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El Evangelio según Saramago

Saramago
José Saramago en 1997. Foto: Cordon Press.

Antes de que un autor pueda ejercer sobre mí el poder de enseñarme el horror, tiene que ganarse mi confianza.

(Ursula K. Le Guin sobre José Saramago)

Dios no precisa del hombre para nada, salvo para ser Dios

—Dios ¿dónde está? Antiguamente se decía: «Está en el cielo», pero el cielo no existe.

José Saramago recorre en coche un paisaje volcánico y habla pausado, va soltando las frases mientras mira por la ventanilla con los brazos cruzados, es evidente que debe de haber un interlocutor detrás de la cámara, sin embargo, él parece conversar consigo mismo. 

—No hay cielo. ¿Qué es eso de «el cielo»? Existe el espacio, los límites del universo se encuentran a trece mil setecientos millones de años luz —se abre entonces un silencio en el que da tiempo a que se dibuje en la cabeza del espectador el número trece mil setecientos millones; justo en ese punto, don José se vuelve y mira, ahora sí, directamente al objetivo de la cámara y repite:

¡Años luz! ¿Dónde está Dios? Quien quiere creer, cree, y se acabó.

Quizá no sea tan grave negar a Dios como poner en duda sus motivos. Los creyentes siempre pueden justificar que se lo niegue por la ignorancia del que lo hace, sin embargo, cuestionarlo es un pecado de la soberbia y por ahí la doctrina cristiana, que tiene en la humildad uno de sus pilares fundamentales, no ha estado nunca dispuesta a dejar pasar ni una disidencia. En El Evangelio según Jesucristo, solo unos cuantos años antes, Saramago creó un cielo de ficción desde el que un Dios ficticio sonríe cuando ve por fin que aquel al que los hombres consideraban Mesías está siendo crucificado. Jesús de Nazaret se da cuenta entonces de que ha sido utilizado, que desde el principio ha sido llevado como una oveja al sacrificio y que su muerte será símbolo sobre el que se justificarán todo tipo de calamidades. En ese momento, las nubes se abren como el telón de un teatro y el Dios sonriente sentencia que aquel es su hijo, al que ama y aprueba, pero no lo salva del dolor y la humillación de morir como un delincuente. En el último suspiro, Jesús, desengañado, grita:

—Hombres, perdonadle porque él no sabe lo que hace.

En la Biblia, la cortina del templo se rasga en dos y la tierra tiembla en el momento en que el Mesías muere. En Portugal, El Evangelio según Jesucristo crea una polémica sin precedentes. Los católicos se sienten insultados y exigen una reparación, el gobierno, de un Estado oficialmente laico, veta la candidatura de José Saramago al Premio Europeo de Literatura. El escritor se va del país y se instala en Lanzarote, porque el mejor sitio para refugiarte cuando te persiguen las antorchas es en medio de los volcanes, sobre un suelo de cenizas.

Ciegos que, viendo, no ven

La primera vez que, por recomendación de un amigo, Ursula K. Le Guin intentó leer el Ensayo sobre la ceguera, chocó de frente contra un muro de párrafos separados por comas, diálogos difícilmente distinguibles entre líneas y mayúsculas aparentemente aleatorias. Abandonó la lectura, o más bien la lectura la abandonó a ella, casi inmediatamente.

Pero, quizá porque hay algo fascinante en lo que no conseguimos entender, al poco tiempo Le Guin vuelve a retomar la novela, a intentar leerla palabra a palabra sin dejarse avasallar por el aparente caos, como quien se empeña en desentrañar un misterio. De repente, como pasa siempre que dejamos de pensar en lo abrumador de una tarea y emprendemos un camino fijándonos solo en ir paso a paso, el texto del Ensayo sobre la ceguera cobró vida a tal punto que Le Guin tuvo que parar otra vez la lectura, esta vez porque estaba aterrorizada. Decidió entonces que no se adentraría en esa novela horrible hasta que no conociese perfectamente al autor y para eso tenía que leer sus obras anteriores. Porque, sí, la primera obra que el autor portugués publicó después de mudarse a Lanzarote es una novela horrible. El Ensayo sobre la ceguera es una novela sobre el horror.

El 2 de agosto de 1993, en el que luego sería su primer Cuaderno de Lanzarote, José Saramago apunta brevemente que ha escrito las primeras líneas de una novela sobre una ceguera que asolará, sin razón aparente, a una población completa. La falta de visión no vendrá de la oscuridad, sino que será totalmente blanca, una especie de luz arrasadora que consigue borrarlo todo, la historia de los ciegos que, viendo, no ven.

Durante los siguientes dos años el Ensayo sobre la ceguera será para su autor una herida sangrante que lo irá consumiendo hasta que consiga terminarla. Intentando buscar un poco de alivio, dejará de dedicarle las tardes a la novela porque las pesadillas de lo escrito lo atormentan por las noches, comenzará su rutina de escritura por la mañana y se sentará a comer pálido y descompuesto. Ver pasar ante sus ojos la historia de los personajes sin nombre que intentan sobrevivir a tientas en medio de un caos mezquino, guiados por una mujer, la única que conserva la vista, y el perro de las lágrimas, es una carga demasiado pesada para una sola persona, aunque sea el mismísimo autor.

9 de agosto. Terminé ayer el Ensayo sobre la ceguera, casi cuatro años después del surgimiento de la idea (…) viajé, fui operado de una catarata, me mudé a Lanzarote… Y luché, luché mucho, solo yo sé cuánto, contra las dudas, las perplejidades, los equívocos que a toda hora se me iban atravesando en la historia y me paralizaban. Como si eso no fuese bastante, me desesperaba el propio horror de lo que iba narrando. En fin, se acabó, ya no tendré que sufrir más. (Cuaderno de Lanzarote III, 1995)

En las ruedas de prensa de presentación de la novela, José Saramago diría que para él en realidad ya estábamos todos ciegos sin necesidad de epidemia. Tal vez nuestros ojos vean, decía, pero nuestra razón es invidente porque no sabe adónde va, ni da muestras de querer saberlo. Era 1995 y el hombre que primero cuestionó a Dios se plantó delante de nosotros y nos dijo que estábamos cegados por el exceso, que utilizábamos la razón vacía como arma, unos contra los otros, y que eso solo podía llevarnos a la desolación total. La gran nube blanca del conocimiento infinito ya había aposentado sus cimientos, por eso seguramente —y aunque suene irónico— hubo quien no supo verlo, ciegos a quienes el libro les pareció una exageración apocalíptica, la profecía de un loco.

El Ensayo sobre la ceguera es un espejo colocado delante de cada uno de los lectores que muestra quiénes somos en realidad, con toda la miseria y los rincones oscuros, sin ocultar nada. José Saramago no se pregunta por qué somos como somos, le basta con mostrárnoslo y dejarnos solos ante nuestro retrato de Dorian Gray en alta definición, un retrato que, a diferencia del que creó Oscar Wilde, no envejece, se vuelve más actual según pasa el tiempo. Es el lector quien debe hacerse a sí mismo las preguntas, y por eso es terrorífico, porque desvela una verdad que ya no se desprenderá de quien haya leído el libro. Una verdad que acechará para siempre a quien la ha visto, como una amenaza de muerte a un testigo presencial.

El caos es un orden por descifrar

Mientras Saramago da ruedas de prensa explicando que es posible estar ciego y sin embargo ver, Ursula K. Le Guin comienza a estudiar sus obras anteriores para conseguir abordar el Ensayo sobre la ceguera con la tranquilidad de quien conoce al autor y se deja llevar por él de la mano a descubrir el horror.

Es complicado no apurar la lectura en un texto que solo está separado por comas, escribe Le Guin, cuando explica en The Guardian que tuvo que aprender a leer despacio para apreciar el ritmo del texto, la musicalidad interna con la que Saramago construía cada uno de sus párrafos, escritos para ser leídos en alto, como se contaban las historias antiguamente, como se las contaba a él su abuelo Jerónimo.

Las palabras son así, disimulan mucho, se van juntando unas con otras, parece como si no supieran adónde quieren ir, y, de pronto, por culpa de dos o tres, o cuatro que salen de repente, simples en sí mismas, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un adjetivo, y ya tenemos ahí la conmoción ascendiendo irresistiblemente a la superficie de la piel y de los ojos, rompiendo la compostura de los sentimientos. (Ensayo sobre la ceguera)

Somos muy dados a pensar que basta comprar para poder ser dueños de algo y mandar sobre ello, que las cosas nos pertenecen solo por haber pagado un precio. Siguiendo esta lógica, un libro debería dejarse leer como un animal manso, pero no siempre es así.

No debe ser así.

Vivimos desasosegados y escribimos para desasosegar, no queremos lectores tranquilos, no queremos lectores conformistas, no queremos lectores resignados. Yo no quiero vivir del dinero de esos lectores, quiero vivir del dinero de los otros lectores. (José Saramago, José y Pilar)

No hay nada más desasosegante que adentrarse solo en territorio desconocido, un espacio donde la lógica y las normas son otra cosa diferente a lo que conocemos. El de José Saramago es el texto que no cesa, la voz de un contador de historias que, al modo de los trovadores antiguos, relata en cadencia el mundo con su maravilla y todo su horror. Una narración continua que tanto arrulla y adormece como puede resultar asfixiante. Los libros de Saramago son animales salvajes, no van a venir a comer de nuestra mano.

Aullemos, dijo el perro

Quería ser recordado por el personaje del perro de las lágrimas, que con la mujer del médico forma una de las parejas de personajes más memorables de la literatura moderna. Todo su legado literario estaba, decía él, concentrado en esa escena del Ensayo sobre la ceguera en que se encuentran ambos por primera vez. La mujer llora desesperada, creyéndose perdida, el perro aparece de ninguna parte y empieza a lamerle el rostro, a beberse sus lágrimas. No volverán a separarse nunca más. Cuando nueve años más tarde se publique la secuela Ensayo sobre la lucidez, ambos personajes seguirán estando juntos hasta el final.

Cuando arranca la segunda parte de la historia, la epidemia de ceguera se ha erradicado hace unos años, la acción sucede en el mismo país y con los mismos personajes. Después de una jornada de elecciones, el escrutinio arroja un resultado de un ochenta y tres por ciento de votos en blanco. Otra vez el blanco, esta vez como respuesta y a la vez como incógnita, que deja a las autoridades estupefactas y técnicamente desautorizadas.

Ursula K. Le Guin publica en The Guardian, en el año 2006, su crítica del Ensayo sobre la lucidez, en la que también hacía referencia a la precuela y a su experiencia con la obra de Saramago, a quien a partir de entonces citaría siempre como influencia fundamental en su obra y como un autor que se sentía orgullosa de mencionar como contemporáneo suyo.

Evidentemente, las novelas de Saramago no son simples parábolas. Sería precipitado «explicar» que todas las personas (excepto una) en el primer libro estaban ciegas, o qué es lo que los ciudadanos de Ensayo sobre la lucidez ven. Lo que está claro es que son las mismas personas, es la misma ciudad, unos años más tarde: un libro ilumina al otro de una forma que solo puedo empezar a vislumbrar (…) José Saramago escribe con ingenio, con una dignidad desgarradora y con la sencillez de un gran artista. (Ursula K. Le Guin)

Unidas por una especie de línea imaginaria, ambas novelas son una espina dorsal sobre la que gravita toda la obra de Saramago. Los dos ensayos se retroalimentan de un modo bello y aterrador, dándose sentido mutuamente.

Siempre acabamos llegando a donde nos esperan

Como última broma a su narración continua, a la historia que no cesa, José Saramago se dejó olvidado un cuaderno sin publicar, el cuaderno de 1998, el año del Nobel, que ha visto la luz veinte años después del premio y ocho años después de su muerte. Fresco y nuevo, resonante como la repetición de un compás en medio de una sinfonía.

El día que la Academia Sueca anuncia su galardón, destacando su capacidad para «volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía», Saramago anota en su cuaderno, escueto como un telegrama urgente:

8 de octubre. Aeropuerto de Frankfurt. Premio Nobel. Azafata. Teresa Cruz. Entrevistas. (Último cuaderno de Lanzarote)

A los que encuentran sosiego en la puntuación usada de modo convencional: no se confíen por ver esta nota escrupulosamente separada por puntos. La gran lección que nos dejó José Saramago es que el relato de lo que pasa a nuestro alrededor puede delimitarse fácilmente, pero la historia que ahonda en lo que realmente somos no se detiene nunca.

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3 Comentarios

  1. Javier Paniagua

    Cuánto se le echa en falta en estos tiempos. Qué inmensa pérdida, la suya.

  2. Es fácil hablar sin saber así que pido perdón de atemano, pero soy del parecer que Lanzarote desnortó a Saramago. Si hubiera vuelto a Portugal tras unos años, creo humildemente, que hubiéramos disfrutado de alguna obra maestra más. Su estilo en portugués se resintió de su tiempo en España (al igual que la calidad de sus traducciones al español, pero ese es otro tema) y creo que desde la retaguardia se escribe con demasiada comodidad.

  3. Pingback: Saramago antes y después de Cristo - Jot Down Cultural Magazine

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