Cine y TV

¿Volver a la censura sexual?

El ángel azul (1930). Imagen: Universum Film.

Hace unos días, en Sant Feliu de Llobregat, caminando al lado de un muro lleno de grafitis que separa la vía del tren, me llamó la atención una pintada. Entre los muchos dibujos que había en la pared, había uno tachado. Era el de una mujer de espaldas, en bikini, en la playa. Sobre su espalda, decía la pintada: «¿Qué és això?». Firmaba un símbolo de Venus con una estrella dentro del círculo sobre el culo de la muchacha.

Estuve inmerso en la duda de si el dibujo había molestado a una activista un tanto torpe o era una ataque consciente de un grupo feminista en coherencia con sus ideas. Lo cierto es que de alguna manera la reacción se había producido y estaba encuadrada en ese contexto político. La representación de una mujer bajo el sol había resultado conflictiva. El dibujo encarnaba mensajes negativos para alguien. Tal vez un cuerpo que sugería belleza y todas las connotaciones que esto supone en cuanto a roles, cosificación, etcétera. El caso es que era tóxico, era censurable. A la vista de todos, hacía un mal social.

Es un fenómeno que obliga a retrotraerse a la censura que se impuso en Hollywood con el paso del cine mudo al sonoro. En 1926, la industria pasó de quinientas mil entradas semanales a los cines a noventa millones. Desde numerosos sectores, apareció la necesidad de controlar lo que se proyectaba en las salas de cine porque reunía a un público muy amplio con un agravante, las películas que cuestionaban las ideas morales tradicionales eran más atractivas para los espectadores. Como ha ocurrido siempre, el sexo y la violencia atraían a más gente. Sobre todo en un país cuya cultura popular era especialmente vulgar, gruesa y directa.

Esto dio lugar como es sabido al código de Will Hays, un líder del Partido Republicano que, junto a los magnates de Hollywood y la Iglesia católica, puso en marcha un sistema de censura para controlar el discurso moral de las películas y sobre todo la sexualidad que podía verse en ellas. Como resultado, apareció un cine con pocas aristas, poco realista y menos naturalista, cargado de mensajes crípticos.

La lucha se centró sobre todo en la institución del matrimonio. No se podía mostrar el adulterio como algo positivo ni justificado. Era una forma de proteger la propaganda directa e indirecta que empujaba a la mujer al matrimonio y el hogar en detrimento de otros fines personales o profesionales. Un sistema que llevó a la que se llamó la gran tragedia sexual norteamericana. En Hollywood censurado, de Gregory D. Black, se citan las quejas en 1929 de Maude Aldrich, presidenta de la Asociación de Mujeres Cristianas para la Templanza, porque el cine glorificaba a una mujer «frívola de la era del jazz» que servía para que «tanto los hombres buenos como los malos» ignoraran a la «muchacha educada y algo anticuada».

El drama venía ahora por el sonido. Las conversaciones o los diálogos cobraban una nueva dimensión. Todo era más explícito verbalmente. En una época, los años treinta, en los que debido a la crisis económica proliferaron películas que abordaban el divorcio, el adultero, la prostitución y la promiscuidad. La crisis llevaba a hombres y mujeres «a situaciones en las que las decisiones morales y éticas no siempre eran obvias», especifica Black. Ahí estaba el gran valor de la cultura en ese momento, ensanchar los horizontes, pero los guardianes de la moral se opusieron firmemente a ese escenario.

En esta situación apareció Daniel Lord, que pasó a la historia como «el cura de Hollywood» y tenía como fin que no se llevasen al celuloide «best-sellers complejos» y que en su lugar las películas estuviesen más centradas en «héroes norteamericanos, magnates del mundo de los negocios y de la industria, estrellas del deporte». Aunque no era exactamente una llamada al buen gusto, sino, sostiene el autor, una prohibición de todo debate sobre los valores morales cambiantes. Lord fue el autor del código, pero no entró en vigor hasta que una serie de películas turbaron más allá de lo soportable a la crítica biempensante. Y no por traspasar barreras, sino por su ambigüedad.

Los primeros problemas llegaron con una película extranjera. Der Blaue Engel, de Josef von Sternberg, con Marlene Dietrich. Trata de un profesor que acude a un cabaret a sacar de allí a sus alumnos y, como ellos, es seducido por la cantante. El hombre de moral inquebrantable acaba convertido en un pelele. Se dudó si era un guion inteligente o con una exaltación de la sexualidad que debía ser eliminada. Cuando se proyectó con algunas imágenes censuradas, en los cines hubo trifulcas, porque el público exigía verla completa.

Otro caso reseñable de ambigüedad censora llegó con No Man of Her Own, protagonizada por Clark Gable y Carole Lombard. Iba sobre la redención de un macarra que, gracias al amor, abandonaba la vida licenciosa. Al margen de que la protagonista se vestía y desvestía y había escenas en la ducha, se consideraba un escándalo que una mujer se enamorase de un tahúr y algo mucho más grave, que la vida provinciana de una joven trabajadora apareciese retratada como algo «tedioso, feo y aburrido». No era la tentación lo que no querían en pantalla, sino la constatación de que esas tentaciones tenían brillo porque la vida era una mierda.

Cecil B. DeMille también estuvo en el ojo del huracán, aunque, si bien tenía olfato para darle al público lo que le interesaba ver, también tenía instinto para dejar que le recortasen las imágenes que hiciera falta con tal de que la cinta llegase a los cines y el dinero a sus bolsillos. Con Madam Satán enervó a los sectores reaccionarios por plantear que el matrimonio podía ser tedioso —en la película, una mujer a la que le ponen los cuernos se arregla para una fiesta lo más sexy que puede e irreconocible para volver a seducir a su marido— sino por el hecho de resucitarlo recurriendo a la sexualidad. DeMille tuvo que arreglar los vestidos de las mujeres y aceptar que a la protagonista solo se le viera la espalda. En un principio, había más transparencias.

El drama llegó cuando, después de Rey de reyes, para la que fue asesorado por el mismo Daniel Lord, empezó a rodar The Sing of the Cross (disponible en Filmin). Era muy inteligente, porque con el pretexto de exaltar el cristianismo, lo contrapuso con la decadencia romana, que era bastante más interesante para el público porque conllevaba sexo, lesbianismo, homosexualidad, piromanía, asesinatos en masa de cristianos y sobre todo por sus orgías.

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El signo de la cruz (1932). Imagen: Paramount Pictures.

Pasó a la historia la escena de la emperatriz Poppea, esposa de Nerón, bañándose en leche de burras ordeñadas in situ por los sirvientes. En un momento del baño hacía salir a sus esclavas, que le entregaban perfumes y sostenían espejos para que se mirase mientras se sumergía en la leche, para que su amiga Dacia se quitase la ropa y se metiera en la enorme bañera con ella. Una escena en la que la actriz mostró muchas tablas, porque con la iluminación del set la leche empezó a fermentar y tuvo que darse ese baño erótico y sensual entre hedores.

Además, su personaje era infiel a su marido, quería acostarse con Marco, que no quería nada con ella desde que se había enamorado de una cristiana, Mercia. El despecho de esta femme fatale era el punto fuerte de la película, más allá del posible interés histórico. Ocurría lo mismo con su amada cristiana: en una orgía de la aristocracia romana, una bailaba frente a ella con actitud seductora, acercándole los labios a los suyos, una danza lésbica que excitaba a todos los presentes, pero a ella le indignaba. No se dejaba seducir, ponía cara de enfado y solo sonreía feliz cuando oía que por la ventana llegaban los cánticos de los cristianos mientras los dirigían al circo a morir de formas escalofriantes, bajo las flechas, quemados, devorados por las fieras… En su estreno hubo espectadores que se desmayaron.

Sin embargo, todas esas escenas de sexo y violencia eran, en rigor, una defensa del cristianismo y sus valores morales. Era muy inteligente DeMille, pero no evitó la polémica. El problema de la película era que los paganos estaban representados como gente lista, atractiva y lo peor era que «parecían de sangre caliente y los cristianos, santos de yeso». El director rechazó estas indicaciones, pero ponían de manifiesto que el problema estaba en presentar contradicciones. Lo moralmente reprobable no podía ser bello ni inteligente. Los malvados no podían ser más atractivos que los aburridos biempensantes.

Claudette Colbert y las mujeres imperiales de Roma eran increíblemente guapas y no les daba vergüenza lucir túnicas transparentes que les dejaban la espalda al aire, con escotes hasta la cintura por delante y con una raja hasta el muslo por los lados. Al moverse, los vestidos se abrían y la cámara se detenía amorosamente en las piernas y los senos de las actrices. Por el contrario, las mujeres cristianas llevaban vestidos sencillos que las tapaban desde la cabeza hasta los pies. Como explicó DeMille, el vestuario simbolizaba «el bien frente al mal». Sus críticos repusieron que era pura hipocresía ideada para enseñar el máximo de carne posible.

Las críticas fueron implacables. «Nauseabunda», «intolerable», «altamente ofensiva», «repelente», «barata, atrevida e inmunda». La escena de la tentación lésbica fue descrita como «la secuencia más desagradable jamás aprobada por los censores de Hollywood». Se pidió el boicot a la película y un obispo, el de Cleveland, decidió sentenciarla en la misa de Noche Vieja como «hipocresía condenable».

Hubo casos aún más sangrantes, como la adaptación al cine de Sanctuary, de Wiliam Faulkner. La influyente revista de cine Harrison’s Reports ya había firmado un editorial contra el sexo en el cine por obras como El signo de la cruz, pero al llegar las noticias de esta producción, exigió un control federal sobre los estudios. En la adaptación The Story of Temple Drake lo polémico era una violación.

Todo era pecado, pero había algo más. En la novela, a la mujer la violaban con una mazorca de maíz porque su agresor era impotente. El público lo sabía y, aunque lógicamente eso no aparecía en la película, cuando el violador entraba en el pajar donde atacaba a su víctima, se veía bien claro en un plano cenital que Temple estaba al lado de un saco de mazorcas de maíz. No era ni una pierna ni un escote, el conflicto venía por la imagen de un saco costroso lleno de gramíneas.

Harrison’s Reports sentenció: «Jamás se había descrito el sexo de un modo tan atrevido y escabroso. Ningún exhibidor puede proyectar esta película a personas decentes». El efecto fue el deseado por los sectores conservadores. Tal y como explica Black: «No hay duda de que el impacto global de la película fue negativo para la industria: los que la vieron y no se escandalizaron, no lo dijeron en voz muy alta; los que la consideraron «vil», como P. S. Harrison, arreciaron en sus exigencias de reformar al cine».

Se decía que el cine estaba «alterando la conducta de los norteamericanos», se exigió que se eliminasen las prostitutas, el sexo ilícito, los criminales y los políticos corruptos de las películas. Daban por hecho que la naturaleza imitaba al arte. Esa era la clave. Lo sigue siendo.

Alexander McGregor explicó en The Catholic Church and Hollywood: Censorship and Morality in 1930s Cinema que la Iglesia católica se sintió acorralada ante fenómenos de la modernidad como el comunismo, la liberación sexual y la independencia femenina en los medios de comunicación de masas. Desde 1934, el código se aplicó estrictamente. Lo cierto es que los estudios, que perdían dinero con las modificaciones, empezaron a ganar más y hacer más taquillas con un modelo de películas de lo que podríamos denominar para toda la familia, pero el resultado fue un cine encorsetado, como sostiene el profesor Stevem J. Ross, que a lo que condujo fue a impedir que el público pudiera pensar por sí mismo sobre cuestiones importantes.

Los efectos de esa censura es unánime que fueron negativos, pero los mecanismos que la desencadenaron siguieron intactos. Incluso tras la masacre de Columbine se echó la culpa a las películas. Hollywood seguía siendo la fábrica de criminales y de adolescentes sexualmente promiscuos. El año pasado apareció un libro muy interesante sobre estas cuestiones y la oleada moral o de hipermoralismo que traen las nuevas generaciones. Se titula The Problem with Everything: My Journey Through the New Culture Wars. La autora es una mujer, la periodista Meghan Daum, y su ensayo viene a concluir que no se puede entender la humanidad sin sus contradicciones o, dicho de otro modo, que la contradicción es inherente a la condición humana. Ocultarlas, rechazarlas, no atreverse a hablar de ellas solo puede conducir a conocernos menos a nosotros mismos. Como dice el dicho, quien no se conoce a sí mismo, se busca en los demás. En román paladino: es manipulable.

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9 Comentarios

  1. Lo curioso, en mi humilde opinión, es que la censura ahora está viniendo ahora desde sectores digamos más «progresistas»

  2. Eleuterio

    A mí, como ya soy mayor y el sexo es un vago recuerdo, me da igual que haya censura. Es más, me parece estupendo que haya cuanta más, mejor.

    • Abruptus

      Ésto sí que es un comentario brillante

      • Eleuterio

        Bueno, es que a mí me encanta que se jodan los demás e incluso si puedo contribuir a ello de forma activa, pues hago lo que sea. Mismamente ahora, cuando voy al súper, además de tocar sin guantes -nunca me lavo las manos, ni ahora ni antes- toda la fruta que puedo y las verduras, cuando llega el turno de caja para pagar mis chicles, me pongo siempre a cincuenta centímetros de la gente y estornudo sin mascarilla. Me abroncan algo pero no se atreven a pegarme por la imagen de viejo decrépito que proyecto. Salgo renqueando y al doblar la esquina corro como una flecha al siguiente súper, para seguir jodiendo al personal.

  3. Segismundo

    El marxismo (y sus derivados como el feminismo radical) siempre ha sido puritano hasta la nausea.

  4. La libertad de expresión es un derecho irrenunciable en cualquier sociedad libre. Siempre que se emplee para opinar lo correcto. La democracia no puede permitirse perseguir a alguien que opina lo correcto. Sin embargo, es necesario censurar aquello que no está alineado con un pensamiento correcto, libre y democrático. Nuestra sociedad no es democrática, porque todavía queda gente que no piensa lo correcto.
    Ironía (OFF)

  5. Ay! Eleuterio, Eleuterio. Corres el riesgo de que, identificado, termines con un turba detrás gritando al untor! al untor! como sucedía en la novela Los Novios de Manzoni que relataba la peste en Milano. Para colmo con ese seudónimo, Eleuterio, que evoca un elemento de la tabla periódica, peligroso por cierto. Y el colmo sería que fueras inmune al virus, privilegio de los asociales que, al no compartir nada con los demás, ni siquiera la herencia genética, pueden ver pasar el mundo desde allá arriba. Pero siendo, como creo, contemporáneo tuyo, y considerando que el sexo todavía no es un vago recuerdo, no veo la hora de que la terminen con el retorcimiento mental de las censuras. No puede ser que después de ver un film en la RAI italiana tenga que ir a comprarme el dvd para ver las escenas cortadas. La que más recuerdo fue aquella con Nicholson que interpretaba a un diablillo bastante engreído y liberal con cuatro actrices famosas, entre ellas Cheer, la Pfeifer y otras. Lo prohibido era ver al final a los cuatro bebés, producto de sus relaciones sexuales.

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