Destinos Ocio y Vicio

México adictivo (Razones casi íntimas)

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Fotografía: Marysol* (CC BY-SA 2.0)

La devoción que produce México en quien lo prueba se parece a los efectos del chile. La capsaicina, sustancia fundamental en el tatarabuelo del pimiento dulce, provoca escozor pero libera endorfinas, irrita a la vez que quita el dolor, no es que sea adictiva pero causa placer. Así este país y, muy especialmente, su capital.

Las causas del embrujo, que opera en almas de Dios y del diablo por igual, son claras para el que lo experimenta como el amor de una madre. Se ve, se siente, se toca; otra cosa es poderlo explicar. En diez años viviendo aquí me han preguntado a menudo: ¿por qué te gusta tanto? Un lugar tan inseguro, donde la ley es de cumplimiento aleatorio y la violencia, en varias regiones, el Estado que prevalece. La respuesta inmediata que suelo dar es que todo eso es verdad, pero no es toda la verdad. México son muchos Méxicos, muchas veces contradictorios entre sí, una realidad compleja, difícil de mostrar a golpe de titulares, por definición alérgicos a los matices.

El primer enganchado a México del que se tiene noticia quizá sea Gonzalo Guerrero, natural de Palos de la Frontera. El soldado Bernal Díaz del Castillo lo describe, en su crónica indispensable Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, junto a Jerónimo de Aguilar en Cozumel, donde los encontraron Hernán Cortés y sus muchachos. Ambos habían varado allí ocho años antes, cuando la expedición en la que iban, la de Juan de Valdivia, naufragó. Nada más saber de los nuevos castellanos, Aguilar opta por unirse a Cortés —del que acabará siendo traductor codo a codo con Malinalli Tenépatl, mejor conocida como La Malinche— e intenta convencer a Guerrero. Este le contesta:

«Hermano Aguilar, yo soy casado, tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras: íos vos con Dios; que yo tengo labrada la cara e horadadas las orejas; ¿qué dirán de mí desque me vean esos españoles ir desta manera? E ya veis estos mis tres hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis desas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra»; e asimismo la india mujer del Gonzalo habló al Aguilar en su lengua muy enojada, y le dijo: «Mira con qué viene este esclavo a llamar a mi marido; íos vos, y no curéis de más pláticas».

Era el año de 1519 y ya existía una adicción llamada México. En ella caerían millones, a pesar de las dificultades para llegar al Nuevo Continente, que no solo tenían que ver con la Mar Océana. Las apunta Irving A. Leonard en Viajeros por la América Latina colonial (Fondo de Cultura Económica, 1992):

Para obtener pasaje en las flotas, cada viajero, incluso los miembros del clero, debían procurarse una licencia correspondiente a un pasaporte y presentar sus credenciales en la Casa de Contratación, concernientes a su estado legal y civil. La licencia concedida era válida solo por dos años, durante los cuales se esperaba que su poseedor viajara en la primera flota que pudiese alcanzar. Quienes carecían de este permiso tenían que entregar todas sus posesiones a la Corona: una quinta parte era para la persona y personas que hubiesen informado de la violación. Únicamente los oficiales, marinos y otros miembros de la tripulación quedaban exentos de la obligación de poseer una licencia; empero, si se prestaban a la evasión de la ley ayudando a viajeros no autorizados, también ellos incurrían en delitos plenos. Los pasajeros debían residir en la región de las colonias indicada en la solicitud; los que iban rumbo a Filipinas pasando por la Nueva España no podían permanecer aquí y, hasta donde fuera posible, debían negarse pasaportes a los súbditos españoles que, viviendo en aquel lejano archipiélago, quisiesen abandonar las islas. Este decreto era, evidentemente, un esfuerzo por estabilizar a la población europea en aquel remoto ámbito protegiendo así la precaria posesión de España.

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Fotografía: Marysol* (CC BY-SA 2.0)

Así las cosas, ¿por qué los habitantes de países ancestralmente civilizados se sentían atraídos por el altiplano mesoamericano? ¿Por qué se quedaban? Hace unos años, intenté desentrañar estas preguntas para un ensayo sobre artistas extranjeros en México —la cantidad de ellos era tal que tres mil palabras pronto se quedaron cortas—, y gracias a ello supe de otras muchas razones objetivas para el asunto que nos atañe. Encontré, para empezar, muchos lugares comunes —«la luz más increíble que jamás se ha visto» (el pintor Marsden Hartley); «México, el último de los países mágicos» (Pablo Neruda); «piensa en el sol de esta tierra, en las curvas de las montañas, tan pronunciadas, en los horizontes que se extienden más allá del infinito y en la vida de los hombres, tan insignificantes; no es una curiosidad que visitar, sino una vida que hay que vivir» (Henri Cartier-Bresson)—, pero pronto fueron desmentidos por especialistas vivos.

Muchos artistas pueden decir que la luz aquí es distinta y es una estupidez —me dijo el historiador de arte y curador James Oles—: los colores aquí no son distintos. Todos estos son mitos que propugnan los artistas desde los años veinte. México es más barato, es más flexible para hacer cosas, con todo y su burocracia.

Oles, que se mudó en 1991 al Distrito Federal siendo estudiante de doctorado en Yale, daba un porqué contundente: «Hay muy pocos países en el mundo que tengan la densidad cultural que tiene México en todas sus épocas, desde el año 0 al 1000, o al 1700 o al 2000. Si agregas la variedad de comida, de paisajes, de clima, tienes un país increíble para vivir».

En aquella ocasión también hablé con Eugenio Echeverría, director del Centro Cultural Border y nacido en Barcelona, con cuyas razones también estuve de acuerdo:

A diferencia de Europa, México está muy vivo. Yo no sabía eso antes de venir, pero enseguida lo puedes medir: es un país efervescente. Siento, aunque suene un poco místico, que el espíritu europeo está cansado y aletargado, y un poco deprimido. Es un continente con una energía agotada, todo demasiado articulado. Sus políticas que generan el bien común limitan mucho las libertades individuales; aquí hay inseguridad, sí, pero creo que es un ambiente mucho más propicio para el desarrollo personal.

Puritita paradoja, pues.

La flexibilidad y la actividad frenética —lo que propicia el trabajo— y la densidad cultural —la capital mexicana es, después de Londres, la ciudad con más museos del mundo— son los motivos más obvios. Cualquier habitante foráneo aquí los mencionaría, y figuran en una lista junto a algunas islas de belleza —Coyoacán, San Ángel, la colonia Condesa, la Roma, Polanco—, la cantidad de árboles y parques que alberga —algo sorprendente para quien piense que el paisaje de México se mueve entre el desierto y la selva Lacandona—, o el sincretismo con lo prehispánico —razón de ser de México, pirámides junto a iglesias, más de sesenta lenguas indígenas vivas que han alimentado el idioma español y una larga lista de costumbres que incluyen, por supuesto y de manera notoria, una gastronomía infinita—.

Mención aparte merece el Centro Histórico de la capital, que conserva el mayor número de palacios coloniales de América Latina. Construido sobre el lago desecado de Tenochtitlán, un oleaje de calles torcidas por los temblores —otro detalle que no disuade al extranjero: esto es zona sísmica—, un escaparate de quillas barrocas varadas entre el ir y venir de la gente, un sostén apenas fuerte para iglesias arrodilladas que de lejos parecen veleros. Nadie que entre al Palacio de Bellas Artes, la mole porfiriana por fuera, art déco por dentro, decorada con murales revolucionarios, quedará indiferente.

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Fotografía: Marysol* (CC BY-SA 2.0)

También es sustancia embriagadora la cortesía mexicana. Al profano desesperará que nunca jamás le digan que no, que empleen el camino más largo para decirle la verdad, que le siembren un velo de dudas a fuerza de buenas maneras. Pero. Una vez entendido el código, no podrá vivir sin él. El grito español le parecerá violento y la ausencia de ironía, muy triste.

Unido a ello se encuentran los usos y costumbres que rigen la amistad verdadera. Con el propio sexo no cabrá el secreto; con el contrario, el coqueteo será constante (¡y estimulante!). La amistad verdadera, como el amor por México, puede nacer de manera súbita, una noche cualquiera. Chavela Vargas lo llamó sutilmente, en una entrevista con el periodista Pablo Ordaz, «el tequilazo», cuando le contó la última vez que estuvo en una cantina, precisamente con Pedro Almodóvar (El País, 10 de mayo de 2009):

Fue muy gracioso. Nos sentamos en la mesa de José Alfredo Jiménez y Pedro estaba feliz. Y yo le dije: no tomes tequila, porque cuando te dé el aire te caes. Y me dijo: no te preocupes. ¡Pues en cuanto le dio el aire se cayó! Le pasa a todo el mundo. A todos los turistas. Se caen. Es encantador el tequilazo. Me parece divino que México tenga eso del tequilazo. Bajas del avión, te tomas un traguito ¡y al suelo!

No me detendré en la pared majestuosa de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl —«la mujer blanca» y «el cerro que humea»—, hoy solo visibles unos cinco afortunados días al año. Ni en el aseo personal del que hacen gala los mexicanos desde que eran mexicas, que alcanza singularmente el cuidado de los dientes —documentado por los cronistas de Indias—, y que es indiferente a la condición social y económica. Ni en la casa del arquitecto Luis Barragán, de la que ya habló con cabalidad Arcadi Espada en una de sus columnas.

Sí lo haré en una de las razones más íntimas que me retienen en esta tierra: el baile. El son cubano, que entró a México por las costas de Veracruz y que está en peligro de extinción en su isla de origen, pervive aquí con fuerza y con naturalidad. No hay elaboración ni coreografía en lugares como La Embajada Jarocha, La Flor del Son, el Salón Los Ángeles, amenizados con orquestas en directo formadas por músicos de calidad. Hombres y mujeres se visten de punta en blanco y acuden en parejas a ejecutar pasos que han sabido desde siempre. Si una señorita no lleva pareja, algún señor la sacará a bailar y al terminar la pieza, con todo respeto, la acompañará a su mesa y le dará las gracias. La edad no importa. Es un lugar de otra época. ¿Me gusta México porque es decadente? Podría ser.

El caso es que, fuera de todas estas razones, sigo sin saber por qué. En la entrevista de marras, Chavela también le dijo a Ordaz: «A veces me despierto en Madrid y temo que esté temblando». A mí también me pasa. Y me descubro extrañando el terremoto.

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