Sociedad

Un hogar lejos de casa

Un hogar lejos de casa
Hayk Sukiasyan. Fotografía cortesía Fundación Juan March. Un hogar lejos de casa

Corría octubre de 2020 y Hayk Sukiasyán, un vio­lonchelista armenio de veintisiete años, se encontraba en Madrid cuando estalló la guerra de Nagorno Karabaj. La historia no tendría más recorrido de no ser porque Hayk compartía entonces trío con un violinista azerí y una pianista turca. Fue en la Escuela Superior de Música Reina Sofía de Madrid donde Izem Gürer, la pianista turca, el violinista azerí Kamran Omarli y Hayk coincidieron en el espacio y el tiempo por primera vez. Allí los quiso juntar el destino, y justo en vísperas de uno de los capítulos más amargos de su historia reciente: uno que segó las vidas de miles de jóvenes como ellos. ¿Qué opciones de sobrevivir podía tener un trío formado por músicos de países enfrentados entre sí? Pocos apostaron entonces por aquello.

Para este armenio de profunda mirada y un cabello con personalidad propia, la guerra ha sido siempre un estremecedor ruido de fondo desde el instante en el que llegó al mundo. Lo hizo en Ereván, justo cuando se apagaba la primera guerra de Nagorno Karabaj, aunque, recuerda, estaba muy protegido por la música que se escuchaba en casa. Ocho años más tarde descubrió que se dedicaría al violonchelo mientras cenaba con sus padres.

«Gracias por decirme lo que habéis decidido vosotros solos para mí, pero sin mí. ¿Y por qué el chelo?», soltó el chaval. «Porque es el instrumento más cercano a una voz humana», fue la respuesta de su madre. Hubo que esperar hasta su adolescencia para que Hayk agradeciera la decisión. Para entonces, tocaba música para sus amigos («mucho jazz y mucha música clásica») y escuchaba mil veces las grabaciones que llegaban a sus manos. Su vida sería muy distinta de no ser por toda aquella gente, la misma que le animó a subirse a un escenario en el extranjero por primera vez a la edad de quince. Fue en Alepo (Siria). Dos años más tarde habría sido ya imposible: la guerra que arrasaba el país también diezmaba a su arraigada comunidad armenia.

Lloret, Bilbao, Madrid

Hayk Sukiasyán es un armenio más de entre los veinte mil que se calcula que viven en España y de los millones repartidos por todo el globo. Con números que triplican a la población de Armenia de apenas tres millones, la diáspora es un colectivo con un gran peso específico en el país: son miles de millones al año en divisas e inversiones.

«En realidad, podríamos hablar de dos diásporas armenias: la oriental y la occidental», matiza Luiza Grigoryán, una periodista de veintiséis años afincada en Madrid. «La occidental es la que conforman los armenios expulsados por el genocidio y sus descendientes; la oriental es la que ha dejado el país por varias razones, sobre todo a partir de los años noventa, tras el colapso soviético», añade esta armenia que llegó a España a los siete años. Grigoryán apunta a diferencias entre ambas que empiezan ya en la propia lengua.

«Una de las prioridades de la diáspora occidental es mantener su variante, que está desapareciendo progresivamente», acota.

Y si los primeros arrastran aún el trauma del genocidio, la guerra que se vive hoy en Armenia y Nagorno Karabaj es la que marca las vidas de los segundos. Durante aquel otoño de 2020, la guerra en Artsaj —nombre que los armenios dan a Karabaj— retumbó en los oídos de todos ellos; también en los de Armen Knyazyán, un empresario armenio establecido en Cataluña que enfilaba hacia el Cáucaso para combatir. Semanas más tarde, su familia y miembros de la comunidad armenia lo despedirían en el cementerio de Lloret de Mar en un acto público. Fue un dron azerí el que acabó con su vida. Lo cierto es que cada uno hizo lo que pudo, y en la península hubo movilizaciones en Barcelona, Madrid y Sevilla a las que también se sumaron el músico Ara Malikián y el actor Hovik Keuchkerián. Hasta se llegó a cortar la carretera de La Junquera.

Aquí y allá se buscaba llamar la atención sobre la violencia contra los civiles en Nagorno Karabaj y también se llevó hasta el Parlamento catalán una campaña por el reconocimiento del enclave en disputa y la liberación inmediata de los prisioneros de guerra armenios. Mientras tanto, Nara Andreasyán, una enfermera residente en Bilbao, hacía acopio de medicinas y prótesis para enviarlas Karabaj porque, durante aquellas primeras semanas de la guerra, las bombas azeríes se habían cebado con los hospitales. Nara sigue sin bajar la guardia y ahora también trabaja para que jóvenes armenios puedan recibir formación sanitaria en España.

Muchas de esas iniciativas se articulan con la ayuda de la Unión General Armenia de Beneficencia (UGAB), considerada la organización más antigua de la diáspora armenia en todo el mundo. Su gente en Madrid organiza charlas, encuentros, cursos de formación e incluso aglutinaron fuerzas para realizar acciones diplomáticas o llevar a periodistas y diputados desde España hasta Karabaj. Hacían falta testigos directos (y externos) de todo aquello. Dirán Guiliguián, un treintañero nacido en Beirut que hoy coordina la UGAB en Madrid, insiste en que el reconocimiento de la República de Artsaj es clave «para proteger de la violencia a los civiles que viven en Artsaj». El alto el fuego oficial acallaba las armas tras 4cuarenta y cuatro días de horror, pero solo para devolver la región al fango de lo que había sido desde la disolución de la URSS. Es el conflicto abierto más longevo del antiguo imperio soviético porque el estatus político de Karabaj sigue sin resolverse, y sigue habiendo jóvenes armenios en las prisiones azeríes. Para el resto de los armenios de todo el globo, la sensación de que la pesadilla se puede volver a repetir mañana mismo no puede ser más angustiosa.

Estar sin estar

La primera iglesia armenia de España abrirá sus puertas en Benalmádena el próximo mes de abril y una docena de jachkares —esos monolitos labrados que son el símbolo nacional armenio— se reparten por Barcelona, Valencia, San Sebastián y el resto de la geografía española. Pero volvamos con las personas. Hayk Sukiasyán, el joven violonchelista, hace balance de una década, la última, en la que a muchos de aquellos amigos que dejó atrás solo ha podido ver online. Pesa, sobre todo, que el servicio militar siga siendo obligatorio en Armenia; no ha vuelto a Ereván desde hace ya demasiado. Su última visita fue en 2015 como solista de la Orquesta Joven de Bélgica. Recuerda un paseo por esas calles cuyos espacios verdes diseñó y mantuvo su abuelo, Samvel Avetisyán, durante la época soviética. También recuerda reencontrarse con el sabor del vino y el aguardiente caseros en la antigua fábrica de coñac Ararat, donde, tras un concierto en la sede de la Filarmónica de Ereván, les agasajaron con aguardiente, coñac y vino. El resto de los músicos no estaban acostumbrados a semejantes bacanales y la orquesta se convirtió en un grupo de zombis que volaba a Bruselas al día siguiente. El olor del coñac armenio queda indisolublemente asociado a aquellos días, lo mismo que el del lavash (pan) recién hecho le recuerda a su casa en Armenia o el del jash, una sopa tradicional, a la cocina de su abuela. Son esos aromas los que permiten al chelista recorrer los miles de kilómetros de distancia que lo separan de su tierra; el mismo de las comidas con colegas como Medea Abrahamyán, una célebre chelista armenia fallecida el año pasado. «Tuve la inmensa suerte de conocerla. Todo un repertorio de la música armenia para violonchelo ha sido inspirado por ella», dice Hayk, y se emociona.

«Soy un ausente en Armenia, pero allí quedan mis primeros diecinueve años de vida. Desde entonces, he hecho todo lo que he podido, pero no en el ejército, sino en el escenario, con el chelo». En cierta manera, tocar música armenia para el resto del mundo es una forma de justificar su ausencia. Ha tocado a Harutyunyán, a Lazar Saryán, Edgar Hovhannisyán, Aram Satián y, por supuesto, a Shostakóvich, «el Beethoven ruso». Se trata de que la gente conozca mejor la música armenia, de que esas piezas tengan vida propia, caminen solas y acorten distancias entre los pueblos. Precisamente, este año va a tocar música armenia en Madrid. Dice que la ciudad le inspira mucho, que está llena de energía, que basta pisar la calle para conectar rápidamente con la gente.

Como el resto de la diáspora, busca noticias de Karabaj y sabe que la guerra ha truncado vidas y familias y sigue afectando de cerca a muchos pueblos: «Cuando mucha gente ha sido torturada y asesinada sin ninguna razón, esta es la única realidad en esta guerra. No puedes acercarte a los territorios afectados por el conflicto porque puedes ser alcanzado por un francotirador. Entonces, ¿qué clase de paz es esa? ¿Quién la llama paz? ¿Para quién es? Ahora mismo se dispara y no se habla de una guerra, pero lo sigue siendo».

Respecto a aquel trío por el que nadie apostaba, acabó funcionando. La COVID-19 no ha ayudado, pero la pianista turca, el violinista azerí y el violonchelista armenio han seguido tocando juntos. «No fue fácil para nadie, ninguno de nosotros defendía lo que estaba ocurriendo. Al final, la música es conexión: no tiene nacionalidad, ni religión, ni color, pero a la vez lo tiene todo, y cada uno recoge algo diferente de cada pieza». Es una de esas pocas realidades que, continúa, puede hacer que las personas se unan en lo más elemental.

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