin haberlos sometido antes a un exhaustivo periodo de entrenamiento. Washington necesitaría tiempo para organizar una importante fuerza expedicionaria, transportarla hasta Europa y ponerla en condiciones de entrar en acción. La demora entre una hipotética declaración de guerra de los Estados Unidos y su intervención efectiva podría conceder a los alemanes un margen de más de medio año. Como se demostraría después, el alimirante alemán no especulaba en vano y demostraría estar en lo cierto, por lo menos en cuanto a los plazos. Si se conseguía que los británicos firmasen la paz antes de que los estadounidenses tuviesen al grueso de sus tropas en las trincheras, Washington se echaría atrás y evitaría seguir inmiscuyéndose de lleno en una guerra que, de todos modos, no consideraba suya. Durante una conversación cara a cara con el Káiser, el almirante von Holtzendorff le dijo que, en el caso de autorizar la nueva campaña total contra el comercio, «os doy mi palabra de oficial de que ningún estadounidense pondrá pie en nuestro continente».

El plan de von Holtzendorff era una apuesta final, un all-in como dicen en el póquer. Guillermo II se mostraba dubitativo porque era sabido que los Estados Unidos estaban en condiciones de desembarcar un millón de soldados, o más, en Europa. La guerra de trincheras estaba en una situación complicada para Alemania y la llegada de los americanos le pondría la puntilla. Sin embargo, sucesivas reuniones con los mandos militares fueron convenciendo al monarca de que no quedaba otro remedio. El famoso mariscal de campo Paul von Hindenburg advirtió al Káiser de la desesperada situación en tierra, insistiendo en que la guerra empezaba a parecer imposible de ganar siguiendo cauces convencionales y que «debe ser llevada a su fin por cualquier medio disponible». El ejército alemán estaba atascado en las trincheras, cansado, desmoralizado y en inferioridad numérica. La marina de superficie sufría una inferioridad crónica. La única salida parecía estar bajo la superficie del agua. Cabía recurrir a los submarinos sin restricciones morales y sin escrúpulos diplomáticos; de no hacerlo, la otra opción consistía en desgastarse hasta la derrota. El káiser accedió por fin a que el plan de von Holtzendorff fuese puesto en marcha.

El 1 de febrero de 1917, Berlín anunció el restablecimiento de la guerra submarina ilimitada, incluyendo una vez más el hundimiento de buques de naciones neutrales que atravesaran las zonas de guerra designadas, ante la sospecha de que pudieran ser barcos británicos tratando de camuflarse bajo falsa bandera. A nadie se le escapaba que el anuncio del káiser equivalía a una inminente declaración de guerra por parte de Washington. Más pronto o más tarde, pero era algo que iba a suceder. El hundimiento del Lusitania había generado en la opinión pública estadounidense un caldo de cultivo propicio a la entrada en la guerra. El canciller del Imperio alemán, Theobald von Bethmann-Hollweg, era uno de los pocos opositores a la medida que aún quedaban en las altas esferas y recibió con espanto la noticia; en su círculo privado, pronunció un sombrío lamento: «Alemania está acabada».

Con todo, el contumaz presidente estadounidense Woodrow Wilson hizo un último e inútil intento de mantener la neutralidad de su país. Ordenó armar los mercantes estadounidenses con cañones para que pudieran defenderse en caso de ataque, pero sin escolta militar, como ya habían comprobado los británicos, esta medida no iba a servir de mucho. Los cañones no podían atacar a un submarino que estaba debajo del agua, solo a uno que se acercase navegando sobre la superficie y que fuese bien visible en pleno día, o en noches de luna llena. Además, un mercante carecía de la agilidad de un destructor y era demasiado lento para ponerse a perseguir a un submarino y lanzarle cargas de profundidad. Incluso con un cañón en cubierta, los mercantes estadounidenses estaban indefensos. Durante los dos meses siguientes, siete de ellos fueron hundidos y el pueblo estadounidense bullía de indignación. Al presidente Wilson no le quedó otra salida que reconocer lo obvio: que su país era neutral solo en la teoría, pues estaba siendo atacado y esta vez no por errores de los comandantes de los U-boote. Los mercantes estadounidenses estaban ya de facto enfrascados en la guerra. El 6 de abril de 1917, el inquilino de la Casa Blanca se presentó ante el poder legislativo, portando una muy anticipada propuesta de declaración de guerra. El senado, por 82 votos a 6, hizo pasar la propuesta al congreso, donde fue aprobada por 373 votos a 50. Como se desprende de los números, una amplia mayoría de representantes había pasado aquellos dos meses esperando a que Wilson decidiera por fin afrontar lo inevitable (y, de hecho, los más belicosos llevaban esperando mucho más tiempo). Ya era oficial: los Estados Unidos estaban en guerra con Alemania.

En Alemania, esto produjo un estremecimiento generalizado. Muchos alemanes encontraban difícil confiar en los cálculos de los militares. Los ciudadanos más pesimistas, o cabría decir los más realistas, interpretaron la noticia como el augurio de una derrota segura. En verano, tres meses después de la declaración de guerra, una reducida cantidad de tropas americanas estaba ya realizando entrenamientos en Francia. Aunque era una presencia todavía testimonial, el mero hecho de que hubiesen desembarcado ponía nerviosa a la sociedad alemana. La escena política de Berlín, cada vez más convulsa, se contagió de aquella inquietud, aunque en las altas esferas todavía imperaba la opinión de quienes consideraban antipatriótica la falta de fe en las posibilidades de victoria. Al deprimido canciller Bethmann no le importó parecer «antipatriótico». El 9 de julio habló ante el tumultuoso Reichstag, el parlamento alemán, para defender el armisticio, aun consciente de que estaba casi en solitario: «Sé que mi posición no importa. Yo mismo soy consciente de mis propias limitaciones y de que se me considera débil porque quiero poner fin a esta guerra. Soy un líder que no puede conseguir apoyo ni desde la izquierda ni desde la derecha alemanas». El canciller presentó su dimisión al día siguiente.

El futuro de Alemania en la I Guerra Mundial, o eso querían pensar los partidarios de prolongar la guerra, dependía ahora de que los submarinos, que cuatro años antes habían sido menospreciados como una exótica y poco decisiva rama de la marina, consiguieran ahogar el comercio británico antes del final de 1917 o, como mucho, del inicio de 1918. No sería la falta de tiempo lo que iba a impedirlo, puesto que los plazos previstos por von Holtzendorff terminarían cumpliéndose: en octubre de 1917 ya habría soldados americanos combatiendo en las trincheras, pero eran pocos. No sería hasta la primavera de 1918 cuando hubiese medio millón de estadounidenses luchando en el frente y otro medio millón preparándose en la retaguardia. Los metódicos preliminares de los estadounidenses les iban a conceder a los alemanes los seis o siete meses que von Holtzendorff había pedido al káiser para sofocar a los británicos.

El alto mando alemán, pese al pesimismo que imperaba en el país, llegó a pensar que la hazaña era factible. Los números parecían darle la razón al informe de von Holtzendorff. Como materializando las peores pesadillas de Londres, los alemanes empezaron a acercarse a su objetivo de que flota mercante británica perdiese más tonelaje de lo que el Reino Unido podía reponer. Medio millón de toneladas hundidas en un mes podía considerarse un desastre para los británicos; si los alemanes conseguían alcanzar las 600 000 toneladas, se entraba en terreno de lo apocalíptico. Pues bien, los alemanes terminaron alcanzando y, durante un tiempo, incluso superando esas cifras. En febrero de 1917, el total de mercantes hundidos por los Unterseeboote subió de 370 000 toneladas a 540 000. En marzo fueron 600 000. En abril, casi 900 000. Semejantes números, prolongados en el tiempo, podían conducir al Reino Unido hacia el desastre económico. Para expresar la magnitud de ese éxito, basta con mencionar el tonelaje hundido por los comandantes más exitosos: Lothar von Arnaud de la Perière hundió ciento noventa y cuatro barcos aliados en las quince patrullas que realizó durante la guerra. Otto Steinbrick hundió más de doscientos (aunque con un tonelaje total menor que el de la Perière, y era el tonelaje, no el número de barcos, lo que medía el éxito de cada comandante). Walther Frosman hundió ciento cuarenta y seis barcos. Max Valentiner hundió ciento cincuenta. Hans Rose, setenta y nueve. Esto supone ochocientos barcos hundidos solo por los cinco comandantes más certeros. Otros comandantes no hundieron tantos —entre otras cosas, porque tres de cada cuatro morirían de forma temprana—, pero durante todo el conflicto los Unterseboote enviaron al fondo marino más de cinco mil mercantes aliados. También hundieron un centenar de buques de guerra (otros cuarenta y dos no fueron hundidos, pero sí sufrieron daños importantes), así como sesenta y un «barcos Q». Con todo, la Royal Navy apenas acusó sus propias bajas porque seguía teniendo barcos de guerra más que suficientes. Lo que de verdad hacía daño a Londres era la pérdida de los mercantes.

La contrapartida de este éxito era que también Alemania continuaba sufriendo un bloqueo naval. Como consecuencia de la confusa batalla de Jutlandia, que ya no podía ser interpretada de otro modo que como una victoria estratégica de la Royal Navy, esta se sentía más superior que nunca. La Kaiserliche Marine, arruinada su principal arma —el elemento sorpresa— ya no tenía bazas que jugar. Es verdad que Alemania no dependía por completo del comercio marítimo, ya que podía recibir ciertas mercancías por tierra, pero el bloqueo naval también le causaba mucho perjuicio. Alemania importaba un tercio de sus alimentos (el grano que compraba a Rusia, por ejemplo, llegaba por mar) y la productividad de su industria agripecuaria, que era responsable de producir los otros dos tercios de la alimentación, dependía de la importación de forrajes para engordar el ganado y de nitratos para elaborar fertilizantes. Además, materias primas básicas para la industria como el cobre, el caucho y el algodón, eran también descargadas en los puertos. El descalabro comercial total de Alemania tardaría más en llegar que el británico, pero su maquinaria bélica podía derrumbarse si empezaban a faltar ciertos suministros clave. Así, la guerra naval entre los dos países consistía en un estrangulamiento comercial mutuo.

La inesperada eficacia de los convoyes

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Ataque a un convoy, fotografía tomada en 1915 a bordo del HMS Louis (DP).

Los barcos mercantes de los británicos y sus aliados habían viajado en solitario durante la guerra porque, como decíamos en partes anteriores, no había escoltas suficientes para todos ellos. Viajar en grupo y sin escoltas era una mala idea; cuando un submarino encontrase un grupo desprotegido, podría hundir no uno, sino varios barcos en un solo ataque (ya vimos que incluso buques militares habían sido víctimas de esto). Lo más sensato para un mercante desprotegido era, o eso se había pensado, navegar en solitario. Para los vigías de un submarino era más difícil localizar en el horizonte las siluetas o rastros de humo de varios barcos que de uno solo. Parecía pura cuestión de lógica. En teoría. Porque la práctica estaba demostrando que los mercantes solitarios también eran presas extremadamente fáciles de localizar. Siguiendo con su pavorosa campaña, los Unterseeboote hundieron 600 000 toneladas de mercantes en mayo y 690 000 en junio, cifras que no se acercaban a las casi 900 000 de abril, pero que parecían anunciar el colapso industrial del Reino Unido. Parecía avecinarse un verano infernal.

El gobierno de Londres tenía un serio problema. En el verano la situación había empeorado tanto que recurría a campañas publicitarias para advertir a la población británica sobre la necesidad de conservar recursos y, sobre todo, de no malgastar alimentos. Uno de los carteles más significativos de la campaña decía que, al tirar la corteza del pan —costumbre que, entonces como ahora, era frecuente—, se facilitaba que los alemanes pusieran más submarinos en el agua. En otras palabras: la amenaza del hambre empezaba a planear sobre las islas británicas. Londres entendió que había que intentar lo que fuese para detener la sangría de la marina mercante. Y se recurrió a un plan que el almirante Alexander Duff, comandante de la división antisubmarina británica, había defendido, aunque sin éxito, durante la primavera: la creación de convoyes, grupos de mercantes que viajasen juntos y protegidos por barcos escoltas procedentes de la Royal Navy. La propuesta de Duff no había carecido de partidarios en el alto mando, pero había quedado en un cajón por la reticencia a dejar los grandes buques de guerra sin sus escoltas. En verano, sin embargo, era más importante proteger el comercio, así que las reticencias fueron olvidadas. La táctica del convoy no había sido probada en condiciones como las de aquella guerra y no existían garantías de hasta qué punto podría funcionar en la práctica, pero, buena o mala, parecía ser la única disponible. Era una medida desesperada.

Los cargueros aliados empezaron a viajar en grupos de varias decenas, acompañados por buques de guerra de la Royal Navy. Entre los acompañantes había escoltas propiamente dichos como destructores, corbetas y cruceros ligeros, aunque también algunos cruceros de mayor calibre (y hasta algún viejo acorazado) que habían quedado demasiado anticuados para la batalla naval convencional. Aquellos buques de guerra grandes no eran efectivos como escoltas, pero desde luego servían como elemento disuasorio ante posibles ataques desde la superficie, porque los alemanes quizá podrían recurrir a usar sus propios barcos contra los escoltas mientras los submarinos hacían su trabajo. Además, algunos mercantes de los convoyes llevaban un cañón o dos en la cubierta, a imitación de los «barcos Q», así que, además de transportar carga útil, podían colaborar en la disuasión. En cualquier caso, lo más efectivo seguían siendo los destructores.

Como había previsto Hull, el sistema de convoyes obtuvo un éxito progresivo, pero irreversible. Los submarinos resultaron presa fácil para los escoltas porque, para atacar un convoy, necesitaban acercarse y asumir riesgos. Torpedear con precisión no solo requería cercanía, sino también navegar a la «profundidad de periscopio» que, además de hacer que la silueta sumergida fuese (a veces) visible en pleno día, volvía al submarino muy vulnerable ante las embestidas directas. Atacar un convoy durante el día, aunque fuese desde debajo del agua, empezó a ser cada vez más complicado. De hecho, en ocasiones resultaba más fácil torpedear desde la superficie durante una noche sin luna, cuando la oscuridad dificultaba la vigilancia de los escoltas (eso sí, en el caso de que el submarino emergido fuese localizado e iluminado por un foco, los cañonazos enemigos podían aniquilarlo en minutos). Otro factor para el éxito de los convoyes fue la presencia de aeroplanos en aguas no muy alejadas de tierra firme, justo donde los submarinos localizaban a sus presas con mayor facilidad. Aunque los aviones seguían sin poder atacar a los submarinos de manera efectiva, sí señalaban su posición a los barcos de escolta. Recordemos que la vigilancia aérea había sido inútil al principio de la guerra, cuando los escoltas habían navegado alejados de los mercantes. Con el sistema de convoyes, sin embargo, los escoltas estaban allí mismo en el momento en que el avión localizaba un submarino y la velocidad de respuesta de los escoltas in situ era, muchas veces, letal para los Unterseeboote, hasta el punto de que ningún convoy perdió un solo barco mientras había aeroplanos vigilando.

Los submarinos alemanes no disponían ya de otra contratáctica que la de agruparse para intentar atacar los convoyes de manera coordinada; siendo varios, se pensó, quizá podrían distraer y confundir a los escoltas. Pero tampoco esto funcionó, aunque en realidad solo se hizo un intento serio a principios de 1918, cuando seis submarinos emprendieron una patrulla conjunta y atacaron varios convoyes: solo consiguieron hundir tres buques al precio de perder dos de los propios, lo que parecía un sacrificio injustificable. Las comunicaciones de la época no permitían ejecutar con eficacia ese tipo de asalto grupal, así que el concepto fue abandonado por completo y no funcionaría hasta la II Guerra Mundial, cuando las mejoras en la radio permitiesen una coordinación efectiva.

El sistema de convoyes hizo que pérdidas de la marina mercante aliada empezasen a descender: de las 690 000 toneladas de junio se pasó a 560 000 en julio, 500 000 en agosto y 350 000 en septiembre. En octubre subieron de nuevo a 460 000, pero después de eso ya no volverían a acercarse al medio millón. Esto significaba que el comercio británico podía abandonar la sala de cuidados intensivos. Para colmo, los hundimientos se producían a un precio mucho mayor que antes: en 1916, Alemania había perdido solamente siete submarinos durante los cuatro meses transcurridos entre junio y septiembre. En el mismo periodo de 1917, perdió veinticuatro. Pese a que las armas antisubmarinas de la época no eran muy eficientes, la presencia de varios escoltas demostró ser demasiado para los Unterseebote, que sobre el agua eran presa fácil, y bajo el agua eran lentos, poco maniobrables y tenían una percepción muy limitada, a veces incluso nula, de lo que sucedía en el exterior.

En el verano de 1918 estaba claro que Alemania tenía perdida la guerra de trincheras. Los submarinos hundían entre 250 000 y 300 000 toneladas al mes, que era una media muy apreciable (mayor que la conseguida durante 1915 y buena parte de 1916), pero muy por debajo de la necesaria. El último impulso de los Unterseboote durante la I Guerra Mundial, más llamativo que determinante, fue dirigido contra las costas norteamericanas. Washington disponía de muchos (y buenos) escoltas con los que contribuir a la protección del comercio, pero no de una flota mercante tan numerosa como la del Imperio británico. De hecho, no le era tarea fácil encontrar, y conservar, transportes con los que llevar sus propias tropas y suministros hasta Francia. Los estadounidenses habían previsto que sus convoyes sufriesen ataques cerca de Europa, pero no esperaban ser atacados en su propio litoral y fueron tomados por sorpresa. Un sumergible alemán, el U-151, se paseó con total impunidad por la costa oriental de los Estados Unidos, hundiendo veintitrés barcos, seis de ellos en un solo día (para colmo, muy cerca de Nueva York). El U-151, además, dejó plantadas minas acuáticas que destruyeron otros cuatro. El enorme éxito de aquella patrulla era un gran golpe propagandístico, pero no iba a repetirse. La vigilancia costera norteamericana se puso en alerta y en subsiguientes ataques se consiguió reducir mucho la tasa de hundimientos.

La Kaiserliche Marine seguía encerrada en sus bases navales, descartada cualquier posibilidad de éxito en una batalla contra la Royal Navy. La flota submarina estaba siendo diezmada. Berlín había ordenado la fabricación de más submarinos, ralentizando para ello la producción de los barcos de superficie (lo cual hubiese sido impensable en 1914; de hecho, un proceso parecido tendría lugar durante la II Guerra Mundial). Sin embargo, ya era tarde. El bloqueo naval impuesto por los británicos estaba agudizando la carencia de materias primas en Alemania, dificultando, y a veces paralizando, los trabajos de construcción de submarinos en los astilleros. Al final, había sido el esfuerzo bélico de Alemania y no el del Reino Unido el que había empezado a agonizar debido a la asfixia marítima. La escasez también afectaba a la población civil alemana. Que estaba incubando, de hecho, una inminente revolución.

Terminado el verano, empezaron a desmoronarse las «potencias centrales» que habían combatido como aliadas del Imperio alemán. Bulgaria firmó su armisticio el 29 de septiembre; otros países lo harían poco después. Con el pueblo alemán sumido en la incertidumbre, las órdenes de Berlín empezaron a ser discutidas, cuando no desobedecidas, ante lo evidente de la derrota. Los buques de la Kaiserliche Marine permanecían anclados en varios puertos, sobre todo en las dos principales bases navales alemanas, Kiel y Wilhelmshaven, y ya no esperaban tener que combatir. El 24 de octubre, sin embargo, el alto mando ordenó que la flota ejecutase un ataque total contra el bloqueo de la Royal Navy. Las tripulaciones de varios buques, considerando la misión un suicidio inútil, se negaron a zarpar y en algunos casos llegaron a sabotear sus propios barcos para que no pudieran ser puestos en servicio. El arresto de varios grupos de amotinados empeoró la situación, provocando la furia de otros muchos marineros y oficiales. La moral terminó de venirse abajo con las noticias de la capitulación del Imperio otomano y la petición de armisticio del Imperio Austro-Húngaro. Dos semanas después del primer motín en la Kaiserliche Marine, la rebelión ya se había extendido no solo por el resto de puertos, sino también por las ciudades industriales del interior de Alemania. El 9 de noviembre, consternado ante lo que era ya una revolución generalizada, el káiser Guillermo II abdicó. Dos días después, Alemania firmó el armisticio.

Cuando las trincheras quedaron en silencio, todavía había submarinos alemanes cruzando el Atlántico para continuar con los pírricos ataques a los convoyes y con la campaña, ya sin futuro, en las costas estadounidenses. La rendición final sorprendió en alta mar a aquellas tripulaciones que habían continuado con sus operaciones sin esperar una recompensa, porque eran hombres demasiado acostumbrados a esperar más bien una probable muerte.

El desenlace de la «primera batalla del Atlántico», casi un lustro de torpedeos y cañonazos, favoreció la deducción de que el sistema de convoyes parecía haber convertido la campaña submarina contra el comercio en una estrategia obsoleta. Nadie sabía cuándo o cómo se produciría la siguiente guerra europea, pero el Reino Unido consideró que su comercio ya no era vulnerable y en Alemania se volvió a pensar en los submarinos como buques de importancia secundaria diseñados para misiones muy específicas y puntuales. Durante el periodo de entreguerras, casi nadie en el alto mando alemán pensaba de otra manera, como demostró la soledad con la que un antiguo comandante de submarino de la I Guerra Mundial, Karl Dönitz, defendió la vigencia de la guerra contra el comercio y, lo más extravagante para no pocos de sus contemporáneos, la posibilidad de atacar con éxito el infalible sistema de convoyes mediante una idea que había fracasado en 1918: la Rudeltaktik, la «táctica de la manada».

(Continuará)

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Vista del submarino alemán U-14. Foto: DP.

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2 Comentarios

  1. Veo que han pasado unos meses, pero yo al menos espero que se publique la prometida actualización!

  2. Parlache

    ¡Gracias! ¡Más por favor!

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