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La literatura como virus

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Fotografía: CC0.

En Al límite, novela de Thomas Pynchon, una de las damnificadas de los atentados contra el World Trade Center fue la ficción. Después del 11S, la profesora de lengua les dice a sus alumnos que no les volverá a mandar leer ficción como deberes. Un poco antes, otro personaje había anunciado: «Todo lo que sea fruto de la fantasía (y no me refiero al estado de delirio en el que se ha sumido el país) también debe sufrir las consecuencias. Ahora todo debe ser literal». Nos habíamos alejado demasiado de la realidad; de ahí en adelante, había que atenerse a los hechos. Por supuesto, esto no es solo ridículo, sino que, además, es imposible. Si algo muestran las novelas del americano, es que incluso en momentos como ese, a los que asistimos en riguroso directo, los hechos tienen también algo de construido, de ficticio. Lo que llamamos realidad puede entenderse como una serie de narraciones y metanarraciones compartidas. En este caso, la versión oficial de lo ocurrido, construida por quienes detentan el poder, coexiste con una serie de narraciones alternativas (los relatos sobre conspiraciones se dispararon cuando los americanos empezaron a mostrarse críticos con la guerra de Irak). Por otra parte, el hecho de que las imágenes de los aviones impactando sobre las Torres Gemelas fueran emitidas una vez tras otra durante días, semanas, meses, hizo que el acontecimiento adquiriera cierta pátina de irrealidad, como si con cada repetición fuera perdiendo parte de su carácter real.

También para el escritor británico Tom McCarthy la realidad es una maraña de códigos y narraciones difícil de desentrañar. En Satin Island, un antropólogo, U, recibe el encargo de elaborar un informe que resuma nuestra era. U es experto en detectar patrones y conexiones entre datos y hechos dispares, pero, en un mundo cada vez más interconectado, descodificar la realidad es prácticamente misión imposible. Por otra parte, sabe que el informe que se le ha encomendado no podrá tener nunca la autenticidad que tenían los estudios de sus antropólogos de referencia, Lévi-Strauss o Malinowski. Hoy en día, expuestos como estamos a las redes sociales y siendo observados por cámaras de vigilancia, sistemas de geolocalización en nuestros móviles, etcétera, el comportamiento del ser humano es de todo menos natural.

Pero ¿era más fácil desencriptar el mundo, entender al ser humano, cuando la tecnología no había alcanzado las cotas actuales? C (Pálido Fuego, 2018), la última novela de McCarthy publicada en España, se desarrolla en los inicios de la era de las telecomunicaciones, cuando Marconi empezaba a realizar sus experimentos y Bell pensaba que podría hablar por teléfono con sus familiares muertos (de hecho, se dice que dejó de creer en el más allá porque su hermano no le hizo ninguna llamada desde el otro lado). En aquella época aún no se conocía el alcance de aquellos inventos. Así, Simeon Carrefax, padre del protagonista, creía que se podrían detectar palabras emitidas tiempo atrás, especialmente en momentos de mucha tensión emocional, con un artilugio diseñado al efecto: «Podríamos captar la batalla de Hastings, o contemplar el sufrimiento del César asesinado, o la angustia de San Antonio durante su gran tentación (…) Podríamos captar las palabras, las mismísimas vocales y sílabas, pronunciadas en la cruz…».

Desde su nacimiento, el protagonista de C, Serge Carrefax, está inmerso, literalmente, en un mundo de señales. Su madre es sorda y su padre, además de inventor chiflado, dirige una escuela para niños sordos a quienes prohíbe comunicarse en lengua de signos. Poco antes de su venida al mundo, su padre envía un telegrama al doctor encargado de asistir el parto, pero comete un error al escribirlo. Se trata de una errata sin importancia —escribe s donde debía decir c—, sin consecuencias, pero esa c fantasma que aparece de fondo es la primera señal de un código que atravesará la narración de principio a fin: corion, carbono, cianuro, cocaína, cripta… serán algunas palabras clave en la «trama» de esta novela.

Pronto resulta evidente que Serge es diferente. Como el David Copperfield de Dickens, nace envuelto en una especie de membrana. De hecho, da la impresión de que nunca llega a desprenderse del todo de ella, como si siempre hubiera algo que se interpone entre él y el resto del mundo. Este caparazón transparente que le recubre al nacer introduce la idea de insecto. Y es que Serge es un ser provisto de antenas receptoras, capaz de detectar todo tipo de señales y sonidos del mundo circundante. Otro rasgo característico es su visión. Serge ve el mundo en dos dimensiones, sin perspectiva. En este sentido, las páginas más memorables de la novela son las que describen cómo ve la guerra desde su avión (fue observador aéreo en la Primera Guerra Mundial). En el avión, que parece otra membrana protectora, Serge parece estar en su elemento. Desde el aire no ve personas, sino fichas en un tablero, superficies, líneas, vectores. Su comportamiento maquinal, casi robótico, recuerda al de Tyrone Slothrop, protagonista de El arco iris de gravedad, de Pynchon. Las erecciones de Slothrop indican que una bomba V-2, utilizadas por el ejército alemán, está a punto de caer en las inmediaciones; las de Serge, que irrumpen durante la batalla o en mitad de un funeral, señalan la presencia cercana de la muerte. En ambos casos, Eros deviene Tánatos. Para Serge, ver la guerra desde las alturas es como ver una película pornográfica: la contempla «por puro placer». El hombre, podemos leer entre líneas, se pone muy cachondo matando o viendo morir.

Tom McCarthy dijo en Interview Magazine que con C había querido «fabricar un virus que fuera tan poderoso y virulento como fuese posible». El escritor parte aquí de William Burroughs, que entendía el lenguaje como un virus. Para Burroughs, la palabra es un parásito que nos ha invadido y ahora no nos permite estar en silencio. El monólogo interior que nos traemos, del que somos a la vez emisores y oyentes, no nos da un segundo de respiro. Ni de día ni de noche. En esto ahonda Finnegans Wake, de James Joyce, novela con la que C está, en cierto modo, emparentada. En este sentido, cabe recordar que el apellido del protagonista de Finnegans, Earwicker, deriva del nombre de un insecto que se creía podía infectar el cerebro de un ser humano tras entrarle, precisamente, por el oído.

La palabra escrita sería una especie de mutación del virus de la palabra hablada. Y esa es la variante que parece haber contraído Serge. De hecho, se ha infiltrado tanto en él que, incluso cuando está concentrado bombardeando las trincheras alemanas, unos versos de Hölderlin —precisamente, el poeta venerado por los nazis— logran hacerse un hueco en su mente al son de las ráfagas de su ametralladora. De Serge se nos dice que supura una sustancia negra, como si sudase tinta. En la inacabable red de conexiones que da forma a la novela, esta sustancia remite a la mela chole, la bilis negra que se creía causaba la melancolía, y también al verso de Shakespeare que dice que el amor, ese otro virus que contraemos a veces, «perdura en negra tinta».

Pero, además de ser un emisor de lenguaje peculiar, Serge es un receptor defectuoso, alguien que sintoniza un dial distinto al del resto de los mortales. Le resulta difícil comprender los mensajes de las personas que le rodean (especialmente, los de su hermana, Sophie, que emite auténticas señales de socorro que él no es capaz de captar); sin embargo, sintoniza sin problemas una especie de ruido de fondo, un zumbido, que le acompaña desde el nacimiento. Así, escucha «un estallido de estática; una estática que contiene todos los mensajes jamás enviados y todas las palabras jamás pronunciadas». Esa es también la posición del lector de esta novela, que, más que leída, ha de ser desencriptada. El lector debe separar la señal útil, el mensaje, del ruido de fondo. Es muy posible que en ocasiones se sienta como los soldados de las trincheras alemanas, asediado por la ráfaga de palabras de McCarthy, pero, más que ponerse a cubierto, haría bien en dejarse atravesar por ellas. Una experiencia de lectura, en definitiva, distinta de aquellas a las que estamos acostumbrados.

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Un comentario

  1. Agustín Serrano Serrano

    Excelente artículo.

    Quizá el escritor sea un virus propagador de otros virus, y el lector, el laboratorio que los recibe y los interpreta, (a su manera), contagiando a todo el mundo de mil formas distintas.

    Enhorabuena.

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