Sociedad

Rehiletes de la memoria y el deseo

rehiletes de la memoria y el deseo

Comenzaré admitiendo que soy una lectora empedernida de prospectos y libros de instrucciones. Jamás se me ocurriría tragar ni una aspirina sin estudiar escrupulosamente su composición, los males que remedia, la posología debida, las contraindicaciones y los posibles efectos adversos. Tampoco tengo la osadía de poner en marcha ningún electrodoméstico sin aleccionarme antes sobre su montaje, limpieza y mantenimiento. Ya puede ser el cacharro un simple molinillo de café, repasaré con deseo el manual de uso de cabo a rabo.

Algunos de los escribas sentados que redactan esta literatura performativa son los mismos que convierten en un reproche a mi disciplinada obediencia la exhibición de su indómito espíritu: suelen meterse una sobredosis de ácido acetilsalicílico sin conservar a mano el folleto con el teléfono del Servicio de Información Toxicológica y utilizan el molinillo contra el dictado de las convenciones para fabricar azúcar glas. Ellos, disidentes de pega y profesionales de la hipocresía, dicen vivir en un lado salvaje; el resto sobrevivimos, más o menos complacidos, mejor o peor instalados, en lo correcto, que es la verdad suprema de la aspirina y el molinillo de café, de las farmacéuticas, las autoridades sanitarias y la industria de los electrodomésticos.

Al fin, nadie se revienta la tapa de los sesos para curar un dolor de cabeza y siempre se presenta la excusa de una mañana de lunes para apretar el botón que arranca las aspas del molinillo de la semana. Tal vez lo único que nos cabe hacer, mientras embuchamos la aspirina con un sorbo de café, es leer concienzudamente los prospectos e intentar decodificar el lenguaje con el que el poder nos convence de que lo realmente existente es lo necesariamente existente. Solo así, avisó Manuel Vázquez Montalbán, se abrirá el minúsculo resquicio que permite atisbar que el mecanismo de nuestro molinillo y demás aparataje no es tan evidente e inofensivo como quiere aparentar, que la aspirina que nos recetan no será capaz de anestesiar el deseo de encontrar el octavo día de la semana. 

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Ni el jerez dulce de los falangistas con mala conciencia, ni el whisky del Imperio con la buena conciencia hegemónica. Los buscadores del octavo día bebían ginebra. Giró o Larios fueron las ginebras de Jaime Gil de Biedma y su quinta, aunque Manuel Vázquez Montalbán creía bien posible que alguna otra, menos plebeya, también hubiese entrado en el tubo de sus vasos, sin llegar a estropear la metáfora ideológica y la drogadicción literaria. Lo que no sospechaba era que estaba a la vuelta de la esquina el día en que los sibaritas de la verdad única y obligada se iban a apropiar también del alcohol que inflamaba la conciencia crítica de quienes vivieron el presente como inquisición y sabían que la semana no tiene más que siete días, pero que perseveraron en el autoengaño. Los apóstoles del fin de la historia consuman el desprestigio de la razón utópica: habían arrebatado a los resistentes el panfleto y la poesía; ahora, en el último embate, la copa de la mano. Los gin tonics con carambola y physalis desactivaron la metonimia: no hay quien reclame aquellas ginebras domésticas, ni quien entienda una línea del elogio sentimental de la Bombay que escribió Vázquez Montalbán. Así las cosas, vamos olvidando que se puede beber para recordar y a quien recuerda, a quien dice haber visto a Ionesco caminando por el bulevar de Montparnasse, agarrado a dos botellas, una de Gordon’s y otra de gaseosa, lo despachamos con un gesto displicente de inmenso aburrimiento.

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Ya no sabemos emborracharnos como los poetas. Lo hemos olvidado, como todas las heterodoxias beodas de ginebra. Restalla una reminiscencia cuando Robe Iniesta abandona su blando romanticismo transanarquista para escribir:

—Manué… 

  —¿Qué pasa? 

  —¡Qué pena que nadie nos fusile al alba! 

  —Puto revolucionario de los cojones… Ya me has jodido la tarde. 

  —¡Que te den por culo! No entiendes nada.

Que conste en la crónica sentimental de estos tiempos, siquiera en una nota a pie de página, como la última pavesa que salta de los rescoldos, la nostalgia incorrectísima de la noche del que se sabe condenado a muerte. Nos han extirpado la memoria de nuestra derrota, la conciencia de perdedores. No se presenta el pelotón que nos debería ejecutar y basta su incomparecencia para sentirnos integrados en el happy end que decreta la logística mediática, económica y antidisturbios. La historia se ha detenido y el calendario se ha quedado anquilosado en un mes que no es el mes en el que se asaltan los palacios de invierno, como descubre el Groucho Marx de Cuestiones marxistas:

—¿Estamos en octubre?

  —No.

  —Qué pena.

Sin historia, sin memoria, no es posible la revolución del deseo. Cómo no tender los brazos al cielo surcado por drones, agradecidos y felices, porque nos disparan un paquete de Amazon y no un misil. 

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Los simios de este planeta no estamos apenados, ni queremos. Así que no venga a jodernos la tarde un puto revolucionario recordándonos lo que pudo ser y no fue, lo que podría ser y no será. Dicho de otro modo, con la asepsia del artículo 17 del Plan Zonal Específico de la Declaración de Zona de Protección Acústica Especial: los intérpretes han de ser «aptos para animar o entretener al público, sin molestar». 

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La memoria, erradicada por el bisturí de la lobotomía, es sustituida por la nostalgia que pone a Vickie el Vikingo a vender planes de pensiones y que da un encantador toque vintage a todo lo que manosea, ideal para los hogares posmodernos e indescriptible excepto para el sarcasmo destripador de un tal Jack el Decorador. Sus remedos más exitosos son los artefactos pop-up y pop-art, por ejemplo, Lady Gaga disfrazada del cadáver de Marat en la bañera (vía @Jacques-LouisDavid). El deseo, una vez exterminado, es suplantado por un letárgico subproducto: los sueños. Y ya se sabe: «No tenemos sueños baratos». Tal es la suficiente evidencia que proclama el negociado estatal de Loterías y Apuestas. Sin memoria y sin deseo, el presente perpetuo de indicativo se convierte en el limbo donde viven suspendidos seres sin identidad, precarios avatares entregados al imperio de la doble verdad, la doble moral y la doble contabilidad, sincronizados con la perfecta ironía del lema que publicita relojes: «No es lo que tengo, es lo que soy». 

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«Dicen que cada persona es un mundo. No te engañes. Ser único es una cualidad que pocos alcanzan y que va estrechamente ligada a la actitud y a una marcada personalidad. Es encontrar la brecha a todos tus miedos sin importarte el qué dirán. Nutrirte de los cambios y verte arrastrado por un impulso hacia tus objetivos. Es ser uno mismo con todas sus consecuencias. El Singularista tiene un look inimitable, sigue la moda pero huye de los convencionalismos. Acierta fusionando tejidos estampados y colores, reinventando así al clásico gentleman. Un Singularista absorbe y reinterpreta los movimientos culturales pasados y presentes y los toma como una fuente de inspiración ilimitada. Al Singularista le gusta arriesgar para ganar. Disfruta de su profesión que vive con ambición y superación constante. Y tú, ¿eres Singularista?». No, Rochas, apesto: soy la clásica gentlewoman uniformista que sueña con travestirse en el clásico gentleman singularista.

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El rehilete solo menea un poco el aire envenenado, ventila el ocio de la mala y falsa conciencia burguesa. Cada vuelta es más floja. Está ya a punto de detenerse. Mientras, el monóxido de carbono hace su dulce trabajo. Así sea: agonizar bajo el filtro embellecedor de Instagram y morir sin aceptar la insuficiente evidencia, refrendada por la última bancarrota, de la ilusión integrada. 

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Este mensaje se autodestruirá en diez segundos. Diez… nueve… ocho… siete… seis… cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡Snapchat!

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