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Jipis decadentes, reaccionarios sonrientes

Jipis
Fotografía: Cordon Press.

Desde que tener hijos no ha servido para que labren la tierra, ni tener hijas para venderlas por una dote, los adolescentes se han dedicado a hacer monerías. En libertad, ¿qué iban a hacer, si no? Pues monerías. Muchas de ellas históricas: la generación beat, la del rock and roll, los jipis, los heavies, los punks, los skins, los góticos, los raperos, los alternativos, los neohipsters, el trap y la Virgen Santísima. Para las camadas de jóvenes, es llegar a tocar chufa y reivindicar una historieta que no viene a ser otra cosa que eso: monerías. Sin embargo, no sería justo despreciar sus babayadas sin entrar a ver su sustrato. Los jipis, el caso que nos ocupa hoy, tenían una razón de ser bastante respetable: que no les sacasen las tripas. 

Tú piensa que naces en el país más rico y poderoso del mundo. En una época en la que tiene un sistema educativo potente, pleno empleo y una libertad que ha abierto pequeños espacios de contestación a un sistema autoritario por los que se cuela el hedonismo. Resumen: con poca pasta tiras, la puedes conseguir fácilmente, tienes veinte años y ves que hay tendencias que promueven el sexo y la drogadicción recreativa, el bienestar e incluso Jauja. En un sentido contrario, el Estado te ofrece irte a un país que no sabes dónde está, a luchar en una guerra que no entiendes muy bien por qué se ha declarado y en la que las muertes que se producen son espantosas. 

En esta tesitura, había muchos matices, sobre todo de clase. Había universitarios y había carne de cañón, pero, en esencia, sin la masa que prefería follar y colocarse a que le arrancasen las piernas con un explosivo en mitad de una jungla húmeda y sofocante, no hablaríamos de aquellos años. Sobre todo, porque, además de querer vivir, eran también los que compraban discos, y enriquecieron obscenamente a las estrellas del rock de su tiempo y, así, marcaron un hito en el calendario, una época. 

Pero pocos movimientos como el jipi despreciaban más al pueblo y eran más incompatibles con él. El famoso «Verano del Amor» en California fue la peste para los auténticos. El verano bueno de verdad fue el anterior, el que creó un efecto llamada entre todos los chavales «de provincias» —medio oeste, sur y demás de Estados Unidos—, que acudieron a California en busca de tres cosas: libertad, sexo y drogas. No fue como en los ochenta, cuando la desindustrialización generó otro éxodo que huía de los curros en el McDonald’s para intentar triunfar como fuera en el mundo del espectáculo en Los Ángeles. En los sesenta, se huía sin ningún objetivo concreto; solo se sabía que no se quería crecer en una sociedad claustrofóbica y autoritaria, pero esa oleada puso de uñas a los jipis verdaderos que tenía que recibirla. Era un aluvión mundano, ¡eran putos paletos!, que no entendían la sofisticación de su mensaje. 

Es muy fácil, de todos modos, reírse ahora de aquellos ingenuos barbudos que salían de debajo de las piedras, porque no cabe duda de que su revolución fue exitosa. Cambiaron los cimientos de la civilización como están haciendo ahora los que derriban las estatuas, aunque dentro de un siglo ya veremos si para bien o para mal, pero aquellos jipis, en esencia, lograron sus objetivos inmediatos y acuciantes: no ir a la guerra a morir como infelices. Y tampoco se lo regalaron. En no pocas de sus manifestaciones, la Guardia Nacional abrió fuego a matar. Hubo huelgas en centenares de universidades. Incendiaron instalaciones militares. Alguno se quemó a lo bonzo. Mientras se producía el dichoso Verano del Amor, en Detroit se produjeron unos disturbios con cuarenta y tres muertos, siete mil quinientos detenidos y daños en dos mil quinientos edificios. 

Al final, lograron la retirada progresiva de las tropas de Vietnam y, en 1973, se acabó el servicio militar obligatorio. Desde entonces, a la guerra solo irían los que no podían librarse, esto es, los que aún tenían menos recursos que ellos, pero esta es otra historia. Al jipi ya no iban a raparle la cabeza, a afeitarle la barba, a meterle una dura instrucción y a enviarlo a que, en el mejor de los casos, le sacasen los ojos con una cuchara y se le mearan en las cuencas. 

No está claro si el movimiento jipi comenzó en 1963 en el Greenwich Village de Nueva York o en Haight-Ashbury, en San Francisco; solo está claro que las comunas que se formaron en estos lugares recibieron la hostilidad de los vecinos desde el primer día. Sí, esos melenudos pedían paz y amor, experimentar con la conciencia y sexo libre, pero, en unas zonas grises, con estos movimientos convivían también moteros que quemaban queroseno con cascos militares, llevaban cruces de hierro en el cuello y barbas pintadas de colores. Los más famosos, los Ángeles del Infierno, de infausto recuerdo por su reguero de cadáveres. La gente de bien acabó teniendo miedo a todo pelanas que se le cruzase. 

Para la historia, tanto la juventud que contestaba a las balas de la Guardia Nacional lanzando flores como la clase obrera blanca que se movía por los márgenes de la ley y del sistema, eran todos ellos la contracultura. Y entre unos y otros, con toda una rica tonalidad de grises, cambiaron las costumbres morales de la sociedad, qué duda cabe. Ahora: en el lance, dejaron juguetes rotos a punta pala. Especialmente, todos aquellos que se creyeron el jipismo y quisieron llevarlo a las últimas consecuencias de una otra forma. Jipis decadentes. 

La primera criba entre lo molón y la decadencia la marcó, como siempre, la droga. En los cincuenta, las autoridades militares coquetearon con el LSD como suero de la verdad. La solución definitiva a los conflictos. De ahí, los cartones pasaron a la comunidad científica y, sin mucho esfuerzo, aquello se convirtió en la droga litúrgica de la intelligentsia, en la búsqueda de la superconciencia, en la elevación sobre todo lo terrenal. Eso le gustó a todo el mundo, no hacía falta haber estudiado para querer evadirse a los mundos de Yupi. Un arma secreta geoestragética acabó en autogol, o en un tiro en el pie, llámelo como quiera, pero el ácido llegó a tener cientos de miles de aficionados en el momento de ser ilegalizado en 1966, cuando la izquierda universitaria se confundía en su consumo con seguidores de las religiones orientales, amantes del yoga, gurús y buscadores de ovnis. El gobierno, entonces, solo pudo defenderse de una manera ante una sustancia prohibida que no necesitaba plantaciones para producirse ni naves donde esconder las remesas: alarmando en los medios. 

Magnificaron sus efectos, aseguraron la locura del que lo consumiera, les pusieron el megáfono a múltiples teorías apocalípticas, y todo ello sumado a que el producto empezó a circular adulterado tras su prohibición, sirvió para que las masas se pasasen a las drogas legales, que no eran poca broma: los barbitúricos. Con pentobarbital murió Marilyn, con quinalbarbitona palmó Hendrix. Y también las anfetaminas. Todas estas sustancias, bienes de consumo presentados como soluciones a enfermedades que no existían, con amplias capas de consumidoras entre las amas de casa, pasaron a los jóvenes por vía directa para modular el consumo de la droga permitida más letal: el alcohol. 

También estuvo el auge de la marihuana, pero poco tuvo que ver su consumo con la búsqueda de sensaciones, con una demanda de efectos, a las que se acoplaron perfectamente las ofertas de coca y caballo. No hace falta ser un lince para adivinar el destino de muchos de aquellos jipis cuando asomaron las adicciones: prostitución, crimen, clínicas de desintoxicación y muerte por sobredosis u otras circunstancias asociadas. Ahí se produjo la gran decadencia del mundo jipi, pero todavía quedaron bastantes vivos. 

Jipis 2
Fotografía: Ullstein bild. Cordon Press

Antes de la década de los setenta, en Detroit ya se había organizado el día de «La muerte del jipi». Los manifestantes llevaron ataúdes falsos en los que introducían parafernalia de un movimiento cultural que consideraban que se había vendido al sistema. Esto se podía ver en cómo la publicidad había asumido sus lemas más primarios y, sobre todo, en el tren de vida de las estrellas del rock que se enriquecían obscenamente poniéndoles ripios. 

En esta aludida ciudad de obreros del metal, los grupos musicales que marcaron la pauta por esas fechas fueron los blanquitos Bob Seger, MC5 y los Stooges, antecesores todos ellos del heavy metal y el punk; y los negros Temptations, Smokey Robinson o las Supremes, que buscaban la canción perfecta para encandilar al mayor público posible, la fórmula de los dioses, algo que hacían única y exclusivamente por la pasta, sin coartadas políticas ni intelectuales. En estos desenlaces no cabían jipis coñazo, y quedaron erradicados. 

No obstante, esto eran disquisiciones urbanas. Si se criban el sector artístico y cultural y a todos los que protestaban para que —repetimos— no les seccionasen las extremidades en la jungla y su cuerpo inmóvil fuera devorado por los insectos, el resto del movimiento jipi estaba muy localizado: solo quedaban las comunas. Los auténticos. Timothy Miller, en The 60s Communes: Hippies and Beyond, cuenta que los colectivos de este tipo que sobrevivieron a la drogadicción y al alcoholismo se tuvieron que enfrentar a los vecinos y a las fuerzas del orden por… problemas de drogas y alcohol. 

Tal fue el descrédito que llegaron a tener los jipis, que en una comuna de Illinois se llegó a imponer un dress code y unas normas de higiene solo para evitar que se les unieran. En Black Bear Ranch, al norte de California, por ejemplo, seis vehículos policiales fuertemente armados entraron en una ocasión para llevarse con violencia las plantaciones de tomate sin saber bien ni qué era la marihuana ni qué eran los tomates. 

Este lugar, antes de convertirse en comuna, era un pueblo fantasma al lado de una mina de oro de los tiempos del salvaje oeste. El chollo todavía perdura, pero bajo acusaciones de haber obtenido los dividendos suficientes para hacerse con el terreno en propiedad gracias al chantaje a los famosos que se acercaron a estos anarquistas. La comuna hoy sigue en pie, pero, en el momento de escribir este texto, no admite visitas por el coronavirus. 

El modo de subsistencia en mitad de la nada era, lógicamente, la agricultura. Muy pocas comunas, según este estudio, lograron ser autosuficientes. La mayoría, dominadas por intelectuales y gentes de ciudad, no tenía ni la menor idea de cuándo se sembraba, qué debía plantarse en qué suelos y cómo, o qué fertilizantes y abonos eran necesarios para obtener una cosecha presentable. Las comunidades que lograron aguantar lo hicieron con «una pobreza severa» y «una determinación obstinada» que les condujo a «una especie de autosuficiencia monótona». Condiciones necesarias para el abandono en masa. 

Era una vida durísima, como prueban algunos de los testimonios recogidos en la investigación, que cuentan que se escondían las chocolatinas Snickers como oro en paño. Múltiples historias tragicómicas jalonan estas páginas. Desde unos que tuvieron que pedir ayuda porque encontraron manchas en la leche que ordeñaban de sus vacas, a los que el ganadero al que pidieron socorro les explicó que no tenían que batir tanto las ubres, que las manchas eran mantequilla, a uno que, en su comuna, Packer Corners, en Vermont, descubrió que no se podía ordeñar descalzo cuando la vaca le pisó un pie y le rompió los huesos. En frecuentes ocasiones, había problemas para matar animales. Los más entusiastas acababan hablando de sus cosas con las gallinas en lugar de retorcerles el pescuezo. Así lo documenta Miller. 

Sin embargo, se reflejaban otros problemas más serios en polémicas atávicas como las brechas de género. En las comunas de los sesenta, no era extraño que las mujeres fuesen recluidas en la cocina, como en cualquier otro hogar burgués, pero de décadas e incluso siglos atrás. Un testimonio, el de una tal Kit Leder, decía que, aunque no había patrones predeterminados para repartirse las tareas y todo se elegía en completa libertad, fueron las mujeres las que generalmente se encargaron de la limpieza y la comida en la comuna. 

Hubo casos en los que también les tocaban a las mujeres las labores agrícolas mientras los hombres «estaban sentados hablando o echándose la siesta». En cambio, nunca una mujer condujo un tractor: todo eso estaba destinado a los chicos, para ellas era «demasiado complicado». Lógicamente, una gran cantidad de mujeres que anhelaban la revolución en las comunas las abandonaron descontentas con esos tics premedievales de sus hermanos-camaradas-colegas. En algunos casos, se fundaron comunas solo de mujeres. Algunas, solo de lesbianas. 

El actor Peter Coyote contó que la suya no podía abastecerse por sus propios medios y tenía que acudir a las sobras de los mercadillos. Sin embargo, las ferias ambulantes estaban dominadas por italianos que nunca hubieran regalado sus excedentes a un hombre apto para el trabajo y sin discapacidades, por lo que no les quedaba más remedio que enviar a las mujeres de la comuna a pedir. Su comunidad sobrevivió gracias a ellas. El destino de la revolución era la mendicidad. Evidentemente, muchos —y, en particular, muchas— se bajaron. 

Con el tiempo, hacía falta algo más que el fervor revolucionario para sobrevivir en estas comunidades. Muchas de ellas contaban con miembros que, además de jipis, eran religiosos. Aparte de los que estaban metidos en la meditación hindú, que tantos titulares y documentales han alimentado, la inmensa mayoría eran cristianos. Eso llevó a que muchos de los jóvenes que se quedaban colgados en estas comunidades, obsesionados con la autorrealización a través de la búsqueda espiritual, se dejasen de contraculturas y acabasen adorando sin ambages a Jesucristo. 

En Hippies of the Religious Right, de Preston Shires, se pone el acento sobre la oleada de conversiones al cristianismo que hubo en Estados Unidos a principios de los setenta. Fue un fenómeno generacional que se produjo por oposición a la juventud rebelde y entre la juventud rebelde. Las revelaciones se manifestaron en su mayoría en el seno de la fe del cristianismo evangélico. Fue el poco reseñado movimiento de la Jesus people, o Jesus movement o Jesus freaks. 

Llegaron a celebrar su propio Woodstock, la «Explo’72», con Johnny Cash y Kris Kristofferson entre los platos fuertes. Miles de jóvenes que provenían de la contracultura, previo paso por la Jesus people, acabaron cumpliendo treinta años, casándose y teniendo hijos educados en la estricta obediencia cristiana. Parece mentira que no se haya reseñado más este desenlace de la contracultura, cuando el propio Bob Dylan también acabó convirtiéndose, algo que no era una anécdota ni una frivolidad del divo, sino un reflejo de lo que estaba ocurriendo entre los miembros de esa generación. Llegaron a presumir de alojar en su seno a exmiembros de los Panteras Negras y del Ku Klux Klan al mismo tiempo. Era un auténtico movimiento take-it-all.

Florecieron cientos de nuevas iglesias, el culto incorporó canciones folk rock y también la vestimenta casual. En los ochenta y los noventa, las manifestaciones y cadenas humanas que antes se organizaban contra la guerra se hicieron ahora contra el aborto, y con la misma naturalidad. Si la contracultura original era un rechazo al establishment y la guerra de Vietnam, también contó con unas masas que lo que querían era encontrarse a sí mismas de forma individual. Tras el fiasco de las comunas y la miseria de la droga, hallaron en Cristo la respuesta. Jesús era el jipi de la Biblia. Todo encajaba. Seguían una línea lógica. Las fuerzas cristianas incorporaron así a decididos y valientes activistas que no se detenían ante nada y que habían luchado duramente contra el qué dirán. Mutatis mutandis, estos baby boomers se convirtieron en el gran bastión de la derecha religiosa estadounidense de nuestros días. Y votaron y votan en consecuencia.

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15 Comentarios

  1. Hay un chiste de los Simpson que simpre me ha hecho mucha gracia. Bart le dice a Homer que él sería un jipi perfecto. Homer le contesta, lo dices por decir, hijo. No, hablo en serio. Eres vago y demagogo.

    • Pues menuda mierda de chiste.

      • Es cuestión de puntos de vista. Ayer oí por ahí otra frase que decía que detrás de toda persona jipi y relajada, siempre hay alguien haciéndose cargo.

        • Los jipis son muy simpáticos, que es lo peor que se puede decir de una persona. Como no piensan exigir nada de nadie ni dejar que les exijan a ellos, caen muy bien. Claro, si hay alguien detrás para sostener el tinglado, además es cómodo.

  2. No se qué se entendrá por jipi por aquí, más allá de lo que explica el artículo.
    Pero lo que yo he conocido, obviamente trasladado a la actualidad, no altera lo sustancial que se ve en otros entornos sociales: Hay gente que se lo curra y gente que intenta parasitar a los que se lo curran. Eso es universal, como los polos de los imanes.

  3. Dudo mucho que, entre los millones de votantes de Trump, haya bastantes «hijos de las flores», como afirma Álvaro, sin duda impactado en su momento por «Jesucristo Superstar».

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