Arte y Letras Literatura

Riñas con estrambote

Retrato
Retrato de Francisco de Quevedo, Peter Balthazar Bouttats, 1726.

Figúrese el lector el siguiente titular: «Compra piso alquilado para desahuciar al inquilino, a quien odiaba desde hacía muchos años». Podría ser de El Mundo Today, ¿verdad? Una mezcla tan absurda de contradicciones y mala leche es tan perfecta que solo podría ser mentira.

Bien. Figúrese ahora el lector que es cierta y que, en efecto, sucedió en España. Hay que ser miserable con la que está cayendo, pobre hombre, si es que todos los ricos son iguales. Sí, sí, pero no nos alejemos del tema: ¿dónde podría haber sucedido? Quizás en esa España profunda que a todos nos gusta colocar alejada de nosotros, uno de esos lugares recónditos en los que los tíos se casan con sus sobrinas y el párroco tiene un hijo al que llama sobrino. 

Figurémonos ahora que esta historia sucedió en el siglo XVII. Ah, bueno, entonces sí, porque en esa época eran muy brutos y tiraban a las cabras desde lo alto del campanario, menos mal que vivimos en tiempos civilizados. Pero sigamos figurándonos —total, es gratis y tenemos tiempo— que los protagonistas eran personas de honda formación humanística y con cierto trato de favor por parte de la monarquía. Vaya, esto se nos está yendo de las manos: empezamos con El Mundo Today y en pocas líneas ya hemos llegado a palacio.

Figurémonos entonces —otra vez, sí— que fue Quevedo quien compró la casa para poder echar a la calle a Góngora, que vivía casi en la ruina. Entonces claro, cómo no se me habría ocurrido antes, lo del hombre a una nariz pegado y todo eso, qué cachondo el Quevedo, qué mala baba se traía. Es muy posible incluso que el más avezado lector ya supiera esto desde la primera línea, ¿verdad? 

Bien, pues sigamos con el jueguecito y figurémonos ahora que esta historia es muy probablemente una invención, casi una leyenda urbana originada al calor de la lumbre de los ripios difamatorios con los que cada uno de ellos gustaba de zurrarle la badana al otro. Bueno, a ver cómo diablos vamos a descubrir ahora si pasó o no, total, ha pasado tanto tiempo que madre mía.

Ya por último, entonces, figurémonos que las últimas investigaciones filológicas apuntan a que la famosa rivalidad entre Quevedo y Góngora no fue para tanto. Es lo que dice, por ejemplo, Amelia Paz en su artículo «Góngora… ¿y Quevedo?», una impecable e implacable labor de investigación en la que pone en entredicho la enemistad de la que tanto nos hablaban en el instituto basándose en que no está claro que los poemas que sustentaban dicho enfrentamiento estén escritos por tan célebres rivales. La difusión anónima de estos textos, si bien era necesaria en aquella época para evitar problemas judiciales, ha sido uno de los principales escollos para esos malditos filólogos que aún tienen el trabajo pendiente de probar o denegar la autoría de tal o cual escritor. O sea, que es posible que toda la vida nos hayamos creído una mentira, hay que ver estos filololeches qué se van a inventar ahora tras tanto defender a la Real Academia con el bluyín y el cederrón. Leer las Soledades o la «Epístola satírica y censoria contras las costumbres presentes de los castellanos, escrita al Conde-Duque de Olivares…» no, que no se entienden, pero las tradiciones que no nos las quiten.

El caso es que, sea cierta o no, esta enemistad es más que creíble. Aquella época es tierra abonada para dar pábulo a todo tipo de disputas literarias por un quítame allá ese estrambote. Cual panda de tuiteros intensitos, en el Parnaso literario del Siglo de Oro uno era poca cosa si no escribía de vez en cuando unos versos satíricos en los que, por qué no, se dejaba caer que Fulanito no tenía ni repajolera idea de escribir. La misma Amelia Paz reconoce en el mencionado artículo que si hay humo es porque algo de fuego debía haber, aunque solo fuera una fogata alimentada por amigos y enemigos del conceptista y el culteranista. Y es que en una lista popular de escritores clásicos gamberros —por no decir otra cosa—, Quevedo se lleva la fama. 

Pero quienes cardaban la lana en esta historia eran, precisamente, los dos escritores más importantes de todo el Siglo de Oro: Cervantes y Lope. Todos tenemos clara en la memoria la imagen del primero con jubón negro, gola blanca y brazo izquierdo inutilizado por las heridas recibidas en la batalla de Lepanto. Es también sabido que fue hecho prisionero por piratas berberiscos y encerrado en Argel durante años. A su regreso a España la política de Felipe II había cambiado su foco de atención del Mediterráneo a las Indias, con lo que jamás consiguió reconocimiento alguno teniendo que subsistir desde entonces como bien pudo. Es decir, como mal pudo, llegando a escribir textos en contra del mismo monarca como hizo en La Galatea. 

En el ángulo contrario del ring, don Félix Lope de Vega y Carpio, joven arrogante y pendenciero que ha gozado tanto las mieles del éxito como las mieles de las musas y las mieles de las féminas. Como prueba de su carácter mencionaremos que, años después de lo que vamos a relatar, Lope estuvo cuatro días en prisión acusado de reventar el estreno de una comedia de Ruiz de Alarcón enterrando en el corral de comedias una redoma llena de huevos podridos. 

Cervantes y Lope debieron llevarse medianamente bien en un primer momento, como lo atestigua el hecho de que fuera testigo en cierto documento legal que favorecía a Lope. Hasta que un día, no sabemos bien por qué, este decide no incluir al otro en uno de esos textos laudatorios que tanto se estilaban en la época y que por lo general no eran más que una retahíla de nombres de buenos amigos de los que se decía lo grandísimos escritores que eran, vive el cielo. Quizás el motivo inicial de su enfrentamiento estuviera relacionado con que Cervantes y Lope fueran vecinos y por tanto supieran bastante de la vida non sancta del otro, pero esto no son más que suposiciones. Lo cierto es que poco después comienzan los disparos en forma de sonetos en los que sale a relucir la mala leche, como en esta joya dirigida a Cervantes: 

… y ese tu Don Quixote valadí
de culo en culo por el mundo va
vendiendo especias y azafrán romí
y al fin en muladares parará. 

No está tampoco demostrada la autoría de Lope en este soneto, pero que la crítica siempre haya dado esa teoría como válida nos ayuda a hacernos una idea de cómo se las gastaban en la época. A fin de cuentas, al entorno de Lope no le debieron hacer ninguna gracia las críticas al teatro del Fénix que Cervantes ponía en boca del cura y el canónigo en el capítulo cuarenta y ocho de la primera parte.

A partir de aquí, la historia es más sencilla de resumir porque todo ha quedado negro sobre blanco: Cervantes termina el Quijote prometiendo una segunda parte, pero pasaron los años y si te he visto no me acuerdo. Nueve años después, en 1614, se publica el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda. Este libro es, básicamente, un ataque tan divertido como furibundo contra Cervantes. Como el lector sabrá, hoy en día se sigue desconociendo quién diablos era ese tal Avellaneda. Hay muchos candidatos para el premio, pero realmente no es tan importante ese dato como el hecho de que seguramente gracias a él hoy podamos disfrutar del que para muchos es el mejor libro de la historia: la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, publicada tan solo un año después de que apareciera el de Avellaneda. 

Qué casualidad, ¿eh? Nueve años esperando y no parecía tener prisa el manco hasta que zas, le insultan usando a su propio personaje y poco tiempo necesitó para parir esa joya: un texto que sienta las bases de la literatura contemporánea precisamente a través de los brillantes recursos desplegados por Cervantes para echar por tierra el Quijote apócrifo. Entre ellos, el genialísimo momento meta del capítulo setenta y dos, donde don Quijote se encuentra a Álvaro Tarfe, uno de los personajes principales de Avellaneda, y le pide que firme ante el alcalde del pueblo un documento que atestigüe que él no es el mismo Quijote escrito por ese impostor.

Las enemistades literarias del Siglo de Oro estaban a la orden del día hasta el punto de que es difícil explicar esa época sin mencionar, al menos, algunas de esas disputas. No tanto por la anécdota en sí sino por aquello en lo que devinieron. Conocemos los nombres de los integrantes de los círculos literarios gracias a que algunos de los principales autores los mencionan en esos pasajes laudatorios que referíamos antes, pero la mayoría son nombres que al lector de hoy le sonarán de muy poco: Juan de Almeyda, Lope de Salinas, Marco Antonio de la Vega… Todos ellos poetas de segunda fila que, incluso gozando de cierto reconocimiento en su época, hoy han quedado relegados a los pies de página de alguna edición crítica. Por eso nos llaman tanto los desmanes de los grandes autores, las primeras plumas del Siglo de Oro. No siempre son ciertos, ya lo hemos dicho, pero poco importa: quizás haya otras épocas en la historia de la literatura tan jugosas como esta, tanto en relación cantidad/calidad literaria como en lo que respecta a enfrentamientos entre autores. Pero ninguna puede presumir de que esos odios literarios germinaran en forma de una verdadera obra maestra. Una obra que no pierde su lustre y de cuya publicación celebramos el cuarto centenario en este año 2015. ¿Qué mejor homenaje que (re)leerla?.

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