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Homo antecessor

habn copia

La «novela» empieza en el verano de 1994. Y digo novela, porque, aunque Homo antecessor no es un texto de ficción, el lector tiene, desde la primera página, la sensación de estar leyendo una historia de detectives mezclada con otra de aventuras, una historia protagonizada por una banda de científicos que responde nada menos que al nombre de «Brigada Caimán». En las trescientas páginas que ocupa del volumen, hay de todo. Suspense, emoción, intriga, broncas, amistad, camaradería, alguna que otra puñalada trapera de la que los héroes salen heridos pero triunfantes, sacrificio, buenos ratos, más de cuatro sustos y conflicto, mucho conflicto, como es de rigor en todo best seller.

La novela, decía, empieza en 1994. Y si el arranque de toda obra delata inevitablemente la intención de su autor (o autores, en este caso), la primera línea de «antecessor», nos ofrece muchas pistas:

La mañana amaneció soleada e invitaba al optimismo.

Invitaba al optimismo. Si tuviera que resumir en una sola frase el sentido de este libro, me limitaría a citar ese fragmento. Y no es poco mérito. No hay tantas obras (ni tantas mañanas) que inviten al optimismo y menos cuando se trata de la vida real y menos, cuando la mañana en cuestión transcurre en Burgos, península Ibérica, hace ahora ya 30 años. A mediados de los 90, España todavía estaba en la prehistoria (el juego de palabras es intencionado) en lo que a la Ciencia se refiere. Aunque el país había avanzado mucho la investigación en muchas disciplinas era todavía una rareza, los profesores universitarios se limitaban a dar sus clases, la financiación era escasa y nuestra situación periférica nos condenaba a ser los primos pobres de Europa. Este cronista, por la época, trabajaba en el Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN) y la sola idea de volver a hollar suelo patrio (a no ser en vacaciones) me horrorizaba. Investigar en física de partículas en España se me antojaba misión imposible.

Y pese a ello, en física de partículas los investigadores españoles tenían el salvavidas del CERN, que permitía contar con unos magros fondos y la posibilidad de integrarse en colaboraciones internacionales. Investigar en paleoantropología, en cambio, era otra cosa. Los recursos eran casi de chiste y las campañas se realizaban a base de buena voluntad, imaginación y espíritu aventurero. Los «protas» de esta novela no llegaron a mendigar unas pesetas de crowfunding frente a la catedral de Burgos ni a dormir à la belle étoile, pero les faltó poco para ambas cosas. Su base de operaciones no era un hotel de cinco estrellas, desde luego, sino una residencia juvenil (Gil de Siloé) que la «Brigada Caimán» ocupaba felizmente, ya que al menos allí tenían derecho a una habitación con los mismos lujos que una celda monacal (lo cual suponía un avance con respecto a los años anteriores, donde se dormía en colchones alineados en el suelo, en una nave industrial). En cuanto al transporte, nuestros atrevidos investigadores disponían de cacharros varios, entre los cuales se contaba el «Halcón milenario», un jeep desvencijado, propiedad de Eudald Carbonell, uno de los dos autores del libro.

Estamos en la Sierra de Burgos, en concreto en los yacimientos de las cuevas conocidas como a Gran Dolina y la Galería. La «Brigada Caimán» acaba de montar la logística para las excavaciones del mes de julio (en Burgos hace frío y la temporada es corta, se excava durante los meses veraniegos y poco más). Se llaman así en memoria de cierta anécdota que caracteriza bastante bien a nuestros personajes. En 1978, durante unas excavaciones en el yacimiento de Sota Palau, una tormenta de verano amenazó con anegar la excavación. Para evitar el desastre, los excavadores se tumbaron en el suelo, formando una barrera que desvió el agua y de paso les dejó embarrados (como buenos caimanes) hasta las cejas.

Eudald está examinando las herramientas y fósiles que brotan como hongos en el yacimiento de la Galería. De repente un grito (¡suspense!). Aurora (Martín Nájera) y Josep María (Vergés) le hacen señas desde el yacimiento de la Gran Dolina. Eudald, muy puesto en su papel de Han Solo, se pega una carrera, trepa ágilmente por el andamio y sus colegas le enseñan el tesoro que acaban de descubrir.

¡Es una olla llena de monedas de oro!

Bueno, no exactamente, pero como si lo fuera. Los dos dientes que Aurora y Josep le alargan a Eudald, no parecen de gran valor (o no se lo parecerían a ojos poco expertos), pero, como se verá, igualmente podrían haber sido diamantes de cien quilates.

Eudald examina el botín y se queda pálido. Parece que va a desmayarse hasta que de repente se pone a preguntar dónde diablos anda José María Bermúdez (el otro autor del libro), que, al ser especialista en morfología dental, puede ofrecer una opinión autorizada. Pero el experto en cuestión no aparece hasta media hora más tarde, cuando el primero está ya al borde del infarto. Su reacción ante el hallazgo es la siguiente:

Aurora se acercó a mí con dos pequeñas bolsas de plástico y me pidió que opinara […] sus manos y su voz temblaban […] En cada una de ellas había un diente con raíces de color marrón oscuro y coronas azuladas. Noté como mi cuerpo liberaba adrenalina ante la excitación del momento.

¿Qué clase de gente libera adrenalina, tiembla, está a punto de desmayarse y se come las uñas de los dedos por dos dientes?

Científicos, claro está. Los que nos ocupan, llevan toda su vida preparándose para una eventualidad así. Los dientes se parecen a los de Homo Habilis, uno de las primeras especies del género Homo, que habitó el planeta hace unos dos millones de años. No son idénticos a los de esa especie, desde luego, pero claramente no son de animales. ¡Son dientes humanos!

La reacción de histeria colectiva ante el veredicto casi derriba el andamio y podía haber acabado en un buen susto para los investigadores. Otros miembros del equipo, desde la cueva vecina, oyen la algarabía y se temen un ataque extraterrestre o un brote de locura colectiva, mientras siguen los gritos a pleno pulmón.

¡Dientes humanos, dientes humanos!

Ya lo he dicho antes, el libro que nos ocupa no es una novela, pero lo parece. Y como toda buena novela, empieza con una escena de acción y nos deja colgados en un Cliff hanger. A lo largo del resto del volumen, esos dos dientes se van a convertir, en cierto modo, en los auténticos protagonistas del relato.

Como también es costumbre en la buena ficción, después de tendernos el anzuelo, la narración se calma y los autores nos ofrecen una perspectiva histórica y social del entorno y el tiempo en el que se desarrolla la historia. Retrocedemos hasta 1976, a los principios heroicos (si hacer ciencia en 1994 era difícil, veinte años antes era misión imposible) y descubrimos los orígenes de los emplazamientos excepcionales de la sierra de Atapuerca. En los capítulos subsiguientes siguen las aventuras, que incluyen explosiones accidentales, la intervención del ejército, la aparición de los primeros hallazgos de suma importancia en la famosa Sima de los Huesos, la tremenda bronca con ciertos políticos asociada al descubrimiento de los famosos dientes (y a la obsesión de los susodichos políticos por aparecer en las correspondientes fotos). Una consecuencia de que el prohombre de turno se quedara sin foto fue la consigna «a los de Atapuerca ni agua». Veinte años más tarde, cuando me esforzaba en empujar el proyecto NEXT en España, me tocó oír la misma consigna (cambiando Atapuerca por NEXT). Algunas cosas cambian despacio en nuestro país.

Saltemos un par de años al futuro. El equipo de Atapuerca ha desenterrado decenas de fósiles y todavía más herramientas, todas ellas muy arcaicas que sugieren que la población humana identificada en la Gran Dolina es muy antigua. Nuestros investigadores han publicado varios artículos en prestigiosas revistas, se han dado sus garbeos por Europa y presentando sus hallazgos, que comienzan a generar gran interés. Eudald y José María se encuentran en Italia, en la costa del adriático, ofreciendo sendas conferencias. Eudald recibe como regalo una bonita figurilla metálica y José María una botella de vino. Por la noche, instalados en un encantador hotel de la zona, no pueden dormir. Están obsesionados con la posibilidad de proponer que los fósiles que han encontrado en la Gran Dolina, pertenecen a una nueva especie del género Homo. Creen tener pruebas irrefutables de que es el caso, pero saben que son todavía unos pesos pluma en el panorama de la paleoantropología y temen que nadie les haga caso.

Como han cenado bien y se han tomado un par de vasos de vino, esta noche se sienten arrojados. Deciden buscar nombres para su nueva especie. Descartan Homo europaeus y Homo hispaniensis por obvios y manoseados. Consideran, un poco de coña, Homo macellarius (es decir, hombre «carnicero», o, hablando en plata, «caníbal»), ya, que, en efecto, tienen evidencias de que la gente de la Gran Dolina se comían unos a otros de vez en cuando. Aparecen bastantes más alternativas y para ayudarse a decidir, deciden recurrir al vino que les han regalado… Que resulta ser vinagre. ¡Vinagre de Módena, nada menos, están de hecho a unos pocos kilómetros de la famosa población! La anécdota es casi una parábola de la investigación científica, donde se pasa de vino del descubrimiento al vinagre del desencanto con más frecuencia de lo que nos gustaría… unos días más tarde, Eudald, José María y Juan Luis Arsuaga, dan con el nombre. Homo antecessor.

Y hasta aquí puedo leer, al menos en lo que se refiere a la historia que cuenta el libro. El resto sería incurrir en spoiler, un pecado imperdonable en los tiempos que corren. Valga decir que los intrépidos antropólogos van a enviar su propuesta de una nueva especie a la revista Science, desencadenando una tormenta científica que todavía no ha escampado del todo veinte años más tarde. De paso que el lector sigue las aventuras de la «Brigada Caimán» y su trío de directores, el libro ofrece una gentil y muy amena introducción a la paleontología, sus fundamentos, modos de operación, técnicas, instrumentos, etc. También presenta la aventura que supone para los científicos publicar (sobre todo en revistas de alto nivel) y muestra con sinceridad y pasión el proceso de creación científica. La ciencia no es ni mucho menos un sereno y frío quehacer, en el que seres racionales y comedidos comprueban concienzuda y desapasionadamente hipótesis, contrastan datos y confirman o rechazan teorías. Todo eso se hace en mitad del ruido y la furia, entre debates tremendos, especulaciones atrevidas, refutaciones espectaculares y muchas broncas. No se suele llegar a las manos ni la sangre alcanza el río (por lo general), pero la nuestra no es una profesión apta para cardiacos. Un científico es de todo menos un frío observador. Y ninguno de nuestros protas lo es. El relato de sus aventuras y lo que le ocurre a su teoría sobre Homo antecessor, no tiene desperdicio.

La novela termina en 2023, treinta años después de aquella mañana soleada que invitaba al optimismo. Termina, pero en realidad no termina, por cada pregunta que la ciencia contesta surgen otras mil y mucho más si esa ciencia se ocupa de la prehistoria humana, un campo donde las evidencias son escasas y el espacio para la interpretación y la elucubración muy amplio. Termina, hay que decirlo, igual que empieza (ya lo dice el tango, treinta años no es nada), con fe y optimismo. Termina asegurando algo que todo científico que se precie, comparte de todo corazón. La ciencia, queridos lectores, es una aventura maravillosa.

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2 Comentarios

  1. Me gustaría tener acceso a publicaciones.

  2. Me ha parecido maravilloso. Y se me ha escapado una lágrima al acabar

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