Sociedad

Gardel, mate y asado: el clásico Argentina-Uruguay más allá del fútbol

Un encuentro entre las selecciones de Argentina y Uruguay. Foto Cordon Press.
Un encuentro entre las selecciones de Argentina y Uruguay. Foto: Cordon Press.

«Yo creo que Uruguay es uno de los hermanos menores del Mercosur. Brasil y la Argentina tienen la responsabilidad de cuidarlo». ​El ministro de Economía argentino —el de una inflación anual proyectada de 150 %— habló de la Suiza latinoamericana como de un hermano menor. Canchero y condescendiente. Algunos políticos uruguayos le hicieron saber al ministro que preferían pasar de su ofrecimiento: «Los uruguayos hace casi doscientos años nos cuidamos solitos». Otros lo mandaron a hablar con su par uruguaya, tal vez la ministra Azucena Arbeleche pueda enseñarle al argentino cómo mantener un índice de inflación menor del 10 % a lo largo de un año. Cuando le preguntaron al presidente Luis Lacalle Pou sonrió y solo respondió: «Disneylandia». Hace años que las relaciones están picantes. (Si la competencia fuera de inflación deberíamos convenir que 150 le gana de forma contundente a 7).

Ya se sabe. Las peleas más feroces se dan entre hermanos. En el terreno político, cada tanto se aviva la chispa con kerosén, como aquella del presidente Batlle hace más de veinte años: «Los argentinos son una manga de ladrones, del primero al último». Las cámaras estaban encendidas, él no lo sabía: «¡La Argentina no es el ombligo del mundo!». El hombre siguió despachándose: «Es la tragedia de los argentinos, se pasan diciendo a ver quién es el culpable de no ayudarlos y no se dan cuenta que tienen que ayudarse a sí mismos». Sin filtro diplomático, siguió la escalada: «No hay nadie en el mundo que necesite de la Argentina para vivir». 

Auch, eso dolió. Es cierto que de este lado estábamos incendiados en ese comienzo de milenio, pero tampoco era cuestión de que nos lo dijeran con todas las letras. Y menos Uruguay, el hermanito, pero las familias son así. Es la cercanía cotidiana la que nos lleva a la provocación constante, el chistecito, la zancadilla, la guerra de almohadas. Después de todo sabemos que, aunque nos amamos a muerte, rechazamos ser iguales: el primer intento de diferenciación es con quienes más nos parecemos. Los enfrentamientos políticos van respondiendo a los alineamientos continentales coyunturales: más o menos liberales, enojados o aliados con Estados Unidos, más o menos «nuestroamericanos». Dependiendo de quiénes estén gobernando, la diplomacia es un lecho de rosas o uno de espinas. La gente es otra cosa. 

Argentinos y uruguayos compartimos ADN: primos, hermanos, gemelos, siameses separados al nacer. Somos tan semejantes que las diferencias pasan inadvertidas para el ojo foráneo. También para el oído: si en cualquier ciudad del mundo ves a alguien con su termo y su mate, si te pregunta por la plasha o una cashe, si lleva puesta una camiseta de fútbol de su club, no será fácil determinar de qué lado del río viene. 

Aquí es necesaria una aclaración: el parecido es solo con la variante rioplatense de mi país, aquella de la que formo parte. Argentina es casi dieciséis veces más grande que Uruguay y tiene trece veces más habitantes, un territorio enorme con diferencias culturales e idiosincráticas muy marcadas entre las provincias del norte, el sur, el centro, el este y el oeste y, del otro lado, el «paisito». La clave está en dos ríos. Uno es el Río de la Plata, ancho, sin brillo y marrón, el que Juan Díaz de Solís creyó que era un mar en 1515. Al adentrarse encontró un delta enorme: agua y tierra todo junto. En esa cuenca desemboca el otro: el río Uruguay con el que se toparon los hombres de Magallanes unos años después. Ese delta nos separa y nos junta. Todo lo que se extiende desde ahí por unos cientos de kilómetros, todo lo que cubre el espacio que se despliega como un abanico de 360 grados, todo lo que allí habita, parece lo mismo y no lo es. Uruguayos y argentinos —en su versión rioplatense de porteños, entrerrianos, rosarinos— nos miramos desde la orilla como en un espejo. Canta Borges en su milonga:

El sabor de lo oriental

con estas palabras pinto;

es el sabor de lo que es

igual y un poco distinto.

Iguales y un poco distintos. A los dos lados la arquitectura de sus ciudades se parece, los edificios y las personas guardan la huella de la inmigración europea que empezó a llegar a mediados del siglo XIX, tomamos mate y hacemos asado; a una y otra orilla hay una nostalgia un poco tanguera, hablamos de vos, la elle y la ye las pronunciamos igual, tenemos el mismo acento y unas pocas palabras sueltas para marcar los matices: el che por el bo, el viste por el ta. Nos parecemos y rivalizamos por las diferencias.

El origen

Cuando este territorio era aún colonia española, se armó el Virreinato del Río de la Plata, una suma de provincias entre las cuales, la que estaba más al este, se llamaba la Banda Oriental. Brasil la quería y la tomó. Tenía en Montevideo un puerto estratégico, grande, moderno y mucho mejor plantado que el de Buenos Aires. Hubo guerra, insurrección y treinta y tres orientales que, al grito de libertad o muerte, en 1825 organizaron una expedición para echar a los brasileños. El objetivo primero era volver a formar parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata, ya independizadas de España, pero todo terminó con un nuevo país: el Estado Oriental del Uruguay. La historia revisionista dice que Uruguay fue un invento de los ingleses —villanos perfectos para la narrativa de Latinoamérica como una patria grande—, que crearon un Estado tapón entre las Provincias Unidas y el reino de Brasil para evitar su dominio sobre el puerto de Montevideo.

Como hacen los hermanos torpes y grandulones, cuando los argentinos quieren molestar a los uruguayos les dicen que son una provincia argentina pero lo cierto es que Uruguay fue un país décadas antes que Argentina. De un lado había un Estado y del otro había un caos de provincias enfrentadas. Lo que siguió fue otra historia —incluso el expresidente uruguayo Sanguinetti dice que Argentina se desarrolló rápidamente desde su unificación en 1862 mientras que Uruguay lo pudo hacer recién después de la revolución de 1904—, pero si se trata de ser primero una provincia o un país, el punto es para Uruguay.

El tango

Es más que una música y un baile. El tango fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, no de un país sino de dos. El tango nació en la cuenca del río de la Plata entre las clases populares de Buenos Aires y Montevideo, ese espacio también intangible en el que se mezclaron criollos, esclavos africanos e inmigrantes europeos. Fue una música y un baile arrabalero, primero con guitarras, después con bandoneón y piano. Aunque el tango es compartido, es cierto que turísticamente está más asociado con Argentina que con Uruguay, o, para ser más precisos, con la ciudad de Buenos Aires. 

El gran debate es sobre la nacionalidad de Carlos Gardel: ¿argentino o uruguayo? En realidad nació en Francia. «El Zorzal criollo» fue anotado el 11 de diciembre de 1890 en el registro civil de Toulouse bajo el nombre Charles Romuald Gardes y dos años después llegó con su madre a la Argentina, donde vivió hasta su muerte en 1935. ¿Y entonces por qué dicen que es uruguayo? La disputa empezó a armarse con lo que quedó de aquel avión incendiado en Medellín: entre los restos apareció el pasaporte del cantante en el que se consignaba su nacionalidad uruguaya. La historia cuenta que, mientras vivía en Buenos Aires, se desató la Primera Guerra Mundial y no concurrió al consulado francés a registrarse para no ser enviado al frente. Años después se presentó la oportunidad de ir de gira a Europa pero figuraba como indocumentado, entonces lo resolvió «vía Uruguay». Amparándose en una legislación para uruguayos residentes en otros países, se registró como tal: eligió Tacuarembó como localidad de origen, eligió 1887 como año de nacimiento, mantuvo el día de su cumpleaños y se inscribió como Gardel, el nombre artístico con el que se había hecho famoso. Algunos debates se dan en términos científicos —hablan de la hipótesis uruguayismo, la hipótesis argentinista, la hipótesis francesista— y otros adquieren ribetes de melodrama con abandonos, madre adoptiva, conventillos pobres y prontuarios policiales. 

Lo cierto es que fue en Buenos Aires donde se convirtió en Carlos Gardel y se proyectó al mundo como la imagen solidificada del tango argentino.

Más porteños que el obelisco, por iconismo y proyección internacional, Gardel y el tango le dan un punto, si no a Argentina, sí a Buenos Aires.

La carne 

Uruguayos y argentinos están orgullosos de su carne. También de su asado. Mientras los grandes chefs insisten en que no hay nada especial en esa comida porque su elaboración es muy sencilla, cada asador se jacta de su técnica. Algunos ponderan la elección de los cortes de carne, los modos de salar, la rapidez para encender el fuego, el vuelta y vuelta rabioso o la administración austera de las brasas. No hay rivalidad por el asado entre Uruguay y Argentina, excepto por el material con el que encender el fuego: leña o carbón. La competencia se da en cada patio o balcón en el que hay una parrilla y un asador —que siempre es el mejor— se las sabe todas y recibe un aplauso cuando lleva su pequeña obra de arte a la mesa.

Lomo, tira, picaña, vacío, marucha, cuadril, bife, choto, chinchulines, chorizos, mollejitas: en el nombre se cifra todo el encanto de la carne rioplatense. Y cuando falta, aparece la nostalgia. Cara, pero la mejor. Por eso, como en cada oportunidad se puede montar un negocio, no faltan los emprendedores que se avivaron y se fueron a España a armar sus carnicerías boutique para satisfacer las necesidades de los cientos de jugadores sudamericanos que cada año llegan a LaLiga. Ganan bien, tienen familias y amigos allá, extrañan la carne de acá, inician en el ritual parrillero a sus compañeros de equipo. Todo ganancia.

La carne es marca constitutiva de la zona: inmensas extensiones de campo con hierba para pastar en calma y engordar con la dosis justa de músculo y grasa hicieron de las vacas sudamericanas mucho más que un animal. Argentina forjó gran parte de su identidad como el mayor exportador de carne al mundo, principalmente a Europa, y así se mantuvo por años sin demasiadas posibilidades para Uruguay en la competencia. Se trataba de una evidente cuestión de tamaño: la mítica pampa argentina se cuenta en miles de kilómetros. Claro que su derrotero político e institucional no ha sido tan plácido como su llanura y Uruguay, con estabilidad y buenas decisiones, comenzó a disputar el liderazgo y se hizo famoso internacionalmente por una curiosidad: el país que tiene más vacas que habitantes.

Entre tradición por un lado y buenas políticas por el otro, el clásico de la carne podría ser un empate pero el que realmente cuenta es el otro. ¿Dónde se come el mejor asado? Ese clásico se disputa casa por casa, cada domingo en cada parrilla.

El mate 

El mate es una bebida tradicional que deriva de los pueblos litoraleños del sur de América del Sur. Se toma mate en el sur de Brasil, en Paraguay, en Uruguay y en Argentina. Fuera de esta zona, es un brebaje espantoso, una hierba verde dentro de un recipiente que se pasa de mano en mano y una bombilla que se comparte: «un asco». Y sin embargo acá es otra cosa. El origen está en los pueblos guaraníes que habitaban el territorio antes de la conquista española. La bebida tenía algo de mágico: los que la tomaban tenían una resistencia extra para afrontar las largas travesías por la selva. Los jesuitas lo vieron muy pronto y comenzaron a domesticar la planta silvestre en prolijas plantaciones en las que pusieron a trabajar a sus consumidores históricos. 

Pero, ¿cuál es el país matero por excelencia?. Si nos remontamos en el tiempo, no existían los países como para determinar la paternidad y saldar las discusiones. No hubo un país primero y en esta disputa además tercia Paraguay, cuna del pueblo guaraní, que podría ser proclamado como el Rey Histórico

En la actualidad, Argentina produce yerba mate, Uruguay no: la importa desde Brasil. La yerba que se consume en Uruguay tiene hojas y polvo, la de Argentina además tiene palos. Los uruguayos mueven la bombilla, los argentinos no. Los argentinos calientan menos el agua que los uruguayos, en un lugar el recipiente para hacerlo se llama pava y en el otro, caldera. Las formas y los materiales del mate son múltiples y variados en ambas orillas. Los argentinos toman mate a toda hora, los uruguayos también. Los argentinos consumen 6,4 kilos de yerba por habitante por año, los uruguayos 10. 

Argentina podría ser proclamado Rey de Producción, Marketing y Exportación mientras que Uruguay sería Rey del Consumo y la Portación. Porque los argentinos toman mate, sí, pero mayormente en casa; los uruguayos portan el mate, andan con él a toda hora y lo llevan de un lugar a otro. Esa imagen habla sola. Claro que algunos argentinos toman mate en plazas y parques pero nada es comparable con ese andar matero de los uruguayos, no es equiparable el ritual, el tiempo dedicado, la paciencia para esperar el punto del agua, los chorritos de a poco hasta ver la yerba inflándose, no hay nada que alcance la gloria de ese calzarse el termo bajo el brazo y salir al mundo con el mate andando. Como un cowboy del far west, como Clint Eastwood desenfundando su arma, la postal definitiva del matero uruguayo es la que dejó Luis Suárez con su termo y su mate en cada viaje y entrenamiento. 

Victoria para Uruguay (que puede ser provisoria si Julián Álvarez logra imponer la misma imagen en Inglaterra). 

Y finalmente llegamos a lo que realmente importa.

El fútbol

Una goleada en el bautismo, finales memorables, patadas, partidos suspendidos, trompadas entre los jugadores, trompadas entre los hinchas y hasta un partido que terminó con los jugadores uruguayos peleando con los hinchas argentinos. Así empezó la rivalidad entre Argentina y Uruguay, «el clásico más antiguo del mundo». Hasta el momento llevan ciento noventa y siete partidos disputados: el primero se jugó en Montevideo el 20 de julio de 1902 y ganó Argentina 6 a 0, en septiembre del año siguiente volvieron a cruzarse en Buenos Aires y ganó Uruguay 3 a 2. Luego de esa paridad inicial, pronto la tendencia se fue inclinando hacia los argentinos, que dominan cómodamente el historial con 92 ganados contra 57. 

Aunque hubo una época de esplendor uruguayo: entre 1916, que se jugó el primer Campeonato Sudamericano (hoy Copa América), y 1930, cuando empezaron los mundiales. En ese lapso Uruguay ganó seis veces el torneo continental, fue campeón olímpico en París 1924 y Amsterdam 1928 y alzó la primera copa del mundo. Las últimas no fueron dos finales más: las dos se las ganó a Argentina. El partido definitorio de 1930, además, terminó en ruptura formal de relaciones entre la AFA y la AUF. 

El torneo lo organizó Uruguay, que —como todo país anfitrión— no tenía en sus planes perder ni permitirle a Argentina que lograra su revancha de la final del 28. Entonces siguieron el procedimiento que era costumbre en estos casos: clima hostil, intimidaciones policiales, agresiones de los hinchas locales hacia los visitantes. En el campo de juego, lo mismo: el rigor de los uruguayos se hizo sentir y varios argentinos terminaron lesionados por los golpes, incluido el arquero, en una época donde no existían los cambios. En Buenos Aires algunos hinchas respondieron con piedrazos contra la sede del Consulado uruguayo. Estaba naciendo el folklore del fútbol rioplatense.

Con el tiempo, ese enfrentamiento furioso se fue diluyendo. Uruguay ha perdido su lugar entre la élite del fútbol y Argentina consolidó una supremacía que lo llevó a preferir el antagonismo con Brasil. Mientras los uruguayos siguen sosteniendo tenazmente la rivalidad, los hinchas argentinos los miran con cierta condescendencia, simpatizan con ellos en los mundiales y hasta se pusieron contentos, como buenos hermanos, con el título de Uruguay en el campeonato sub 20 organizado en Argentina.

Resumiendo, Uruguay ostenta la mejor relación entre cantidad de habitantes, talento y trofeos pero un ratio no alcanza para definir competencias. Maradona primero y Messi después, permitieron a Argentina tener por casi cuarenta años al «mejor jugador del planeta» y también superar en copas del mundo a Uruguay. Y, como desde hace un tiempo el fútbol es lo único que nos queda para consolarnos, podemos elegir quedarnos con el regusto que nos deja este triunfo. El sabor de lo argentino. De lo que es igual y un poco distinto.

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7 Comentarios

  1. Excelente artículo. Siempre es un placer leer a Andrea Calamari y además, en este caso, con un punto de humor.

  2. Capusotto

    Gran artículo sobre las rivalidades. Muy entretenido y el humor siempre viene bien en estos casos.

    PS: El mate también se toma en el sur de Chile y en Paraguay al mate frío le decimos tereré.

  3. Jose Castro

    El año pasado viniendo de Madrid a Montevideo, en LaTam al subir al avión, el comisario de abordo al ver que llevaba puesta una gorra de Quilmes, regalada por una prima que vive allí, me dijo Quilmes cerveja argentina, y le respondí si pero yo soy uruguayo, el brasilero me contestó, uruguayos y argentinos la misma cosa, reímos los dos.

  4. Pingback: AMISTAD – La hora Barba!!!

  5. El artículo es interesantísimo y está muy bien escrito, lo que se agradece. De todos modos y como no puede ser de otra manera, hay aspectos opinables. Como aficionado al tango, me resulta absolutamente indiferente la nacionalidad de Gardel, pero hay que reconocer que la hipótesis uruguaya, aunque tiene aspectos de culebrón retorcido, se basa en algunos hechos muy significativos, que van más allá de la declaración de Gardel ante el consulado uruguayo en Buenos Aires. Por algo Gardel evitó cuidadosamente pronunciarse cada vez que le preguntaban la nacionalidad, respondiendo: «Yo nací en el puerto de Buenos Aires a los dos años y tres meses de edad». En cuanto a la independencia del Uruguay, es absolutamente cierta la intervención británica (de Lord Ponsonby, el mismo que tres años después, y en atención a su éxito sudamericano, medió para que los Países Bajos reconocieran la independencia de Bélgica); pero también es significativo que, pese a la débil conciencia de nacionalidad que hubo en Uruguay hasta la década de 1870 –
    esto merecería otro desarrollo-, nadie propuso nunca (al menos seriamente) la reincorporación a la Argentina (o al Brasil). Eso dice algo respecto a los deseos de los orientales (o «uruguayos») de entonces, respecto a su voluntad de ser un país distinto a sus vecinos.

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