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Eduardo Álvarez Tuñón: «Si hubiera podido dedicarme exclusivamente a la literatura no hubiera condescendido al derecho»

Eduardo Álvarez Tuñón para Jot Down

A esa hora en la que los chicos salen de la escuela, las calles del barrio porteño de Belgrano se parecen a un pueblo manso, como de otra época. Son las cinco de la tarde y nos espera Eduardo Álvarez Tuñón (Buenos Aires, 1957) en su casa. Nos muestra la sala, el lugar donde escribe, las caricaturas que hacía su abuelo, la biblioteca con incunables: una vieja edición de la Divina comedia en su idioma original, las obras completas de Proust en francés, el sector de Borges, manuscritos enmarcados, una carta con estampilla de Flaubert. Es el territorio de un lector con fetiches y de un escritor con una libreta con vista al patio.

Eduardo ejerce una amabilidad no estudiada, espontánea. Habla como si estuviera escribiendo y no puede resistirse a contar historias: las de su vida, las de sus cuentos, las que le contaron. Tiene un apellido cargado de literatura, el de su tío abuelo Raúl González Tuñón —«el poeta de Buenos Aires»—, una vocación temprana por la escritura y una carrera en la justicia para ganarse la vida. 

Lo que sigue es una charla serena en el patio de una casa familiar.

Si alguien busca en Google tu nombre, cualquier resultado de la búsqueda comienza con una doble caracterización: abogado y escritor. ¿Cómo conversan esas dos profesiones en vos?

En realidad, cómo han conversado, porque en realidad soy abogado, pero he estado siempre en la justicia. He sido funcionario judicial, juez, juez de primera instancia, fiscal de cámara y me acabo de retirar. ¿Cómo empezó todo? Vengo de una familia que no tenía mucho dinero; mi madre era viuda y maestra, y empecé a darme cuenta de que para poder participar de la fiesta de la vida y sustentar lo que a mí me gustaba —la literatura, comprarme libros y viajar— tenía que tener alguna profesión que el universo valorara. Entonces buscaba una profesión que me financiara eso porque nunca creí en la financiación por medio de la palabra. Ya tenía una sensación de que la palabra que yo escribiera debía ser sagrada. No quería financiarme con la palabra, no quería hacer, por ejemplo, periodismo. Igual en mi casa, en ese momento, me hablaban del periodismo como una carrera famélica, muy mal pagada, de noches extenuantes, y yo quería otra vida. Entonces lo más cercano era ser abogado. Un poco como la famosa frase: «Serás lo que debas ser y, si no, serás abogado».

De las carreras tradicionales, descartaste algunas.

Abogacía me parecía la más fácil, esa es la verdad, la más fácil y con menos responsabilidades. Pero debo decir algo: este plan se me dio. Me recibí de abogado siendo joven —cuando uno es más joven todo es más fácil—, entré en la justicia y confieso que el derecho, yo no sé si como una defensa psicológica o del organismo, me empezó a gustar. Me empecé a sentir muy cómodo en el mundo del derecho y trabajé mucho. He sido profesor universitario —en realidad soy profesor universitario—, tengo una trayectoria en derecho del trabajo bastante activa y eso me gustó. Después me dio una tranquilidad para poder escribir y algunas de mis historias, muchas, vienen de ahí. No me planteé entrar en la justicia, necesitaba trabajar, y un profesor, al cual le pedí trabajo, me ofreció entrar a Tribunales. Yo tenía un trabajo muy malo de cadete y este profesor de Derecho Romano con el que había tenido buena nota me dijo: «¿No quiere venir conmigo, de ayudante de cátedra, no rentado?». Y yo le dije: «Si usted quiere hacer algo por mí, consígame un trabajo». Y ahí empezó mi carrera. Y tengo vocación para el derecho.

¿Te gustaba el trabajo diario?

No, no, no. Si hubiera podido dedicarme exclusivamente a la literatura no hubiera condescendido al derecho. Me crie con una tía abuela a la que le debo todo, es la que me introdujo en la literatura, es la que me inculcó la pasión por los libros. En un momento ella me dijo: «Hagas lo que hagas, tratá de no ser mediocre, dentro de tus posibilidades».

Eso puede ser un aliento, pero también una presión.

Lo viví como un aliento en el sentido de «no seas chanta». Yo estaba en la justicia y en el derecho, y debía honrar también eso porque, por otra parte, el mundo estaba cumpliendo conmigo: me estaba permitiendo vivir. Entonces yo también tenía que cumplir.

Eduardo Álvarez Tuñón para Jot Down

Gran parte de tus relatos vienen de tu trabajo como fiscal y como juez, historias que se desprenden de tus casos. ¿Imaginaste alguna vez qué tipo de escritor serías si no hubieras sido abogado?

Desde muy chico siempre me gustó contar historias, esa seducción de narrar. A mí me hubiera gustado ser un confabulador nocturno. ¿Sabés qué son? Los confabuladores nocturnos son aquellas personas que, en el desierto, en la época de Las mil y una noches, contaban historias, rodeados de gente, para ayudar a llegar al otro día. Y contar historias, que se puedan entender, con principio, medio y final, y que cautiven al que escucha. No sé si hay palabra con más fuerza y con más poder que «había una vez». Mi madre era maestra —mi padre murió cuando yo tenía tres años— y ella me llevaba al colegio. Me sobreprotegía porque me veía excesivamente mortal [risas]. Tengo dos hermanas mellizas mayores que yo, era el único hombre en la familia, me crie con cinco mujeres y mi madre veía peligros que siempre me acechaban. Entonces me llevaba con ella al colegio y todos se iban, se iban los chicos y las chicas y a mí me hubiera gustado irme con ellos. Me hubiera gustado recorrer esas cuadras solo, no podía y tenía que quedarme, pero eso a mí me daba algo, me daba el poder de estar en la escuela cuando nadie está y recorrer las aulas, los cuartos, la secretaría, la vicedirección. Era el hijo de la maestra y descubrí que eso me daba cierto poder. Entonces, al otro día, un poco para que quisieran estar conmigo, empecé a contarles historias del colegio al atardecer porque ellos compartían la calle y yo no podía. Empecé a contar y me di cuenta del poder de la palabra.

Eso lo contás en un cuento.

Y es así. Tal cual.

Me embaucaste y me lo creí. ¿Cómo sé que no es una narración para mantenerme enganchada?

[Risas] Pero es así. Yo empecé a contar y me di cuenta de que estaba cautivando con la palabra, sobre todo a las chicas. Iba a un colegio mixto porque mi madre me llevó y era mixto porque iba yo. Un poco intuitivamente me di cuenta de que la técnica narrativa debía generar silencios, de cuándo lo tenía que cortar para que tuvieran ganas de seguir al otro día, y también de algo que puede parecer terrible: que la mentira —toda la literatura es una mentira, basada en la realidad, pero una mentira—, para ser creíble, debe tener detalles. Y empecé a poner detalles. Decía que la portera comía en un plato de lata y me di cuenta de que esos detalles le daban verosimilitud y convicción. La mentira es muy hija de los grandes detalles, los grandes mentirosos saben de detalles.

Por eso esta historia tuya está llena de detalles.

[Risas] Y llegaron las vacaciones y empecé a escribir. Y a leer los libros de mi tía abuela, leía libros de grande. Los Episodios nacionales de Pérez Galdós, leía mucho a Víctor Hugo, también a Dickens. Lo veía como una especie de viaje. Teníamos muchas menos cosas que nos atrajeran. Era mi modo de pasar el tiempo, de vivir, de viajar, y cuando empecé a escribir, empecé por la poesía. Yo creo que todos empiezan por la poesía, ¿no?

Decías que te diste cuenta del poder de la palabra cuando contabas historias, pero empezaste a escribir poemas.

Sí, sí. Tenía un tío poeta [Raúl González Tuñón] y empecé con la poesía. Sigo escribiendo poesía y trato de que mis novelas y mis cuentos tengan poesía. Trato de cuidar mucho la palabra.

Para alguien que desde muy joven quiso ser escritor, ¿era un peso el nombre Tuñón en la familia, ser sobrino de «el poeta de Buenos Aires»? 

No, no. Nunca me importó eso. Con mi tío tenía muchas conversaciones, le leía todos mis poemas.

¿Y qué te decía?

Me los alababa. Y yo me daba cuenta de que me los alababa un poco de más, pero también le gustaba la inquietud de que alguien en la familia también escribiera. Pero yo no me lo creía demasiado. Y después empecé a vivir historias de la realidad y hacer pequeñas anotaciones y me decía a mí mismo: esto lo tengo que escribir. Todos mis cuentos, casi todos, son historias reales a las cuales agrego algo y les pongo una coloratura literaria. Te voy a contar lo que pasó con el cuento «El regreso en abril». Yo tenía una hija y no sabía ser padre. Oscar Wilde dice que lo terrible de la vida es que lo que merece ser aprendido no puede ser enseñado. Es linda esa frase, ¿no? Yo sentía que, al no tener padre, no sabía serlo, que me costaba la paternidad. Y me di cuenta de que mi hija tenía la edad de mi padre cuando murió y que yo duplicaba la edad de mi padre e imaginé un encuentro posible con mi padre. Y me di cuenta de que, si nos encontrábamos y teníamos que hablar de la vida, él me iba a preguntar a mí, y no yo a él. Yo iba a ser un poco el padre de mi padre. Mi padre no viajó, no conoció París ni Nueva York, no envejeció, no vio crecer a los hijos. Me preguntaría cómo es el mundo, cómo es envejecer, cómo son las formas del amor, cómo es ver crecer a los hijos. Y me daba cuenta de que la muerte había triunfado por esta razón: yo nunca fui su hijo y él nunca fue mi padre [ríe].

Eduardo Álvarez Tuñón para Jot Down

Sos un narrador, te gustan las historias con principio…

Soy un narrador clásico. No me gusta el fluir de la conciencia, no me gusta escribir como se habla, no me gusta incomodar al lector con el punto de vista, no me gusta que no sepa quién habla ni qué personaje es, no me gusta escribir sin puntos ni comas. No es que desprecie la vanguardia, tampoco pretendo escribir como lo hubiera hecho un hombre del siglo xviii o xix, incluso en algunos de mis cuentos hay algunos juegos, pero no que incomoden al lector, que sigan una estructura clásica.

Esa es claramente una declaración de principios: hay formas de la literatura que incomodan al lector.

Sí.

¿Leés autores contemporáneos?

Sí.

¿Qué opinión tenés sobre la proliferación de lo que se llaman escrituras del yo?

No desestimo ni rechazo ninguna forma ni ninguna estética, a mí me parece que el problema está si el arte desciende a esa forma, si los dioses descienden a esa forma y la salvan. La literatura del yo puede ser muy interesante. Algunos de los escritores que hablan todo el tiempo de sí mismos me fascinan. No sé si reducirlos a alguna clasificación platónica de literatura del yo. Por ejemplo, un escritor que habla siempre de sí mismo y tiene momentos fascinantes, y que durante mi juventud extrema fue uno de mis autores favoritos, es Henry Miller. Miller tiene una profunda literatura del yo. Otra es la de Marcel Proust, que es uno de mis escritores preferidos. Borges también, dice que ha escrito siempre sobre sí mismo. Y después está esa frase que se le atribuye a Gustave Flaubert, aunque nadie la ha encontrado, ni siquiera en sus cartas: «Madame Bovary c’est moi». ¿Quién es Madame Bovary? Soy yo, dice Flaubert. Es cierto, en general escribo sobre mí, y hay algunos cuentos, como el de mi madre, como el de mi padre, que tienen una fuerte estructura autobiográfica. Ahora, si la literatura del yo es la de esos personajes que meditan constantemente en la realización de sus actos, hijos del psicoanálisis, no. No. No. Pero puede bajar la divinidad y salvarlos en algún momento. A mí me gusta Joyce, soy lector de Joyce, aunque a veces me incomoda. Prefiero la estructura clásica, el cuento que fragua, que tiene redondez.

Al modo de la literatura oral.

Ahí dijiste algo, ¿ves? Yo escribo pensando en que mi texto va a ser leído en voz alta. Hay algo en la literatura, y esto lo dice Borges y también lo dice Flaubert en algún momento, en el cual, para ver si una página es eficaz o si es una página del arte que emociona, hay que leerla en voz alta. Hay algo en la sonoridad de las palabras, escribo con la secreta esperanza de ser leído en voz alta. Mientras voy escribiendo, cada una de mis páginas, las leo un poco en voz alta.

¿Cómo es ese proceso de escritura? 

Escribo en la computadora. Como me he formado en Tribunales, siempre escribí a máquina, así que, salvo mis primeros poemas, en cuanto tuve acceso a una máquina, siempre lo hice en una máquina de escribir. Incluso hasta me gusta la música de la máquina de escribir, que es la música de las viejas redacciones, de las oficinas de Tribunales, hay algo muy vivo en esa música, algo muy seductor para mí. Pero después, claro, condescendí al silencio de la computadora. Con muchísimo menos encanto, pero con una gran comodidad, porque puedo corregir y volver sin gastar tanto papel.

¿No se pierde algo en esas correcciones automáticas, no se pierden capas de la escritura?

No, no. Porque voy recordando lo que fui escribiendo. Trato de ir recordando y a veces vuelvo para atrás, es cierto.

Eduardo Álvarez Tuñón para Jot Down

¿Cuál es la relación entre el trabajo y la inspiración?

Bueno, como la frase de Picasso: «Que la inspiración te encuentre trabajando». Yo creo en una mezcla. Hay algo de arrebato, algo de inspiración. A veces siento, a partir de algo que me pasó, que necesito ir y escribirlo, sobre todo en poesía. Pero después corrijo mucho y me pongo un orden y trabajo de esto. No te creas que me resulta fácil. Me cuesta bastante, corrijo y me vuelve a costar, dudo. Pero llega un momento, tal vez para salvarme a mí mismo, para poderlo resistir, donde el texto que escribí me gusta. Me gusta, me gusta. Hay un pequeño momento de arrebato y de pedantería donde me convierto en mi propio escritor preferido. Me leo a mí mismo, con cierta alienación de ajenidad, y digo: ¡qué cuento extraordinario, cómo me gustaría conocer al autor! [ríe] Ese momento perdonable, de pequeña soberbia, no quiere decir que el cuento sea bueno para el mundo. Pero en ese momento es una salvación para mí, y me gusta.

Y cuando te das cuenta de que el autor es Álvarez Tuñón…

Me gustaría conocerlo, lo llamo al celular y me atiende el contestador [risas]. Y ahí no hay nadie. Pero, ojo, después no leo los libros una vez que los publico. Siento miedo porque por ahí pescaría alguna cacofonía, alguna repetición, iría a buscar los errores. Los míos, no los de corrección, y prefiero no hacerlo. Ahora, si vos me preguntás cuál es el libro que prefiero, yo prefiero siempre el último. Tal vez porque tenga todavía la ficción darwiniana de la evolución [risas]. Pero no, tal vez sea porque lo vea como el más débil.

El último es un libro de cuentos, El tropiezo del tiempo. Empezaste escribiendo poesía. ¿Sos un poeta devenido narrador, o la poesía está todo el tiempo?

Siempre escribo poesía mientras escribo narrativa. Pero ahora creo que, en ese lento declive, que probablemente sea producto del paso del tiempo —porque envejecer es un lento declive— me parece que la narrativa me ha tomado más. Pero trato de romper los géneros, habrás visto que mis textos son poéticos. Aspiro a ser subrayado, no sé si lo lograré. Que alguna frase quede, más que quedar todo un libro, me gustaría que queden algunas frases.

En el libro de poemas La ficción de los días: «No solo a la vejez te lleva el tiempo», ¿a dónde más te lleva?

Hay posiblemente distintos planos. Me doy cuenta de que, a medida que voy creciendo, me es dado ver cosas que no hubiera creído que pasaran; algunas me producen desprecio y otras, fascinación. Lo vivo como un viaje, pero no es solo la vejez. La vejez puede ser como una estación, es extraño ese poema…

Y también: «Ser viejo es tener una ciudad en la memoria / y caminar señalando lo que fue destruido».

Bueno, eso me pasa ahora. Me crie en la calle Corrientes de Buenos Aires, y en mi adolescencia era la calle de las librerías, de las reuniones literarias, y ahora me doy cuenta de que voy recorriendo la ciudad, mi ciudad, la ciudad de Buenos Aires en la cual he vivido siempre, y me encuentro diciendo: acá estaba tal librería. Me doy cuenta de que camino en una ciudad que tengo en mi memoria, y no es en la que estoy caminando. Puedo ir señalando lo que fue destruido. Ser viejo es, de alguna manera, tener una ciudad en la memoria en la cual uno sigue viviendo. A veces me pregunto por qué sigo yendo a la calle Corrientes, si está llena de pizzerías, porque voy a la calle que tengo en la memoria. Tener una ciudad destruida en la memoria es también un modo de tener una ciudad, ¿no? [risas].

Cuando vienen amigos de otros lados, ¿qué les mostrás de Buenos Aires?

Nací acá y me gusta mucho. Me gusta mucho y no concibo vivir en otro lado. Primero soy ciudadano. Me gustan mucho los paisajes de las ciudades, no soy tan sensible al paisaje natural. A mí las bellezas creadas por Dios no me conmueven tanto, Dios hace todo más fácil. Yo prefiero Venecia antes que el glaciar. En eso soy un poco baudeleriano, ¿no?, con ese culto a la ciudad. De Buenos Aires me gusta todo, me gusta el centro, algunos lugares de Palermo. No me gusta el Buenos Aires artificial, no me gusta Puerto Madero. En general, no me gusta lo que no existía en mi niñez: el kiwi, la rúcula, la palta. Todas cosas que en mi niñez no existían. ¡Las bruschettas! Lo que no existía en mi niñez tiendo a descartarlo [risas

Raúl González Tuñón fue un poeta con mucha gravitación en las letras argentinas. Era tu tío abuelo, lo conociste, te leía y tuviste relación con él. ¿Cómo era?

Un gran personaje, un poeta cuya obra transcurrió en la guerra civil española, un poeta con una poesía muy particular, muy fuerte, que tocó diversos temas —ciudadanos, sociales, políticos—, muy vital. Yo tenía una buena relación con él y lo sigo leyendo con mucha admiración, pero tengo una estética distinta, no solo de él, no me sentí nunca muy influido por él ni por otros. Es un poco el poema de Machado: «Hay en mis venas gotas de sangre jacobina pero mi verso brota de manantial sereno». Yo tuve otra orientación estética. 

Escribiste un libro, La mujer y el espejo, basado en una historia suya. 

Esa es una novela… Pero ¿vos leíste Las enviadas del final? Esa es una historia real mía. Yo andaba mal de dinero y me entrevistaron para un diario. El que me entrevistó me dijo: «Tenés el perfil ideal porque estás un poco por fuera del mundo, necesitamos alguien fuera del mundo porque vas a escribir necrológicas. Y se escriben en vida porque la persona puede morir, puede llegar el cable y que esté de guardia alguien que no es de la especialidad. ¡Murió Jean Paul Sartre y está de guardia el que hace carreras de caballos! Entonces tenemos que prepararlas en vida, pero no le podemos contar a una persona que le vamos a hacer su necrológica». Hay distintas técnicas que fui aprendiendo. Me dijo: «Si vas a entrevistar a un pintor, le decís que estás armando un dosier sobre pintura, le preguntás sobre su presente y su futuro cuando en realidad a vos lo que te interesa es su pasado, su futuro es breve, el diario lo da por muerto. Te voy a probar, te voy a dar un músico, un pintor y después un ensayista y haceme primero la del pintor, porque los pintores mueren más rápido». Esto es lo que me dijo el jefe de redacción. Tal cual.

Eduardo Álvarez Tuñón para Jot Down

Suele estar presente en tus conversaciones cierta insistencia en aclarar que todo lo que escribís es real. ¿Creés que es necesario, que el lector se pregunta eso?

Es necesario que se lo pregunte. A mí me gusta que el lector se diga: ¿esto ocurrió?, ¿puede haber ocurrido esto? Hay una frase de Cortázar: «Esta historia es absolutamente real, si parece inverosímil, la culpa la tiene la literatura».

Entonces ahí se da el juego literario, el de esa frontera…

Me gusta jugar. Me gusta jugar con esa frontera y me gustan esas cosas que te hacen preguntarte cómo pueden haber ocurrido. El libro El desencuentro, por ejemplo, es una historia real que sucedió en Córdoba, de los dos hermanos, el novio pagado y la gorda, que es un personaje fascinante. Ese es mi libro más vendido porque es una historia de amor, de un amor maravilloso y loco que soslaya el físico.

Otros ingredientes…

Tiene otros ingredientes porque yo se los puse. Y esa historia, que me la consulta un Tribunal de Córdoba, porque era un juicio laboral, por ese novio pagado. Entonces yo invento la historia de amor, y el tema central, que se me ocurrió después, es que no te crean el amor. No hay nada peor que un hombre llore y no le crean el llanto, que no te crean el amor. Y me pareció que era una parábola interesante sobre la corrupción. Cuando una persona vende algo sagrado ya nadie más le cree. Entonces, a mi personaje, que vendió el amor, nadie le cree cuando llora. Y esa historia es real.

Ahí hay algo que remarcaste: los ingredientes que pone el escritor. Las historias no están dadas, porque un caso no es una historia. La historia la hacés vos.

No, claro. La hago yo.

¿Qué tienen que tener los hechos para ser contados?

Es como una luz sobre las historias. Ahí estará, posiblemente, la mirada del artista. Ojo, lo digo sin pedantería, apoyás la mirada y ves esa historia. 

Hay algo que dijiste sobre la literatura como un lugar sagrado y también mencionaste recién la mirada del artista. Hay gente que prefiere, como escritor, no ser considerado artista, sino trabajador de la cultura.

Hay algo sagrado en la literatura, en todas las artes. Y me siento más cómodo con la idea de artista, aunque, claro, eso no quiere decir que yo no lo viva, en algún punto, como un trabajo. Me pongo horarios, tengo que escribir, corrijo, me pongo fechas, aunque nadie me las pida. Nadie me pide nada, pero yo me digo: este cuento lo tengo que terminar para tal fecha, así que lo vivo como un trabajo. Y considero que la palabra trabajo no denigra nada, si digo «trabajador de la cultura» hay ahí también algo sagrado, y pienso que una de las cosas más terribles de la época que nos toca vivir es la ruptura de la cultura del trabajo. Para mí la palabra trabajador, y lo digo sin demagogia, tiene algo sagrado. A mí el trabajo me dio mucho. Mi madre era maestra y yo la defino por su trabajo: era maestra de escuela pública, de primaria, y eso es una forma del ser. Si te digo que mi madre es una maestra de escuela pública y laica en primaria, vos ya te la imaginás. El trabajo como definición del ser. He sido profesor de Derecho del Trabajo y la cultura del trabajo me fascina, y decir «trabajador de la cultura» no me molesta, lo que pasa es que en mi caso es medio mentira, porque yo no vivo de lo que he escrito. Es más, tampoco he vendido tanto, no he tenido un éxito como para decir que vivo de lo que he escrito, como un escritor con una consagración.

Desde el comienzo creías que ganarse la vida iría por el lado del derecho.

Claro, el derecho. Nunca di taller literario… Nunca me sentí con esa necesidad ni con ese gusto. Respeto muchísimo los talleres literarios, pero no es lo mío, incluso no sé si sabría darlo. ¿Qué transmitir, cómo transmitirlo?

¿Se puede enseñar a escribir?

No. Pero se puede ayudar a evitar algunos caminos, ¿no? Creo que hay algunas cosas que se pueden señalar. A mí me gusta mucho la página bien escrita. Me gusta mucho el idioma castellano. Me gustaría ser un escritor de una prosa española, española en el sentido de castellana, argentina también. ¡No voy a decir prisa por apuro! Ni hablar de tú, pero me gusta mucho la palabra justa. Por eso mis cuentos, en general, tienen pocos diálogos, porque a mí el diálogo me cuesta. Lo coloquial me cuesta, ¡ojo!, lo veo como una limitación, me doy cuenta de que me cuesta y es algo que trato de eludir. Me ha costado más escribir diálogos que describir personajes o ambientes.

La idea de que la literatura argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos me parece una equivocación, decía Borges. No hay color local en tus relatos.

No, no. Tiendo a no tener color local, incluso muchos de ellos están situados en otros lados, incluso hay uno en París, como el del violinista. ¡Esa es una historia real! 

Sí, sí. Ya te creo.

En muchos de mis relatos pongo los nombres verdaderos, ese es el nombre verdadero: Monsieur Vallet vivió en la Argentina, lo conocí, había sido combatiente en la Segunda Guerra Mundial y él me contó esa historia y me pareció fascinante [en el relato «La venganza del músico»]. Yo después invento el delirio ese de que él siente que libera París, un poco lo exagero, ¿no?, porque la literatura está un poco en la exageración, pero la historia es esencialmente real: él desafinaba frente a los nazis. Esa era su resistencia. A mí me pareció siempre muy interesante esa contradicción de ese asesino nazi con el cual el músico comparte esa misma admiración, esa misma emoción por esa maravilla que es la música de Brahms y él trata de desafinar como un gesto de rebeldía. Y esto me lo contó; él notaba que, a medida que desafinaba, les empezaba a ir mal a los nazis. Una forma estética de resistir. Esa historia es real. Como la historia del príncipe de Gales, eso es cierto [cuento «Historia real»] y le pasó a un tío político mío. Vino el príncipe de Gales a la Argentina y lo querían reunir con el mejor alumno del Colegio Militar, y él aceptó, pero pidió que fuera el peor alumno. Entonces eligen a mi tío. Hay algo en esa historia que me encanta. Son dos hombres que pasan casi toda una noche juntos, recorriendo una ciudad como era la Buenos Aires de los años veinte, y se cuentan todo porque tienen una absoluta certeza: nunca más volverán a verse. Es interesante eso, ¿no?

Eduardo Álvarez Tuñón para Jot Down

Está esa vieja leyenda que atribuyen a Witold Gombrowicz de que, al subirse al barco que lo alejaba de Argentina, cuando le preguntaron por el futuro de nuestra literatura, gritó: «¡Maten a Borges!». ¿Cómo es ser escritor argentino después de Borges?

Mirá, esto puede ser muy criticado, pero yo no pienso la literatura en término de países: creo en el internacionalismo de la literatura. Esto puede ser una limitación, un defecto o quizá una virtud, pero no tengo nada de nacionalismo. Naturalmente, desde niño, no tengo nada de nacionalismo. Eso no significa que no quiera a la Argentina, que no me sienta profundamente argentino. No me imagino viviendo en otro lado, en realidad no me imagino viviendo en otro lado que no sea Buenos Aires, prefiero ser definido por una ciudad antes que por un país, como los griegos. Pero nunca sentí que hubiera una corriente en la Argentina, y Borges es un patrimonio de la humanidad. Borges es como decir Camus o Dante o Quevedo… Creo que sí, sobre todo los prosistas y no tanto los poetas, porque la poesía de Borges es enorme, pero es más difícil estar influido por Borges poeta porque Borges es absolutamente extraño y personal. Pero, por ejemplo, la forma de adjetivar, la forma de usar el adjetivo, anteponerlo o no, de eso te tenés que cuidar porque podés tener una tendencia a la imitación. Y a veces esas cosas me pasan. A veces me digo: esto me quedó muy borgeano, porque lo que tiene Borges de maravilloso es su adjetivación: «¡La unánime noche!». También se atreve a usar palabras que nadie usaría, por ejemplo, en «El inmortal» dice: «La práctica del griego le era penosa», en cosas así uno tiende a imitarlo. Hay que cuidarse de Borges. En prosa hay que cuidarse un poco de Borges porque se te puede llegar a pegar. Pero hay otros escritores de los que también hay que cuidarse, por ejemplo, una escritora que a mí me fascina, francesa —de lengua francesa, porque es belga, pero pongamos que a los escritores los definimos por su lengua— es Marguerite Yourcenar, que tiene también una prosa muy poética y es una escritora de la que hay que cuidarse. Salvando las distancias, claro, pero a veces me doy cuenta de que hay algunas formas que se me pueden pegar. También hay otros prosistas espectaculares, pero que tienen una prosa rara que los hace inimitables. Onetti, por ejemplo, es fascinante, uno de los cuentistas en lengua castellana que a mí más me gusta, pero es imposible estar influido por Onetti. No solo por su sensibilidad, sino porque escribe de una manera… Yo no sé de dónde viene esa manera de escribir, es como si estuviera habitado por un dios especial. Por momentos me parece que esa es la forma más difícil de escribir.

¿Qué tiene la escritura de Onetti?

Me gustan sus climas, sus metáforas, su atrevimiento. Tiene un cuento extraordinario que se llama «Bienvenido Bob», donde hay una frase que yo me pregunto cómo se animó a escribir eso: «Nadie amó a mujer alguna como yo amé su ruindad». ¡Nadie amó como yo amé esta desgracia! [risas] ¿Cómo escribió algo tan fuerte? Me gusta Onetti, me gusta mucho Borges, me gustan mucho Proust y Dante, claro. Pero Dante es poesía. Y me gusta la filosofía.

¿Hay método en la lectura?

Soy más bien hedónico. No tengo una lectura metódica. No leo como Vargas Llosa que, por ejemplo, durante la pandemia se había propuesto leer toda la obra de Ramón del Valle-Inclán. No soy sistemático, no, no… Hay un tema con la lectura. Hay escritores que no me gustaban en la juventud y ahora me fascinan, y también escritores que me fascinaban en la juventud y ahora no. No por ellos, claro, sino por mí, porque ya soy otro. Entonces uno lee desde sus propias vivencias. A Henry Miller, por ejemplo, lo he ido abandonando, me fascinaba y me sigue pareciendo un gran escritor, pero ahora busco escritores más calmos. La emoción de la literatura, la conmoción de la literatura, viene del eclipse entre lo que estás viviendo y el libro que encontrás, entre tu pasado y el libro, entre tu presente y el libro.

Aunque también, como objeto infinito, el libro cambia.

El libro cambia… Ahora bien, hay libros que me han gustado todo el tiempo. Todo el tiempo, todo el tiempo me ha gustado Proust, todo el tiempo me ha gustado Victor Hugo, todo el tiempo me ha gustado la poesía francesa del siglo xix, todo el tiempo me ha gustado Flaubert. Ahora descubro otras cosas que en la juventud no veía, otros matices, pero hay escritores que me han gustado todo el tiempo. Todo el tiempo me ha gustado Cervantes. Lo mismo me pasa con la poesía, algunos poetas me han conmovido más en otro momento. Pero nunca he sido iconoclasta, siempre he pensado que si un clásico no me gustaba el problema era más bien mío, que no era el momento o que todavía no era para mí.

Pero hay tantos libros…

Ese es un tema…, el estar actualizado. No tengo una obsesión por estar actualizado, te digo más: me gusta más releer que leer. Pero no es un signo de la edad, me pasaba también de joven. De la misma manera me gusta más volver a las ciudades que conozco antes que conocer nuevas: volver a París, a Madrid, a Roma, también a Nueva York, con la que no tengo ningún tipo de prejuicio. También me gustan las ciudades pequeñas como Venecia o Toledo. Y por supuesto Barcelona.

Entonces el derecho, finalmente, te ha permitido viajar por el mundo, como imaginabas.

Participar de la fiesta de la vida, que era lo que quería. Pero, ojo, he perdido mucho tiempo, le he dedicado mucho tiempo al derecho, he leído muchas leyes en vano, no me ha sido gratis, ¡no!, he dedicado muchas horas, el proyecto pudo haberme salido mal, pero me han dado material para mis libros y me siguen dando. He tratado con muchos arquetipos de la especie humana, algunos despreciables y otros queribles. Pero ¿sabés qué? Vos tenés que salir a buscar historias, tenés que estar atento a lo que escuchás. Borges no anotaba porque siempre tuvo problemas de visión, pero siempre recordaba frases que escuchaba, por absurdas. Cuenta que él estaba en un bar y había dos personas hablando, uno le nombra a Gardel y el otro dice: «¿Qué Gardel?, ¿Carlos?» [Risas] ¿¡Qué Gardel va a ser!? Hay frases extraordinarias. Un escritor que a mí me gusta mucho, F. Scott Fitzgerald, iba anotando en una libreta pequeñas frases que iba escuchando para inventarle una vida al personaje que la había dicho o para incorporar una línea de diálogo.

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