Arte y Letras Literatura

Antonio J. Rodríguez: Tres escenarios para la revuelta

Hace unas semanas, mi amigo Gil Padrol nos arrastró a mi novia y a mí a una sala de cine a ver They Call It Acid, un documental que repasa el fenómeno del Acid House y sus consecuencias culturales al término de los ochenta en Reino Unido y Estados Unidos. Vista hoy, la imagen que abre la cinta no puede ser más ofensiva: un puñado de jóvenes manifestándose en Londres para defender el derecho (agárrense los machos) a celebrar raves en mitad del campo y fiestacas en sus clubes urbanos, blandiendo pancartas que rezan «Freedom to party», esto es, libertad para el cachondeo. La madre que los parió, a quién se le ocurre manifestarse por ese motivo, pensaba todo el rato desde que vi aquel fotograma de apertura hasta que los créditos empezaron a llover. En ese mismo documental, además de numerosos pinchadiscos con los dientes picados y que no dejan de carcajearse recordando lo bien que se lo pasaban en aquel entonces, aparece un Noel Gallagher encogiéndose de hombros y diciendo algo así como: «sí, bueno, no teníamos trabajo ni mucho que hacer, así que nos íbamos de fiesta. Ea.» Viajar a Ibiza a ponerse hasta las cejas de químicos y bailar acid era la reivindicación de la época. Benditos tiempos.

Los 70 a destajo (RBA), del ínclito Pepe Ribas, fue el último libro que leí en 2011, y sin duda merece estar en el podio de los libros publicados el año pasado. Intrahistoria de la transición, memorias de Barcelona y cotilleo cultural de la época se cruzan en este excelente ejemplar que toma como excusa la trayectoria de la revista Ajoblanco. Por ahí circula ligando en las barras de los bares ilustrados un Félix de Azúa proclamando «la extinción del arte, la muerte de la novela, y las virtudes del análisis dialéctico entre texto y realidad», Quim Monzó frecuentando los bares canallitas del barrio chino, la homosexualidad emergiendo en los subterráneos de Plaza Cataluña, la universidad como foco de resistencia a los estertores del franquismo, Luis Racionero promoviendo la revolución cultural a partir de la cual promover la transformación económica, la revista de Ribas dando voz «a esa juventud que está harta de lo que hay, de la gauche divine, de los Novísimos y de los marxistas», Vázquez Montalbán metiendo la gamba contra el ecosocialismo emergente («había escrito que la ecología era la fórmula de los pequeñoburgueses para eludir la lucha de clases»), y tantos otros. Cuando hasta aquellos que han seguido los pasos del 15-M se mofan de los residuos del hipismo, allá Pepe Ribas nos recuerda una época en la que todavía tenía sentido, California se ofrecía como alternativa a la ajada y novísima París, los Hare Krishna reunían adeptos, y la gente aspiraba a subirse al Magic Bus, «un autobús psicodélico que partía todas las semanas de Amsterdam, atravesaba Europa y cruzaba sin el menor problema las fronteras de Turquía, Irak, Irán, Afganistán, Pakistán, Cachemira y la India (…) La India representaba el paraíso soñado de quienes buscaban la ruptura con el capitalismo

Entrevistado por Jesús Rocamora para Público, comentaba hace poco Ribas que su época levantó los cimientos de lo que ha sido 2011 para la revista Time: la figura del indignado: «Entonces ya se plantearon conceptos que hoy vuelve a manejar la ciudadanía, fundamentalmente la no ideologización, la autogestión, el antiautoritarismo, la no violencia, el cambio de modelo productivo. Y una política pensada con modestia, mucho más cercana al ciudadano, pensada para barrios y no para grandes ciudades, casi para cada casa. Sin multinacionales, sin grandes bancos.» Lo admito: no sé si estoy de acuerdo en este punto con Ribas. 2012, con la confirmación de la ineptocracia como régimen en alza, no ha podido empezar con peor pie, y ahí quedan dos imágenes atroces marcando el posible futuro. De un lado, las redes sociales echando chispas para demandar a nuestro nuevo gobierno una cierta coherencia con sus políticas económicas (si somos liberales, lo somos para todo, que lo único que ya demandamos es que no nos toméis el pelo en nuestro jeto), y de otro, empresarios de la comunicación que parecen tirar la toalla ante el que parecía ser el más firme reducto de resistencia en la prensa diaria (demonios, ya ni otro Ajoblanco es posible). Cristo mal.

Si en los estertores del gobierno de la Dama de Hierro, Inglaterra tuvo dignidad para echarse a la calle y reclamar ponerse de ácido y salir de fiesta, y en el final de la transición española se protestaba contra la aburrida cultura tradicional de la familia y el trabajo estable (o como recuerda Ribas en su libro: «la boda, un marido con corbata y pantalón de franela, un buen piso y los hijos marcan el camino. Lo de siempre»), ¿cómo es que a nosotros sólo nos queda la esperanza de aspirar a ser unos buenos clerks? ¿Estamos locos? ¿O qué carajo?

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