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Todo queda en familia

Escena de El Padrino, familia al completo. Imagen: Paramount Pictures.
Escena de El Padrino, familia al completo. Imagen: Paramount Pictures.

«La familia es lo primero», decía Don Vito Corleone. Pero claro, para él, la famiglia era mucho más que un lazo de parentesco con quien compartir unos cannoli. Aunque algo tiene la hora de comer de sagrado en una familia, que hace de este momento un estado de recogimiento y conversación, a veces campo de batalla, a veces diálogo de silencios. Woody Allen utiliza la cena de Acción de Gracias como inicio y fin de Hannah y sus hermanas, y no por casualidad. Al alter ego de Proust, desayunar una magdalena mojada en té le lleva a recordar los momentos vividos en la infancia con sus padres y su tía Leoncia, y con ello, a escribir largas y poéticas frases de encuentros y desencuentros, algunas de las cuales probablemente hoy solo el escritor y sus propios personajes sabrían desgranar con total acierto. Asistimos a banquetes desde la puerta de la cocina, pero, sobre todo, a grandes historias al calor de las disputas. La familia es una cuestión delicada.

Aun así, frágil e imperecedera, la familia ha sobrevivido al postmodernismo; al imperio de las series; a la autobiografía, y a la propia novela. Al final, ha demostrado ser un molde de plastilina capaz de adoptar todas las formas a lo largo del tiempo. Hoy, en un tiempo donde se habla de la muerte de la familia y de la muerte de la novela, un puñado de textos nos recuerdan cómo esta extraña relación entre seres humanos, en el fondo, ha sido siempre la misma.

John Gardner describe la novela como «sueños vivos y continuos»; El escritor Jonathan Franzen, preguntado por su afán de retratar familias en sus novelas, echa mano de Kafka al responder; para este estadounidense que hoy presume de haber escrito dos best seller gracias a la torpeza y lucidez de las relaciones familiares, Kafka es el ejemplo de lo que la literatura puede llegar a hacer. Sus textos son como transcripciones de sueños, y la función del autor es la de hacer de ese lugar extraño —el sueño— un lugar familiar.

En la historia de la literatura hay autores iniciadores de la discursividad, como Cervantes, Flaubert o Joyce que impulsaron un nuevo discurso ficcional y rompieron el paradigma de su tiempo; como Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, que pusieron palabras a «lo real maravilloso» y llevaron hasta nuestras casas el festival de disfraces de la literatura latinoamericana. Pero, ¿cómo se producen los cambios y la evolución en este sentido, para llegar a lo que propone Kafka? Ciencia y literatura avanzan según un proceso bastante paralelo, y a la aparición de un nuevo modelo le antecede generalmente un periodo más o menos largo de crisis que afecta a uno de los principios básicos del antiguo paradigma. La aparición de la novela surrealista o modernista, y la transformación del universo novelístico que trae consigo, sigue esta misma evolución, de forma que las novelas de Proust y Kafka significan la concretización de ese paradigma. A ellas les precedieron algunos intentos brillantes (Sterne, Diderot) pero que no llegaron a abrir un camino: les faltaba dar con un momento crítico, aparecer cuando la novela realista no fuera capaz de explicar la nueva realidad del mundo moderno.

Jonathan Franzen comenzó escribiendo ciencia ficción. Tuvo que asimilar varios fracasos literarios para darse cuenta de que aquel no era su tono ni su tipo de escritura, y así pasó de un subgénero donde los personajes estaban al servicio del sistema inventado a un modelo en el que el sistema se ponía al servicio de los personajes. Un modelo poco «moderno», pero que llegaba en el momento preciso. En la época de la postmodernidad, un escritor hastiado explicaba un contexto de desdén desde el punto más interior de sus personajes, y sobrevivía al intento. Con el ego en el centro del argumento, Franzen daba en el clavo.

La deconstrucción del árbol genealógico

La soledad es un atributo de los hombres. (Mika Waltari)

Si hay una obra por excelencia que se sustenta en el entramado familiar, es Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

Recordarán a los José Arcadio y a los Aurelianos; a las Úrsulas, Remedios y Amarantas. Los personajes de la familia Buendía se suceden con nombres semejantes durante generaciones y generaciones contribuyendo así a la pérdida de rasgos comunes. Y, sin embargo, en este universo que evita la individualidad, la soledad es uno de los temas centrales. Una soledad que marca la vida de los personajes, en especial la de los varones, pero que acompaña a todos los integrantes de la familia Buendía. En algún momento de su vida todos intentarán escapar de ella, hasta llegar a entender que, de una forma u otra, la soledad marca su carácter y su inevitable destino.

En la larga historia de la familia, la tenaz repetición de los nombres le había permitido sacar conclusiones. Mientras los Aurelianos eran retraídos, pero de mentalidad lúcida, los José Arcadio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico. (Cien años de soledad, Gabriel García Márquez)

La soledad y el destino atravesarán la compleja red familiar de principio a fin, con trágicas consecuencias.

También recordarán que la soledad, junto al rencor, la desesperación, la disconformidad o la escasez de virtudes aparecen en La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, donde los conflictos históricos dan el relevo a los morales, y donde también el destino fatídico juega un papel importante en la fragmentación de una familia mal avenida.

Un vuelco hacia lo existencial que Franzen explora desde sus primeras obras, pero que, pese a tener una buena materia prima, no encontrará en él su atmósfera más idónea. Sí lo hará en cambio su amigo David Foster Wallace.

El antagonista al propio Jonathan Franzen en la historia postmoderna, Wallace, habla en sus textos de otros vicios de la sociedad; habla del tedio con brillantez, pero siempre desde las historias inconexas, y no por falta de virtud, sino por expreso deseo. Demostrado su virtuosismo literario, Franzen y Wallace confrontaban precisamente en la forma de concebir la literatura. En una época donde la rabia entre la libertad y el conservadurismo abrasa a la sociedad americana, ambos representaron la disección de un género caído en la desdicha.

Hay una prosa lapidaria y visceral, una manera de capturar el absurdo que, a pesar de todo, les une, y es el resultado de un balance entre las expectativas y la aburrida realidad que los personajes intentan comprender. El camino que toma Franzen es el del espejo en el mundo. El de mostrar la lucha de contrarios pero no como una oposición freudiana-darwiniana, sino creando conflicto entre individuos de una misma comunidad con capacidad de escoger su destino. De esta forma, en sus dos grandes novelas —Las correcciones (2001) y Libertad (2010)— a través del mundo interior de personajes con una vida desordenada recrea a la vez la biografía de una familia disfuncional y un retrato de nuestro tiempo.

Antes, bastante tiempo antes, Franzen había leído a Dostoievsky y a Thomas Mann. Había entrado en la vida interior de los personajes de Guerra y Paz de Tolstoi, en las relaciones entre las cuatro familias que salpican un texto lleno de historia. Había aprendido, de las largas y lentas historias de Proust, que las cosas, incluso en lo más profundo de las relaciones humanas, no son como parecen al inicio, sino que a menudo son justo lo contrario.

Entre nosotros

Painted Ladies, Álamo Square (San Francisco). Foto: Urban (CC)
Painted Ladies, Álamo Square (San Francisco). Foto: Urban (CC)

La novela es autoexamen, autotransformación. No basta con amar a sus personajes, ni con ser duro con ellos: hay que tratar de producir ese doble sentimiento a la vez. Las historias que realmente llegan a la gente son las que contienen sujetos simpáticos y dudosos al mismo tiempo, capaces de traspasar culturas y generaciones.

Quizá por eso la tragicomedia funciona tan bien entre nosotros. Nada como estar en familia para que risas y llantos surjan al unísono en una misma situación. Esta multitud de perspectivas son las que representan los individuos de las familias de Franzen tanto en Las correcciones como en Libertad: matrimonios enquistados, separaciones, idas y venidas, marchas forzosas, cenas impostadas, relaciones fraternales de tira y afloja, cuñadas esquizofrénicas, padres enfermos, patriarcas venidos a menos, hijos hipersensibles e hijos que pasan de todo. Y con ello, nosotros: la insatisfacción, el machismo, el ánimo y el desánimo, el orgullo, el materialismo que lo impregna todo, el conflicto, que es todo un arte, el susurro y la culpa, con su peso y sus sombras.

Estos personajes con una psicología elaborada que viven en una hermosa y compleja dinámica de relaciones acaban por empacharnos. Se convierten en seres incómodos, auténticamente insoportables, que nos hacen odiar un poco el libro y reconciliarnos un poco también con nuestra situación.

De hecho, Franzen analizó su propio material y descubrió que gran parte provenía de su infancia en el medio oeste; de la relación de sus padres, de su propio matrimonio… algo que intentó «transformar» desde el principio en su literatura y no le salió del todo bien, hasta que se dio cuenta de que lo que tenía que hacer era precisamente seguir revisándolo, una y otra vez.

Este mismo proceso es el que sus personajes realizan todo el tiempo. Se analizan, sufren cambios, dudan. Se cuestionan sobre ello en alto, a gritos, y nosotros, estupefactos, asistimos a su evolución, como si en el fondo fuera un trato a tres partes: entre nosotros, los personajes, y el escritor.

Así que lo esperpéntico, el ridículo, el absurdo, el desatino, se mezclan con la personalidad de cada uno de estos seres de papel. Existe una vida, que es la que piensan que tienen, la socialmente aceptada, más o menos cómoda, que consideran «su propia vida» al fin y al cabo. Luego hay algo más por debajo, verdades que enmascaran y que en el fondo subrayan sus relaciones: con sus padres, entre hermanos, con sus novios o sus parejas, y allí es donde se escarba. Entramos en contacto como lectores con el personaje que es en cierto modo defendible, pero nos apartamos de él cuando confronta con esa verdad soterrada en su interior. Es entonces cuando nos damos cuenta de que son un poco nuestros, un poco nosotros, un poco todos.

Lo que nunca cambia

Jonathan Franzen. Foto: David Shankbone (CC)
Jonathan Franzen. Foto: David Shankbone (CC)

La novela debería conectar con lo que nunca cambia, con la dimensión trágica de la vida. (Jonathan Franzen)

Ciertamente, el panorama es un poco desolador. Franzen cree en un cierto punto que la novela ha agotado sus posibilidades, en especial su capacidad de retratar a las personas. Puede ser que lo apocalíptico fuera en él una manera impostada, el caso es que descubre en Las correcciones que aún le queda la familia, y con ella la posibilidad de crear un orden nuevo.

El escritor, dice Franzen, ha de adoptar un determinado punto de vista, pero el proceso no es sencillo. Sus personajes eran caricaturas que no habían aprendido a vivir, y que, cuando lo intentaban, se perdían entre los pasillos de un gran supermercado con un salmón escondido en la entrepierna. Sus páginas se leen casi como escenas cinematográficas que a menudo representan la enfermedad como mal social extendido junto a nuestra obstinación por el autoengaño y la construcción de mundos donde ocultarlo. Con Las correcciones a Franzen le salió, por fin, la novela que había buscado: la novela de la autodecepción.

Sin embargo no se sentía del todo cómodo con su papel de quien debe romper el hechizo en el que andan metidos los personajes. Por eso se produce un cambio en su siguiente novela, Libertad. Los personajes ya no están en ese estado de autoengaño, sino que viven como dormidos, sin prestar atención, sumidos en su propio cuento. Más natural recostado en el sonambulismo para enfrentar la realidad, Franzen prefiere unirse a sus personajes en sus sueños para poder experimentarlos con ellos. Entrar en ellos de nuevo para hacernos sentir como en casa. Así, a esa incorrección tan nuestra, mezcla de imperfección y deseo de cambio, se le une lo inalcanzable, en un nuevo orden de cosas.

Hay novelistas con la extraña manía de rascar por debajo de los personajes, de las superficies, quizá buscando la comprensión de la experiencia privada y del contexto público, quizá misterios, tal vez conductas. Ante todo, están preservando un tipo de literatura que enriquece nuestra cuestionada arquitectura familiar y social, donde, por mucho que pase el tiempo, nada nos parece simple. Queramos o no, nuestra condena sigue siendo la misma. Por suerte, todo queda en familia.

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Un comentario

  1. Habrá que leer a Franzen con más interés.

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