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Cuadernos de delicada locura (1)

Cuadernos de delicada locura
Sylvia Plath. (DP)

El detective de homicidios Somerset, de la policía de Nueva York, entra en una habitación. Las paredes están ocupadas por estanterías que llegan hasta el techo. En ellas se apilan miles de cuadernos. Somerset coge uno. Portada sin etiqueta. En el interior se apelotonan las frases escritas a mano, diminutos y borrosos dibujos y fotos pequeñas, aparentemente recortadas de la sección de contactos del periódico. Los dibujos, imágenes y textos ocupan cada pulgada de las páginas. Somerset toma otro cuaderno y lo hojea. Igual que el primero, lleno hasta el borde. Somerset se acerca a otro estante y saca otro cuaderno. Lo mismo. El detective mira a su alrededor. Están en el domicilio del asesino. Su compañero, el detective Mills, entra en el cuarto.

Se han cometido tres asesinatos brutales. Hay un hilo que une los crímenes: están inspirados por tres de los siete pecados capitales. Los detectives comprueban que los cuadernos no contienen fechas o lugares ni están ordenados según criterio alguno. Todos son iguales y no tienen etiquetas identificativas ni nombres; cada uno de ellos tiene aproximadamente doscientas cincuenta páginas. Tres agentes uniformados entran en la estancia. Somerset abre otro cuaderno y lee en voz alta:

Somos marionetas enfermizas y ridículas. Bailamos en un pequeño y asqueroso escenario. Nos divertimos, bailando y follando. Nadie cuida del mundo. No somos nada. No somos lo que se había pretendido. 

La forma inconexa, la falta de sentido en las anotaciones y, sobre todo, la cantidad de cuadernos a leer, hace imposible encontrar en ellos alguna información útil que ayude a detener al criminal y a evitar los cuatro nuevos asesinatos que casi con seguridad se producirán en los próximos días. 

Esta escena pertenece a Seven, película que fue dirigida por David Fincher y se estrenó en 1995. El guion es obra de Andrew Kevin Walker. El papel del serial killer (que se hace llamar «John Doe»; nombre que se pone en Estados Unidos a los cadáveres no identificados) lo interpretó Kevin Spacey. Morgan Freeman y Brad Pitt se metieron en la piel de los detectives Somerset y Mills.

II 

La poeta Sylvia Plath, desde muy joven, fue consciente de que dentro de ella habitaba una sexualidad exigente, siempre presente y capaz de arrastrarla a situaciones que se podían escapar de su control. Se sabía atractiva para los hombres y conocía su necesidad de tenerlos cerca. Tenía claro que para su vida solo había dos caminos: el de la esposa y madre respetable o el de mujer descarriada y abandonada a las pasiones de la carne. El 17 de julio de 1952, con diecinueve años, escribe en su diario: «¿Cuál de las dos cosas…? ¿La dama o el tigre? En diez años lo sabremos».

Poco antes de casarse, tras pasar un día en la playa, escribe en uno de sus cuadernos:

Era tal el calor que desprendía la roca, un calor tan áspero y confortable, que sentí que podía ser un cuerpo humano. Quemando a través del tejido de mi traje de baño, el inmenso calor se irradiaba a través de mi cuerpo, y mis pechos dolían contra la dura piedra plana. Un viento salado y mojado sopló humedeciendo levemente mi cabello. A través de mi pelo brillante pude ver el azul centelleo del océano. El sol se filtraba por cada poro de mi piel, saciando dentro de mí cada fibra quejumbrosa de una gran paz dorada y resplandeciente. Estirándome sobre la roca, tensaba el cuerpo y luego lo relajaba. Como sobre un altar, sentí que el sol me violaba deliciosamente; me llenaba y me completaba con un ardor que procedía del impersonal y colosal dios de la naturaleza. Cálido y perverso era el cuerpo de mi amante debajo de mí. Y la sensación de su carne tallada era diferente a cualquier otra —no era suave, ni maleable, ni mojada con sudor, sino seca, dura, suave, limpia y pura.

Sylvia Plath intentó suicidarse por primera vez cuando tenía diecinueve años. Desde los once escribía un diario. La escritora nacida en Boston pasó la mayor parte de su vida luchando con la enfermedad mental. En las páginas de sus cuadernos se reflejan sus depresiones, sus problemas matrimoniales, su intensa libido y los altibajos de su trabajo como escritora. Pero también hay espacio para su amor por la cocina y por la comida. Llama la atención que entre páginas que describen descensos a los más profundos infiernos de la mente o reflexiones de una gran inteligencia sobre su obra o sobre el papel de la mujer en la sociedad, se encuentren otras en las que con detalle se habla simplemente de la comida.

Me lo pasé de maravilla comiendo mis primeros caracoles, ostras, gambas y probando los vinos y todo el maravilloso mundo de neón de ladrones y millonarios. (13/12/54)

Como un huevo para el desayuno, luego subo y trabajo, y bajo al mediodía para hacer una gran comida caliente para Susan, Frieda y para mí, que comemos sentados en la alegre sala de juegos. Luego trabajo. Después de una hora de descanso, una taza de té con Susan, y antes de darme cuenta, los bebés están en la cama. (25/10/62) 

El 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath dio los buenos días a sus hijos (de tres y un año); bajó a la cocina, preparó el desayuno para los niños, abrió el gas y metió la cabeza en el horno. Tenía treinta años. 

El poeta Ted Hughes fue responsable de la primera edición (1982) de los dietarios de Sylvia Plath, su mujer. Hughes reconoció que había eliminado numerosas entradas y que de los cuadernos escritos entre 1957 y 1959 no había incluido nada. En el prólogo explicó que había destruido el último cuaderno, el redactado poco antes del suicidio de su esposa. Lo hizo —argumentó— para evitar que sus hijos lo leyeran y por su propia supervivencia. «Necesitaba olvidar», escribió.

Cinco años después de la muerte de Plath, Assia Wevill, amante de Ted Hughes, se quitó la vida de la misma manera, dejando el gas abierto. En esta ocasión, su suicidio ocasionó la muerte de sus hijas. Dejó una nota: «No se puede vivir con el peso del recuerdo de Sylvia».

Cuadernos de delicada locura
Una página de los diarios de Sylvia Plath. (DP)

III 

Cuando ya había cumplido los cuarenta y ocho años, André Gide se enamoró de Marc Allégret, un chico de dieciséis. Gide, por entonces, ya era un novelista de renombre en Francia. Continuaba casado con su prima Madelaine. El matrimonio nunca se consumó.

El muchacho era el cuarto hijo del pastor protestante que fue nombrado tutor legal de Gide al fallecer su padre. En su diario, el 1 de mayo de 1917, anota: «El placer de corromper es uno de los que menos se han estudiado; lo mismo pasa con todo lo que antes que nada nos apresuramos a censurar». En días sucesivos escribe sobre su estado de felicidad y sobre la calma con que disfruta su enamoramiento, pero lo hace de forma velada: «Me abstendré de hablar de la única preocupación de mi mente y mi cuerpo…» (19 de mayo). El 6 de agosto anota: «Cuento celosamente las horas que me separan de Marc». A partir de ese día comienza a utilizar los nombres ficticios de Fabrice (para él) y de Michel (para Marc) en sus cuadernos.

Gide había sido educado en una familia conservadora y pasó parte de su juventud obsesionado por la culpa y la responsabilidad. Con veintidós años conoció a Oscar Wilde en casa del novelista y poeta simbolista Henri de Regnier. Profundamente impresionado por el novelista británico, lo frecuentó durante las semanas siguientes. Dicho encuentro le hizo replantearse las normas de conducta que se le habían inculcado durante su infancia y relajar sus principios morales. «Wilde se dedica a matar en mí lo que me queda de alma con el argumento de que para conocer una esencia es preciso suprimirla», le escribe a Paul Valéry.

Gide y Marc viajaron juntos a Suiza. El 7 de agosto anota: «El temor de ver al adolescente crecer demasiado deprisa atormentaba a Fabrice sin cesar y precipitaba sus amores. Lo que más le gustaba de Michel era lo que aún conservaba de infantil, en su tono de voz, en su fogosidad, en sus mimos, todo aquello con lo que poco después volvió a encontrarse, loco de contento, cuando se tumbaron el uno junto al otro a la orilla del lago». Al final de su vida, Gide escribe a Maria Van Rysselberghe (su mejor amiga): «Solo dos cosas me han interesado apasionadamente: los muchachitos y el cristianismo».

Como cuenta Ignacio Echevarría en su bien documentado prólogo a la edición de los dos primeros tomos de los diarios de Gide (Debolsillo, 2021. Traducción de Ignacio Vidal-Folch), un amigo aconsejó en 1924 al escritor no publicar Corydon. En esta obra justificaba su pedofilia utilizando las prácticas sexuales en la Grecia antigua como argumento para recomendar las relaciones amorosas de adolescentes con adultos. La respuesta que dio Gide a su amigo fue: «Quiero silenciar a todos aquellos que me acusan de ser un mero diletante, quiero mostrarles mi YO real». El libro se editó y tuvo mucho éxito.

Ese afán de sinceridad presidió el proceso de escritura de los dietarios de Gide. En sus novelas, obsesionado por la forma y el estilo, perfeccionista por esencia, el autor se había acostumbrado a «escribir lento». Esa pausada elaboración de sus textos generaba buena literatura —Gide conocía su calidad—, pero restaba sinceridad a sus páginas. Para expresar su verdad, por cruda y escandalosa que fuera, se forzó a «escribir deprisa» en sus cuadernos. 

El 3 de junio de 1893, a los veinticuatro años, anota en su diario: «Mi eterna pregunta (y es una obsesión enfermiza): ¿puedo ser amado?». A su querida María Van Rysselberghe le confiesa que se siente un «hipócrita, que su necesidad de simpatizar con los demás lo lleva a adoptar las opiniones ajenas y terminar dando una engañosa impresión de consenso». Consciente de su inevitable impulso por agradar, conforme Gide avanzaba en la redacción de sus diarios se convenció de que la única sinceridad posible era la que salía de su pluma y quedaba impresa en tinta sobre las hojas de aquellos cuadernos.

En su novela Los falsificadores de moneda se puede leer, en el diario de su personaje Eduard (él mismo): «Este diario es el espejo que paseo conmigo. Nada de lo que me sucede adquiere existencia real hasta que no lo veo reflejado en él».

André Gide ganó el Premio Nobel de Literatura en 1947 y fue el único de los galardonados cuya obra fue prohibida por la Iglesia católica. Falleció cuatro años después, a los ochenta y un años, de una congestión pulmonar. En su lecho de muerte dijo: «Tengo miedo de que mis oraciones se vuelvan gramaticalmente incorrectas. Siempre se trata de la lucha entre lo que es razonable y lo que no lo es».

IV 

El domingo 13 de junio de 1937, el joven Tennessee Williams anota en su diario:

Me hubiera gustado ir a nadar, pero las viejas señoras no me han dejado salir a causa de mi nariz magullada. Enfadado y aburrido. ¿Terminaré como Rose? ¡Dios lo prohíba! Mi obra de teatro marcha de mala manera.

El 19 de noviembre de 1938, Williams acude con su madre a ver a su hermana Rose en el sanatorio mental donde está recluida. Describe la visita en su diario y añade en la misma entrada: 

Mañana voy al Club de Poesía. No he visto a nadie últimamente —vida tranquila tipo sonámbulo— ¡¿quizás tengo un toque de la enfermedad de mi hermana?!

Rose Williams fue diagnosticada de «demencia precoz» (denominación con que se llamaba en aquel tiempo la esquizofrenia) e ingresada en una institución psiquiátrica donde pasó el resto de su vida. Debido a su mal estado, en 1943 se le practicó una lobotomía prefrontal bilateral. Su hermana y su desequilibrio emocional inspiró varios de los personajes de las obras de Williams, entre ellos el de Blanche Du Bois, de Un tranvía llamado Deseo.

Durante la mayor parte de su vida adulta Williams temió padecer la misma enfermedad que su hermana y utilizó sus diarios para medir, para calibrar, qué cerca o qué lejos se encontraba su mente del desequilibrio.

Cuadernos de delicada locura
Una página de Tennessee Williams. (DP)

La expresión, «blue devils» (demonios tristes) aparece muy a menudo en las entradas de los cuadernos de Tennessee Williams. Estas dos palabras, popularizadas por los músicos de blues en sus canciones durante los años 30, pasaron a ser una señal en clave de que se encontraba decaído, triste o desmoralizado. Era un aviso de que el perro negro —como lo llamó Churchill— de la depresión podía estar cerca. El dramaturgo dejó constancia por escrito durante toda su vida de la presencia de los endemoniados e incómodos visitantes: «Un pequeño y salvaje blue devil ha estado conmigo todo el día» (31/08/36). «El blue devil se ha suavizado. Solo queda un pellizco en mi talón» (11/09/43). «Blue devils me amenazaron cuando llegamos a Barcelona, pero de momento se han dispersado» (1/08/54). 

Otras veces, cuando la depresión ya estaba presente y había colonizado su mente, el análisis intentó ser más concienzudo. El 29 de julio de 1951 anota en su dietario:

Finalmente conseguí dormir cerca de dos horas. Creo que hay alguna causa psicológica —más que física— en este insomnio. Aunque soy de naturaleza nerviosa, el insomnio nunca antes había mostrado esta forma. Aunque pienso que también puede haber algo de hipertensión. Creo que abandonaré Venecia mañana, lo veo todo a través de una neblina de enfermedad. ¿Cuál es el camino para salir de esto además del que no quiero tomar? ¿Hay algo más triste que lugares exclusivamente dedicados a perseguir el placer como este gran hotel estilo Miami Beach?

Esa misma madrugada (3 a. m.) vuelve a escribir:

He tomado mi primer Secconal hace media hora y estoy bebiendo un poco de whisky. Me siento relajado, pero no tengo sueño. Me pregunto si con un compañero de cama desaparecería esta extraña aflicción. ¿Y si volviera a mi casa y a mi familia? Voy a intentar usar mi inteligencia para analizar mi vida a través de estos días atormentados. Voy a ser razonable y paciente. Voy a comportarme como un adulto y no me dejaré arrastrar por la desesperación inútil por fácil y tentadora que sea. 

 En 1969, su hermano Dakin ingresó a Tennessee Williams en el psiquiátrico de Saint Louis (Missouri) durante tres meses para recibir tratamiento debido a su abuso del alcohol y otras drogas. 

Su exhaustiva vigilancia acerca de la enfermedad mental (su íntimo enemigo) llegó hasta el final de sus días. En las últimas páginas de sus memorias Williams escribe:

Creo llegado el momento de ponderar si soy o no un lunático, o si puedo ser considerado una persona relativamente cuerda. (…) Cordura y demencia son, en realidad, términos jurídicos. No me consta que el hoy legendario teniente Calley, símbolo de la desalmada brutalidad que tiñó de rojo aquella zanja de la aldea de My Lai (Vietnam) con la sangre de aldeanos indefensos, desde abuelos a bebés, haya sido declarado jurídicamente loco. (…) He hecho conmigo mismo el pacto de seguir escribiendo, ya que no me queda otra opción, tan arraigado está en mí como forma de existencia y de lucha, pero probablemente no volveré a meterme en más montajes teatrales.

Williams tenía entonces sesenta años (murió doce años después) y ya era un autor teatral reconocido en todo el mundo. Sus obras, entre las que destacan Un tranvía llamado Deseo, El zoo de cristal o La gata sobre el tejado de cinc caliente, fueron llevadas al cine e interpretadas por actores y actrices como Elisabeth Taylor, Paul Newman o Marlon Brando, lo que incrementó su fama.

(Continúa aquí)

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