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‘Los Fabelman’: el niño, el tornado y el horizonte

Los Fabelman. Imagen: Universal Pictures.
Los Fabelman. Imagen: Universal Pictures.

Esta crítica contiene SPOILERS

¿Puede un solo movimiento de cámara encerrar en su interior la clave de toda una vida dedicada al cine? A la luz de la última secuencia de Los Fabelman, la respuesta parece ser afirmativa. En el plano final de la película, el joven Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle) camina entre los estudios de la CBS, donde acaba de conocer a su ídolo, John Ford, interpretado aquí por un David Lynch bigger than life. Sería un hermoso cierre, si no fuera porque el encuadre incumple la regla de oro que Ford acaba de revelarle al protagonista: «Cuando el horizonte está abajo, es interesante. Cuando el horizonte está arriba, es interesante». Pero en la imagen de Sammy alejándose del espectador, el horizonte está en el medio. Y «cuando el horizonte está en el medio, es aburrido de cojones». Steven Spielberg debería saberlo mejor que nadie: no solo se trata de su película, sino que la anécdota (como tantas de las cosas que le pasan a Sammy en este guion semiautobiográfico) le sucedió a él, cuando tenía más o menos la misma edad que el personaje. ¿Es posible que, a pesar de incluirla en el guion, se le haya olvidado su significado último? Por supuesto que no: en el último momento, una súbita panorámica vertical se encarga de corregir el error de principiante, dejando el horizonte en el tercio inferior de la imagen. El cineasta se significa así desde detrás de la cámara; el Steven del presente se reconoce en el Sammy del pasado y con ese breve movimiento la realidad perfora como un alfiler la superficie de la ficción. 

En esta época de obsesión por el relato, el tema y el argumento por encima de la forma, ese final es una hermosa lección de cine. Y, lo mejor de todo: es una lección impartida con ligereza, incluso con humor (casi parece un simple gag). Con la liviandad engañosa que siempre ha caracterizado al director de E.T. No como quien trata de sentar cátedra, sino como quien busca suscitar una emoción. La que sea. Ahí reside el corazón del cine de Ford, también del de Spielberg y, en definitiva, de todos los grandes artistas de la historia. En la importancia del trazo, de la caligrafía, para conectar con el espectador no por medio del qué se cuenta, sino por las decisiones que se toman a la hora de contarlo. Es lo que une a Spielberg con Lynch, a Velázquez con Mozart, a Ford con (pongamos por caso) Chantal Akerman.

Por supuesto, la escena no es más que la culminación de un proceso que se inicia en los primeros minutos del film. La fascinación del protagonista por la gran pantalla, su obsesión por contar historias a través del objetivo de la cámara, comienza con su primera experiencia en una sala de cine viendo El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. DeMille. El resto de la infancia y adolescencia del joven Sammy/Steven estará siempre ligado al gesto vital de hacer películas. Pero Spielberg no cae en la trampa de hacer un festival metarreferencial, por más que los guiños (a otros y a sí mismo) estén ahí. Tampoco persigue la pirueta, el espectáculo vacío, o el simple onanismo autocelebratorio. Es más: Los Fabelman ni siquiera es una película sobre el cine, o sobre un cineasta. Es, como gran parte de la filmografía de su director, un exorcismo personal, y el relato de un hijo que trata de hacer las paces con sus padres. Y para eso, el cine en Spielberg siempre ha sido el medio, y nunca el fin.

Si uno observa atentamente, verá que los momentos en los que la idea del cine se adueña del relato (de forma explícita o implícita) coinciden siempre con los grandes picos de intensidad emocional en la trayectoria de Sammy. La realización de su gran obra (el cortometraje Escape to Nowhere) coincide con el descubrimiento de la infidelidad de su madre; la proyección triunfal de su film sobre las jornadas escolares se produce tan solo un instante después de que su novia Monica rompa con él. Mucho antes, la primera gran discusión entre sus padres se produce bajo la amenaza de un tornado; sin que él mismo lo sepa aún, los modos del blockbuster son ya en su infancia la traducción a imágenes de las turbulencias interiores. Por eso, la luz del proyector es para Spielberg un catalizador de sentimientos. También los focos del rodaje; no importa que estos sean improvisados con los faros de un coche en medio de una acampada familiar. Quizá el mejor exponente de esta idea sea la escena en que Sammy se enfrenta a su madre obligándola a ver lo que revelan algunos de esos rollos de súper-8 filmados en momentos de aparente felicidad doméstica. La escena encierra todos los elementos que conforman Los Fabelman. Dos prodigios interpretativos: La expresión de Michelle Williams por un lado, contemplando las películas cobijada en un armario; la del joven LaBelle por otro, esperando a que ella salga de allí. El montaje alterno, la música, la luz, un breve travelling de acercamiento al rostro de Sammy que culmina en un corte al proyector terminando de pasar el rollo de celuloide. Todas las herramientas de la puesta en escena al servicio del terremoto emocional que amenaza con fracturar las vidas de los protagonistas. Dos horas y media, en definitiva, de situar el horizonte a la altura precisa para componer la confesión catártica con la que Steven Spielberg se sincera ante el espectador y, quizá, también ante sí mismo. Y todo ello contado como quien cuenta un chiste. O una fábula.

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