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Victoria Cirlot: «Comprender un texto es como encontrar una espada enterrada»

Victoria Cirlot para Jot Down

No es de extrañar que Victoria Cirlot (Barcelona, 1955) nos cite en su propia casa. Aquí vive rodeada de preciados libros, de objetos que brillan a la luz del pasado y de recuerdos en torno al hogar donde primeramente se forjó su vocación. Catedrática de Filología Románica en la Facultad de Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra, es una de nuestras más grandes medievalistas. A lo largo de su trayectoria se ha dedicado sobre todo a la enseñanza y la investigación, también a la traducción y la edición, además de la escritura. De su amplia producción literaria han resonado con especial intensidad sus estudios acerca de la novela artúrica y la cultura caballeresca, el mito europeo del grial, la tradición visionaria de Occidente y las autoras místicas.

Por suerte, su imponente erudición se diluye en cuanto nos atiende, pronta y amable. Conversaremos generosamente —en su caso; nosotros solo estaremos aprovechando la clase magistral— sobre la importancia de entender un texto y desarmarlo, de una mediación histórica basada en las fuentes originales y la sensibilidad de la época, de las humanidades como método ideal de aprender a existir y enfrentar los miedos, del diálogo entre disciplinas y siglos en apariencia lejanos, de publicar a grandes autores y a quienes los captan en su riqueza, de los significados ocultos en las imágenes y de una mirada atenta que las descodifique, de los relatos que concentran la vida en no tantas páginas.

Y de su padre, claro, el genio de cuya pérdida se han cumplido cincuenta años y al que este país sigue debiendo reconocimiento y culto. A la salida, cuidadosamente situado como un texto sagrado, repararemos en un ejemplar de la reciente edición de su Dizionario dei simboli en la editorial Adelphi, que la hija menciona con orgullo. «Todo es ya pasado», escribió Victoria Cirlot en El País a la muerte de otro de sus maestros: espléndido epitafio universal y —paradójicamente— otra nueva lección de vida.

Estudiaste en el Colegio Alemán de Barcelona, y no es difícil imaginar los motivos.

En casa siempre hubo una gran pasión por la cultura alemana. Era un idioma que mi padre no conocía, y le hacía mucha ilusión pensar que podíamos estudiar esa lengua de tantos autores venerados por él. Entre ellos, un Novalis, o todo el romanticismo alemán, que le fascinaba. Bueno, y la música, ¿eh? La música alemana era algo muy presente en su vida, desde Wagner en adelante, y sobre todo Schönberg, otra de sus grandes pasiones. Por eso fuimos al Colegio Alemán, tanto mi hermana como yo. En un momento, es verdad, en que los colegios extranjeros en España tenían indudablemente una calidad superior en cuanto a enseñanza.

¿Cómo recuerdas aquellos años?

Fui muy feliz en el Colegio Alemán. Me gustó muchísimo, aunque era un centro muy duro en cierto sentido, muy rígido también. Tengo amigas que lo pasaron mal allí por el grado de exigencia. Pero de todos modos yo nunca me encontré en tesituras imposibles, tanto la del kindergarten como la del grundschule fueron épocas fantásticas. De bachillerato hice el español porque en aquel momento no se convalidaba, y eso ya fue un poco más defectuoso. Pero en general era muy bonito el ambiente del colegio y cómo se vivía allí la cultura alemana, por ejemplo en las festividades, como el Adventskranz o «corona de Adviento».

Una de las cosas que más te gustaban de niña eran las monedas romanas. ¿Fue eso lo que, en un primer momento, te hizo pensar en ser arqueóloga?

Sí, en casa se vivía el objeto de una forma muy intensa, porque mi padre los traía a casa constantemente. Le gustaba mucho ir a la búsqueda por anticuarios de Barcelona y encontrar desde armas antiguas hasta monedas, que para él eran muy importantes. Las compraba desde los diez años en Calicó, una tienda especializada en numismática. A mí me fascinaba esa colección porque las veíamos juntos: me abría las cajas, que eran preciosas, con sus bandejas y las fichas de cada una de las monedas, y me las iba comentando mientras las mirábamos. Eran momentos francamente deliciosos. También me gustaba mucho la apertura de un libro nuevo lleno de ilustraciones, era algo que compartíamos a menudo. Creo que la idea de la arqueología vino de todo eso, pero claro, yo pensaba en encontrarme con Tutankamon y no con trocitos de cerámica hechos polvo que has de unir durante horas.

Además tendrías en mente ese mundo de los cazadores de tesoros…

Que es extraordinario. Por aquella época todavía no había salido Indiana Jones, pero más o menos era esto, ¿no? Esa idea del estudio como una aventura y de que la arqueología es el estado puro del descubrimiento. Luego entiendes que el hecho de descubrir se encuentra en todos lados. La comprensión es un descubrimiento: comprender un texto es como encontrar una espada enterrada.

Finalmente estudiaste Historia Medieval en la facultad de Filosofía y Letras, porque entonces todo se mezclaba. ¿Crees que esa mixtura ha sido importante en tu carrera?

Sí, yo siempre he necesitado lo que en la actualidad llamamos transversalidad. En casa era muy habitual oír las críticas feroces de mi padre a la especialización. De vez en cuando venía un catedrático que decía «yo de esto no sé nada, porque me dedico a esto otro», y claro, eso a mi padre lo sacaba de quicio. Así que toda mi vida he pensado que no puede ser que una persona no sea capaz de establecer ningún tipo de juicio sobre cualquier otra cosa que no sea lo que él sabe y conoce; esa especie de miedo y de defensa. Con el tiempo, a mí misma me ha producido horror dedicarme a algo microscópico de una forma sistemática. Por eso a mitad de los 90 dejé de dar clases en Filología y me fui a Humanidades: pensar que me podía pasar toda la vida explicando francés antiguo y provenzal era asfixiante. Siempre he necesitado construir relaciones entre ámbitos distintos, y en la actualidad es lo que más hago. Al final he elaborado un método propio que me sirve para ir de una zona a otra.

Victoria Cirlot para Jot Down

Volviendo a ese periodo de estudiante, y en concreto al curso 77-78, he de preguntarte por tu experiencia en el Collège de France.

Bueno, antes de aquello ya conocía la figura de Georges Duby a través de mi profesor, que era José Enrique Ruiz-Domènec. Habíamos trabajado mucho su obra, así que no fue una cuestión azarosa el que yo llegara al Collège de France. Para mí fue algo extraordinario, y me parece fascinante la idea de que un Estado cree una institución como esa, que ahí se reúnan los mejores estudiosos del país y que creen su propia cátedra respaldada por sus trabajos sobre un tema determinado. Por ejemplo, de sociedad medieval, que era la de Duby, o de antropología cultural, en el caso de Lévi-Strauss. Disciplinas fundadas por ellos mismos e impartidas en esa doble vertiente de una conferencia pública, con entre quinientas y ochocientas personas en el aula, y un seminario restringido, solo para los discípulos, que solíamos ser unos cincuenta. En el seminario de Duby lo que más me impresionó eran las dos primeras filas, donde se encontraba concentrado todo el medievalismo francés. Estaba Le Goff, con quien Duby dialogaba en clase: «Jacques, qu’est-ce que tu penses de ça?». Jean-Claude Schmitt sentado a su lado, allí Bernard Guenée, allá Robert Fossier… todos en esas dos filas. Pero es que además tenías múltiples oportunidades de asistir a las conferencias y ver a otros profesores míticos, grandes intelectuales. Yo he llegado a oír a Lévi-Strauss, a Michel Foucault, a Pierre Boulez. Era en el Collège donde estaban.

De algunos has seguido investigando sus teorías aun de forma reciente, como en el caso de Foucault.

Al que entonces veía llegar con su abrigo azul eléctrico y su bufanda roja. La presencia de Foucault resultaba impresionante, y en aquella época era el profesor de mayor éxito del Collège. Toda la mesa se llenaba de magnetófonos, y hasta la tarima estaba llena de oyentes. Piensa que aquellas aulas eran muy grandes y había muchísimo sitio. Pues aun así: había gente incluso sentada en el suelo para escucharlo.

Hablando de instituciones y de padres del medievalismo, ya en España y en 1980, tu tesis la dirigió Martín de Riquer en la Academia de Buenas Letras de Barcelona.

Martín de Riquer creó algo que aquí prácticamente no existe y que fue muy especial: una especie de seminario con una extraordinaria biblioteca especializada en Filología Románica, de modo que solo paseando por allí ya aprendías. No hay nada que enseñe más que una biblioteca como aquella. Ahí estábamos todos los doctorandos, más los que se sumaban de vez en cuando. A Riquer le encantaba ir a la Academia, y tenía su despacho perpetuamente abierto. Yo no he vivido con él una tutoría, porque aquello no era hablar con alguien que te atiende de 11 a 12, no; es que empezabas a primera hora de la mañana y acababas al mediodía. Y eso cada día. Siempre abierto, siempre dispuesto a conversar contigo. Fue una época muy bonita, en la que también nos dedicábamos a traducir textos, por ejemplo el Lancelot con Carlos Alvar, Antoni Rosell y el propio Riquer.

Tus primeros libros, a comienzos de los 80, fueron como traductora del francés antiguo; pero tu interés por la interpretación era en un sentido más amplio.

A Riquer no le interesaba interpretar, siempre decía: «Que interpreten los otros». Yo me reía mucho con eso, era un hombre muy divertido. Pero a mí sí me interesa la interpretación, y por eso le he dedicado mucho tiempo al estudio de la hermenéutica. La obra de Hans-Georg Gadamer ha sido para mí fundamental a la hora de entender exactamente en qué consiste una interpretación. Necesito extraer el sentido de los textos; y no solo de los textos, también de las imágenes. 

El tema de tu tesis, que ganó el premio extraordinario, fue el armamento catalán en época feudal, pero lo que tú querías abordar era el trasfondo social de las armas.

Así es. De hecho, a Duby le interesó mucho mi tesis y por eso vino a formar parte del tribunal. Me interesaba comprender las técnicas guerreras, y quizá el hallazgo principal de mi tesis fue descubrir la función de choque de la lanza y fecharla con rigor a principios del siglo XII, lo cual coincide exactamente con la institución de la caballería. La lanza con función de choque tiene una serie de elementos que la hacen específica y propia de esa clase social. Riquer me decía: «La gente, cuando lee una novela medieval y llega el momento del combate, se lo salta». Claro, porque no entienden nada y se aburren. Si tú no sabes qué es la cofia, el fieltro o el arzón, por qué están ahí, te cansas y no eres capaz de seguir leyendo. Como decía Le Goff, en la novela artúrica no hay un solo árbol descrito, lo que se describe es el combate: por dónde entra la punta de la lanza. ¿Por qué? Porque es lo que interesa al lector de la época. Riquer lo comparaba a la retransmisión de un partido de fútbol; si no te gusta el fútbol ni conoces sus reglas, apagas la radio al momento. Pero al que le gusta, quiere saber qué está pasando ahí de forma minuciosa. Yo creo que la lectura de un texto medieval pasa por comprender los combates. Uno de los primeros que leí fue la Canción de la Cruzada contra los Albigenses, y era una maravilla la imaginación del movimiento. Recuerdo que me pasé una época en que solo quería filmar una batalla [ríe]. Las de Kurosawa, por ejemplo, eran algo espectacular. Pero bueno, el caso es que tenía tan interiorizadas esas descripciones, tanto generales como particulares (es decir, la gran batalla o la lucha entre dos caballeros), que entré en el ritmo de lo que significa el combate.  

En esa investigación llama la atención el papel de Ada Bruhn de Hoffmeyer. ¿Cómo llegaste a ella?

El de Ada Bruhn de Hoffmeyer era también un nombre muy habitual en mi casa. Ella dirigía una revista extraordinaria sobre armamento, Gladius, y había creado el Instituto de Estudios sobre Armas Antiguas. Antes había sido conservadora del Museo de Armas Antiguas de Copenhagen con su marido, y se vinieron a Jaraíz de la Vera, en Cáceres, porque tenían un gran proyecto que en su país era imposible de realizar por los impuestos tan altos. Así que cuando estuve haciendo la tesis fui a conocerla a la casa de Jarandilla donde se habían establecido, llena de libros que formaban una bibliografía insólita y extraordinaria. Me traje una cantidad de fotocopias… no te puedes ni imaginar. Me acuerdo que en el tren coincidí con Emilio Gutiérrez Caba y me quiso ayudar con las maletas, y yo pensé «pobre desgraciado, no sabe lo que hace» [ríe]. Puso cara de horror cuando la cogió, porque pesaba quintales. 

En uno de tus ensayos comentas que en la caballería el aprendizaje de las armas también era un ejercicio emocional.

Las armas representan el miedo, la cuestión de cómo se supera. Ahora he estado en Múnich en un seminario sobre la aventura, y he explicado uno de los motivos que más me han gustado siempre de la novela artúrica que es el del caballero cobarde, el que no quiere combatir, y cómo de pronto cambia su actitud en la batalla. Es una historia muy bonita. 

Tras doctorarte, empezaste en la Universidad de Barcelona a ejercer la docencia, tu gran vocación por encima de la de escritora. 

Es cierto, me considero fundamentalmente profesora porque es ahí donde he podido compartir mis investigaciones. Siempre me pareció un lujo el hecho de que por la tarde podía leer un libro que me interesara mucho y al día siguiente lo podía comentar con una gente que estaba encantada de oírlo. Yo había hecho Historia Medieval, pero entré enseñando Literatura, lo que me obligó a leer muchísimo, tanto los propios textos como aquello que se había escrito sobre ellos, porque la literatura medieval necesita mediación. Pero era muy importante el momento de llegar al aula y expresar aquello. De algún modo cuando más aprendes es impartiendo clase, porque haces un esfuerzo de claridad. Más tarde, cuando empiezo a escribir, el aula se convierte en un laboratorio para la experimentación, y a veces los pobres alumnos son conejos de indias, porque es allí donde pruebas cómo funciona eso, si tiene sentido, coherencia e interés. En temas de investigación propia, la docencia es un espacio fundamental para confrontar lo que estoy pensando con lo que puedo transmitir y la recepción que tiene. Por eso el aula es, en realidad, lo que ha regulado toda mi vida.

Son labores, la enseñanza y la investigación, que no entiendes por separado.

Porque yo he tenido la inmensa suerte de no haberme visto obligada a someterme a un programa preestablecido, con lo cual nunca he seguido manuales. Y muchas veces esto no es posible, según en qué facultad estés y qué normas rijan. Cuando a mediados de los 90 me voy a la Pompeu Fabra, empiezo a hacer los programas de mis asignaturas y a partir de ese momento gano la capacidad de establecer esa conexión, que para mí es tan importante, entre aquello en lo que estoy trabajando y aquello que estoy enseñando.

En una entrevista de finales de los 80 decías ver el mundo universitario muy «fosilizado», ¿cuál es tu percepción hoy día y cómo lidias con las sucesivas leyes educativas?

Tengo que decir que no me han afectado en nada. Lo único que estoy sufriendo en este momento en la universidad es un exceso de burocratización; como todo el mundo. Pero es casi por vez primera que lo noto, y de forma muy reciente. Porque cuando me cambié de la UB a la UPF, en 1996, esta última se caracterizaba justamente por una administración extraordinaria, con lo cual nos liberábamos de muchísimo trabajo que en la actualidad ya no es posible evitar.

Victoria Cirlot para Jot Down

Desde entonces te dedicas en la Pompeu Fabra a las humanidades. Poca gente parece consciente hoy de que son nuestro sustrato cultural.

Yo creo que las humanidades nunca perderán su lugar, pero estamos pasando una época muy difícil, eso está claro. En realidad, durante mucho tiempo han vivido a la sombra de las ciencias. Hay una obra extraordinaria de un autor que citaba antes, Gadamer, titulada Verdad y método, en la que emplea muchísimas páginas en dejar claro que las humanidades no se rigen por el método científico. Es curioso, se trata de un libro publicado en 1960 que tuvo un impacto tremendo en la filosofía, pero nadie quiere hacer caso de que, en efecto, las humanidades tienen objetivos diferentes y por eso tienen otro sistema. A día de hoy en la universidad, y no solo la española, se nos sigue valorando a través de parámetros que imperan en el ámbito científico y que no pueden ser los nuestros. Ahora bien, creo que con el tiempo se producirá una conciliación entre ciencias y humanidades, una nueva alianza, y saldrán obras importantes de ahí. Porque no se puede vivir sin las humanidades, francamente. ¿Cómo vamos a prescindir de eso que es justamente lo que nos permite vivir? Lo de «más Platón y menos Prozac» no es un eslogan, es una realidad: necesitamos de la historia del pensamiento y de la obra de arte, pero también necesitamos de todo un sistema que nos permita llegar a comprenderlas. Porque de lo que se trata es de comprender. 

En 1987 escribes tu primer ensayo, La novela artúrica, donde defiendes que con Chrétien de Troyes nace la novela moderna en Europa, ¿por qué pese a su trascendencia es tan poco conocido fuera de lo académico?

Recuerdo que para mí fue muy sorprendente que, en una entrevista de 1988 que hice para Diario 16 a Hans Robert Jauss con motivo de una conferencia en Barcelona, al preguntarle por Chrétien de Troyes me dijo muy serio: «¡Es un clásico!». Y claro que para mí lo era, pero esa consideración no es la que se le solía dar. Fíjate que no entró en la Pléiade hasta algunos años después, y eso que Francia es Francia, un país acostumbrado a leer a sus clásicos. Con un Éric Rohmer, que hace Perceval El Galés en los 70 y que va diciendo por todo el país que quiere que la gente oiga los textos de Chrétien. Y sí, Louis Aragon también decía que había que leerlo, pero tampoco estamos hablando del estatus de Flaubert. ¿Y por qué? Bueno, porque el texto medieval no es fácil, y a Chrétien hay que leerlo en octosílabo pareado y en francés antiguo, qué quieres que te diga. Es impresionante cómo construye los significados horizontal y verticalmente, como corresponde al verso. Lo demás es que te cuenten el argumento, nada más.

En Figuras del destino. Mitos y símbolos de la Europa medieval, ya en 2005, sostienes que la confrontación de «lo otro», propia del caballero cortesano, ha forjado la identidad europea.

Para mí es como mi primer libro. Hay escarceos previos, pero aquí recojo todo lo que trabajé a lo largo de veinte años. Europa, a pesar de todo, siempre ha tenido curiosidad, aunque en la Edad Media era considerada un vicio. Lo que hace la novela artúrica es construir una forma de vida, y esta justamente se basa en la salida del caballero cortesano, como decía Erich Auerbach, al mundo exterior. Y yo creo que eso es lo que determina la cultura europea, porque finalmente nos llevará a la llamada «conquista» y, en un sentido positivo [ríe], a los descubrimientos. Los que viajaron a América, ya lo sabemos, llevaban el Amadís de Gaula, los libros de caballería, porque realmente el espíritu de aventura se va forjando en la novela artúrica. Eso conlleva una búsqueda de la alteridad: una forma de vida basada en salir al exterior tiene sentido en la medida en que te interese lo de fuera, y eso es muy característico de la cultura europea. En cambio las culturas orientales, a excepción de Japón, no se interesan por el otro, están muy encerradas en sí mismas. 

Al hablar de relatos de la Europa medieval solemos pensar en gestas épicas, pero tú incides en el pesimismo y hasta nihilismo de estas narraciones.

Es que, aunque convivan con el arcaismo profundo de aquel periodo, me parecen signos extraordinarios de modernidad. Tenemos la idea preconcebida, que es falsa, de que la epopeya o la novela medieval va a mostrarnos un mundo ideal. Y para nada es así. Chrétien, justamente, lo que está haciendo es mostrar las grietas invisibles del sistema. Por ejemplo, la historia del caballero que fracasa me parece maravillosa, esa capacidad de imaginar a un personaje como Dinadán, que busca el sentido del mundo pero no lo puede encontrar. Es algo muy moderno. O la corte en donde no pasa nada, y entonces te ves ahí al pobre rey Arturo medio desmayado porque ha jurado que no comerá hasta que no llegue una aventura a la corte. Es bonito que surja entonces esa idea de una espera absurda, tan bien recreada luego por Beckett. Una de las cosas que más me interesan del mundo medieval es cómo aparecen elementos, aun en fase latente, que son propiamente modernos y que el siglo XX desplegará en su inmensidad.

El grial representa un capítulo aparte en tu obra, sobre todo a partir del hito que supone la publicación de Poética y mito en 2014. ¿Recuerdas el momento en que sucumbiste a su misterio? 

Era un tema complejo y me planteé abordarlo desde premisas diferentes. En ese libro integro una idea muy presente en la estética de la recepción de Gadamer y Jauss: el texto es una respuesta a una pregunta de la época. Si no entiendes cuál es la pregunta, no entiendes el texto. Y el grial es una respuesta a la pérdida de Jerusalén. Así que exploré ese mundo, que son cincuenta años de escritura febril en Europa, y lo bonito es que se trata de un esfuerzo colectivo donde se comprueba ese fenómeno tan propio de la literatura medieval como es la intertextualidad. Entre 1180 y 1230 coinciden una serie de escritores que se dedican a comprender el grial y en qué medida puede ser la respuesta a un suceso trágico como fue perder el Santo Sepulcro. Es un tema, el de la pérdida y cómo reacciona el ser humano a ella, que me apasionaba entonces y lo sigue haciendo. En este caso, la pérdida supone un esfuerzo imaginativo inmenso, porque de algún modo tenían que compensar el vacío que generó. Entre todos esos autores se podrían discernir posturas muy distintas, algo que choca con otra idea falsa sobre el pensamiento monolítico de la Edad Media. Quizá la posición radicalmente diferente es la del Parsifal de Wolfram von Eschenbach, en donde plantea que la búsqueda del grial no es un combate caballeresco; las armas no sirven para nada ahí.

Tú has hecho mucho hincapié en la búsqueda de conocimiento…

El grial es una búsqueda de conocimiento, sí.

… y de amor también.

También. En la Edad Media, amor y conocimiento están totalmente unidos: scientia et amantia. Se conoce no por curiosidad, sino por amor. En la Comedia de Dante, por ejemplo, se busca el conocimiento por el amor de Beatriz, no por curiosidad. Por la curiosidad de querer ir más allá de las Columnas de Hércules, naufraga Ulises en el «Canto V». De ahí que esté en el infierno: su búsqueda fue motivada por esa curiositas tan maldita en el mundo medieval. 

Se habla de una recompensa espiritual en esa búsqueda del grial. ¿Te consideras una persona religiosa?

Nací católica, y creo que lo sigo siendo, aunque sin ser practicante. Pero indudablemente siempre me ha interesado el mundo del espíritu y de lo invisible. La espiritualidad me parece necesaria para la vida y ha orientado toda mi investigación, la verdad. 

Victoria Cirlot para Jot Down

El descubrimiento de Hildegard von Bingen y la publicación de su Vida y visiones en 1997 fue otro de los puntos de inflexión en tu trayectoria.

Sí, de hecho, ahora saldrá la tercera edición de ese libro. La mística para mí ha sido muy importante, y con Hildegard von Bingen me enfrento por vez primera a lo que durante muchos años ha constituido una línea fundamental de mi investigación, que es la experiencia visionaria. Como en el caso del grial, necesitaba comprenderla, y no veía cómo demonios podía llegar a hacerlo. Hasta que me encontré con los escritos de Max Ernst, quien se autorrevela como visionario. Era bonito colocar a Hildegard diciendo «ego vidi et audivi» junto a un hombre como Ernst que dice «he visto», un poco como el replicante que encarna Rutger Hauer en Blade Runner. Creo que el guionista se debió inspirar en Ernst, que tiene cuatro páginas donde habla de sitios en los que ha estado y que responden a su imaginación, sus visiones.

Margherita Pieracci dice que a los místicos no se les entiende «si no se está dispuesto a vivirlos». ¿Te has llegado a identificar con Hildegard?

No, nunca me he podido identificar con los místicos porque son excesivos [ríe]. Pero claramente la mística me ha abierto el espacio de la interioridad. La Edad Media es una cultura muy ordenada y el mundo interior puede ser muy caótico, pero la mística lo ordena maravillosamente.

¿Cómo surgió el proyecto de aquella obra fundamental de 1999 que fue La mirada interior, junto a Blanca Garí?

Blanca Garí había trabajado en Margarita Porete para El espejo de las almas simples, y yo en Hildegard von Bingen, y del conocimiento de esas dos autoras surgió la idea de investigar a otras místicas. Seleccionamos a un total de ocho y nos las repartimos tranquilamente, aunque íbamos comentando mucho, hasta que lo acabamos en el Pla de la Calma del Montseny, juntas pero muy aisladas del mundo.

¿Os impactó ese «decir lo indecible» de la escritura mística?

Sí, esa inefabilidad de la experiencia mística y el lenguaje como lo único que tienes para poder transmitirlo es interesante, aunque el aspecto formal depende del caso. Ángela de Foligno, por ejemplo, era analfabeta: ella dictaba y el conocido como «padre A.» transcribía lo que decía, así que su obra es sintácticamente muy sencilla. En cambio, otras como Matilde de Magdeburgo tienen un lenguaje muy depurado, y al igual que con Hildegard o Margarita, notas que eran mujeres con acceso a la cultura en abadías, bibliotecas y scriptoria. Pero en casos como el de Ángela, pese a la simplicidad de los textos, te sorprendes con expresiones que yo no sé de dónde ha sacado y que son realmente extraordinarias. Eso es lo que da la medida de la autenticidad de la experiencia, al menos para mí. Una persona que dice «y de pronto fui hecha nada», ¿eso de dónde sale? Como otras muchas imágenes que no existían antes de ellas en la tradición iconográfica europea. Eso que no se ha dicho hasta entonces solo puede salir de lo experimentado. 

En el libro recordáis que a las místicas no se las puede ver con los ojos de hoy: una de las claves de su don visionario es la pasividad.

Hace poco un psicoanalista me decía: «La mística no va bien para la vida, eh?» [ríe]. El proceso místico es muy difícil, muy peligroso y muy duro porque se dirige a la aniquilación del yo; desde un punto de vista psicológico es tremendo. El descubrimiento de que hay algo mucho más amplio que nos rodea tiene cierto paralelismo con lo que en psicología se llama el «sí mismo», solo que en mística es mucho más radical: esa aniquilación del yo es lo máximo a lo que puedes aspirar porque no es otra cosa que la unión con Dios, pero esta pasa por la muerte, que además tiene su absoluta consumación en el más allá. Y dirás: ¿Qué más allá? Pero, claro, es que en la cultura medieval el más allá es una realidad. Ese sistema de creencias no es el nuestro, pero lo que nunca se puede hacer es proyectar las propias ideas sobre aquel mundo, porque entonces no vas a entender nada. Jacques Lacan se dio cuenta de eso: comprendió muy bien que de lo que está hablando Hadewijch de Amberes, por ejemplo, no es una falsificación ni una sublimación del deseo sexual, sino de otra cosa. Lacan se interesó por la mística, y además tuvo a Marie de la Trinité como paciente y trabajó mucho con ella. Por eso siempre aceptó que la experiencia mística no puede ser deformada bajo los criterios con los que juzgamos los comportamientos usuales. Marie dijo que nunca había sentido una escucha tan elevada como la de Lacan.  

¿Por qué crees que a todas estas místicas se les abre definitivamente el ojo del entendimiento en torno a los 40 años? 

Jung habla claramente de cómo en la vida hay un momento en que el ser humano es consciente de la muerte, algo que no ocurre hasta pasados los 30 años. Es la edad de la «selva oscura» de Dante, la de Cristo… es decir, entre los 30 y los 40 surge la certeza de que te vas a morir. Ese es el momento de lo que Jung llamó metanoia o transformación, lo que en religión se conoce como conversión. 

¿Hay quienes toman a estas autoras por locas?

No lo percibimos así. Aunque sí es cierto que la fascinación que observamos por ellas es más bien reciente, porque la edición de 2022 ha sido la de mayor éxito del libro y sigue generando muchas reflexiones y comentarios. Lo hemos comprobado sobre todo en la universidad, porque en las clases notas cuándo un tema cala, y las místicas siempre han interesado en mayor o menor medida. Un interés que se ha manifestado en todos los trabajos que han dedicado a estas autoras los alumnos, que han sido muy importantes y han extendido la investigación en torno a su obra. 

Esa última edición de La mirada interior, además, te ha dado ocasión de conectar la mística femenina medieval y el feminismo posmoderno.

Es muy interesante, porque te vuelve a colocar en esa relación entre la Edad Media y el siglo XX. La cosa empezó con Luce Irigaray, pero a partir de ella ha habido muchos estudios que se han interesado por estas mujeres en la medida en que, de algún modo, están construyendo una identidad; aunque sea una no identidad, justamente. Esa búsqueda es la que ha atraído hacia este tema a investigadoras, sobre todo  norteamericanas, como Amy Hollywood. El de la mística es un corpus textual impresionante, así que parece lógico que busquen ahí: el siglo XIII es una teología en femenino. Hay una feminización de la religión, porque estas mujeres están poniendo su propia vida en el proceso. Lo que ellas escriben, lo viven, porque ¿a quién van a engañar y qué sentido tiene? Son textos que no manifiestan conciencia de género ni se construyen para crearla, pero da igual, está ahí. Por ejemplo en ese dibujo que es una mancha roja descomunal de abstracción pura, que confronté con una visión de Juliana de Norwich en mi libro Visión en rojo, y que sin duda sale de una mano femenina; porque esa experiencia de la sangre, tan distinta a la del hombre, es de la mujer.

Victoria Cirlot para Jot Down

Hablando de la mano femenina, otras obras escritas por mujeres te han marcado especialmente, como las de Yourcenar o Campo.

Sí, los ensayos de Marguerite Yourcenar y Cristina Campo han estado siempre muy presentes en mi trayectoria, y sin duda han influido en mi propia producción. En el caso de la Yourcenar, desde el punto de vista de la estructura. Y la Campo, por los contenidos: cómo se enfrenta en su obra a un mundo tradicional, a lo que representa el símbolo, el relato y el cuento, todo eso me parece extraordinario. La considero un modelo de escritura ensayística, por la impresionante capacidad que tiene de entrar a fondo en los temas que le preocupan.

Su obra fue editada por Adelphi, y quería preguntarte qué ha supuesto para ti la figura de Roberto Calasso. Estuviste en el jurado que le otorgó el Premio Formentor en 2016.

Tengo un gran afecto por Roberto Calasso. Es un autor muy difícil, y uno tiene que leer su obra completa porque, de otro modo, no llegas a entenderlo bien. En realidad es un principio hermenéutico: debemos ir de la parte al todo y del todo a la parte, siempre. Por supuesto leí en su momento Las bodas de Cadmo y Harmonía, pero tengo que decir que no me había enterado de nada. Aun así, cuando Basilio Baltasar me comentó la intención de darle el Formentor, me hizo mucha ilusión que contase conmigo y me puse a leer su obra de forma sistemática: lo leí todo, y entonces entendí lo que era Calasso. Obtuve esa recompensa de la que hablábamos antes: la comprensión es un acontecimiento repentino y una gran plenitud. Me gustó ver cómo todos sus libros forman una única obra total, porque él lo tenía todo en mente y se ocupaba muy bien de darle coherencia. El suyo es un gran proyecto mitológico, de hecho yo lo comparo con las Mitológicas de Lévi-Strauss. Calasso va de los hindúes a Kafka, el ascetismo… hay mil temas en su obra y es una maravilla darte cuenta de cómo construye esas relaciones.

Su muerte fue muy lamentada en el mundo editorial e intelectual, y justamente la finitud de la vida ha estado muy presente en tu obra.

Sí, todos los relatos de dimensión popular recogidos por la novela artúrica, que está hecha a base de cuentos celtas, no hacen otra cosa que elaborar y depurar las grandes cuestiones humanas. Por eso siempre aparece la muerte. Y bueno, es una cuestión extraña: algo que está muy cerca de la vida pero que es tan único y tan difícil. La muerte es un tema que experimentamos a través de los demás, por desgracia, y que cuando lo experimentamos nunca vamos a poder contar. ¡Es aquello de lo que no vamos a poder hablar nunca! Eso es espantoso, porque normalmente cualquier experiencia la puedes comprender, incorporar, transmitir; te vas haciendo con ella. Con la muerte no hay quien se haga, pero creo que el ser humano tiene el deber de prepararse para su llegada. Hay que aceptar la muerte, es un reto que tenemos todos y que de alguna manera hemos de saber afrontar. 

Se acaban de cumplir 50 años desde la de tu padre, ¿crees que sigue pendiente otorgarle la importancia que merecen su obra y su figura?

Mira, ayer estaba viendo el catálogo de una exposición sobre Lucio Fontana que hicieron en el Guggenheim de Bilbao en 2019, y la comisaria [Iria Candela], cuando comenta que Fontana llegó al radar de los críticos internacionales, al primero que cita es a mi padre; justo después de Enrico Crispolti, que es el gran estudioso de Fontana, sitúa a Cirlot. Es que la labor de mi padre, lo que llegó a hacer por el arte del siglo XX, es impresionante. Y desde un punto de vista poético… madre mía. Siempre me ha interesado la poesía, pero no la he estudiado y prefiero no hacerlo, porque para mí el poeta se llama Juan Eduardo Cirlot, y ya está. Así de bestia y así de real. No es un autor que además escribe poesía; es un poeta que además es crítico de arte. Pero este es un país, me refiero a Cataluña y España, que se permite el lujo de olvidarse de figuras como la de mi padre. Que no es porque sea mi padre, sino porque su obra es inmensa.

Te has ocupado de la edición de su obra completa, pero sin duda su Diccionario de símbolos habrá sido la más especial.

Sí, yo quise publicar su obra y así se hizo. El Diccionario de símbolos lo rescatamos de la editorial Labor, lo publicó Siruela en 1997 y llevamos casi treinta ediciones. También me alegra que, por ejemplo, Calasso lo publicara en Adelphi, me parecía el lugar donde debía estar. Y está publicado en los New York Review Books Classics, gracias a Valerie Miles. Así que el Diccionario está vivo, muy vivo. Su crítica de arte también se ha publicado en Se parece el dolor a un gran espacio, que editaron Enrique Granell y mi hermana Lourdes Cirlot. Y los tres tomos de poesía están también en Siruela. Luego van saliendo estos pequeños libritos como El ojo en la mitología o Ferias y atracciones, que son auténticas joyas. Ferias, que acaba de editar WunderKammer, es una gozada de libro, y como explica Granell en el prólogo, ¡es el tema! Allá está él en 1950, publicando ese relato precioso sobre las vanguardias. Me gusta que su obra se vaya difundiendo y reconociendo, sobre todo por parte de blogs y espacios así, donde curiosamente mejor está Cirlot representado. 

Tú apenas eras una niña cuando se publicó el Diccionario por primera vez. ¿En qué momento fuiste consciente de que era una obra tan valiosa?

Él siempre lo supo. Mi padre era un hombre muy abierto, que nos transmitía muchísimo lo que pensaba, lo que le pasaba, los porqués, y por eso lo sé. Aunque él muere cuando yo tengo 18 años, tuve tiempo para comprender lo que estaba suponiendo el Diccionario y lo que significaba para él. A menudo decía que era su obra en prosa más importante, y sin duda es así. Pero al margen de esa, mi padre consideraba que su producción creativa más importante era la poesía, por supuesto. Ya te lo decía antes: él es poeta por encima de todo. 

Los símbolos y las imágenes también han sido parte esencial de tus estudios, y en concreto el surrealismo. ¿No tienes la impresión de que es uno de los estilos peor comprendidos hoy?

Sí, yo también lo creo, se ha banalizado de una forma espeluznante. «Surrealista» se ha convertido en el adjetivo de lo incomprensible y lo estúpido. Es tremendo cómo de pronto hay cuestiones que pueden ser infinitamente degradadas y creo que al surrealismo le ha pasado eso, porque en realidad es una tendencia inagotable, magnífica, de una riqueza inverosímil. A mí me ha interesado sobre todo por ese lugar visionario que propone. André Breton decía que en el Apocalipsis está todo. Claro, para un surrealista como él, ese libro es el modelo de la visión. Y una Hildegard, por ejemplo, va a comprender las suyas en relación a Juan de Patmos. La Biblia siempre es el punto de referencia que tiene el místico para la autocomprensión, porque se basa en su propia experiencia, pero tiene que confrontarla con algo.

Es curioso que los surrealistas adopten ciertas prácticas místicas, como la aniquilación del yo que comentabas antes.

Lo que resulta muy bonito es comprobar cómo cada época encuentra formas distintas de justificarla. Los surrealistas se quieren convertir en espectadores de su propia obra y dirán: «Yo no hago nada, las imágenes suben». Suben del inconsciente, claro. Cuando Ernst llega a París, está como loco con La interpretación de los sueños de Freud, y dice ser un visionario, pero no como Juan de Patmos, sino como Rimbaud; su referencia son las Cartas del vidente. En la inspiración de Hildegard, del inconsciente, nada; es Dios quien se lo transmite. Duby me enseñó que nunca hay un factor determinante en la Historia, sino constelaciones de factores, y cada época tiene la suya. El mundo creativo del surrealismo y el del misticismo se construyen en base a elementos propios de cada uno, pero lo absolutamente milagroso es que llegan a resultados semejantes. Cada cual está hablando en su lenguaje, pero ambos logran ese insólito despliegue de imágenes, y ambos son pasivos. Solo que Ernst se está oponiendo a la idea romántica del genio, la que ha imperado hasta el siglo XIX, cuando dice que no hace nada, aunque figúrate tú si hace; como la otra, pues anda que no le costó escribir Scivias. Pero es bonita esa idea que comparten un ateo y una santa de que, en realidad, la obra no les pertenece: cuando aparece eso que Corbin llamaba «la floración de las imágenes», ellos no las han creado, solo las han ejecutado. 

Hablando de imágenes y mirando el panorama actual, ¿crees que sigue siendo posible hallar significados invisibles en ellas?

Sí, claro. Siempre se dice que vivimos en un mundo bombardeado por imágenes espantosas, pero también las hay estupendas y significativas. En cierto modo, se puede decir que el valor simbólico de una imagen no puede destruirse nunca. Por tanto, de las imágenes podemos aprender muchísimo. Yo soy de las que piensan que la palabra no es superior a la imagen, para nada. Creo que la imagen tiene una potencia que puede ser equiparable, sin duda, a la del texto. Vivimos en las imágenes y está muy bien que lo hagamos, lo que pasa es que, igual que hay palabras que tenemos que quitarnos de encima, también hay que librarse de las malas imágenes. 

Leyendo sobre algunos de tus referentes, como Aby Warburg o Georges Didi-Huberman, pensaba en que quizá tanta producción de imágenes condena la imaginación.

Yo creo más bien que el gran problema de nuestro mundo es la falta de concentración, porque una imagen puede ser objeto de meditación y debería serlo. Hay que pararse a mirar, no saltar de una a otra todo el rato. Ojo, ese salto puede ser muy beneficioso, como en la obra de Jean-Luc Godard. Pero hay que tener una mentalidad y una intención muy determinada para hacer eso, porque en realidad una imagen exige contemplarla, interiorizarla y meditarla, del mismo modo que hacemos con un texto. Hay que detenerse en las cosas, y esa aceleración que nos conduce a la imposibilidad de concentrarnos sí me parece preocupante en estos tiempos. 

Y en el cine, entonces, ¿te atrae más el estilo contemplativo de, pongamos por caso, un Antonioni o un Tarkovsky? 

En cine lo último que me ha impactado inmensamente ha sido Jeanne Dielman, de Chantal Akerman. Una antigua alumna, actualmente amiga, me preguntó cómo era posible que no la hubiera visto. Pero claro, no se podía encontrar en ningún lado, hasta que por suerte la pusieron en Filmin cuando Sight and Sound la nombró mejor película de la Historia. La vi y me quedé completamente extasiada, porque Delphine Seyrig es una de las actrices que más me pueden gustar. Alguna vez he impartido una asignatura de cine en la facultad, y uno de mis grandes éxitos fue lograr que toda la clase se quedara fascinada con El año pasado en Marienbad, de Resnais. Pero esa cámara fija de la Akerman y su indagación sobre lo que significa la gestualidad cotidiana me parece deslumbrante. 

Volviendo a los libros, no quiero dejar pasar la ocasión de que me comentes tu importante  labor como directora de la colección El Árbol del Paraíso de Siruela.

Para mí es un placer porque me ha permitido, sin ir más lejos, publicar a una Cristina Campo, a la que llevaba queriendo publicar 20 años y de la que por fin en 2020 editamos Los imperdonables. También ese Corbin desconocido de Acerca de Jung, o excelentes libros de discípulos míos que de otro modo no habrían visto la luz, como Los ensayos sobre el silencio de Marcela Labraña y La oficina de la nada de Felipe Cussen. Estas últimas son obras que considero importantes y que, además, son testimonio del trabajo que hemos hecho en la Pompeu Fabra sobre el estudio de la mística. La colección ha ido derivando mucho hacia ese ámbito, con textos como la edición de Pablo García Acosta del Libro de la experiencia de Ángela de Foligno, una lectura absolutamente inexcusable. Es una delicia poder publicar todo aquello que te gusta.

En otra colección de Siruela, Las Tres Edades, llevaste al terreno de la literatura infantil y juvenil algunos relatos medievales, bajo el precepto de brevedad de Italo Calvino.

Fue un momento en que estaba muy agobiada haciendo un trabajo sobre mística alemana, que se ha publicado en la colección I Meridiani de Mondadori. Era una labor muy cansada, complicada, y no podía más. De pronto se me ocurrió que podía estar bien explicar a mi manera los cuentos artúricos y que pudieran llegar de una manera muy directa, sin esa complejidad que implica todo texto medieval. Sobre todo fue una gran distracción para mí, porque me liberé de aquellos estudios sesudos.

Los simplificaste pero sin edulcorarlos, como es habitual en muchas adaptaciones.

No, no… Lo que más me horroriza es la novela histórica. No la puedo soportar. A mí me gusta leer la novela en su tiempo, no esas patrañas y esas ficcionalizaciones que construyen épocas completamente falsas. Historia del Caballero Cobarde y otros relatos artúricos no pretendía ser ninguna reconstrucción de nada, sino ajustar los relatos medievales a una estética contemporánea. Apenas tiene que ver con adaptar el argumento. 

Alguna vez has dicho que consideras a Isak Dinesen la mejor contadora de cuentos del siglo XX.

Sí, porque en realidad los cuentos son figuras del destino. La novela es otra cosa, pero un cuento busca mostrarte casi instantáneamente la vida entera, su paradoja, su capricho, su anécdota. De hecho, Anécdotas del destino es uno de los títulos de Isak Dinesen, y lo de las «figuras del destino» me viene de algo que cuenta en Lejos de África, un momento de oscuridad tremendo en que debe abandonar aquel continente. Después se dedicará a escribir, pero entonces aún no sabe lo que pasará con su vida. Ahí describe su vida como el dibujo de una cigüeña, del que tienes las partes pero no es hasta el final cuando puedes verlo completo. No logras ver la figura, hasta que de pronto eres capaz de verla. En sus cuentos, que tienen un efecto brutal, aparece una imagen acabada de la experiencia vital. El ejercicio novelesco, como decía Kundera, siempre debe ser una indagación de la vida, pero a mi modo de ver, se diluye en la cotidianidad. Mientras que el cuento, en su brevedad e intensidad, prescinde de todo y te lanza la imagen, incluyendo esa «página en blanco», como Dinesen decía, que queda siempre tras su lectura. 

Victoria Cirlot para Jot Down

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