
Dos ferrys llenos de gente navegan a la deriva. Están cargados de explosivos; el malvado Joker de El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008) así lo ha querido —aunque sus motivaciones últimas, más allá de la maldad innata, siempre son difusas—. Cada barco cuenta con un detonador, pero, ¡sorpresa!, ambos se corresponden con la carga explosiva del otro ferry. Las maquiavélicas alternativas son las siguientes: si en media hora uno de los barcos no detona al otro —terminando así con la vida de sus desdichados pasajeros—, ambos explotarán. Pregunta: ¿están los pasajeros de cada barco legitimados moralmente para salvar su vida a costa de la de los individuos del otro?
Ejemplos como este —vinculados con el dilema del prisionero— abundan, y podríamos entretenernos más de lo debido narrándolos tal y como hacen, de una forma un tanto turbia, muchos filósofos morales. En su lugar, para no andarme con medias tintas, reconoceré desde ya que, en mi opinión, nadie puede solicitar en su sano juicio que otra persona sacrifique su vida en base a la ética. Por muy heavy que sea el caso, incluso aunque el mismísimo planeta se vaya al carajo, no creo que nadie tenga la obligación moral de terminar con su vida. Estimo que esto fricciona con lo absurdo.
Si se me permite la digresión, a este respecto recomiendo la película sueca Fuerza mayor (Ruben Östlund, 2014). En ella se narra cómo, mientras una familia come en un restaurante de los Alpes (están de vacaciones de esquí), se produce una avalancha. Todo apunta a que la nieve llegará trágicamente al local y es por ello que, asustada, la madre pide ayuda a su marido para resguardar a sus hijos. Pero es demasiado tarde, el padre ha escapado corriendo para salvarse él solito. En un giro cómico maravilloso, la avalancha se detiene antes de la tragedia. Moralmente, ¿en qué lugar ha quedado el padre?
Considero un sinsentido reclamar el sacrificio por razones morales. No se me pida una justificación ulterior, pero así lo considero. Otra cosa distinta es que alguien, la madre de la película, yo mismo o quien sea, decida hacerlo, por ejemplo, siguiendo un dictado emocional. El asunto es que puedo tomar la decisión de sacrificarme (imaginen: prefiero morir yo a cambio de salvar a este ser querido), pero, desde luego, no en aras de respetar ninguna tesis de índole moral (porque crea que es mi deber).
Al mismo tiempo, también creo que el razonamiento moral nos conduce irremediablemente a una situación que reclama este sacrificio. Motivo por el cual, concluiré —cobijo la esperanza que se lea el texto hasta el final antes de extraer conclusiones sobre mi salud mental— que el discurso ético queda ante esto deslegitimado. El modus operandi funciona aproximadamente como una reducción al absurdo. Intentaré explicarme.
Atendamos a las dos preguntas fundamentales de la ética. La primera, «¿Qué es lo valioso?», es el pilar de la axiología, mientras que la segunda, «¿Qué es lo correcto?», de la teoría normativa.
En lo que atañe a la primera, estimo que toda discusión honesta y racional desembocará en el siguiente corolario: lo valioso de la vida, el summun bonum, reposa sobre los hombros de las distintas experiencias positivas que un sujeto puede tener. Cuando hablo de experiencias positivas, aguardo que se entienda en un sentido amplio. El placer físico aportado por el sexo, la comida o el descanso es una experiencia positiva. Pero, como remarcó John Stuart Mill, también lo es el placer intelectual de leer, de apreciar una obra de arte o de demostrar un teorema matemático. Tampoco deberíamos dejar fuera ciertos placeres más difíciles de inventariar, como el de ver crecer a un hijo, el de ayudar a los demás o, simplemente, el de estar alegre observando cómo otros lo están.
¿Por qué hacemos lo que hacemos en la vida? Pues porque, a la postre, nos aporta alguna experiencia positiva. ¿Quieres conocer gente? Placer. ¿Tener un buen trabajo? Indirectamente, por el goce que proporcionarán sus frutos. ¿Escribir un artículo? Pues eso. ¿Viajar? Más de lo mismo. Si alguien nos diera a elegir entre convertirnos en una piedra o continuar con nuestra vida, presumo que la mayoría de quienes están leyendo se decantarían por seguir siendo como son. ¿El motivo? En su vida predominan las experiencias positivas. En cambio, alguien que está siendo torturado y que sabe que el futuro no le deparará otro sino, probablemente elegiría tornar en una piedra sin conciencia, ni de las experiencias positivas ni de las negativas. En definitiva, todo lo relevante de la vida puede ser reducido al binomio experiencia positiva (el bien, lo valioso)–experiencia negativa (lo malo, lo disvalioso).
Pero, ¿acaso no vemos por doquier conductas que, al menos en apariencia, violan esta regla? Al fin y al cabo, hay gente a la que le gusta el sadomasoquismo. Mucha otra se sacrifica constantemente por los demás, aunque ello repercuta (muy) negativamente en su propia vida. Piénsese en una madre que, por el bienestar de su hija, decide pasar por mil y una penurias de toda índole. ¿Qué decir ante estos casos? En lo básico, que son una arista más de la anterior tesis. La gente que practica sadomasoquismo no lo hace porque le aporte en última instancia un dolor, sino, precisamente, porque ese dolor, en última instancia, le da placer. Por otra parte, la madre que se sacrifica lo hace por algo semejante: estima que ciertas experiencias negativas son compensadas por la experiencia positiva de ver crecer feliz a su prole. Así pues, insisto, no hay excepciones.
La otra gran cuestión de la ética se encuentra en simbiosis con lo anterior. ¿Qué es lo correcto? ¿Cuál es nuestro deber? Pues fomentar las experiencias positivas y minimizar las negativas. Por consiguiente, pegarle una patada a un inocente que camina tranquilamente por la calle es moralmente incorrecto puesto que las patadas duelen. Ojo, no lo es porque esté penado legalmente, ya que la ley, se supone, es un pacto posterior a los valores morales. Tampoco lo es por mera convención arbitraria, dado que todos los posibles testigos del acto despreciarían igualmente la conducta del agresor. También es indiferente, en suma, el color de la piel, la orientación sexual, el sexo, la profesión, el nivel de inteligencia, el aspecto físico general o las capacidades cognitivas y lingüísticas. Pegar patadas está mal porque propicia experiencias negativas.
Llegados a este punto el quid estriba en quiénes son susceptibles de ser afectados ora positiva ora negativamente por los actos de los demás. La respuesta, a todas luces, es que muchos animales lo son; quizás, asimismo, algunas formas de vida extraterrestre o, tal vez, en el futuro, una hipotética IA. Sea como sea, hasta donde sabemos (remito a la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia), hoy por hoy solamente los animales somos seres sintientes. Aunque no ignoro que hay un boyante campo de investigación que solicita cierto escepticismo sobre los vegetales, los factores asociados a la estructura neurofisiológica (posesión de sistemas nerviosos), a la lógica evolutiva (asociación entre sintiencia y locomoción) y a la conducta, desechan hasta cierto punto tal solicitud.
Ahora, ¿qué animales son sintientes? ¿Hasta dónde llegan las fronteras de la conciencia? ¿Los confines de la posesión de experiencias positivas y negativas? El camino filogenético, junto con los factores antedichos, ofrece algunas pistas, pero los límites son difusos. Si bien es cierto que no podemos lograr una certeza cartesiana incuestionable, hay sólidas razones para admitir que los otros humanos son sintientes. También los mamíferos, las aves, los peces y, en general, todos los vertebrados (salvo en casos excepcionales, como un coma irreversible). Pocos científicos ponen en cuestión esto. Pero, ¿qué pasa con los invertebrados? La respuesta no es baladí a la vista de que son la abrumadora mayoría de los animales del planeta. ¿Son sintientes? Depende.
Varios estudios (cito algunos en mi artículo «The suffering of invertebrates») sugieren que es probable que la sintiencia esté presente también en algunos invertebrados. Al menos, en cefalópodos y artrópodos, dentro de los cuáles se incluyen insectos, arácnidos o crustáceos. ¿Y los bivalvos? Aquí la cosa se pone más delicada y exige andar con pies de plomo. Resumidamente, no está claro. Hay potentes argumentos tanto para creer que un mejillón sí que siente algo, como para negarle esta capacidad. En cualquier caso, por aquí anda la frontera de la sintiencia. Más allá, en el terreno de otros invertebrados más simples, como los cnidarios (medusas o pólipos), parece estar más claro —aunque reitero que esto no es una certeza— que no hay ningún tipo de procesamiento consciente de experiencias.
Una vez trazado el ámbito de la sintiencia, las consecuencias con las que hay que bregar no se hacen esperar. Es incorrecto propinarle una patada a alguien que pasea por la calle al margen de su edad, de su aspecto físico, de sus capacidades intelectuales o, importante, de su especie. Si a un perro, a una paloma o a un salmón les duelen las patadas, es incorrecto dárselas. Como todos sabemos, muchos pensadores animalistas —antiespecistas— han subrayado este hecho y han demandado, en consecuencia, la adopción de un estilo de vida vegano.
Desgraciadamente, el sufrimiento humano o, lo que es lo mismo, aunque más general, el sufrimiento animal, no se ciñe a la industria de explotación animal o a los conflictos bélicos entre humanos. Todos nosotros —los animales— somos el fruto de un proceso evolutivo que maximiza los rasgos valiosos para la reproducción, con indiferencia del tipo de vidas que eso acarree. Como lo acuñó el biólogo Richard Dawkins, el relojero ciego de la selección natural ha fomentado, así, unas dinámicas extremadamente dolorosas en la naturaleza.
Si nos ponemos realistas, el mundo es un lugar monstruoso en el que predomina el sufrimiento sobre el bienestar (so pena de pecar de soberbia, remito a otro artículo mío en donde ahondo en esta tesis: «The overwhelming prevalence of suffering in nature»). Los animales sintientes, insectos inclusive, sufren condiciones climáticas adversas, enfermedades, depredación, lesiones de lo más variopintas, emociones negativas como el miedo, estrés o una selección reproductiva que implica que nazcan muchos más individuos de una especie de los que sobrevivirán —la llamada estrategia reproductiva r—.
Aunque algunos, como el británico David Pearce, hayan puesto el acento sobre la posibilidad de que una futura singularidad tecnológica permitirá revertir el predominio del sufrimiento, la verdad es que tal cosa parece inverosímil. Conllevaría rediseñar una dinámica incrustada en las mismísimas leyes de la naturaleza, en las entrañas de nuestra realidad. No obstante, tal y como la he perfilado, una ética coherente demanda afrontar de raíz el gran reto, que no es otro que la prevalencia de las experiencias negativas sobre las positivas. A su vera, cualquier otra diatriba moral palidece.
Dado que el desarrollo tecnológico futuro no semeja una solución viable, ¿qué opciones nos quedan? Hay quien llama la atención sobre la necesidad de aumentar las intervenciones en la naturaleza para reducir el sufrimiento. Esto ya se hace en ocasiones, como cuando, después de alguna tragedia del tipo de incendios o inundaciones, se ayuda tanto a animales como a humanos. La reclamación es que estas ayudas a los seres sintientes no se circunscriban a situaciones puntuales, sino que sean permanentes. Sin duda, siempre y cuando no aumenten colateralmente el sufrimiento, estas intervenciones resultan moralmente loables (por lo menos para mi gusto). Ahora bien, no se puede perder de vista su condición de parche. Ayudar a un ciervo que se ha caído a un pozo, o que tiene una pata rota, no evitará que, dada la dinámica natural, muchos ciervos sean depredados de formas espantosas por lobos que sufren lo indecible por el hambre.
La única salida coherente al gran reto de la ética es la extincionista. Terminar con toda vida sintiente de una forma indolora, lo más instantáneamente posible, se presenta de esta guisa como la demanda medular de la ética. Puesto que la naturaleza connatural a la vida conlleva una prevalencia del sufrimiento, solo resta terminar con la vida y retornar el planeta a su condición previa de astro libre de conciencia. Este, creo, es el incómodo e ineludible corolario al que nos arrastra el razonamiento moral. Y, pese a todo, como dije al principio, se me antoja una conclusión absurda.
¿Cómo conciliar ambas posiciones? De una parte, la ética no puede demandar el propio sacrificio pero, de la otra, la ética de hecho demanda la extinción de la dinámica de la naturaleza. Estoy convencido de ambos cuernos del dilema, por lo que no me queda otra que renunciar al mismo razonamiento moral y acatar, con Nietzsche, que Dios (el Bien, el Sentido…) ha muerto. Que la ética es un discurso útil para ciertos propósitos persuasivos, pero absurdo en su esencia.
La extinción no de los seres sintientes, sino de la ética, no debiera ser motivo de preocupación. Bien visto, la ética, así como la filosofía moral en general, siempre ha sido trivial fuera de las lindes de la academia. Prácticamente nadie ha leído a Kant, ni a Stuart Mill ni al mismo Nietzsche. Al ciudadano común le tiran de un pie el imperativo categórico, el utilitarismo o el nihilismo moral. Estas ideas nunca han guiado su conducta. En consecuencia, el reconocimiento del carácter vacuo de la ética, creo, no conducirá a una sociedad apocalíptica como la descrita en Mad Max. Todo seguirá igual, podemos estar tranquilos.
Artículo, en mi opinión, flojísimo, sobre todo por su total ausencia de matices. Requeriría, como mínimo, naturalizar más seriamente la ética, empezando por hacer alguna referencia a trabajos capitales como los de Haidt, Sapolsky, de Waal o Pinker.
¿Cómo el ciudadano común es de media ignorante no debería de preocuparnos la extinción del conocimiento que no conoce?. Cómo argumento es una mierda Alejandro. Sin actitud.
Sin acritud quise decir. Cosas de escribir en el móvil con los dedos gordos.
El sufrimiento siempre existirá porque la única forma de erradicarlo por completo y para siempre es la desaparición total de toda cosa sintiente, pero eso es imposible porque de la oscuridad total siempre volverá a resurgir algo, o lo que es lo mismo, la nada no existe.
…pegarle una patada a un inocente que camina tranquilamente por la calle es moralmente incorrecto puesto que las patadas duelen… lo es por mera convención arbitraria, dado que todos los posibles testigos del acto despreciarían igualmente la conducta del agresor.
Esto no es cierto, muchos serían indiferentes, y a unos cuantos les haría gracia.
Este articulo está muy mal escrito, yo soy un zopenco y le encuentro las inconsistencias sin buscarlas.
Otra cosa, las leyes las más de las veces se crean para fijar una moralidad contra otra.
Respetuosamente.
Perdone que le diga pero hay algo innatural en éso de ser indiferente o reírse de la situación que describe. Algo de sociopatía. El ser humano ha prosperado colaborando, y de hecho no seríamos nada sin los demás, de los que recibimos casi todo. Otra cosa distinta es si nuestra forma de vida moderna nos insensibiliza, porque las cosas no son iguales cuando las ves a través de la pantalla, o cuando tienes prisa o incluso es diferente el comportamiento de la mayoría cuando conduce un coche o lo hace en bicicleta o caminando.
Una de las ideas base de este artículo es una confusión entre conciencia y percepción. Las amebas, los gusanos marinos, las medusas y en general todos los seres vivos (incluidos los seres humanos) tenemos un sistema perceptivo, que no es otra cosa que la conexión del organismo con su medio. La percepción es automática, mecánica, y no requiere conciencia de ningún tipo. La reacción a un síntoma externo no puede confundirse con la percepción. Todos los seres vivos tenemos programado en nuestros genes la reacción a estímulos externos. Esa reacción no requiere conciencia alguna de ninguna clase. Cuando cogemos una piedra caliente con la mano y nos quema, instintivamente abrimos la mano y soltamos la piedra. Es un acto de reacción equivalente al de la ameba que se aleja de la sustancia que le repele y se acerca a otra que el atrae, sin saber porqué, sin conciencia alguna.
Todos los animales tienen percepción, todos tenemos un sistema de reacción al estímulo, que nos atrae o nos repele. Nuestros cuerpos generan las sensaciones de sed y hambre, de cansancio de sueño y de deseo sexual automáticamente, sin necesidad de tener conciencia alguna sobre esas sensaciones ni sus porqués.. La conciencia no es necesaria para la supervivencia y la vida, pero (se supone) es una habilidad cerebral que tienen algunos mamíferos que les permite adaptarse al medio y prosperar en él. Entre los mamíferos que parece que tienen conciencia (con rasgos parecidos a lo que nosotros llamamos conciencia en la especie humana) se encuentran algunos primates, los elefantes y algunos cetáceos. La conciencia de esos animales es identificable porque podemos registrar en ellos conductas que nos indican que tienen una conciencia de su propia existencia, además de un lenguaje simple pero lenguaje. Como la especie humana ha evolucionado especialmente en su cerebro y tiene una conciencia y un lenguaje muy desarrollados, además de una inteligencia igualmente muy potente, a la conciencia de los mamíferos antes mencionados podemos llamarla protoconciencia y protolenguaje, para diferenciarla de la propia de la especie humana.
Entre la percepción de todos los seres vivos y la protoconciencia hay toda clase de situaciones, pero no tenemos indicios de que haya una protoconciencia todavía más primitiva en otros animales. De los peces creemos que no tienen conciencia alguna. De los herbívoros, creemos que tienen un sistema bastante más cercano a la percepción y reacción, sin casi aprendizaje alguno, lo que nos indica una escaso nivel de conciencia si que ese nivel existe, porque huir de un depredador no es prueba alguna de su conciencia. Los carnívoros tampoco muestran protoconciencia alguna. En el mejor de los casos tienen un estado de presente continuo sin más. El herbívoro ve algo que se mueve en unos arbustos y sale corriendo por instinto, sin saber si ese algo era realmente un depredador.
Otra confusión implícita en el texto es la que no sabe diferenciar entre reacciones y conductas automáticas instintivamente programadas y las conducta consciente sujeta a criterios de valor, por ejemplo, morales, o razones de algún tipo. Como ya vio claro Aristóteles, todos los seres vivos se comportan siguiendo sus instintos, pero el ser humano es el único ser vivo que puede comportarse (no siempre) siguiendo criterios de razón, de justicia, el único que sabe diferenciar entre los bueno y lo malo moral.
Al declarar de manera general que los animales tienen conciencia, percepción y son sintientes, el autor cree que ya puede desarrollar la segunda parte con rigor, pero el resultado es el propio de un mal silogismo. Los seres conscientes tienen la capacidad de sufrir. Los sintientes tienen conciencia. Por tanto, los sintientes sufren.
Este silogismo se mezcla con este otro. Todos los seres conscientes tiene conciencia de su sufrimiento y del de los demás. Los seres conscientes tiene el deber ético y moral de no causar sufrimiento.
Por tanto, no debemos hacer sufrir a los animales.
Fabretti también cayó en este error discursivo de considerar que la ética y la moral se debe aplicar a las relaciones de la especie humana con las demás especies de seres vivos y no voy a repetir que esa mezcla es un dislate.
Llegamos entonces a la conclusión final que nos indica que algo ha ido mal en todo el razonamiento: «La única salida coherente al gran reto de la ética es la extincionista». El dislate no se debe a que el autor se halla dado cuenta de que la dinámica de la vida nos convierte a todos los seres vivos a la vez en depredadores y depredados, generando sufrimiento cuando depredamos (lo que no es cierto) y siendo sufridores cuando nos depredan (lo que sí es cierto). El dislate consiste en considerar que ese es un gran reto de la ética.
Porque ni la ética ni la moral tienen que ver con la manera de ser de los seres vivos en el planeta tierra…
Y hay mucho antropomorfismos en todo el artículo, cuando trata de ver a los demás seres vivos proyectando la manera de sentir y de tener conciencia que tenemos los seres humanos….Y el antropomorfismo es una forma primitiva, que genera más errores que claridades.
Lo que no quita para que estemos de acuerdo en que es preferible no hacer sufrir a los animales innecesariamente.
Por lo demás, si lo que el autor quería «demostrar» es que la ética y la moral ( eurocentrista, de origen griego y cristiano, y principalmente burguesa decimonónica) se han muerto, también podría estar de acuerdo, pero no hace falta dar estas vueltas sobre la dinámica de la vida para llegar a esa conclusión.
Buenas.
En 2012, en la Universidad de Cambridge, neurocientíficos de todo el mundo afirmaron en un manifiesto que los animales tenían conciencia. Se basaban precisamente, dándole la vuelta a tu argumento de antropocentrismo, que habíamos puesto demasiadas expectativas en el neocortex por su complejidad pero que otros animales poseían zonas cerebrales extremadamente complejas en comparación con la nuestra y que podían albergar conciencia. Además, y aparte de la reacción corporal evidente, en los cerebros de los animales, sometidos a estados de placer y felicidad o de dolor y sufrimiento, se daban las alteraciones químicas similares a las de los seres humanos.
Dicho ésto, en este asunto de la conciencia yo soy bastante escéptico de que la ciencia pueda dar respuesta, precisamente porque el kid de la cuestión es que sin saber lo que es no podemos hacer afirmaciones rotundas sobre quien la posee y quien no. No podemos experimentar la conciencia del otro. Podemos empatizar o imaginar pero ni yo puedo experimentar como experimentas la conciencia ni tu puedes hacerlo por mi. Si creemos que los demás humanos tienen conciencia lo hacemos por convención.
Esto enlaza además está el problema fundamental de la esencialización de los conceptos, (al fin al cabo «conciencia» es una palabra, un concepto: usamos el lenguaje para ordenar la realidad) nos lleva a falsas expectativas, (Irene Mozo tiene dos artículos muy interesantes sobre la metafísica de la física y la conciencia de las ias que merece la pena echarle unas lecturas atentas porque problematiza un asunto en el que hemos tomado el consenso como lo dado en la naturaleza)
Eso sí, creo que la ausencia de conocimiento no debería convertirse en razón de inexistencia. Y tampoco veo posible la muerte de la ética o la moral mientras haya alguien que reflexione sobre lo que hace y sus razones, que es lo que hace precisamente el ser humano y nos diferencia, que sepamos, de los animales.