Arte y Letras Filosofía

Extraña forma de redención 

Lana del Rey habla también de la redención en Tropico. Imagen Polydor Records.
Lana del Rey habla también de la redención en Tropico. Imagen: Polydor Records.

I’ll worship like a dog at the shrine of your lies 

I’ll tell you my sins and you can sharpen your knife 

Offer me that deathless death 

Good God, let me give you my life 

(Take Me to Church, Hozier)

«Cuando, al principio, Elohim creó los cielos y la tierra, la tierra no tenía forma ni orden, la oscuridad cubría la superficie del abismo y el espíritu de Elohim revoloteaba sobre la superficie de las aguas. Y entonces dijo Elohim: «¡Que haya luz!». Y hubo luz. Y Elohim vio que la luz era buena, y separó Elohim la luz de la oscuridad; a la luz la llamó día y a la oscuridad la llamó noche. Y anocheció, y amaneció. Día uno». 

Así comienza el mito de la creación, al que le sigue un compendio de escenas sanguinarias con todos los ingredientes para que cualquier persona que respete los derechos humanos se lleve las manos a la cabeza. Sin duda, los sedimentos del Génesis, fuente de la que emanan varias religiones, continúan presentes en nuestra cultura: en nuestros nombres y apellidos, en pasajes literarios y cinematográficos y en el imaginario colectivo. Ciertamente, este antiquísimo relato repleto de desastres y tragedias se ha edulcorado y percibido, generalmente, con buenos ojos.

Así lo cuenta Sara Mesa en su texto, «Razones para leer el Génesis con nueve años», que se incluye en la edición Génesis liberado de Blackie Books. La escritora afirma que sus familiares eran poco permisivos con respecto al visionado de algunos contenidos en televisión y, sin embargo, no se escandalizaban al verla con este mítico libro entre las manos. «Dios era terrorífico, aunque no más que otros personajes. Aparecía de improviso como un fantasma, con su voz estentórea, echando en cara todo lo malo que hacían los hombres y mujeres. Daba órdenes absurdas y castigaba sin piedad», apunta la autora. Para ejemplificar esta crueldad, cita algunas de las perlas que habitan en este manuscrito, como el de las plagas de Egipto, el arca de Noé cuya construcción fue motivada por un diluvio universal que en realidad provocó el propio Creador, el sacrificio de Isaac una escena parricida digna de una película de Ari Aster, el asesinato de Caín a su hermano Abel, la seducción de las hijas de Lot a su padre o la violación a la esclava Bilhá, texto que inspira la novela de El cuento de la criada (Margaret Atwood).

Las escenas mencionadas por Sara Mesa denotan tremenda maldad, y hay una característica concreta en algunas de ellas: su móvil. Las hijas de Lot sedujeron a su padre para asegurar la descendencia y Caín mató a Abel movido por la ira y los celos. Sin embargo, en otras ocasiones lo que se buscaba era la redención, la confianza de Dios a través de lecciones sobre la expiación de los pecados y el sacrificio. 

Si hablamos de cultura pop, probablemente muchas personas nacidas en la década de los noventa, así como los padres y familiares de los mismos, recuerden la película de animación El príncipe de Egipto (Brenda Chapman, Simon Wells, Steve Hickner), en la que Moisés libera al pueblo hebreo encabezando la caminata que da lugar al libro del Éxodo. Con una inolvidable banda sonora compuesta por Hans Zimmer y Stephen Schwartz y un relato sesgado, el profeta Moisés es un absoluto héroe guiado por la voz de Dios, a pesar de que por el camino su obediencia ciega justifique el exterminio de gran parte del pueblo egipcio. Para lograr su empresa, la deidad busca demostrar que es más fuerte que los dioses egipcios, por lo que envía nada más y nada menos que siete plagas: primero la conversión del agua en sangre, una invasión de ranas, otra de piojos y mosquitos y después una de moscas; también opta por infectar de peste al ganado, llenar las pieles de los egipcios de úlceras y sarpullidos y, más adelante, por provocar una lluvia de fuego y granizo; la guinda del pastel es una última plaga de langostas y saltamontes. Casi nada. Por si fuera poco, también le pide a Moisés que sacrifique a un cordero y pinte con su sangre una señal roja en las puertas de las casas de los hebreos para dejarles con vida cuando llegue la noche, que será cuando termine con todo aliento que queda. Quienes quieran redimirse y llegar a la Tierra Prometida, tendrán que justificar estas acciones.

Abraham, otro de los favoritos de Dios, se dispone a apuñalar a su hijo Isaac porque la deidad así se lo exige con el fin de probar la fidelidad del patriarca. Cuando el joven está ya atado sobre los leños de un altar a punto de ser asesinado, la cabeza pensante de aquella barbaridad le dice que no la lleve a término, que ya le había demostrado suficiente lealtad. Menos mal, porque ahí iba Isaac, determinado y enfocado en su tarea porque Dios lo exigiría por una razón. Y, de hecho, parece dibujar un paralelismo entre la expiación de Jesucristo y la del niño: un padre que sacrifica a su hijo para perdonar los pecados. Si ya es fuerte lo del chivo expiatorio el macho cabrío que era abandonado a su suerte en el desierto para que se llevara con él los pecados del pueblo, esto ya es para nota. 

Eso es lo que tienen en común ellos y otros peones en la larga historia bíblica: obedecen porque consideran que esta es la forma correcta de redención y alcanzar la protección del Salvador, independientemente de lo que ellos consideren correcto y de a quién tengan que llevarse por delante por el camino. Las ofrendas, los martirios y las expiaciones son parte de los designios del Todopoderoso. 

Librarse del mal a toda costa 

Pecado y redención. Estos dos sustantivos son las que utiliza Lana del Rey para sintetizar el contenido de su cortometraje Trópico. En él, emula la creación sustituyendo a Dios por John Wayne y dibuja un paraíso en el que moran todos sus ídolos, desde el propio Jesucristo durante la Pasión, con su corona de espinas, a otros personajes más contemporáneos como Marilyn Monroe o Elvis Presley. A través de las canciones «Body Electric» y «Land of Gods and Monsters», narra la caída en pecado de Adán y Eva, la lujuria, la desobediencia y la curiosidad, así como los dolores del alma, las infracciones y transgresiones que tienen lugar en la tierra, el nuevo hogar de los seres humanos, que hace las veces de una especie de Sodoma. Tras vivir oscuras experiencias, regresa al Paraíso, esta vez en la Tierra, junto con el ser amado, representando el amor puro, la bondad y la luz a través de la canción «Bel Air», interpretada en un campo dorado de espigas, otro icono bíblico. En definitiva, una reinterpretación pop visualmente muy hermosa, repleta de simbolismo y de referencias al pecado que, a diferencia de otras obras contemporáneas que tratan temas vinculados a los relatos religiosos, narra un viaje en busca de la paz interior que excluye acciones que ponen en peligro la integridad física para alcanzar la calma. 

Efectivamente, en La mesías (Javier Calvo; Javier Ambrossi), Montserrat, (Lola Dueñas) la madre de familia, encierra a sus hijas en una habitación y las dispone tumbadas alrededor de una bombona de gas abierta. Su propósito era realizar un sacrificio para absolver los pecados de la humanidad y así detener la llegada del fin del mundo.

Otro ejemplo de la crueldad con fines expiatorios es la figura de Jude, el padre de Marek, en la novela Lapvona (Ottesa Moshfegh). La aldea medieval que titula la obra vive atemorizada bajo el yugo de la ira y las rígidas leyes morales de la religión, inserta en la idea de la culpa y el pecado y absolutamente ciega, decadente y pobre, a excepción de Villiam, el señor del castillo de la región, que representa la antítesis de Jude, ya que vive totalmente desligado de concepciones éticas y religiosas. Jude maltrata a Marek y, lo que es peor, le enseña a castigarse porque le hace interiorizar que verdaderamente se merece dichos escarmientos. A pesar de que Marek sea un niño ingenuo, maltrecho y huérfano que solo busca el afecto y la protección que se le ha negado desde su nacimiento, acaba cometiendo diversas transgresiones para conseguir la aceptación y el perdón de Dios, de su padre y, más adelante, de Villiam.

Las discordancias de la carne 

Si se toman los textos bíblicos al pie de la letra, definitivamente los estándares del Todopoderoso son realmente altos. Incluso en el Nuevo Testamento, cuyo mensaje habla principalmente del perdón, de poner la otra mejilla y de ayudar al prójimo, Jesucristo, hijo de la deidad, llega a la Tierra para dar ejemplo a los demás ni más ni menos que con su sacrificio.

Dado el enigmático carácter de esta figura y su extremo padecimiento, ha habido quienes han pretendido interpretar su presunta historia desde un punto de vista más humanizado, pues, al fin y al cabo, tanto si Jesús realmente existió como si no, es precisamente eso: un hombre. José Saramago escribió en El Evangelio según Jesucristo la posible versión de los hechos del protagonista desde una perspectiva terrenal y en La última tentación de Cristo (Martin Scorsesse), basada en la novela de Nikos Kazantzakis, se le presenta, igualmente, como un ser vulnerable que también se frustra, se desespera y se siente abrumado y perdido por no entender su cometido en la vida. Está, a menudo, cansado y desorientado y dolido: 

«La sensación comienza muy suave, muy apacible, luego empieza el dolor. Las uñas se deslizan sobre la piel y la van desgarrando hacia arriba, y antes de alcanzar mis ojos, se clavan. Luego recuerdo. Al principio, ayuné durante tres meses. Incluso me flagelaba antes de irme a dormir. Primero dio resultado, luego volvió el dolor y las voces me llamaban por mi nombre: Jesús», narra el protagonista (Willem Dafoe) al inicio de la película. Como es perceptible, ni siquiera al hijo del Creador le resulta efectivo el autocastigo y la penitencia a la hora de desprenderse del supuesto demonio que le persigue y que, traducido a la cotidianidad, personifica todo aquello que acerca a la raza humana a las penurias. «¿Cómo vas a pagar tus pecados?», le pregunta Judas en esa primera escena. «Con mi vida, no tengo nada más», le contesta él, visiblemente agotado por no conocer verdaderamente el sentido de su lucha. A lo largo de la película se dan numerosas muestras del cargo de esa cruz invisible con frases como «cúlpame, la culpa es toda mía, pero nunca culpes a Dios» y las incontables ocasiones en las que se disculpa con los demás. Además, renuncia a algunos de los sinceros afectos que desarrolla hacia sus semejantes, como el amor romántico hacia María Magdalena, para cumplir con las directrices de un ser celestial que, a pesar de que supuestamente le quiere, le obliga alejarse de quien ama.

Con respecto a las mayores desolaciones de esta figura, Camilo Sesto interpreta la canción «Getsemaní (Oración del Huerto)», perteneciente al repertorio del musical Jesucristo Superstar. El tema es un cúmulo de desgarradores reproches que Jesús le hace a la deidad al tratar de asimilar su injusto destino, implacable a pesar de haber llevado a cabo obsesiva y pulcramente aquello que se le encomendó. Para colmo, el pobre Jesús demuestra padecer un claro síndrome del impostor al preguntarse si acaso no fue suficientemente bueno, pero, a pesar de todo, acepta su sino y se entrega al martirio de la Pasión y todos los hechos que la desencadenan. Ya en la cruz, al borde de la muerte, se siente desamparado y llega a experimentar su máxima crisis de fe, verbalizada a través de la lapidaria frase «Señor, ¿por qué me has abandonado?». Cualquiera se recompone de eso. 

Esta idea del elegido atormentado por su condición se retoma en The Young Pope (Paolo Sorrentino), donde Lenny Belardo (Jude Law) Pío XIII, encarna a una especie de mesías contemporáneo que despierta fanatismo entre las masas. Es un indescifrable ser que a veces parece solo un mortal de carne y hueso bastante borde y, en otras, un santo. 

Él en sí mismo es una completa contradicción: a pesar de ser papa, afirma en un monólogo amarse a sí mismo más que al prójimo y también más que al propio Dios, afirmando que no cree en su existencia, sino en su propia omnipotencia. Su desolación y su soledad le hacen caer en discursos despiadados que representan a la Iglesia más ortodoxa, opaca y, como él mismo describe en el discurso a los cardenales, «sin ventanas que miran al exterior». Trata de convertir la institución en un misterio caprichoso e inalcanzable. No quiere hacer amigos, sino que se le obedezca y se le siga ciegamente, sin tener que persuadir a nadie para conseguirlo. Su actitud, agresiva y totalitaria, encaja con el Todopoderoso del Antiguo Testamento. Sin embargo, lo que tal vez sentía realmente es rabia por no comprender su rol en el mundo y los aparentes milagros que parece obrar, lo que le lleva a introducirse en su caparazón de hierro, alejado de su naturaleza que, de hecho, es bondadosa y dista bastante de esa fachada intransigente, como se descubre a lo largo de la serie.

Por el contrario, el siguiente papa, John Brannox (John Malkovich),Juan Pablo III, es un aristócrata sensible, introvertido y tolerante que, al comprender sus verdaderos sentimientos y aquello que adereza su vida, se libera de la penitencia que es para él ser papa. No está hecho para gobernar la Iglesia, como él mismo se había impuesto a modo de penitencia, sino para entregarse al romanticismo, a la poesía, a la música y al amor. Decide reivindicar la ternura y la compasión hacia los demás y hacia uno mismo y, tras años de autoflagelación y un persistente sentimiento de culpa por acontecimientos del pasado, entiende que su forma de estar en paz con sus obras y con su vida no es haciendo aquello que supuestamente debería para con su Señor, sino ser consecuente consigo mismo para que su estancia en la Tierra sea lo más fructífera y beneficiosa posible. En este caso, por primera vez en todos estos ejemplos, se busca el perdón en uno mismo. 

Del mismo modo obran los integrantes de La sociedad de la nieve (J. A.Bayona), en su mayoría cristianos, al experimentar cómo las supuestas directrices de Dios están sujetas a interpretación y no son inamovibles, ya que sus propias entendederas también son dignas ser tomadas en consideración. En la película lo explica, con gran belleza en sus palabras, Arturo Nogueira: «Tengo más fe de la que tuve en toda mi vida, pero mi fe no está en tu Dios. Porque ese Dios me dice lo que tengo que hacer en mi casa, pero no me dice lo que tengo que hacer en la montaña. Creo en el Dios que tiene Roberto en la cabeza cuando viene a curarme las heridas, en el Dios que tiene Nando en las piernas para salir a caminar sin condiciones, creo en las manos de Daniel cuando corta la carne y Fito cuando la reparte sin decirnos a qué amigo perteneció y así podamos comerla sin tener que recordar su mirada».

Las palabras importan, calan, crujen en los interiores y pueden resonar durante unos pocos segundos o minutos, pero también a lo largo de muchos años. Construyen, envenenan, destruyen, enamoran, persuaden, mejoran, invalidan, demuestran, consuelan, emocionan y un sinfín de verbos más. Dado su imponderable poder, el contexto lo es todo a la hora de interpretar los mensajes, especialmente si tienen siglos de antigüedad. Probablemente culpa y redención sean sustantivos algo arcaicos y desactualizados que pesan mucho en las mochilas de quienes no lo merecen porque obran sin pretender hacer daño a nadie.

Al fin y al cabo, ¿hubiera logrado Bella Baxter (Emma Stone) en Pobres criaturas (Yorgos Lanthimos) liberarse de las ataduras que asfixiaron a las mujeres de su época y, por tanto, percibir y experimentar su existencia de una forma tan genuina, si la hubieran angustiado desde su renacimiento con el peso de la culpa y el hipotético pecado?

Tal vez sí es posible acercarse al mundo sin estar tan aterrorizados por los potenciales errores que sin duda se cometerán. Afortunadamente, solo somos mortales.

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Un comentario

  1. Pablo Soto Rodriguez

    Artículo tan profundo como ameno para iniciar la Semana Santa.

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