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Cuando no te quieran mucho

Cuando no te quieran mucho
Carmen Martín Gaite. Foto: Getty.

—¿Bergai? Nunca he oído ese nombre.

—No me extraña, no viene en los mapas.

(Carmen Martín Gaite)

Las mejores ideas nacen de la escasez. De eso estaba convencida Carmen Martín Gaite, sobre todo por lo que respecta a los niños. Cuando ella y su hermana eran pequeñas, tenían un cuarto de trastos y juguetes en el que pasaban horas y horas. Antes de la guerra, su familia vivía holgadamente y sus padres se pudieron permitir el lujo de comprar a las dos niñas una cocinita de juguete… pero con unos hornillos de verdad, en los que podían hacer pequeñas comidas. Todas las niñas, por supuesto, la envidiaban. 

Aquel espacio, que después dio para titular una novela, El cuarto de atrás, les servía a ambas para perder el tiempo, jugar, refugiarse y hacerse mayores. Aun así, lo que a ella le gustaba de verdad era jugar en el verano a cualquier cosa, con los niños del campo, que, como no tenían nada, se lo inventaban. Una piedra era un pastel, una caña sin hilo pescaba peces invisibles, una teja era un plato. En invierno, eso sí, cuando volvía a la calidez de su habitación repleta de juguetes, sucumbía al capricho y al consumo. Al llegar la guerra, la palabra amortizar empezó a utilizarse de forma habitual en la casa de los Martín Gaite. Todo debía amortizarse, y los juguetes debían durar más de lo que duraban antes, porque ahora nada los podría reemplazar. Pero no solo cambió el léxico familiar con la guerra, sino que aquel espacio íntimo y solitario de las niñas empezó a convertirse, poco a poco, en una pequeña despensa. El chocolate, la carne, las conservas, cualquier cosa que costara un poco encontrar, se acababa almacenando en aquel espacio antes dedicado al divertimento infantil, lo que hizo de aquel cuarto de atrás un lugar de paso en el que cualquier momento podría entrar algún adulto para buscar algo. Eso era, sin duda, mucho peor que la invasión de comida: el estado permanente de alerta, ya no podían relajarse. Pero la guerra también trajo la admirada —los niños admiran y envidian las cosas más extrañas— escasez. 

Con la guerra, los juguetes no abundaban, porque no eran una prioridad, y las niñas Martín Gaite tuvieron que empezar a utilizar lo que las cocinitas y los juguetes sofisticados les adormecían. Desde luego, la guerra despertó el instinto y la imaginación de todos cuantos querían sobrevivir, que eran todos. Carmen Martín Gaite lo recuerda en la novela, El cuarto de atrás. Ella, como niña, y su hermana, un poco mayor que ella, debieron olvidarse de la cocinita en cuanto empezaron a romperse algunas de las piezas: ya lo sabían, aquel juguete ya se había amortizado, ahora debían, como los niños del campo, imaginar la comida, las tazas, los platos, los pasteles. 

Si uno se deshace de los juguetes y del espacio de juego que tiene reservado en casa, solo queda buscarse otro refugio. Una de las amigas de la escritora —pobre y cuyos padres estaban en la cárcel, pero que escribía un diario, algo exótico para Carmen— le dio lo que quizá fue una primera necesidad literaria, el germen de todo lo que vino después. Que aquella amiga se supiera casi de memoria la historia de Robinson Crusoe lo cambió todo. En primer lugar, porque a ella la historia siempre le había aburrido y no había sido capaz de llegar a la isla; en segundo lugar, porque la falta de espacio y de juguetes materiales había creado una nueva necesidad en su vida de niña. 

Fue cuando me empezó a hablar de Robinson Crusoe, me dijo que a ella los juguetes comprados la aburrían, que prefería jugar de otra manera. «¿De qué manera?». «Inventando; cuando todo se pone en contra de uno, lo mejor es inventar, como hizo Robinson».

Carmiña respondió que ellas no tenían ninguna isla, y fue cuando su amiga le propuso crear una para ambas. Bergai sería su nombre, el primer nombre ficticio del refugio de siempre. A partir de aquel momento crearon un mapa, escribieron en un diario cómo era la isla, qué ocurría en ella, y se encontraban en aquel lugar mágico siempre que querían. Martín Gaite ya no volvió a sentirse sola y no volvió a necesitar juguetes ni cuartos de atrás, porque tenía un lugar permanente en su memoria que la acompañaba donde fuera. Cuando llegó a su casa, después del hallazgo, y la riñeron porque era demasiado tarde, no le importó. «Si te riñen, te vas a Bergai, ya existe. Es para eso, para refugiarse». 

Esta es una historia de la escasez. La isla de Carmen Martín Gaite nació solo porque las niñas de la guerra no tenían juguetes, necesitaban amortizar la ropa y la comida, racionarlo todo, que durara más tiempo del habitual. No deja de ser una versión posterior del cuarto propio que reivindicaba Virginia Woolf para las escritoras, pero en este caso para las niñas con imaginación. Todo cuando necesitaban Carmen y su amiga era tiempo, y estar —para ser sinceras— un poco aburridas. En realidad, su interlocutor imaginario en El cuarto de atrás se da cuenta, no tiene otra explicación: Bergai fue el primer lugar de resguardo de Carmen Martín Gaite, y después tuvo muchos otros, probablemente relacionados con las letras, la imaginación y la ficción. Tras aquellos diarios y aquellos mapas de la isla que habían inventado para ambas, llegaron los cuadernos y la necesidad de anotarlo todo, y de buscar, por supuesto, otros subterfugios que la fueran alejando de la vida al raso, sin sostén ni protección. 

Años después, muchos años después, cuando yo ni siquiera me había planteado que la gente pudiera convertirse en escritora de la noche a la mañana, como me pasó a mí —sin sueños de por medio, sin anhelos, sin esperas—, aquellas dos amigas no hicieron otra cosa que proponerme un nuevo juego para el refugio que yo venía necesitando desde hacía algún tiempo. Tomé prestado el nombre de Bergai para escribir mi primer cuento de ficción en serio, la primera página de lo que después se convirtió en mi primera novela —sin publicar, inédita para siempre—. Aquellos días no tenía ni idea de que Bergai sería, a la larga, mi propia isla necesaria. Lo convertí en una especie de pueblo fantasma, igual de marginal que el Bergai original, pero con alguna influencia de la lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Después de nueve meses, un parto ligero y sencillo, tenía más de doscientas páginas escritas acerca de aquel primer refugio literario mío. Entonces no lo sabía, pero todo aquello que había aprendido escribiendo sobre mi propia isla de Bergai lo apliqué a la que después se convirtió en mi primera novela publicada, la puerta que abrió aquella despensa desordenada y llena de juguetes que había sido el cuarto de atrás. Esta última, la mía, es también una historia de escasez: una casa sin libros, una nueva lectora (y escritora) voraz.

A Bergai se llegaba por el aire. Bastaba con mirar por la ventana, invocar el lugar con los ojos cerrados y se producía la levitación. «Siempre que notes que no te quieren mucho —me dijo mi amiga— o que no entiendes algo, te vienes a Bergai. Yo te estaré esperando allí».

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3 Comentarios

  1. Pobres niños en estos tiempos de sobreabundancia. Lo tienen todo menos imaginación por no tener tiempo para aburrirse.

  2. A mi me encanta hacer monólogos de personajes y tenía unos diálogos. Em principio yo era la maestra q a su vez hablaba con la madre de la niña y utilizaba mis cuadernos del curso anterior para hablar de como estaba su hija en el colegio, pero lo q más me gustaba hera ponerme un vaso con agua y beber de vez encuando con el lápiz en la mano

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