Hay conversaciones capaces de modificar la naturaleza del verbo. Que transforman el verbo conversar en pensar con, en un ir acompañando a las ideas en ese instante único en el que acontecen y adquieren sentido para llegar a horizontes nunca antes pensados. Es asistir al milagro del lenguaje, ese que sucede cuando se nombran realidades a través de las ideas. Esta mutación solicita un modo muy concreto de estar en el mundo, abrazar la contradicción y acomodar las heridas que nunca se apagan. A veces hay que pensarse desde tal distancia como si nos separaran generaciones o siglos. Esta transformación, por lo tanto, solicita moverse del lugar que has de ocupar por imperativo para así poder habitar el desarraigo.
En tiempos de religiosidad frívola, que guarda relación con la obsesión por tener presencia en redes sociales y por ese estar en la conversación pública a cualquier precio —cuestión altamente celebrada por los movimientos ultraconservadores—, son pocos los nombres propios que, con firmeza y más conocimiento, pueden hablar sobre la experiencia de la vida cuando la cobijas bajo los mandamientos de la Iglesia. Jesús Montiel (Granada, 1984) vive ajeno al ruido a pesar del estruendo de una vida que ha dejado atrás y con el que todavía convive. Profesor, escritor de género híbrido y traductor de Christian Bobin en España, Montiel cultiva una trayectoria que camina entre el nervio de la poesía y la partitura de la prosa, un territorio singular que le ha permitido comprender una vida cautiva por ser miembro de una comunidad religiosa altamente estricta para poder (re)componer una vida conquistada desde la dignidad y el respeto hacia uno mismo. Su escritura está atravesada por el dolor recibido que es, en realidad, un dolor heredado.
El Palacio de Villalón, sede del Museo Carmen Thyssen Málaga, entidad a la que agradecemos su cálida colaboración, abre sus puertas a Jot Down para poder realizar esta entrevista a Montiel. Conversamos con él sobre vida y muerte, sobre amor e hijos. Sobre la lógica de la violencia en el orden religioso y su largo aliento.
¿Qué tal va la vida, Jesús?
¿Qué tal me va la vida? Me va bien, bien. Me siento agradecido.
¿Por qué?
Porque tengo motivos para dar las gracias. Encuentro motivos a diario: acontecimientos, personas que me auxilian, que me ayudan a salir de mí. Que es quizá la parte oscura, ¿no? Cuando uno se queda en sí mismo. Cuando únicamente se queda en uno y con uno. Ahí solo espera oscuridad.
¿Qué significado tiene la gratitud en esta vida?
Yo creo que es una respuesta orgánica, espontánea. Cuando estás alineado con la vida, no hay barrera entre la realidad y tú. O, al menos, trabajas en el derrumbe de esas fronteras que se edifican entre los acontecimientos que te tocan vivir y tú. Estás receptivo y sabes que la realidad lo que coloca al final es bueno, aunque de entrada pueda ser desagradable o amargo.
Si miro atrás, si miro hacia todo lo que me ha pasado, aunque hay cosas que no querría repetir humanamente, todo ello me ha hecho ser el que soy y estar donde estoy hoy. Y hoy me encuentro mejor que nunca en relación conmigo mismo y, por tanto, con los demás y la realidad.
Comentas que ese agradecimiento nace a partir de quienes te ayudan a salir de ti mismo…
No, no. En realidad, me refiero al peligro de caer en un ensimismamiento o en cierto narcisismo que quizá es la tendencia que yo tengo, el peligro que encuentro…
Pero el ensimismamiento no es lo mismo que narcisismo.
Me refiero a estar mirándote el ombligo, querer llevar una vida distinta a la que tienes o llevas. A estar prisionero de tus ideas sobre cómo tiene que ser la realidad y tu vida. Caer en ese bucle que, en realidad, no te lleva a ningún sitio.
Vinculemos esto con uno de los temas que abordas en casi toda tu obra escrita: la soledad. Tengo la sensación de que la necesitas y provocas. Si te pregunto por la soledad, ¿qué significado tiene y qué exige?
Cuando dices soledad, lo primero que me viene a la cabeza es la infancia. Fui un niño solitario, pero no disfrutaba de la soledad: me llevaba mal con ella. Siempre he tenido un deseo de comunicarme con los demás, un anhelo potente por ser encontrado. Ahí está mi herida, mi niño herido, algo que he trabajado, con especial ahínco, en estos últimos años.
Nacer en una familia numerosa, ser un niño tímido, tener unos padres afectivamente distantes, un padre severo y autoritario… Esa combinación hizo que la soledad fuera amarga. Ahí aparece un ensimismamiento con connotación negativa. Pero creo que es el origen de casi todos los artistas: quien pasa mucho tiempo a solas amuebla el interior, gesta un universo propio que luego se expresa a través de la música, la escritura… Es necesaria una gran dosis de soledad, forzosa o no, para que se origine el arte. Al final es un deseo de llegar a los demás.
En este proceso fundamental de soledad, como creador, ¿cómo atiendes el resto de parcelas en tu vida? Eres padre separado, dispones de cierto tiempo, pero la vida acumula tareas y siempre se las cobra.
Desde la separación tengo a mis hijos una semana sí y otra no, así que tengo dos tipos de vida, es un modelo un poco esquizofrénico, pero cualquiera que esté separado lo entiende. La semana que estoy solo, pues tengo mis peripecias y mis diversas aventuras y desventuras; cuando estoy con los niños, me dedico al cien por cien a ellos. Es verdad que, por adaptación evolutiva, he desarrollado una forma de escribir o de meditar que no chirría con la compañía o con el ruido. Me adapto a un entorno ruidoso, también porque he crecido en una familia numerosa: éramos cinco. Para mí eso era normal. Ya contaba con herramientas para desenvolverme, buscar grietas y encontrar momentos de soledad. Los llevo al parque y me siento en un banco a leer o a escribir, aunque me interrumpan y, en ocasiones, me irriten. Luego, cuando se van, los echo mucho de menos; y convivo con mis fantasmas, que son mucho más numerosos.
Quienes nos hemos separado y tenemos hijos vivimos un momento fronterizo cuando los niños se van y te quedas en esa casa que es otra casa, con otro estado de ánimo, otro color. Es una especie de duelo que puede ser muy duro y que se repite de manera periódica.
¿Cómo vives esa ausencia de los hijos?
De eso hablo en mi último libro, Qué quieres ser de muerto (Pre-Textos, 2025): cuando se muere un ser querido, no se muere una sola vez; cada cumpleaños, cada Navidad, revives la ausencia. Pasa igual cuando te separas: cada viernes que los dejo en casa de la madre vuelvo a separarme. Es un duelo intermitente y continuo. La situación te hace enfrentarte una y otra vez a esa fractura. También dialogas con ella: por qué estás aquí, por qué ocurrió, por qué tomaste esa decisión. Dialogas con el remordimiento, con la culpa, y también reafirmas que, a veces, es necesaria una ruptura.
Los dos primeros años, cuando la casa se quedaba vacía, siempre he llorado unos minutos al ver sus camas, la ropa, los juguetes. También porque soy consciente de que soy el autor de una herida que van a tener. Pero estoy aprendiendo a ser amable conmigo mismo y a desterrar la talla del padre perfecto. Nunca ha existido un padre ni una madre perfectos, ni un hijo. Y bendita imperfección, porque al final ahí se hace presente el amor. El nido del amor nunca ha sido la perfección. Quien diga lo contrario miente.
En tus notas hablas de ese instante en que los hijos abren los ojos por la mañana, nos ven y sonríen. Dices que eso es la expresión del amor. ¿Cuál es el significado de los hijos en tu vida?
Escribí una vez que mis hijos me dan a luz, y no porque quede bonito, sino porque experimento que me arrebatan el tiempo, pero lo llenan de sentido. Al mismo tiempo que me quitan energía y me ponen frente a mi ira, mi impaciencia, mi parte más oscura, son mi salvación: me rescatan de mí. Me hacen darme cuenta de que, el día que muera, lo único que va a merecer la pena en mi memoria son los ratos con ellos. De lo que muchas veces huyo por puro egoísmo.
No está mal tener tiempo para uno, pero qué mejor tarea que compartir el tiempo con ellos, hablar, jugar. Cada uno me enseña muchísimo: desde la enfermedad de uno hasta el problema de ira de otro, el síndrome de Asperger del segundo. Muchas veces me veo desbordado ante tanta gama de problemáticas, pero son mis maestros de fe. Me siento privilegiado por tener alguien que me saca de quicio. Todos estos gurús emocionales tan de moda… Ojalá Buda hubiera tenido muchos hijos, porque muchos de los que predican la paz no conviven con nadie. Hay un cuento zen que me gusta: un profesor mandó representar la paz. La mayoría pintó prados y bosques armónicos; un niño pintó una tormenta y, debajo, una casita con una luz encendida. El profesor dijo que ese era el mejor retrato de la paz. Venía de una familia con problemáticas y sabía que la paz se revela en la tormenta. No puedes identificar la luz si no hay sombra al lado. Si eliminas la oscuridad, no existe la luz. Si eliminas el sufrimiento, no existe la paz. Lo otro es algo puramente intelectual que queda bien como analgésico para el estrés, pero no es algo vivido, encarnado.
¿Por qué crees que hoy tenemos tanto miedo al sufrimiento y al dolor?
No creo que este tiempo sea peor: es diferente. Siempre caemos, y conforme cumplimos años, en ese discurso de «qué mal está la juventud», y se decía lo mismo antes de Cristo. El trato con los alumnos, por ejemplo, me salva de esa mirada catastrófica. Tenemos el mismo miedo a la muerte, a la vejez, a la enfermedad que en Babilonia hace miles de años. El dolor no podemos evitarlo: existe la muerte, la degradación del cuerpo, la enfermedad, acontecimientos desagradables. Lo que sí es opcional es el sufrimiento. Es un discurso mental, un producto de la mente que hace un relato sobre lo que ocurre. Yo puedo tener un hijo con cáncer: es doloroso. Pero yo añado sufrimiento diciendo «¿por qué a mí?», «y si muere», «y si hubiera hecho esto». Cuando uno se rinde y abandona ese discurso, entra el alivio. El dolor está ahí, pero ya no lo juzgas. El dolor no es malo ni bueno: somos nosotros quienes le atribuimos un significado. Y lo maravilloso del ser humano —en ese sentido somos Dios— es que creamos el significado de nuestra vida. La vida está abierta a lo que queramos que sea. Un mismo acontecimiento puede ser para alguien un infierno y para otro una oportunidad.
Acabas de mencionar a Dios. ¿Quién es Dios?
No tengo ni idea. Ha cambiado eso mucho en mí, de forma gradual. Tenía un primer concepto de Dios, una imagen que fue heredada, claustrofóbica y rígida. He vivido lo mejor y lo peor del catolicismo. Hoy en día no practico y lo abandoné por convicción. Ahora no sabría decir qué o quién es Dios. Sí sé que Dios es sinónimo de poesía con mayúsculas, vida con mayúsculas, realidad con mayúsculas o amor. En esos momentos en que olvido la duración, el tiempo, porque estoy más pendiente de otra persona que de mí —cuando estoy con un hijo, cuando estoy enamorado, cuando hago algo con amor—, a esos momentos les llamo Dios.
Lo que pasa es que «Dios» es una palabra tan manoseada y oscuramente utilizada a lo largo de la historia —yo lo he padecido—, el que se utilice la palabra Dios para inocularme culpa, para inocularme un tipo de comportamiento moral, una palabra tan prostituida y violada que me arrepiento de haberla escrito tanto. Ahora intento no nombrarla. En mi último libro, apenas la nombro. Cuando mis hijos me preguntan si creo en Dios o no, nunca les contesto porque no tengo una respuesta. Lo más honesto es decirles que no tengo ni idea. Lo mejor es que convivo con esa ignorancia, con ese misterio: he perdido la necesidad de tener respuestas. No me inquieta no tenerlas.
Hiciste un tránsito de la religión católica a tu situación actual, en permanente búsqueda. Dejas lugares para llegar a otros.
Es la historia de mi vida. Ahora sí siento la fuerza para hablar sobre ello. Nací en un grupo católico muy rígido en planteamientos, muy marcado por la moral. Crecí en un ambiente donde besarte con una chica o darle la mano era pecado. O la masturbación. Asocié placer y cuerpo con culpa. He crecido enemistado con mi cuerpo y con el placer. Había que sacrificar continuamente la personalidad, o el don, la forma de ser de uno, para uniformarse y responder a lo que la Iglesia pedía de ti. Muchas veces de forma sutil, bajo el disfraz de una pedagogía amorosa, pero se practica la violencia psíquica y la violación del fuero interno. Hay mucha gente rota por la religión, mucha más de la que se dice. Por eso me da pena este auge entre los más jóvenes.
Distingo religión de espiritualidad, de vida interior. La religión es un marco institucional que surge para organizar lo que en un principio fue la experiencia de un místico —Jesús, Buda—. Y en todas las religiones hay cosificación y rigidez; en el budismo tibetano, por ejemplo, hay mucho ego. Y creo que es el peor ego, porque está disfrazado de humildad y misericordia. Eso es lo verdaderamente diabólico. El demonio era un ángel, no era alguien que estuviera fornicando todo el tiempo, ni bebiendo. Era creyente.
Crecí en ese ambiente muchos años, siempre en crisis porque sentía que llevaba un zapato que no era de mi número. Luchaba por corresponder a lo que se pedía e inculcaba frente a lo que yo realmente era o sentía. Tenía un corazón que no encajaba en el molde que me entregaron. Soy curioso, vivo incómodo. Nunca he estado cómodo en ninguna institución, ni siquiera en la de los poetas. Eso me llevó a la meditación de forma natural. Tenía necesidad de entrar en mí porque sabía que había muchas cosas irresueltas: inmadurez, carencia afectiva por el ambiente en que crecí. Estaba desatendido interiormente. Soy consciente de lo inmaduro que me casé. Nadie me dijo que para casarse hacía falta algo más que ir a misa, alguien tuvo que decirme que no estaba preparado. ¡Joder! Pero si mi padre no me dejaba ni salir al tranco de la puerta. ¿Cómo coño iba a estar preparado para llevar una vida y tener hijos? Es una barbaridad.
Empecé a meditar: primero con Pablo d’Ors, que conocía por la escritura, me ayudó mucho. La meditación me dio fuerza para ver mis problemáticas. El zen siempre me atrajo: hay algo ahí que me llama. La simplicidad, la sobriedad. Empecé a leer a Thich Nhat Hanh y me enamoré. Encontré el zapato de mi número. Ahora tengo una visión de la realidad —podemos decir— budista: el budismo como herramienta para conocer mi mente y, conociéndola, llevarme bien con la realidad, mirarla compasivamente. Lo que me gusta del zen es que lo primero que te dicen es: «desconfía de lo que te digo, experiméntalo». No hay obediencia ciega. En el cristianismo se me decía: «crucifica tu razón». En el budismo se me daba voz. Me ayudó a quererme y a armonizar partes enemistadas de mí.
Ya no veo reñido bailar tecno y coger una borrachera con estar luego en un templo zen meditando. En Oriente no hay ese moralismo idealizado de la ascesis. En Oriente no hay eso. Hay tradición de monjes zen borrachos, por ejemplo. No hay moralismo y eso me hace descansar. Puedo salir de juerga y puedo meditar. Hay un camino de en medio. Puedo comer una hamburguesa un día y otro un cocido. Puedo tener una relación profunda y, en otra etapa, algo más liviano. Y no es malo si hay honestidad. Nada es malo o bueno de por sí: somos nosotros. Ya lo decía Jesús: «No hay nada exterior que contamine al hombre: lo que contamina está dentro». Al final es la intención del corazón, no la forma. Es el vino, no el cáliz. Pero mucha gente vive pendiente del cáliz más que del sabor del vino.
¿Se puede dejar atrás lo heredado, ese orden rígido que impide lo humano?
Lo que uno ha recibido en la infancia es imposible eliminarlo. Va a estar ahí toda la vida y aparecerá en el momento de la muerte. Leí a un psiquiatra que dice que las creencias del niño van a aparecer en el último día. Si te han educado en el catolicismo, hay un noventa por ciento de posibilidades de que te confieses el día de tu muerte, aunque no practiques. Un budista acabó confesando el día de su muerte; muchos lo venden como reconversión, pero es psicología.
No quiero huir de mi pasado ni de lo que conforma mi identidad. Mi visión de la realidad es cristiana y budista. Cuando comprendes el núcleo, no hay chirrido entre la vivencia de Cristo —el espíritu de Cristo— y el zen. Otra cosa es lo que hacen con Cristo. Sé que es inútil intentar eliminar eso como se elimina una mancha en la ropa. Y huir de ello. La cuestión es armonizar lo que soy con lo de ahora. Y me siento en una etapa en la que ya no hay guerra. He logrado recordar con cariño algunas experiencias que tuve allí dentro. No estoy de acuerdo con muchas cosas que hice, o que me han inculcado, pero tengo la satisfacción de no hablar con rencor a mis hijos si ellos quieren hacer algo que yo he dejado atrás. Si mi hijo quiere ir a misa, lo acompaño. Puedo entrar a una iglesia, a una mezquita. No tengo enemistad con ninguna tradición. Conozco gente estupenda de la Iglesia que vive amorosamente y que cree en lo que hace. Pero eso existe en todas las tradiciones. El amor no tiene copyright ni Dios. No creo en una única revelación.
¿Has logrado perdonar a tu padre?
Sí, a día de hoy, sí. Puedo cenar con mi padre, como cené con él hace un mes, y mirar su sufrimiento, no el mío. Me he tirado la mitad de mi vida, más de la mitad, odiando a mi padre. Pero al mismo tiempo que ha sido mi oscuridad más densa, ha sido el motor de la locomotora. Es la oscuridad, el carbón que hace avanzar la locomotora. Si no hubiera tenido esa sombra, esa lucha contra el padre, no hubiera crecido interiormente ni llegado a las conclusiones de hoy. Esa incomodidad me ha dado el descanso, porque se ha parado el tiempo. He salido del infierno indemne.
En la Iglesia católica, ¿por qué hay tanto miedo a lo físico y al placer?
En el origen, el cristianismo es la celebración de la materia. Dios se hace carne, Dios se hace hombre, orina, va al váter. Seguramente —aunque esto escandalice— Jesús tendría libido, impulso primario. Estaba dentro de un cuerpo. Era un hombre. Al principio se representaba a Cristo desnudo, en la cruz; luego se fue tapando y ocultando. Empezó ese pudor. Esencialmente, hay un miedo a lo que somos, cuando creo que Cristo era lo contrario: una aceptación de lo que somos.
A Cristo lo acusaban de comilón y borracho porque entraba en casa de publicanos, que era gente proscrita; en casa de pecadores, hablaba con mujeres a solas, con mujeres samaritanas. Se cargaba el esquema mental de los religiosos de la época, los fariseos. No entiendo por qué diabólica razón se utiliza a Cristo para lo contrario. Entiendo que un encuentro con Dios, con el amor, tiene repercusiones morales en tu vida, evidentemente. Pero por experiencia puedo decir que, si existe lo que llamamos pecado, yo pecaba más siendo un marido como Dios manda y deseando otra vida que ahora, que, según la Iglesia, no puedo comulgar porque estoy en pecado mortal —no guardo la castidad—; y, sin embargo, me siento más cerca de Dios ahora que antes. No porque me autoconvenza: realmente estoy mejor, y los que me rodean, mis hijos, lo notan. Era mucho peor con ellos cuando la foto de familia era una maravilla. Mucha gente decía «qué familia más bonita», pero había un infierno: dos personas que no se entienden y desean otra vida. ¿Hasta qué punto adoramos la foto? ¿Qué es pecado?
Hay mucha gente que vive con la inercia de aguantar el mal olor del cadáver. Saben que tienen un cadáver en casa y dicen: «Mientras no lo mire y no lo sepa el vecino, aquí no hay cadáver». A mí la vida me dijo: «Mira el puto cadáver y enfréntate». Estaba muerto. Me paraba camino del supermercado a llorar. Y ella igual. Se sentía igual de sola conmigo que yo con ella. La quiero muchísimo. Pero no hay amor sin admiración, sin amistad, sin libertad. Lo que une a dos personas no puede ser una ideología bajo el disfraz de espíritu. Hay una empresa que produce hijos, pero no hay una unión.
Esa manera de mirar la vida a través del miedo —hablo del ambiente que conoces—, ¿qué crees que genera en mayor proporción, personas cobardes o personas serviles?
Creo que lo hacen con buena intención. No quiero generalizar: hay gente que vive eso sanamente y me quito el sombrero. Pero el miedo es lo contrario del amor. Ahora lo veo todo sin juicio, mucha gente vive en la lógica de la aldea: fuera de la aldea están los monstruos y se acaba el mundo. Eso es el miedo. Es el mismo miedo que alimenta los nacionalismos y extremismos. Necesitan una identidad, algo que les conceda una identidad cómoda y de dimensión comunitaria, están cómodos porque se apoyan unos en otros, e impiden los extravíos. Es más cómodo el calorcito de la chimenea que salir de la cabaña y viajar a través del invierno. Y no creo que todo el mundo esté llamado a viajar a través del invierno. En mi caso, sí: nací incómodo, vivo incómodo y moriré incómodo, porque es mi condición. Y creo que es el único lugar desde donde se puede hacer arte.
La tensión entre el deseo de estar en otro lugar y el imperativo de lo real, ¿te llevó a cierta disociación?
He estado disociado mucho tiempo. No lo sé clínicamente porque nunca he aguantado con un terapeuta más de dos meses. Cuando lo he tenido me han dicho que estoy muy sano en el sentido de que tengo muy diagnóstico sobre qué me ocurre y qué he de hacer con mis heridas: sé cómo soy y qué me ocurre. Pero sí, he estado disociado. Uno de los motivos de mi separación era sanar eso. La única forma de sanar era separándome. Vi claramente que, si seguía llevando esa vida en la que ya era imposible estar, iba a acabar como gente cercana que se rompe psíquicamente: depresiones profundas, comportamientos violentos, hacer cosas terribles que nunca pensó que se pudieran hacer. Lo he visto en mi casa. Y cuando vi eso dije: no quiero acabar así. Quiero ser yo, aunque provoque el escándalo en la aldea y sea un proscrito. Para ellos soy alguien extraviado, un proscrito, seducido por Satanás, por el mundo.
¿Quién eres para tus padres?
Supongo que cada uno me mira distinto, ya que ahora ellos están separados. Mi madre tiene su idea: sigue yendo al grupo. Me enternece ver que, a pesar de los sufrimientos que han sucedido en la familia durante estos años, que rompieron sus esquemas, la han hecho una abuela más tierna. Ella les dice cosas que a mí nunca me dijo como hijo. Al mismo tiempo que me regaña o que me dice que no quiere saber si un día me echo novia —no quiere mirar—, siempre está preocupada por mí: «Ay, Jesús, cuántas cosas malas te han ocurrido». Está desorientada. La miro así y sé que me quiere.
A mi padre lo veo como un hombre que tuvo un padre con ese modelo de autoritarismo y violencia. No tuvo herramientas para interrumpir ese karma familiar que existe y que yo también noto. Yo iba ahí también, pero he tenido la herramienta. Siempre hay alguien en una generación llamado a interrumpir el trauma. Mi padre ha sufrido muchísimo y por eso ha hecho sufrir. Oliver Laxe, en O que arde (2019), dice: «Quien hace sufrir es porque está sufriendo». Mirarlo así me ha quitado el juicio. Yo ya no condeno a mis padres. Entiendo qué ha motivado que actúen así: el miedo. Pero eso no quiere decir que no me quisieran, aunque se equivocaran en el modo de querer.
¿Qué es el amor?
El olvido del tiempo. No vivir el tiempo como duración, sino como oportunidad. El comienzo, el principio. Cuando estás con alguien y, aunque tengas cuarenta años, la vida parece un regalo recién desenvuelto. Estar bailando y sentirte en comunión con la realidad. Que no haya barreras, ni lo bueno o lo malo entre la realidad y yo. El olvido de sí. Saber que la vida es buena, la vida es amor. Cuando comprendes eso, bailas con la vida. Bailas con cualquier acontecimiento. Sabes que estás siendo querido. Aunque mañana me digan «tienes un cáncer, te queda un mes, Jesús». Qué putada. Pero sé que una flor tiene que morir para dar paso a otra: hay una sabiduría detrás. El sufrimiento viene de creer que soy independiente. El budismo lo dice muy bien: cuando comprendes que eres parte de una danza cósmica, de algo mucho más grande, eres un ingrediente más, no tienes el deseo de perpetuarte. No hay principio ni fin. Es totalmente mental. No hay vida ni muerte.
¿No crees que la muerte dota de sentido a la vida? Hablo de convivencia, no de confrontación.
Totalmente. Estamos muriendo a cada segundo. Celularmente no nos parecemos en nada a hace siete años. La imagen del niño que yo fui ha muerto. No existe ya. Y no es trágico: es el dinamismo de la vida. La muerte es un mecanismo de la vida para no atropellarse a sí misma.
¿No le tienes miedo a la muerte?
Cada vez menos. Cuando decía muy seguro que creía en Dios tenía mucho más miedo. Ahora, que no me importa no saber la respuesta, la siento menos terrible. Incluso, a veces, la percibo como una liberación, un descanso. Me ha pasado viniendo en el autobús hacia aquí: el descanso de esta guerra que llevamos siempre a cuestas. Lo único que me hace agarrarme a la vida en ese sentido son mis hijos: me gusta verlos crecer y cuánto más tiempo, mejor. Pero si muriera mañana, me voy en paz.
¿Por qué?
Interiormente tengo relaciones que sanar, me urge irme bien con todo el mundo que me importa. Tengo pendiente sanear la relación con mi exmujer, tengo el anhelo de que nos queramos de otra forma. Hay tensiones que quisiera transformar en otro tipo de amor. Con mi padre está hecho ese trabajo. Nunca voy a estar preparado para morirme, en realidad. Siempre voy a ser un recién nacido frente a la muerte.
Sí tengo miedo al sufrimiento de la carne, al deterioro, a hacer sufrir con la enfermedad a otros. Pero la muerte es un instante. En el zen se dice muy bien: un maestro, ya moribundo, pidió un pastel. Sus discípulos le pidieron unas últimas palabras, un último hilo de sabiduría y él dijo: «Este pastel está de puta madre». Él estaba viviendo ese instante, sin darle mayor importancia. Ahora estoy vivo: voy a comer. Y quizá en el instante siguiente muera. Muero, que es mi tarea en ese instante. Y ya está.
Hablabas de heridas y de estar en paz. Nunca has tenido la tentación de tender la mano a quienes, en esa otra vida que conoces, quieren salir de ella y no se atreven.
Si me la piden, sí. Pero he aprendido a no transferir mi experiencia a otras personas. Porque muchas veces lo he intentado y he acabado agotado, por ejemplo, dialogando con mi madre. No puedes hacerle vivir tu experiencia. Yo estoy aquí porque no me ha quedado otra. Cada flor tiene su terreno.
Lo único que hago es meter el dedo en la nariz en el sentido de provocarles sutilmente: «¿Tú por qué crees esto? ¿Me lo dices tú o recitas las tablas de multiplicar?». Eso ya me pasó en oncología con la enfermedad de mi hijo: «Ánimo, que Dios te quiere». Cuando hay autenticidad, ya está. Intento ser respetuoso con quien está ahí, porque hace quince años, ciertas cosas que me habría dicho el Jesús de ahora no las hubiera soportado. No estaba fuerte.
¿Qué es la poesía y cuál es el lugar que ocupa en tu vida?
La poesía no es el libro de poemas ni, mucho menos, un conjunto de poetas recitando. La poesía es mi abuela mirando su chopo preferido; mi hijo pintando; mi abuelo cuidando su huerto. Lo decía Bobin: la poesía es la gran vida, es la vida de verdad. El poema es un eco muy débil de eso, de un momento de comunión con la realidad que el poeta intenta plasmar. La poesía es la vida. Cada acontecimiento que nos sucede es la vida. Cuando uno escribe, intenta ser un sismógrafo de eso, pero sabe que eso es más grande que lo que escriba. Me horroriza la poesía como género literario, aunque uno escriba con una forma. Cuando veo a un poeta hablar de poesía siento cierto rechazo o repugnancia. Qué aburrimiento. Hay más poesía en una rave que en esos espacios hegemónicos. Hace poco, en una discoteca, había una chica vomitando en los baños. La ayudé, me abrazó borracha, llorando. Me enterneció. Había más poesía en esa chica rota y avergonzada que en los demás: tanta humanidad y autenticidad. No había máscara, ni protocolo, ni ortodoxia.
Es que parece que para decir o ser poeta hay que pertenecer. Esa ortodoxia que también existe en la poesía.
Es lo mismo que en la religión. He visto gente que vive la literatura como una religión, como en una secta.
Hay quien sacrifica la vida para escribir una obra maestra: yo prefiero sacrificar la obra maestra para vivir. Cuando vives y la vida pesa, quizá no seas tan bueno en el uso del lenguaje, pero el texto tiene aliento: vienes de un bar y sabe lo que hay en la calle. Sucede como con los políticos: se nota quién va a la calle y quién no. Me sucede igual como profesor: los alumnos piden autenticidad, no un rollo intelectual. Tiene que ser todo más punk y más antisistema. Me encanta saltarme las normas. Ahí está la poesía.
¿Crees en la pareja?
No lo sé. Tengo el anhelo de encontrar una compañera. Con el paso del tiempo me vuelvo más exigente, como nos pasa a todos, conforme tenemos mochila la exigencia crece. Pero me sigo enamorando. Hace poco me enamoré como nunca y se me rompió el corazón también como nunca. Incluso así, sigo teniendo ese anhelo: cada vez que veo a una chica interesante leyendo en una cafetería, sale ese deseo de mí; soñar con alguien con quien leer en el salón de casa, ir al cine, bailar en una discoteca. Decirle a alguien «te espero en casa». Tener a alguien ahí. Lo he visto en gente, así que sé que existe. Hay parejas que encarnan eso. Yo quiero vivir eso. Y lo he vivido, aunque se haya acabado. He sido afortunado. Hay gente que se muere sin conocer el acompañar a otra persona. Sigo con esa esperanza.
¿Cuántas veces les dices «te quiero» a tus hijos?
Me cuesta mucho decirlo, verbalizarlo. No lo digo con las frases y me arrepiento todos los días. En primer lugar, nunca me lo han dicho en mi casa; no es algo que yo haya aprendido. No es una excusa. Tengo un hermano que sí lo hace. Soy un gran tímido a la hora de expresar emociones, quizá por eso escribo. Mis hijos y yo tenemos un lenguaje propio: cada uno sabe perfectamente cómo expreso «te quiero». Aun así, tengo un reto importante ahí. A veces les escribo una carta personal a cada uno y ahí sí lo digo, pero me cuesta. Y los quiero con locura. Yo abrazo, que ya ha sido un paso grande, mis padres nunca me abrazaron. Fíjate cuando mi hija Sofía me da el abrazo los viernes, que es cuando nos despedimos, ya que se va con la madre, para mí ese instante es el mejor momento de mi vida. Pero sí, tengo que aprender a verbalizarlo. Es una herida y también una inercia. Hay que romper esa tradición. Estoy en ello. Estaba muy verde en todo. Tengo que ser paciente conmigo mismo.


















Magnífica entrevista de un escritor que no conocía. Su sinceridad apabulla y me conecta con muchos aspectos de mi infancia y vida posterior.
Altas dosis de pedantería. El arte de parecer profundo sin decir absolutamente nada interesante.
Gracias por este comentario, porque pensaba en la vacuidad de las respuestas: como si quisiera decir mucho sin tener nada que decir. Cuando acaba la entrevista no sé muy bien qué hace, salvo tener mala relación con todo su entorno y sustituir el catolicismo por las raves. Menuda crisis de los cuarenta.
+ 1
Sí, son un poco extrañas las respuestas que da. Como si quisiese contar cosas y guardarlas a la vez ,lo que da un aura , a sus respuestas, de cierto ocultamiento. Como si estuviese definiendo hechos concretos con elaboraciones intelectuales, con símbolos ocultos que él mismo quiera descifrar. Supongo que por pudor trató de responder de un modo abstracto sobre hechos concretos que le han pasado. No creo que sea pedantería sino una forma de ocultamiento desvelando una situación de difícil comprensión o autocomprensión. Creo.
Sr.Montiel: HAY MUCHA GENTE ROTA!!! ( no sólo por «la religión») Que le parece si deja de hechar culpas y nos ayuda a los que reparamos, empatizamos, acompañamos, acogemos, etc… Nadie está tan «roto» – aunque se esfuerce Ud. en pretender publicarlo intelectualmente- como para no dar una mano. Lo esperamos? Lo esperamos!!!
Admiro a la gente capaz de despelotarse en público como el entrevistado. Se pregunta uno qué hubiera contado de no haber sido tímido…
Errata: «… tengo muy diagnóstico sobre…»
Jesús, a mí lo que me ha dejado rota es la entrevista. Atrevida, sincera y a la vez vacía. Algo que te ha caracterizado es tu mirada más allá de lo aparente, convirtiendo lo viejo en nuevo. Ahora leo a un hombre vencido. Mucho ánimo…
Buena entrevista, no nos dice nada nuevo a quienes vamos por la vida con cierta sensibilidad y apertura a entender esos «pequeños infiernos» que tienen todas las personas (salvo el usuario Toqueville que escribió más arriba que parece un ser perfecto, y acusa de pedantería… debería conseguirse un espejo para descubrir quien es el pedante). Es MUY DIFICIL en algunos casos lograr salir del paradigma en el que uno fue educado, y muy fácil a veces, ver ese paradigma si uno lo mira desde fuera. Valoro la sinceridad del entrevistado, y OJO, hay un par de verdades sueltas por ahí que ya me valieron leerla.
Con todo respeto, me recuerda a aquellas primeras sensaciones —casi revelaciones— que tuve hace veintiséis años, en la sala Room, cuando tomé éxtasis recién llegado a la capital desde la provincia.