Ocio y Vicio Gastronomía

Fake Italian

Fake italian 1
Little Italy 1942. Fotografía: Howard Liberman/ Library of Congress.

 ¿Ha probado la comida italiana fuera de Italia? 

Sí, dirá, por supuesto que sí, pero aguarde, la pregunta es más compleja de lo que parece. Me refiero a la cocina tradicional real de ese país, en cualquiera de sus múltiples formas regionales, no a esa especie de alucinación colectiva que llamamos «comida italiana», no ese engrudo mental con carbohidratos entreverados con albahaca, tomate, queso fundido o ajo.

Los norteamericanos, por ejemplo. Tienen esta fascinación oriental con Italia, les encanta decir que les encanta su estilo de vida pausado. Y su comida, o eso creen. Porque la experiencia de ir a comer a un italiano en la mayor parte de Estados Unidos es, les aseguro, absolutamente antimediterránea.

Una vez, en Texas, una amiga profesora de universidad que llevaba viviendo más de veinte años en el estado, me recomendó uno llamado Cenare. Decía que era uno de los pocos establecimientos no franquiciados, que era de una familia italiana. Saben lo difícil que es, en estos sitios, ver un restaurante auténtico y no acabar encontrando su réplica exacta sesenta kilómetros de autopista más arriba. Bueno, volviendo a esta profesora, ¡incluso celebró allí su banquete de bodas!

Cenare estaba en uno de esos enormes recintos comerciales con superficies tipo Best Buy o Bed, Bath & Beyond y con restaurantes que circundan una gigantesca cuadrícula gris de cemento para aparcar. Un lugar al que solo se accede en coche o en camión.

Un cartel decía:

«We will make sure that every meal is FANTASTICO and MAGNIFICO».

Bien, aunque la encargada recomendó la sangría de la casa («¡Es española sí, pero a los italianos también les encanta!») pedimos vino. La chica trajo una cubitera con hielo, la dejó junto a la mesa y empezó a servir, no sin antes solicitar el documento de identidad a cada comensal para comprobar que éramos mayores de edad —el más joven de la mesa ya había cumplido los treinta y lo aparentaba, pero eran reglas del estado—, y una vez certificados, nos llenaba la copa.

Este tipo de detalles van cayendo como gotas frías en la nuca, eran recordatorios de que no estábamos en un verdadero restaurante italiano sino en, como diría Baudrillard, un simulacro hiperreal. La comida italiana es un territorio del que emana una cultura, lo de Cenare era claramente un mapa de ese territorio, pero no sabíamos a qué escala ni con qué proyección.

No me refiero a esos esnobismos tan habituales en la clase media, del tipo «me han contado que esta receta se hace más con pappardelle que con cappelletti» o «es un crimen usar panceta para la carbonara en lugar de guanciale», sino de la antes mencionada alucinación colectiva que hace que, en un restaurante italiano en América sea habitual encontrar sangría, ensalada griega, ensalada caprese con mozzarella importada y aliño chipotle, fetuccine Alfredo, plato muy popular en América, casi desconocido en Italia, pollo Valentino (con jalapeños) servido sobre spaghetti o filetes de tilapia al buongustaio, este último nombre seguramente sacado de la manga. Y sin embargo, todo parecía tener sentido para los nativos. En las mesas del al lado había parejas teniendo una velada que ellos definirían como romántica, pese a que de vez en cuando un haz de luz de los faros de un todoterreno aparcando se colaba a través de la persiana iluminándoles brevemente la cara.

¿Le recomendaría este restaurante? Sí, sin duda. En ningún otro sitio he visto un calzone de un antebrazo de largo —tuvieron que traer una mesita supletoria para colocar la bandeja— o un cannolo más obscenamente recubierto de chocolate fundido. Pero la moraleja de esta comida en Cenare (oh, oh) es que, para la mayor parte del mundo desarrollado, da igual que algo sea comida italiana mientras lo parezca.

Por supuesto, es más o menos lo mismo que diría un japonés que viniera a comer sushi a Burgos o un español probando las excentricidades de un Tapas Bar de Leeds, nadie escapa a esta especie de teoría de prototipos culinarios. Pero los italianos han sido más taimados. Si los extranjeros se conforman, incluso se deleitan, con la máscara, vamos a darles las mejores máscaras.

Tuve la oportunidad de conocer a fondo el tema durante una investigación sobre el aceite de oliva que apareció publicada en Jot Down hace unos años. Los italianos producen quintientas mil toneladas de aceite al año, pero consumen setecientas mil y exportan otras trescientas mil. ¿De dónde sacan el otro medio millón? Comprándolo a granel de España o Túnez, mezclándolo, desodorizándolo y dándole los valores organolépticos predeterminados, luego se le hace un branding adecuado, un apellido italiano como marca y una bonita etiqueta con una casa toscana rodeada de cipreses en un campo de balas de heno o flores de lavanda. Y enseñas tricolor, claro.

«¿Te has preguntado por qué cuando compras un aceite de oliva en el supermercado siempre sabe igual?», me dijo Lorenzo Bodrero, un periodista del IRPI (Investigative Reporting Project Italy) que me contactó tras la publicación, ya que ellos estaban investigando lo mismo, pero a su lado de la frontera. Es cierto, la calidad del virgen extra fluctúa de año a año en función del clima, si ha llovido más o si ha hecho más calor, como ocurre con el vino. Y eso nunca se nota en el aceite de supermercado, y menos cuando se vende con aromas.

En el IRPI también habían investigado una pasta de tomate Made in Italy que se vendía a la cadena de supermercados ingleses ASDA. Resultó que los tomates no eran italianos, sino que fueron cultivados por kazajos en granjas estatales que el Gobierno chino tenía en Xinjiang. Un tal Antonino Russo, fallecido a principios de este año y conocido como il re del pomodoro, se traía los tomates de China, les añadía un poco de agua y sal —producto nacional— los trituraba y así lograba la certificación de «Producido en Italia».

Como verán, hay comida falsamente italiana en cuerpo y en espíritu. Tanta comida y tan variada, con sus propias diferencias regionales (la pizza de Nueva York contra la de Chicago) que debería formar, por derecho propio, una categoría culinaria en sí misma: 

—¿Te apetece cenar peruano-japonés esta noche?

—No, mejor vamos a un falso-italiano que no tengo pasta.

—Ellos seguro que tienen.

—Ja, ja, ja. Qué idiota.

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3 Comentarios

  1. Ah, la globalización! XD

  2. Aguien tenia que decirlo, por fin! Falta un apartado de restaurantes fake-italianos con decoración y cartas en italiano con graves faltas de ortografía y frases sin sentido.

  3. E.Roberto

    Para lavar el deshonor por tales atropellos, ahorita mismo pongo un poquito de aceite de oliva en el sartén, lo caliento sin quemarlo, frego un ajo con energía sobre toda la superficie del fondo, lo deshecho, desparramo desde arriba un ají picante bien picadito, y cuando los «bígoli» en la olla cercana hierven por once minutos, los cuelos y el décimosegundo lo uso para mezclar el todo, siempre con el fuego bajo. Al final, ciertamente, el queso rayado.

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