Cine y TV

Esos latin lovers descerebrados

Antonio Banderas latin lover
Desperado,1995. Fotografía: Columbia Pictures. latin lover

«Soy Juancho y vengo de Guatemala» fue todo lo que alcanzó a decir. Le estaban sometiendo a ese cruel ritual diseñado para cualquier prepúber que aterrice en un centro educativo nuevo, y se tenga que iniciar en eso, su nueva condición: «el nuevo». La profesora le hizo levantarse en mitad del aula, conminándole a contar «algo sobre él». El chaval hizo chirriar la silla al incorporarse, esbozó una sonrisa y dijo su nombre y su procedencia, mientras un marasmo de fieras cerraba la boca y abría los ojos para escrutarle al milímetro. Las mismas deportivas Nike hipercamarizadas que ellos. Los pantalones de chándal que allá por aquellos noventa eran colectivamente aceptados como prenda de vestir válida sin que se derivase de ello ninguna actividad física ni nadie se cuestionara la función exacta de aquellos corchetes. Pulseras de plasticorro coloreado y una camiseta desteñida intencionadamente por vaya usted a recordar qué corriente estilística. Aun así era exótico, para algunos el primer ejemplar de humano sudamericano que habían visto en su todavía corta vida. 

«Preguntadle cosas para conocerle mejor», invitó de nuevo la docente, en un desarrollo más o menos lógico de los acontecimientos, que continuó con el despertar del cuchicheo tontísimo y el murmullo machacón clásico de las crías en vías de civilización. El único adulto de la sala tomó la iniciativa: «Bueno, Juancho, ¿en tu país ibas al colegio?». 

Tadúm plas. 

Y así es como se introduce un prejuicio: con seis palabras y dos estruendosos interrogantes. Una treintena de niños acababa de recibir su primera lección sobre la realidad social no ya de un país, sino de la mitad de todo un continente (reconozcamos que en eso de tomar la parte por el todo no hemos evolucionado tanto desde los noventa). Que los niños, al otro lado del charco pero para abajo, vivían en una especie de neorrealismo italiano donde corrían descalzos por carreteras sin asfaltar, ajenos a las multiplicaciones y quebrados porque lo de buscar mendrugos para la cena lleva lo suyo. Ciudad de Dios no se rodó hasta una década después, pero creo que me siguen. Detengan las fanfarrias los lectores sensibilizados con los aprietos del sector educativo: no criminalizaremos a aquella maestra amojamada que no tenía la corrección política demasiado de su parte. Porque la recua de infantes también contribuyó con su granito de arena topiquísimo a la escena. La batería de preguntas siguió más o menos así:

«¿Has cazado serpientes? ¿Sabes luchar?», le inquirió el bruto oficial, quizás sorprendido por la estructura más bien endeble del «nuevo». A saber cómo se las componía en un entorno de guerra de bandas y fieros animales tropicales. Lección dos: Sudamérica son hostias y palmeras. 

«¿Cómo os organizáis tú y tus hermanos para ir al baño?», preguntó una niña, demostrando un interés evidente en la intendencia de las familias numerosas como la que, sin asomo de duda, tenía «el nuevo». Sucede que Juancho era hijo único y disponía de dos baños completos en su hogar, pero oye, los prejuicios están para lo que están. Lección tres: los sudamericanos paren como conejos. 

«¿Sabes quién es Ikki de Fénix?», cuestionó otro, tratando de asegurarse de que Juancho vivía en una especie de páramo selvático donde nadie había oído hablar de Los Caballeros del Zodíaco, aniquilando así cualquier riesgo de que le disputase su personaje en el cosplay del recreo. Lección tercera: en Sudamérica tienen un consumo cultural limitadito. 

«¿Nos enseñarás a bailar?». Mentiría si digo que recuerdo qué actual integrante del cuerpo de baile de Noche de fiesta formuló la cuestión, aún ignorante de que Juancho tenía dos pies izquierdos y una escasa voluntad en las caderas. Lección cuarta: los sudamericanos llevan el ritmo en las venas. 

Una fila más atrás, otro indagó si era conveniente preguntarle si su padre estaba o había estado en la cárcel. «No, porque como se lo cuente vendrá y te matará», le disuadió el más hábil de la pareja. No hace falta poner por escrito la sexta lección sobre las armas de fuego. 

Me detengo aquí. No voy a extenderme en cómo la clase de 4.º C fue contradiciendo sus ideas respecto a Juancho, nombre real. Les ahorro la descripción de cómo el crío se quedó paralizado, con una expresión perdida en la cara ante semejante interrogatorio, no vayamos a convertir esto en un culebrón costumbrista con aderezos de drama social. Tampoco incidiremos en la situación socioeconómica de aquellos gañanes de colegio bien, o casi bien (de los que ya no daban reglazos en las uñas porque, oye, la democracia, pero junto a la cruz colgaban oraciones de ese hippie San Francisco De Asís, precursor del nudismo y del PACMA). Baste con descargarles de responsabilidades, y constatar que todo aquello era bastante lógico. Porque a los once años los niños tienen la culpa de pocas cosas, mucho menos de los estereotipos que anidan en su cabeza en construcción. 

Pero ya que esto va de tópicos, apelemos al más gigantesco de todos: la culpa era de la televisión. Para nosotros, tiernas crías adocenadas por el luminiscente electrodoméstico en una España que estaba empezando a invertir las tornas de la emigración, Sudamérica eran los personajes latinos. Eran el Slater de Salvados por la campana, el Power Ranger rojo y todos los malhechores de El equipo A, que una vez por capítulo liaban una bien gorda para conseguir no se qué arsenal de armas y acabar con las manos en la espalda bramando «venganza». Además, todos provenían de un mismo lugar, o eso creíamos, en parte gracias a la invención de esa herramienta de doblaje conocida como el «español neutro» con la que nos llegaban no pocas series de televisión. Un acento y una dicción idénticas, que además de uniformar a una variopinta mezcla de giros lingüísticos, reforzaban la idea de que Puerto Rico y Bolivia debían estar bastante cerca porque sus ciudadanos hablaban exactamente igual. Con acento de un lugar que no existe. En resumen: si creíamos que los latinoamericanos eran esencialmente fornidos, pobres, turulatos, salerosos y seseantes fue porque los dibujaban así. 

Tadúm plas, de nuevo. 

Por fortuna crecimos, y ahora vivimos en un mundo globalizado en la que el mexicano Gael García Bernal gana Globos de Oro protagonizando series de relumbrón para Amazon y sus compatriotas González Iñárritu y Alfonso Cuarón se hinchan a Óscar sin que se les mueva una greña. Lo mismo que Sofía Vergara, musa y diva y multipremiada y actriz respetadísima aunque sea sudamericana. Y Jennifer López, qué te voy a contar, que still, still Jenny from the block. Los escasos intentos de uniformar al continente son los de aquellos que, por confirmación de Miami, nos hacen creer que desde Venezuela hasta El Salvador las innovaciones gastronómicas se reducen al arroz con habichuelas. Pero ya no cuela. 

Bueno, igual sí. 

Prejuicio latin lover
West Side Story, 1961. Fotografía:Mirishch/ Seven Arts/Beta/United Artist/MgM.

Del chiste y el latin lover de la infrarrepresentación

En un análisis fugaz —y por fuerza superficial— cualquiera suscribirá que el retrato actual de los latinos en televisión tiene poco que ver con la que nos llegaba hace un par de décadas. Echando unas gotas de cinismo al asunto, podríamos rememorar cómo, el ineafable y citado Slater protagonizaba parlamentos de lo más conciliador: «¿Has oído hablar del movimiento por los derechos de las mujeres?», le apelaba Jessie, su amigovia de Bayside. «Claro, pero haz algo bonito y muévete hacia la cocina», respondía, articulando la abertura dentada que delimitaban sus hoyuelos de dos metros cuadrados. El jolgorio pretérito ante la escena lo subrayaban las risas enlatadas, pero hoy esto sería difícilmente digerible. Por no mencionar esa asociación automática de ser latino y de vestir obligatoriamente camisetas de tirantes con los pezones a la intemperie. Y así hasta un millón de ejemplos, solo tienen que echar la vista atrás, y convendrán que, en efecto, los personajes latinos entonces eran dibujados como un cruce terrorífico entre un Chayanne revientapistas, un Bruce Lee ultrabronceado y rompenucas, un traficante despiadado y un poto (por la ausencia de entidad de sus roles) muy mujeriego. De ellas, lo que se figuran: toda una colección de chachas, de vecinitas cachondas con escotes abisales, adictas al brilli brilli, los decibelios y los crucifijos, representantes de cualquier placer carnal que se les pase por la cabeza. Lo de la sangre caliente y todo eso. 

Se estarán preguntando qué pasa con las telenovelas, porque ahí sí había chicha, de la obvia, pero también narrativa. Descuiden, estamos al tanto de la omisión. Lamentablemente quedan al margen de esta discusión, porque como hemos advertido en el párrafo invisible línea cero, nos centramos en las producciones fundamentalmente estadounidenses.

No es por capricho, ni porque reconozcamos sin pudor nuestra condición de invadidos culturales, sino por pura y dura lógica. ¿Dónde está el mayor capital de ficción, la industria con capacidad de moldear los estereotipos sociales que la componen? EE. UU., nos pese o no, sigue siendo el mayor espejo del mundo, el que reflejar a mayor cantidad de población y proyectar esa imagen allende los mares hasta, por ejemplo, un colegio franciscano con cero nociones sobre las infrarrepresentaciones de las minorías. 

Los latinoamericanos no se veían reflejados, sino distorsionados, y no dirán que sin razón. Salían bastante feos en la foto, como simplificaciones vergonzosas y representantes de escalafones más bajos de una sociedad de la que (al contrario que nosotros) no eran solo espectadores, sino integrantes. En la década de los cincuenta, los latinos suponían el 4 % de la población de EE. UU. y hoy son más del 17 %, unos sesenta millones de personas. Pero ¿saben qué? En ambas décadas están igual de mal representados. No, no había que esperar a que la situación se «normalizase» por sí sola. 

No lo decimos nosotros, lo afirman las conclusiones de un informe llevado a cabo por el Centro de Estudios de Etnia y Raza de la Universidad de Columbia, titulado «The Latino Media Gap: A Report on the State of Latinos in U.S. Media». En él exponen cómo en 1950 los latinos alcanzaban el 3,9 % de los papeles protagonistas de las series líderes, y el porcentaje se mantiene hoy exactamente igual. El director del estudio Frances Negrón Muntaner, también director de cine y profesor de Columbia, era de los que pensaba —posiblemente como usted y yo— que las cosas habían avanzado más en las últimas décadas, y posiblemente se aferraba a los premios a Cuarón y Vergara para refrendarlo. Pero no. 

Los latinoamericanos siguen saliendo feos en una foto de 2016, en un retrato que básicamente reproduce las lecciones aprendidas por aquella clase de cuarto de primaria. Son delincuentes en su mayoría, dado que el 24,2 % de los criminales que vemos en pantalla tienen estos orígenes. Y si no lo era, estaba en ello: el estudio detalla cómo, por citar un ejemplo, en la serie The Big Bang Theory, la mitad del tiempo que un latino está ante la cámara, es un criminal en potencia. En el caso de ellas, se confirma también que son máquinas de parir y de lustrar loza: desde 1996 las mujeres latinas han copado el 70 % de los papeles de criadas de las series de televisión, con un porcentaje de hijos siempre superior a los tres vástagos por familia. 

Los motivos de esta representación estereotipada no son ningún secreto, aunque el estudio hace bien en enfatizar lo obvio: manda quien está al volante, y en la cúspide televisiva los blancos siguen siendo los amos del corral. Un montón de hectáreas de ombligo, si las cuentas. Durante el período analizado solo el 2 % de los mejores directores eran latinos, y entre los productores eran apenas un 3 %. Los guionistas no llegaban al 6 %. Ni uno solo de los CEO tenía orígenes (y esto incluye ascendencia) latinoamericanos. En cuanto a las posiciones ejecutivas, solo Nina Tassler de CBS rompía el esquema: era la única mujer latina que presidía una cadena de televisión. 

Prejuicio
Machete Kills, 2013. Fotografía: Vértigo Films.

Ya se habrán dado cuenta de que hemos llegado a un callejón sin salida y a una conclusión bastante ramplona: los latinos están infrarrepresentados en la pequeña pantalla porque su integración aún no les ha hecho escalar hasta los puestos de decisión. Será cosa de esperar a que se complete el proceso de asimilación social de esta minoría en EE. UU., y vaya consecuentemente conquistando espacios de poder. Y a otra cosa, mariposa. 

Ahí está ese dictamen para el que lo quiera, pero que la instantánea de la televisión de 1950 sirve para representar también la realidad de 2016, sugiere algo nada esperanzador. Y no es por marear con cifras, pero tiene pinta de que más de sesenta años después algo debería haber cambiado ya o definitivamente aceptarse como anquilosado. Encomendárselo todo al paso del tiempo quizás —y solo quizás— es un poquito utópico. 

Sucede con las reivindicaciones de las minorías algo bastante cansino, y bastante cagalástimas. El equivalente al «¿y Paracuellos, qué?» de las tertulias. ¿Y los chinos, qué, cómo están representados? ¿No es verdad que aparecen siempre como seres ladinos y se abusa de las tramas de tríadas? ¿Me va usted a negar que los indios también están infrarrepresentados y estereotipados? ¡Si siempre son genios informáticos y comen curry sin parar! Oiga, ¿y los negros que comen pollo frito? También son mayoría en la televisión, ¿no? Y así en una cadena sucesiva de categorías en las que se nos ocurra empaquetar a los individuos de carne y hueso en función de su procedencia. 

Sí, querido lector. Posiblemente ellos también son víctimas del cliché, que como nos decía un entrañable profesor universitario es «una cosa chiquitita que todo lo impregna y de la que pocos se libran». Los ciudadanos de Sri Lanka, de la Laponia occidental o de las islas Sándwich es improbable que den saltos de alegría cuando se alinean los astros y un personaje con su mismo pasaporte se asoma por la pantalla en una producción estadounidense. O un zurdo, tanto da. Pero si estas poblaciones se independizaran de EE. UU., ninguno de ellos supondría por sí solo la decimocuarta economía mundial. Los latinos, sí. 

Ni el estudio ni nosotros estamos negando el surgimiento de personajes sudamericanos, centroamericanos o caribeños que refuerzan los roles positivos del colectivo, o que arañan protagonismo a sus compañeros más blancos. Jane the virgin sirve como ejemplo, e incluso Eva Longoria en Mujeres desesperadas. Pero no citen al Demián Bichir de The Bridge (policía corrupto con vínculos con el narcotráfico) ni al asesino sociópata (y corrupto, once again) que encarnaba Jimmy Smits en Dexter. Y ni mentar Narcos. «En la televisión, los latinos continúan siendo representados como criminales, ilegales y trabajadores del hogar», dice el estudio. 

Haga el experimento, y pregunte a un niño de once años qué es lo primero que se le pasa por la cabeza cuando le presentan a un subsudanés. O a un kazajo. Posiblemente sus preconcepciones tengan poco que ver con la caja tonta, y mucho más con otra serie de factores. Y, ahora que ya tiene más compañeros como Juancho, traslade la pregunta y cuestiónele por los latinos. Esperemos que no quede atrapado en una sorprendente paradoja temporal que le devuelva al inicio de este texto. O lo que es peor: a 1950. 

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9 Comentarios

  1. Juancho Talarga

    Muy bueno, aunque Guatemala es parte de América Central, no Sudamérica.

  2. Es muy decidor que un artículo sobre este tema diga que Guatemala está en Sudamérica y que los guatemaltecos, Slater (estadounidense ¿de origen puertorriqueño?) y el segundo Power Ranger rojo (¿estadounidense? de origen puertorriqueño) son sudamericanos.

  3. ¿decidor? Supongo que quiere decir «elocuente» o «significativo»

    • Quizás tu comentario también es decidor…

      No, no quería decir ni «elocuente» ni «significativo», sino «decidor». Las tres palabras están relacionadas en mi habla, pero no son intercambiables.

  4. Guatemala es Centroamérica, no Sudamérica.

  5. «Subsudanés»… Deben ser los habitantes de la recién nacida nación de Sudán del Sur. Total, el caso es no escribir «subsahariano».

  6. Me gustaría echarle la culpa a EEUU de que exista el «castillian Spanish» para Hollywood. El castellano estándard es ya una realidad para el infrasubvencionado Instituto Cervantes que enseña a los extranjeros el castellano del Oso Yogui, que tanto despreciaba el norte, para luego echar pestes de la ídem porque el andaluz no lo entiende. Los sindicatos de actores de doblaje han hecho tanto daño que en España se ha estandarizado la dicción de Teladiario para ricos, pobres, latinos, wasps y todo pelaje, sea el personaje original escocés, neoyorquino o de Burgos. Nos han imbecilizado el oído porque a pesar de las serías dificultades con dialectos de nuestro propio idioma, en fin de año nos creemos con la habilidad de aprender inglés y luego abandonamos las clases antes que el gimnasio. Estados Unidos no tiene la culpa de esto y el Cervantes tampoco. Son los lingüistas eventuales que cada ignorante lleva dentro, un nacionalismo que no paramos de indultar.

  7. Canastos!

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