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Bajar a los infiernos y subir para contarlo 

hombre solo

Un hombre que sufre en silencio una enfermedad tabú. Uno al que también le cuesta amar. Un conjunto de viajes para encontrar lo que —de su persona— ha perdido. Una madre que no está y un padre que sí. Sentimientos incapaces de encontrar la salida a la superficie. Miedo. Soledad. Fragilidad. Infierno. Es lo que cuenta José Ignacio Carnero en Hombres que caminan solos. La batalla de un hombre contra sus propios fantasmas. 

«Ninguna buena historia se puede narrar si uno, al comenzar a escribirla, sabe de qué va. Las historias se descubren a medida que se escriben, o no son buenas historias»—sostiene el autor—. La suya es, en efecto, una de esas «buenas historias». Y, a la vez y por suerte, mucho (muchísimo) más que eso. 

Eso de «Háblame de tu oscura habitación, de tus noches sin dormir, de tu calor» que canta La Guardia en su canción «El mundo tras el cristal» podría ser el pretexto perfecto para esta novela; que se acerca con destreza —precisamente— a la oscuridad en todas sus formas. 

Hombres que caminan solos habla —valga la redundancia— de hombres que caminan solos. «Solos», como concepto que no se refiere exclusivamente a la soledad. «Solos», como representación también de los incomprendidos, de los que permanecen en silencio ante los gritos de los demás, de los traicionados o de aquellos que no acaban de encontrar su lugar en el mundo. Todos ellos, «solos». 

A los que caminan así, «solos», no se les suele hacer demasiado caso. Al igual que tampoco a los atormentados, a los tristes o a los que —sea por el motivo que sea— respiran a un ritmo distinto a lo que se considera lo «común». No se suele escribir sobre ellos. Tendemos a huir de lo que no es «bonito». Sus historias —se cree— no interesan, porque no tienen lugar en la selecta lista de supuestos sugerentes y cautivadores que todo hijo de vecino querría escuchar; esos en los que predominan las historias victoriosas, los amores idílicos y, por supuesto, los finales felices. Con su segunda novela, Carnero nos acerca a una historia real, alejada de esa costumbre —lúcida y perfecta— que las letras suelen dictar, para demostrar que las historias de fisuras, oscuridades y dolor también forman parte de lo que somos. Que de los que cantan, bailan o caminan «solos» —en cualquiera de sus términos— también se debe escribir. No por obligación, sino por justicia. Porque todos lo hemos sido o seremos en algún momento y, la literatura, es siempre un buen lugar en el que encontrar consuelo. 

Todo lo que conocíamos ha quedado obsoleto. Sí, algo está naciendo, pero todavía no sabemos qué es. Siendo, como somos, ciudadanos de este nuevo mundo digital, pero perteneciendo en nuestra cultura, en nuestra formación, en nuestros hábitos, a otro mundo distinto, se hace necesario buscar ayuda. Y las drogas cumplen esa función social. Acallan el susurro interno que nos dice que algo está mal. Un susurro que es, en realidad, un mecanismo evolutivo que nos hace huir del peligro, una señal que nuestra mente nos envía para mantenernos a salvo.

Caer en mitificaciones a la hora de dibujar relaciones es un error muy común. Mitificar no como el trazo de estas como fondos siempre perfectos —que también— sino como la costumbre de dar ciertas cosas por sentadas. Se suele asumir, por ejemplo, que todo el mundo sabe quererse. Y no. En Hombres que caminan solos, Carnero alumbra relaciones reales. La de un padre y un hijo que no hablan demasiado pero —a su manera— se entienden. Que no saben amar pero —también a su manera— aman. La de un hombre y una mujer, movidos por el más primario de los deseos pero incapaces de amarse en el sentido sentimental y estricto de la palabra. La del mismo hombre y otra mujer, de rostro difuso y existencia quién sabe si real o no, que representa por un momento la conjunción absoluta del mundo. La de tres hombres que apenas se conocen y forman una especie de tándem vital. También, claro, la de un hombre consigo mismo. 

Un diálogo sobre la fragilidad masculina, los sentimientos mudos y el temor a pronunciar ciertas cosas en voz alta. Eso es Hombres que caminan solos. «Me resistía a pedir ayuda. Creía que haciéndolo renunciaba a ser hombre (…) Los hombres tenemos que seguir siendo fuertes, autónomos, poderosos, competitivos. En eso nos han educado. Pero ¿no es eso acaso una terrible esclavitud? Así, ante la vulnerabilidad que provoca una depresión, no sabemos cómo reaccionar». Una revelación entre cientos. Un detallado viaje por las cuestiones más recónditas de la existencia. A través de los ojos del autor, que son a su vez los del narrador y los del protagonista, por los miedos, incógnitas e inseguridades que —sin excepción— todos hemos agarrado o tocado alguna vez con la punta de los dedos. 

También una expedición por ciertos conceptos como la soledad, la tristeza o el duelo. Desde una narrativa distinta. Desde dentro. «Como los perros con los ultrasonidos, los humanos captamos la tristeza. Por ese motivo, no es algo que se pueda ocultar fácilmente, y tampoco es algo que nos guste: todos huimos de la tristeza como de la peste. Debe ser contagiosa. En realidad, lo es. La tristeza es la gran peste de nuestro siglo». Inicios. Viajes. Personas. Finales. Las reflexiones del autor —tan profundas como íntimas— que se cuelan entrelíneas y extienden por toda la novela, empujan al lector a inmiscuirse en un mundo abstracto, a menudo menos explorado, en el que no queda otra que jugar a cuestionárselo todo. «A veces necesitamos eso: algo que nos encienda». 

Yo, que nunca me sentí parte de nada, por un breve momento me sentí parte de algo. Y supe que no se volvería a repetir; que ese mundo agonizaba, y que el mío, individualista y ajeno a todo ese tipo de lazos ancestrales, no me iba a brindar oportunidades de sentirme parte de nada. Mi mundo estaba en alguna red social, en un vagón del metro o entre la multitud de un concierto, pero nunca más en un lugar como ése. Y no iba a estar allí, no porque no quisiera, que puede que también, sino porque, sencillamente, ese mundo había dejado de existir. 

La de Carnero es la buena literatura. La que te cuenta cosas de ti mismo que no sabías. La que te dibuja. Es de ese tipo de juntaletras que construyen historias que te hablan directamente. Que te cogen del pescuezo, te sacuden y te obligan a escucharte. Algo que, por cierto, ya dejó latente en su primera novela, Ama.

En esos momentos caigo en la cuenta de que lo que me sucede es que no quiero curarme, de que estoy bien así; porque conozco las paredes, los límites y el contorno de ese miedo en el que habito y que, por tanto, al conocer el territorio, estoy en un lugar seguro. Puede que sea un acto egoísta, porque la gente que me rodea sufre. Pero lo cierto es que tan sólo ha sido así, en ese estado, en este incierto lugar donde he podido ofrecer algo de valor a los demás. No he sido capaz de ofrecer amor de otro modo que no fuese escribiendo.

Bajar a los infiernos y subir para contarlo. Es justo lo que hace Carnero en su última novela. Viajar por una oscuridad, la suya, que no se aleja demasiado de la nuestra; sentirla y servirse de las letras para conjugarlo todo. Porque «la tristeza—concluye—es un terreno fértil». Entre tanto, una labor de acompañamiento. Para que todos aquellos que, por lo que sea, caminan, respiran o vibran como él, se sientan comprendidos y, sobre todo, menos solos.  

Bajar a los infiernos y subir para contarlo

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