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Un castellano en la corte del rey Humano

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Compromiso de Caspe, concertado en 1412 entre los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia para elegir al sucesor de Martín el Humano en 1410. (DP) castellano

Cuando nuestros padres llevaban pantalón corto e iban al colegio, o antes, cuando incluso aún no existía el nacionalismo vasco —es decir, en el Paleolítico Superior—, se tenía como Verdad Universal Indiscutible que toda la Edad Media hispana estaba inevitablemente encaminada hacia su Destino, que era la Unificación de la Patria. Esto otorgaba la cualidad de adivinos a sus promotores, salvo, claro está, que se parta de la base de que eso de España ha existido siempre. En historiografía eso se llama teleología; se tiende a explicar el pasado sabiendo lo que ha ocurrido después, por lo que es frecuente que se interprete mal. Suele olvidarse muchas veces, intencionadamente o no, que los protagonistas de cualquier época no saben lo que va a pasar en el futuro. No es grave, pasa en las mejores familias. Pero en la idiosincrasia hispánica, sea cual sea su nacionalismo favorito, que los hay de muchos sabores, esta divertida distorsión se mezcla con algunos periodos históricos para crear tormentas perfectas sobre las que dar vueltas y más vueltas.

Estamos a principios del siglo XV. En 1409 morirá Martín el Joven, heredero de la Casa de la Corona de Aragón —nombre oficial del invento—, dejando a su padre, ídem el Humano, sumido en la zozobra, ya que Martín Jr. era su último hijo vivo. Se encontraba el hombre ante un problema sucesorio de órdago, porque para complicar más el asunto, gobierna sobre tres territorios con sus propias Cortes, y lo que es peor, sus leyes sucesorias diferentes según tuviera validez la transmisión de derechos por vía femenina (Aragón) o solo masculina (Cataluña). Lo primero que intentó el Humano fue, a sus más de cincuenta años, casarse con una chavalilla de veintiuno a ver si podía engendrar. Pero en esas estaba cuando enfermó y murió, no sabemos si del esfuerzo. El caso es que viendo complicada la tarea de preñar a la princesa, había consultado por adelantado a los mejores juristas del reino, que obviamente no se habían puesto de acuerdo, por lo que los aspirantes menudeaban. Quiso entonces asegurar la candidatura de un nieto bastardo, Fadrique de Luna, pero a tanta nobleza y parentela regia como había no le pareció bien esta solución. Así que en el momento de espicharla ya había un par de candidatos firmes maniobrando en la sombra, Jaume de Urgell y Luis de Calabria. Para que se hagan una idea, las últimas palabras del Humano en su lecho de muerte fueron algo así como que «el reino debía ser para quien en justicia lo mereciera», traducido al habla moderna como «haced lo que os rote, que yo me muero».

No se necesita un máster en Física para deducir que, a partir de ahí, tonto el último; las grandes familias y los poderes políticos existentes en toda la Corona se agruparon bajo la bandera de uno u otro candidato. Por si no fuera lo bastante delicada la situación, dos pretendientes más, que en un principio no parecían tener demasiadas posibilidades, ni habían hecho grandes movimientos en ese sentido, entraron en escena. Uno es Alfonso de Gandía, y el otro, el poderoso noble don Fernando de Trastámara, más conocido por Fernando de Antequera y por si no bastara con eso, en aquel momento nada más y nada menos que regente de Castilla.

Fernando era hermano del difunto rey Enrique III, que había tenido el mal gusto de ser padre en 1405 justo un año antes de palmarla, dejando como legado un mocoso de nombre Juan II y a Fernando con un palmo de narices. Así que este tuvo que conformarse con compartir la regencia con la madre, Catalina de Lancaster, con la que previsiblemente se peleó. En el momento de montarse la zapatiesta en el reino vecino, se encontraba haciendo lo que todo noble castellano ambicioso debía hacer para afirmar su autoridad y procurarse prestigio, clientela y propaganda: una campañita por Granada. Llegar, repartir cuatro bofetones con la mano abierta y volverse para Burgos como campeón de la cristiandad. Concretamente asediaba Antequera (a partir de cuya conquista tomó el apodo de marras), cuando le llegaron las noticias de lo que ocurría en Aragón. En un principio no parecía muy estimulante la aventura, pero hete aquí que los acontecimientos jugarán a favor del castellano: los urgelistas asesinaron al arzobispo de Zaragoza, partidario de Luis de Calabria, y el riesgo de guerra civil había pasado a DEFCON 1. Luis se encontraba fuera de la península, por lo que mal podía defender a sus partidarios, que automáticamente pusieron sus esperanzas en las mesnadas del ricohombre castellano.

Este es el comienzo de la piedra angular de las discusiones nacionalistas sobre el medievo hispano, el gran mojón en el presunto camino hacia la unificación, el ojo del huracán de la polémica, el Compromiso de Caspe. La más conocida fue la que sostuvo el profesor Sánchez-Albornoz con los historiadores catalanistas, la cual contribuyó a difundir un montón de mentiras sobre el citado episodio. Mientras que para Albornoz y sus seguidores la decisión de las elites aragonesas demuestra su sabiduría, patriotismo e inteligencia, previendo una futura unión de reinos, y por ello anticipando lo que inevitablemente iba a ocurrir (punto de vista del nacionalismo centralizador «de toda la vida de Dios»), para los catalanistas es poco menos que una humillación y una desgracia: la rendición de Catalunya, la puerta de entrada de la «ocupación» castellana, la raíz de la pérdida del carácter nacional y la muerte de diez mil gatitos. Como ven, dos interpretaciones interesadas, sesgadas políticamente, partiendo del resultado final, y profundamente histéricas.

En primer lugar, es cierto que el de Antequera era un príncipe castellano y, por lo tanto, extranjero. Sin embargo, esto no se veía entonces como un problema ni se interpretaba desde una perspectiva cultural o nacionalista; si tenía derecho legal a ocupar el trono (y esto se lo otorgaba únicamente el grado de parentesco), daba exactamente igual de dónde fuera a la hora de decidir. Por esto no es raro encontrar casos de entronizaciones de gente nacida fuera (los navarros coronaron a Teobaldo de Champaña, un francés), por no detenernos en la ingente cantidad de reinas consortes francesas, inglesas, alemanas o incluso húngaras que pueblan la historia medieval hispana. Por otra parte, el hándicap principal de Fernando y origen de la debilidad inicial de su candidatura era la línea femenina de transmisión del derecho al trono, pero esto mismo solo demuestra que las altas esferas de los reinos hispanos llevan tiempo entremezclándose entre ellas, y por eso Fernando de Antequera resulta ser familia de la casa real aragonesa. Esta debilidad se convirtió paradójicamente en una baza inesperada, puesto que a ojos de la nobleza aragonesa, catalana o valenciana le hacía parecer más manejable. Acceder a la corona en posición de inferioridad y por la gracia de la nobleza ponía al futurible en manos de ésta, o al menos así lo debieron pensar. Por otra parte, se trataba del noble más poderoso y rico de Castilla, toda una garantía de protección. En resumen, tal como se desarrollaron los acontecimientos, era el candidato más conveniente.

Por su parte, los historiadores catalanistas insisten en la «rendición» de Catalunya, pero como suele ser habitual, están recurriendo al antropomorfismo, otorgando a un ente intangible y abstracto cualidades humanas. No hay una cosa animada que se llame Catalunya y que decida unitariamente por sí sola: la realidad es que el candidato favorito de los nacionalistas modernos, Jaume de Urgell, no gustaba a muchos catalanes, ni respondía a las aspiraciones de los mercaderes (véase si no el fracaso de su postrera rebelión). No había un «frente común», ni una «unidad», ni nacional ni nada. Por no mencionar que tienden a olvidar que había otros dos reinos en la decisión y que el papa andaba de por medio. El argumento del camino a la unidad es igualmente poco sostenible; nadie preveía una concreta unión futura de reinos, ni un «surgimiento» nacional, ni siquiera el Trastámara triunfante. Para él era una oportunidad de disponer de aliados y recursos del reino vecino y destinarlos a su proyecto vital, que era controlar el reino de Castilla, como veremos.

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La decapitación de don Álvaro de Luna, por José Rodríguez de Losada.

Y una vez desbaratados los argumentos anacrónicos, seguiremos con el relato desde la perspectiva medieval. Los excalabristas pidieron socorro a Fernando, así que las tropas castellanas entraron en Aragón en 1411 para «garantizar la seguridad» del proceso. Para entonces la división era tal que se habían formado dos parlamentos diferentes en Aragón y dos en Cataluña, mientras en Valencia no se habían puesto de acuerdo ni en la composición de uno. Este es el momento que escogió Fernando para movilizar todos sus recursos; se atrajo a su bando a Benedicto XIII (el papa Luna), que tenía un pequeño cisma con Roma y Avignon entre manos, prometiéndole el necesario apoyo de los dos reinos, y gracias a la demostración de fuerza consiguió que los aragoneses se decidieran en Alcañiz a designar tres representantes. Además, enviaron emisarios a los reinos restantes para comentarles que, o designaban cada uno los tres suyos, o decidían los aragoneses en calidad de cabeza del reino. Así que deprisa y corriendo cada reino envió sus tres jurados a Caspe a decir la suya.

La votación de los nueve elegidos para la gloria reunidos en Caspe no deja lugar a dudas. Los tres aragoneses votaron por Fernando. De los valencianos, los dos hermanos Ferrer (el santo y el normal), ambos hombres del papa, también; el otro era un jurista al que dieron la baja por locura, porque poner que se asustó quedaría raro. Fue sustituido por uno que prudentemente, ante la magnitud del marrón de última hora, se abstuvo. De los catalanes, uno votó por el castellano, el otro por Jaume de Urgell y el tercero hizo una cosa rara, votar por Urgell y Alfonso de Gandía a la vez. Por cierto, que estos dos últimos emisarios hicieron constar que su voto quizá no era por el candidato más conveniente, señal de que valoraban la utilidad política por encima del complicado derecho dinástico. Por seis votos sobre nueve, y al menos uno de cada reino, Fernando de Antequera fue proclamado rey de Aragón.

El nuevo monarca procedió a catar el grosor y la textura del barrizal aragonés bien pronto. El reino atravesaba una grave crisis económica y social —igual que Castilla— con varios conflictos pendientes, sobre todo en Cataluña. En primer lugar, el Trastámara quería seguir una línea de fortalecimiento regio, y los estamentos del reino, continuar con el pactismo y bájate los pantalones que para eso nos debes el trono. Lo primero que le puso la Diputació de lo General (precursora de la actual Generalitat) ante las regias narices fue un pliego de concesiones y una petición para que suspendiera la política de recuperación de patrimonio real del anterior monarca. Después de unos años de desacuerdos, va Fernando y se muere sin dejar ningún legado de importancia, salvo dos asuntos. El primero, al aterrizar con toda su gente y por el efecto cortesano, las elites del reino adoptaron el castellano como lengua habitual de la corte. Este y no otro relacionado con las armas (como suelen aducir los catalanistas) es el motivo de la primera expansión del castellano que, para colmo, al aumentar las relaciones comerciales con Castilla se extenderá aún más, no siendo infrecuente en las ciudades y los caminos reales. El segundo, colocar bien a la familia: su hijo primogénito Alfonso V será rey de Aragón, y sus otros hijos (Enrique, Sancho y Juan), nombrados «infantes de Aragón», acapararán el poder nobiliar en Castilla. Por último, casará a su hija María con el rey castellano, entonces menor de edad, esperando completar algún día el monopolio del poder con un heredero hecho en casa.

Alfonso V va a lidiar con una situación complicadísima. Por una parte, debe atender los asuntos mediterráneos —una guerra con Génova— a la que se añade pronto una interesante opción de hacerse con el cromo de Nápoles; el rey se larga a dar piñazos en ultramar en 1423 y gobernará por delegación su mujer, María. Pero para estas campañas necesita un dineral, así que se vuelve vulnerable al poder de la nobleza catalano-aragonesa. Por ello, y porque sigue empeñado en recuperar poder quitándoselo a los nobles, buscará otros apoyos que encontrará en la cuestión de los pageses de remensa. Estos pobres, sujetos a abusivos «usatges» nobiliares, no podían moverse de las tierras de su señor a menos que pagasen una remensa o rescate en dinero que no tenían. La atracción de la ciudad de Barcelona era grande, y la «inmigración ilegal» era fuente de infinitos conflictos; organizados en sindicatos y ayudados por agentes del rey, los campesinos ofrecerán dinero a Alfonso para comprar su libertad. Cosa que los nobles tratarán de impedir, subiendo la oferta mientras el rey se vende al mejor postor; como resultado, la nobleza se divide en dos facciones, pro y contra el monarca. Barcelona se encuentra dividida también en dos bandos, la Busca y la Biga, patriciado urbano contra artesanos y comerciantes, en lucha por el poder urbano. En resumen, en las Cortes de 1454-58, presididas por un escocido Juan en nombre de su hermano, el reino se encamina hacia la guerra civil a pasos agigantados.

Todo esto afecta también a Castilla; ahora que hay Trastámaras gobernando por todas partes, la política peninsular se relaciona (y embrolla) más que nunca. El poder lo acaparaban los hermanos de Alfonso V, los infantes de Aragón: Enrique es maestre de Santiago, y Juan se convertirá además en rey consorte de Navarra. Contra la influencia de estos dos pájaros sobre el preadolescente Juan II de Castilla, se alzará la figura de don Álvaro de Luna —aragonés, de la familia de los Luna, llena a rebosar de papas, arzobispos y nobles—, su privado, condestable de Castilla y aglutinador de descontentos. Este autoritario arribista consiguió derrotar en primera instancia a los infantes y mantener a Alfonso V alejado de la política castellana. No solo eso, sino que se permitió el lujo de alicatar la cara a leches a los granadinos, por aquello del prestigio. Con él en el poder, todo es guerra y tranquilidad en Castilla.

Pero en la segunda parte, «El Trastámara contraataca», Enrique y Juan (que por si fuera poco lo de Navarra, es nombrado en 1436 por Alfonso lugarteniente de Aragón y Valencia), aliados con su hermana María, la mujer del rey, regresan para enfrentarse al tándem Álvaro-Juan II, forzando el destierro del valido en 1441. Juan Vader de Navarra y Demás Títulos quedó en poder del reino y del monigote coronado. Sin embargo, en «El retorno del Luna», Álvaro vuelve y conspira para enfrentar a los hermanos entre sí, consiguiendo que Juan Vader y Etcétera se vuelva paranoico y finalmente secuestre al rey, excusa perfecta para echarle los perros encima; el bando realista gana en Olmedo (1445), Enrique muere y Juan sale definitivamente de Castilla para irse a Navarra a liarla parda —por donde pasa este tipo crecen las guerras civiles—, y de rebote, derechito a Aragón a presidir las Cortes aquellas en nombre de Alfonso, el de las largas vacaciones en Nápoles.

Álvaro de Luna es el vencedor final de esta saga. Tras el triunfo absoluto, su excesivo poder le atrajo la enemistad del príncipe heredero Enrique —más conocido como el Impotente—, su mujer Isabel de Portugal y su favorito, Juan Pacheco. Estos tres y sus aliados presionaron a Juan II para que condenase y ejecutase a su privado en 1453. Al año siguiente moría este simpático monarca de tan firmes convicciones y arrolladora personalidad, arrepentido de su «hazaña». Una continua guerra civil en ambos reinos que no dejan de ser luchas internas familiares, hasta que los primos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón se conozcan y pongan el punto y final a las peleítas.

CP 21 02 06 C104
El bautismo de la infanta Isabel de Castilla, hija de Carlos V. (DP)

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7 Comentarios

  1. Curiosa la errata.
    Cataluña y Catalunya, varias veces, una y otra.

  2. Resulta gracioso que un puñado de familias a lo largo de la Historia en base a sus intereses y o bien a hostia limpia o a base de coyundas varias (convenientemente legalizadas eso sí) se han repartido las fincas (el continente entero) repartiéndolas o juntándolas sucesivamente. Y los de a pie poniendo el sudor, la sangre y cantando himnos y meneando banderas. Y todavía hay alguno (muchos) que siguen en ello.

  3. E.Roberto

    Parece que el punto final no era tal, sino puntos suspensivos a las peleítas, visto la pasión que sigue
    suscitando la identidad catalana (y no solo) y sus consecuencias luego de los reyes católicos, Colón, Puerto de Palos,
    América y, «en el fin del mundo» (según el papa argentino en su encoronación) Argentina, que se encargó de aquietar a
    tantos y conflictivos vascos, gallegos, catalanes, castellanos, aragoneses, andaluces, italianos, gringos etc. etc.
    con buena carne, buenos aires y vinos, buena música y, sobre todo, tanto espacio. Por supuesto que después los problemas
    fueron y son otros, problemas argentinos, pero no causados por los descendientes de los aristocráticos que no tenían
    necesidad de emigrar, sino de aquellos cansados de tantas estúpidas guerras en una Europa pequeña, guerras o conflictos
    de los cuales no estuvimos excentos porque se sabe que las clases altas (o sea los emigrantes que se hicieron argentinos
    y ricos) ponen las ideas «patrióticas» y la mano de obra son siempre los mismos. Con respecto a Cataluña y Catalunya,
    creo, pero no estoy seguro, de que usa Cataluña cuando el autor habla por boca propia, y Catalunya cuando continúa el
    discurso de un catalán. Puede que me equivoque. No entiendo eso de los «diez mil gatitos». Muy buena lectura, señor.
    Divertida e instructiva. Gracias

  4. Alejandro García

    Hola, soy el autor y quiero aclarar que la alternancia Cataluña/Catalunya obedece únicamente a motivos de dispersión mental, aleatoriedad y vagancia. De hecho, me he dado cuenta leyendo los comentarios. Gracias a todos!

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