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Ruinas que la maleza no devorará

ruinas
Las escaleras de la muerte Mauthausen.

Fueron una devoción, una parte de la liturgia sabatina, por eso mismo parecía perfecto el epígrafe, Libro de horas, bajo el que aparecieron los artículos de Miguel Anxo Murado en La Voz de Galicia entre los años 2014 y 2015. Respetando el título, la editorial Galaxia ha publicado una selección de aquellos artículos y entre los rescatados se encuentra el dedicado a The Rolling Stones. La banda acababa de tocar en Madrid, donde Mick Jagger, Keith Richards, Ronnie Wood y Charlie Watts fueron recibidos como los clásicos vivos de nuestro tiempo. Murado asiente: clásicos y vivos, porque los viejos rockeros no morirán, pero los jóvenes… Hubo un tiempo en que los jóvenes caían fulminados con la cadencia asesina e implacable que gastaba Agatha Christie en la novela Diez negritos. Los Rolling sobrevivieron contra todo pronóstico y ahora son tan clásicos como los clásicos. «¿Quién podía imaginar entonces que el rock iba a ser, de todos los movimientos culturales, el más nostálgico, el que iba a cultivar una tradición viva más larga y una jerarquía más inamovible? Siendo entonces nosotros mismos muy jóvenes no se nos ocurría pensar en el paso del tiempo, y esto a pesar de que, en el tocadiscos de mi hermano, Jethro Tull presentaba el dilema con toda su gravedad en Too Old to Rock’n’Roll: To Young to Die! Y entonces se impuso la dinámica demográfica. El rock había coincidido con la explosión de la población juvenil en Europa y en América y la expansión del consumismo, la televisión y la industria del disco. Inevitablemente, cuando la población envejeció y el disco entró en crisis, el rock se convirtió en un clasicismo». Pero no fue solo la inercia mecánica del tiempo imprimiendo su pátina de oro añejo sobre unas canciones: «El gran tema de los Rolling, quizás el único tema, siempre fue la edad: entonces la exaltación dionisíaca de la brevedad de la vida, ahora las virtudes de la senectud. Es decir, como el De brevitate vitae de Séneca y el De senectute de Cicerón. Justo un tema clásico». Justo el tema de Miguel Anxo Murado, por eso mismo era perfecto el título que encabezaba sus artículos.  

Libro de horas desacraliza el tiempo acelerado e imperioso que idolatra el periódico; rebana la monda de la urgencia barullera de una noticia y lo que queda es un tiempo profano, denso y moroso, una duración sin principio ni fin que todo lo atraviesa y que opone su indolente parsimonia a la excitada impaciencia del día y de su diario para terminar siempre triunfando. No parece ajeno a esa concepción el hecho de que Murado estudiase Historia en la especialidad de Arqueología, que llegase a trabajar en algunas excavaciones del Lugo romano. No le ha abandonado, desde luego, el interés por las ruinas; pero no por esas piedras arrumbadas, comidas por la maleza, olvidadas, calladas excepto para afirmar la belleza melancólica de la catástrofe o evocar un pasado glorioso y heroico. El espacio que ocupan las ruinas es para él una dimensión del tiempo, el lugar donde el pasado, el presente y el futuro se concitan. De esta forma, llaman su atención los ciento ochenta y seis peldaños de las escaleras de Mauthausen, rehechos porque los turistas no quieren despeñarse por las gradas de la memoria, como tampoco lo desean nuestras autoridades políticas, que evitan cuanto pueden enfrentarse a las preguntas que los siete mil españoles que pasaron por el campo austríaco plantean sobre el verdadero significado histórico de la guerra civil y el papel del franquismo en la Segunda Guerra Mundial.

El granito de la cantera de Mauthausen es, pues, el testimonio retocado de un ayer reciente y la actualísima crónica de una memoria amañada. De otra mina, la lucense de Silvarosa, muy cerca de Viveiro, origen de gran parte del hierro del siglo XIX español, Miguel Anxo Murado extrae la historia sobre una veta que quedó sin explotar, la de un futuro que pudo ser y no fue. Porque en algún momento pareció que Silvarosa estaba llamada a convertirse en el gran centro siderúrgico del país, y para ello reunía todas las condiciones, pero es evidente que hoy Viveiro no es Bilbao. Un ejemplo más: Murado cree que el Estado Islámico podría haber descifrado una profecía en la colección del Museo de Mosul que su furor iconoclasta redujo a trizas. Algunas de aquellas piezas representaban a antiguos reyes de Mesopotamia, tiranos sanguinarios, hábiles en el uso de la propaganda por el terror. Esa estatuaria constituía una apología del genocidio en el que fundaron sus imperios acadios, asirios y babilonios, que sucumbieron bajo el ominoso peso de su propia violencia. 

Las ruinas de Miguel Anxo Murado no están envueltas en la bruma nostálgica de los grabados románticos, no son los vestigios de una edad de oro finiquitada. Al asumir la idea de Walter Benjamin de que todo documento de cultura lo es, al mismo tiempo, de barbarie, se le imponen las preguntas sobre el tiempo que ha de transcurrir para que la barbarie se convierta en arte, sobre el momento y el modo en que las ruinas mudan de significado. Mirado desde ese punto de vista, el mármol de Atenas sería una ideología, una «alquimia de convertir lo efímero en eterno y de solemnizar la burocracia», y, en ese sentido, no muy distinto al cristal y el acero de la nueva sede del Banco Central Europeo. Lo que mueve a los poderes que erigen monumentos es la pretensión de desafiar a la acción deletérea del tiempo y lo que veneramos en los escombros de aquel desaforado empeño no es la memoria de lo que encarnaron un día «sino su supervivencia, que nos produce una sensación reconfortante de inmortalidad». Murado estaría de acuerdo con Jean-Yves Jouannais cuando, en El uso de las ruinas. Retratos obsidionales (Acantilado, 2017), recuerda que los ejércitos que a lo largo de los siglos han asolado ciudades hasta no dejar piedra sobre piedra estaban infligiendo un castigo en dos tiempos: en el presente, que asiste a la devastación, y en el futuro, al que se le niega la posibilidad de construir el teatro de las ruinas, donde las secuelas, los restos precarios e incompletos del naufragio, precisamente por serlo, por no conservar su sentido y su función original, se prestarán a un paciente y laborioso proceso de mitificación que conjugará su discurso en pretérito imperfecto, el tiempo verbal de la duración indefinida.

Miguel Anxo Murado contempla con escepticismo el prestigio de las ruinas ostentosas y se deja seducir por otras, aparentemente minúsculas, como la grieta que se abrió en los frescos de la Capilla Sixtina, justo entre el dedo de Dios y el de Adán exactamente por los mismos días en que Voltaire se puso a escribir. Y porque recuerda la fábrica en la que se manufacturaban los cascotes que luego eran vendidos como auténticos fragmentos del Muro de Berlín, y también los tenderetes, en los que se liquidaron hoces y martillos y estrellas rojas, insignias soviéticas y mecheros con el emblema de la Stasi —«los imperios antiguos dejaban ruinas, los modernos dejan merchandising»—, sale a la busca de un vestigio con el que nadie puede mercadear y lo termina encontrando, solo que es invisible, excepto desde la Estación Espacial Internacional, donde sigue existiendo una ciudad partida en dos: Berlín Oeste, alumbrada por la luz blanca y potente de sus fluorescentes de mercurio, y Berlín Este, que vive bajo la apagada iluminación de las viejas lámparas de sodio. 

Pero, entre todas, un tipo de ruinas fascina especialmente a Murado: las que serán. Ahí está, el panorama del presente, tan pagado de sí mismo, tan confiado, repitiéndose como un mantra, hasta narcotizarse, que la historia ya ha terminado. Pero el periodista sabe que todo cuanto alcanza su vista está condenado a desmoronarse e imagina los restos del cataclismo. No lo hace a la manera tremendista de Hollywood, que resuelve el apocalipsis haciendo algunas pupas a la Estatua de la Libertad, las justas para que luzca un poco maltrecha pero muy decorativa en medio de la devastación total; tampoco utiliza el método morboso de las atracciones de feria que ofrecen al recreo de la pulsión de muerte gafas 3D para que asista al tsunami definitivo, el que engullirá a Venecia. Su imaginación juega con menos aparato. Ve los museos arqueológicos del futuro y allí, en una vitrina, reluciente a pesar de los siglos, en cuerpo, cuerpo hecho del indestructible plástico, y en alma, que es su banda magnética, con su misterio cabalístico, el algoritmo de Luhn, la tarjeta de crédito, «una de las advocaciones más perfectas» del dios dinero de una civilización monoteísta.

Incluso podría ocurrir, y esto ya lo pone nuestro capricho, que hubiese un museo como los Capitolinos, donde las salas estuviesen abarrotadas, no de bustos romanos, de ochocientos años petrificados en una legión de efigies, sino de una sucesión infinita de tarjetas de crédito, una repetición extenuante de siglos plastificados ante los que desfilarán unos visitantes indiferentes a las cartelas que ofrecen los nombres de sus titulares junto a una fecha precisa o un circa. Pero como la imaginación del columnista está obligada a someterse al imperativo de la noticia del día, Miguel Anxo Murado se figura que las tarjetas del museo han sido exhumadas en uno de los lugares donde los arqueólogos acostumbran a cobrar sus piezas, los túmulos funerarios de los poderosos, por qué no aquellos en los que reposan algunos consejeros de un banco: «Sí, los nombres de los titulares de tarjetas opacas de Bankia perdurarán más que los que están grabados en los pedestales de las estatuas». 

Claro que los arqueólogos venidos de otras galaxias también estarán ocupados con el dinero contante y sonante, es decir, con las monedas de euro que encontrarán en sus excavaciones, quizás el único rastro de la Unión Europea que quede en unos miles de años. Podrían deducir que la reforma monetaria fue un éxito, como pareciera sugerirlo el hecho de que se extendiese por un territorio cada vez más amplio. Unos dirán que fue pacífica, puesto que no se encontraron restos significativos de destrucción en los yacimientos estudiados. Otros, fijándose en las efigies de los monarcas acuñadas en algunas piezas, defenderán la hipótesis de que la unión fue un proyecto de las élites, no tan libre, igualitaria y democrática como una generación anterior de especialistas había sostenido. Todos afinarán mil teorías sobre el predominio cuantitativo de las monedas con el símbolo de un águila en la costa de las tres penínsulas del sur. ¿Pero qué ocurriría si el euro termina por desaparecer? Entonces, en los estratos superiores, que es donde revuelven los arqueólogos, reaparecerán las antiguas monedas. Esto pondría las cosas realmente difíciles a los arqueólogos y Murado es capaz de hacerse una idea muy precisa del desconcierto que cundiría en el gremio de eruditos: «No va a ser fácil para ellos decidir qué fue lo que pasó, si fue una catástrofe o una liberación. La discusión en las universidades puede durar décadas sin que se llegue a una conclusión satisfactoria». 

Todavía se puede llevar el juego mucho más lejos, a dentro de unos cientos de miles de años. Es inútil realizar excavaciones en la Tierra, toda huella humana ha sido barrida. Pero en la superficie de la Luna, sin atmósfera, solo sometida al impacto de los meteoritos y del viento solar, perduran los restos abandonados allí por una civilización desconocida, la nuestra. Sabemos que los rusos dejaron un objeto conmemorativo con la leyenda «CCCP/URSS Septiembre de 1959», Aldrin y Armstrong, más de un centenar de bártulos y cachivaches en el Mar de la Tranquilidad, además del célebre mensaje «Venimos en son de paz y en nombre de toda la humanidad». Aquello es también un desguace donde están aparcados más de setenta vehículos averiados. Miguel Anxo Murado es incapaz de resistir la tentación de reproducir parte del catálogo detallado de despojos tirados en la Luna y que ha publicado la NASA: «Doce pares de botas, carretes de película, cámaras de televisión y trípodes, noventa y seis bolsas de vómito, la pluma de halcón con la que se hizo un experimento sobre la falta de gravedad, un disco de silicona con los discursos de los jefes de Estado del mundo en 1969 —están los de Anastasio Somoza, Nicolae Ceauşescu, Ferdinand Marcos…—, las dos pelotas de golf que golpeó Alan Shepard en una famosa escena retransmitida a la Tierra». En total, doscientas toneladas de basura. O de memoria. «Eso será todo lo que quede de nosotros: un rompecabezas incomprensible hecho de símbolos patrióticos, ideologías olvidadas, deportes minoritarios, y de los restos orgánicos de la emoción y del miedo».

En los yacimientos y museos arqueológicos del futuro, Murado da el último martillazo contra el prestigio de las ruinas. El tipo de belleza que les solemos atribuir se hace inconcebible en el basurero lunar o en el extrarradio de cualquiera de las ciudades actuales. A Julien Gracq le espantaba el dibujo que ofrecerán las futuras ruinas de hormigón, «las ruinas cadáveres de ciudades —más horripilantes todavía al envejecer de pie— repeliendo incluso a las zarzas y las ortigas con sus soleras cimentadas y extendiendo frente al cielo sus entrañas de hierro oxidado». El escritor ve perfectamente esa imagen de pesadilla a su regreso de un viaje a Roma. 

Además, en los yacimientos y museos arqueológicos del futuro, queda explicado, de una vez por todas, de qué materia están hechas las ruinas. No son de granito, ni de hierro, ni siquiera de mármol, la piedra en la que, sin embargo, seguimos queriendo inscribir el nombre inmortal de los clásicos. Por eso Miguel Anxo Murado, en el artículo sobre The Rolling Stones, recordaba que algunos de sus ejercicios de latín en el bachillerato consistieron en traducir a la lengua de Cicerón canciones de rock, entre ellas un éxito del grupo británico: «No lo sé, pero aún debo de tener apuntadas por ahí en un cuaderno unas palabras que, escritas en esa lengua muerta, adquieren ahora un cierto toque de eternidad, como si estuviesen grabadas en mármol: Nullae satisfactionis potiri non possum…». También las frases de Miguel Anxo Murado habría que cincelarlas en mármol y latín: «Todo el paisaje del mundo es producto de la erosión y pertenece a ella, que es tanto como decir que pertenece al olvido, que es el verdadero reino de este mundo». «Un desierto es una gran obra existencialista, una lenta abstracción en la que la naturaleza desanda su camino hasta reducirse a su esencia».

En Libro de horas el tiempo histórico es un tiempo cósmico, de la naturaleza, como el que Hermann Hesse encontró en Junto al muro del tiempo de Ernst Jünger. En Liber horarum sería posible descubrir una voz que hace eco a la de Marco Aurelio, que afecta la impasibilidad del emperador y que, como él, la traiciona de alguna manera en el propio ejercicio de la escritura. Todo es efímero, pero lo efímero fue el impulso de Pausanias, que decidió escribir su topografía de Grecia al advertir los primeros síntomas de la ruina; de Maxime du Camp, quien, como anota Walter Benjamin en un pasaje, concibió la idea de los seis volúmenes de su descripción del París decimonónico en el Pont Neuf mientras admiraba el formidable espectáculo que ofrecía la ciudad y, ensimismado, cavilaba sobre su ineluctable acabamiento, un correlato de su propia mortalidad de la que había recibido un recordatorio: estaba esperando a que le diesen unas gafas, presbicia; y lo efímero es el impulso del columnismo literario de Miguel Anxo Murado, como admite él mismo. El género se está extinguiendo, pero el escritor, cobijado en las páginas caducas del periódico, persevera para que la ruina futura sea la más hermosa en la melancólica imaginación del presente.

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2 Comentarios

  1. Gracias por el artículo. Ha sido lo mejor de este frío día.

  2. E.Roberto

    Excelente lectura de un argumento cada vez más presente que estoy seguro sabremos evitar. Inevitablemente me trajo el recuerdo de una lectura sobre uno de los Scipión que destruyó a ras del suelo la magnífica ciudad de Cártago y su cultura, bibliotecas incluídas. Mirando los restos no pudo contener el llanto porque intuía que a Roma le sucedería lo mismo. Gracias.

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