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Sudestada

sud

Restaurante Sudestada
C/ Ponzano, 85. Madrid
Teléfono: 91 533 41 54

La sudestada es un fenómeno meteorológico que se produce con cierta regularidad en el Río de la Plata entre los meses de abril y diciembre. Básicamente consiste en que vientos provenientes del sudeste saturan las masas de aire polar y provocan precipitaciones que van desde el aparentemente inocuo calabobos a la lluvia más o menos torrencial. Inundaciones en el Barrio de la Boca, procesiones invocando la santa intercesión de El Diego… esas cosas. La Argentina tiene de todo, y no podía resignarse a quedarse sin monzón así como así. Es bien sabido que en ciertos barrios de Manila existen brigadas enteras de voluntarios destinadas exclusivamente a rescatar de las aguas a una cantidad anual nada despreciable de rioplatenses a punto de perecer ahogados mientras hacen gala de un patriotismo suicida al desdeñar los tifones más destructivos por salvaguardar el honor de la sudestada. Los noticiarios bengalíes del mes de julio siempre incluyen hazañas relacionadas con la ingesta de los vindaloos más criminales en condiciones casi subacuáticas llevadas a cabo, no siempre a buen término, por héroes de la Pampa dispuestos a demostrar la supremacía universal del chorizo criollo y las inundaciones de la ya dichosa sudestada. Así pues, decidir llamar a un restaurante de comida asiática Sudestada puede parecer en cierto modo acertado, pero viene a ser más o menos como ponerle por nombre El Bierzo a una casa de comidas noruega.

Sudestada, el restaurante madrileño con sucursal en Buenos Aires, o quizá sea al revés, está regentado por dos socios argentinos y es la sensación asiática de este Madrid cada día menos castizo, menos entrañable y más catalanizado que sólo titanes como Mourinho y Enrique Cerezo intentan devolver a su esencia chulapa más auténtica. Ya ningún hostelero se digna a abrir un restaurante especializado en gallinejas y entresijos, en sesos rebozados y criadillas, en calamares a la romana y soldaditos de Pavía. Es difícil encontrar un restaurante en Madrid en el que estemos seguros de no darnos de bruces con Salvador Sostres en actitud de medir la inteligencia oculta en una ventresca de caballa en escabeche de pollo, es decir: apoquinando ciento setenta euros por que le tomen el pelo a cambio de hacerle sentir muy culto. Quizá llegue el día en que volvamos a ver cómo a las masas que hoy en día abarrotan las mesas de locales como el Sudestada se les saltan las grapas del lifting al darle un bocado a unos callos sazonados como Dios manda, pero desgraciadamente ese momento nos parece muy lejano. Si Lovecraft publicara hoy sus relatos de horror cósmico, de las profundidades del espacio y sus enésimas dimensiones de Calabi Yau no surgirían Primigenios ni Dioses Arquetípicos, sino cocineros recién licenciados en el Basque Culinary Center, investigadores de la Fundación elBulli y algún chef argentino. Quizá también Sánchez Dragó.

En la entrada del local de la calle Ponzano anuncian “Fina Comida Asiática” no dejando claro el grado de literalidad que se le debe dar a semejante afirmación, pero ya sembrando la duda y poniendo en guardia al incauto ante un futuro potencial de hambre y rechinar de dientes. Desde que Ferran Adrià confesara que “a mi restaurante no se viene a comer”, cualquier local que aspire a la excelencia gastronómica sabe que un cliente saciado es un fracaso, una mancha indeleble en el currículo del jefe de cocina y un apunte en el Debe de la cuenta de resultados que habría sido fácilmente evitable. Vendamos finura, refinamiento, inteligencia, cultura; pongámosle a todo eso un sobreprecio, abramos las puertas y dejemos que entre la canalla ansiosa por obtener el certificado de multiculturalidad y distinción intelectual que otorga el zamparse un caldo claro con galangal, leche de coco y tendón de vaca (disponible en Sudestada por 14 euros y veinte céntimos, y realmente nos corroe la curiosidad por saber mediante qué complicados procesos de contabilidad de costes han llegado a un precio ajustado a la décima de euro) acompañado por una botella de Rosita, una cerveza fabricada en Tarragona cuya página web —en la que podemos leer la enrevesada historia plagada de matrimonios socialmente inaceptables, repudios, bautizos secretos y exilios cubanos— recomendamos encarecidamente a los amantes del folletín dieciochesco y a todos aquellos recopiladores de información banal, que entre los gastrónomos son legión. Sepan ustedes que una cerveza puede ser densa en copa, dulce y golosa, tener un paso denso (otra vez) y graso, ser olfativamente compleja, con un grano infusionado persistente y de recuerdos a melaza y tostados, y finalmente dejar un postgusto (sic) balsámico, fresco y sutil. Así que olvídense de llegar a la letra R en un concurso de eructos bebiendo una Rosita. Las otras opciones, en cuanto a cervezas, que ofrece el atento, juvenil y cosmopolita servicio de sala, son la Kirin japonesa y la mañica Ámbar. Baturros, samuráis e indianos. ¿Lo ven?

Es casi seguro que si uno se sienta a la mesa de un restaurante asiático, alguno de sus compañeros de cena se dedique a darles la tabarra contándoles su último viaje de buceo a las costas de Sumatra, se erija en eminencia de la cultura sino-tibetana y finalmente se encargue de prácticamente hacer una exégesis de la carta, librándoles por tanto de la penosa tarea de elegir entre una docena de platos de cuya composición exacta les resultará muy difícil hacerse una idea a poco que sean ustedes personas normales. En este aspecto, en Jot Down somos ferozmente antiliberales y creemos que la felicidad es inversamente proporcional a la capacidad de elección; todos hemos sufrido en mayor o menor medida la angustia existencial que ocasiona el enfrentarse a una carta de más de cinco platos, por no hablar de las cartas de vinos de tamaño enciclopédico. Si no es el caso, si no cuentan con semejante luminaria entre sus amistades —y les felicitamos sinceramente por ello— pidan directamente el menú degustación, aquí denominado Set Menu en otro toque de internacionalización que ya apenas llama la atención, y por 42 euros, bebidas aparte, podrán delegar responsabilidades en la superioridad y además hacerse una idea bastante precisa de por dónde van los tiros de la moda: sopa-fría-de-pepino. Además, y por el mismo precio, nem cua, shui yiao, chana samosas, com rang y ayam bakar. O la sagrada trilogía de los restaurantes chinos de barrio: rollitos, arroz con guisantes congelados y trozos de pollo con almendras. Que sí, que los rollitos hay que envolverlos en lechuga y hierbabuena y remojarlos en un caldo de pescado. Que no, que no son almendras, sino sambal de piñones. Que las diferencias entre una samosa y una empanadilla son sutiles pero EXPLÍCITAS EN BOCA, y saltan a la vista de cualquier sensibilidad mínimamente cultivada. Y que no podemos ver budas felices ni nuestros venerados maneki neko, sino que reina una sobria decoración casi escandinava por la que flotan envarados camareros de al menos media docena de nacionalidades, no todas reconocidas por la ONU. Lo que quieran, pero el curry rojo de carrillera de ternera es tristemente inofensivo, por mucho que lo anuncien como picante, y es dudoso que los críos de Singapur lo usaran para algo más que para lavarse los dientes. Y es un axioma de la sabiduría popular que todo restaurante asiático extiende una especie de cono de sucesos, en cuyo interior es imposible cualquier forma de vida felina, cuyo radio equivalente al de Schwarzchild —y al que todavía no ha dado nombre ningún comité y por tanto aquí proponemos llamarlo Radio de Jot Down— crece exponencialmente con la componente asiática de dicho restaurante. Y sin embargo en la mismísima puerta del Sudestada, provenientes de los bajos de un Seat Supermirafiori que debía de llevar allí aparcado eones y ante el cual estuvimos en un tris de arrodillarnos y proclamar loas en honor de ese tótem representativo de un glorioso pasado que ya no volverá, se podían apreciar sin lugar a dudas los maullidos de lo que hasta el más feroz enemigo de los animales domésticos podría identificar como un gato. Uno de verdad, quizá siamés. Lo más auténticamente oriental que pudimos encontrar en el Sudestada.

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7 Comentarios

  1. Pues un coñazo, Fernando. Injustificado, además.

  2. «(…) apoquinando ciento setenta euros porque le tomen el pelo a cambio de hacerle sentir muy culto.» > ese ‘porque’ debería ir separada.

  3. Saxsurfer

    Si hay algo peor que un cocinero que ha sido becario de El Bulli, es un diletante de la cocina metiendo rejones a un cocinero honrado. No hagan ni caso del eximio Olalquiaga que, no me cabe duda, ha sufrido lo suyo para no contarnos lo auténticamente que comió en su vigesimotercer viaje a Vietnam y Laos: en Sudestada la comida está sabrosa, el precio es razonable y el servicio, atento. ¡Qué dura es la vida del crítico gastronómico de ocasión después del pollo que montó Sostres en DiverXo! ¿Cómo estar a la altura?

  4. Jaunzuria

    Es realmente complicado saber qué es más difícil de digerir, si el rollito moderno de «comida desestructuradamente intelectual» o el rollito moderno de «me río de la comida desestructurada intelectual porque yo sí soy auténtico».

    Por lo que hace referencia a Sudestada y hasta donde yo he comprobado el par de veces que he ido, la comida está tremendamente buena, te gastas unos 50 € por persona y sales de allí bastante satisfecho y, no teman, intelectualmente intacto… salvo que el compañero de cena pedante te lo traigas tú de casa, Sudestada no lo incluye en el menú de momento.

  5. José Martínez

    Genial, como siempre.

    Cerezo, Mourinho y tú sois la «reserva espiritual de Occidente». Que la dentadura de Arturo Fernández os ilumine el camino.

  6. Lo único bueno de comer en Sudestada es que te brinda la ocasión de leer algo como esto.

  7. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Ricardo J. G.: El rey de tallarines

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