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Nicolás Muller está de moda

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San Cristóbal de Entreviñas. Zamora. 1952. Archivo Regional de la Comunidad de Madrid. Fondo Nicolás Muller.

Es una de las fotografías más conocidas de Nicolás Muller, y una de las pocas que él incluía entre sus favoritas. Estamos en 1950, en San Cristóbal de Entreviñas, Zamora. Un cura, concentrado en su lectura, se aproxima a un cruce de caminos en medio del campo mientras una hilera de cipreses enmarca horizontalmente el fondo del paisaje y dibuja un triángulo junto a las diagonales de ambas sendas. 

No es solo el instante perfecto, es la única fotografía que Muller hizo de esa escena. Porque, además de buscar el momento adecuado, el fotógrafo, como tantos otros de su generación, practicaba una gran economía de medios.

En este 2021, el pueblo de San Cristóbal de Entreviñas ha organizado una exposición alrededor de esa imagen. La muestra incluye muchas otras hechas por el fotógrafo en ese mismo viaje que recuerdan cómo era la vida en la localidad hace más de sesenta años. 

Y no es ni la única vez que Muller se verá en España este año, ni la primera. La exposición La mirada comprometida, organizada por el Instituto Cervantes, cerró en Gijón, tras Madrid, su circuito nacional, y se trasladará a Portugal, Francia y Hungría antes de volver al país que la inauguró: Marruecos. Y el Museo de Bellas Artes de Asturias ha dedicado el verano a exhibir fotografías, en su mayoría inéditas, de Nicolás Muller y su visión del norte del país.

¿Pero quién fue Nicolás Muller y qué le hace especial?

Muller nació en Orosháza, Hungría, en 1913. De familia judía liberal, culta e interesada por las artes, comenzó a fotografiar tras recibir una cámara como regalo por su Bar Mitzvá. Se trasladó a Budapest a estudiar Derecho en la universidad, por expreso deseo paterno, y entró en contacto con artistas e intelectuales húngaros que le estimularon creativamente. Se convirtió en un «descubridor de aldeas», formando parte de un grupo de jóvenes que recorría la Hungría rural para conocer la forma de vida de sus conciudadanos. Esa experiencia combinó un interés etnográfico por retratar los modos rurales de su país con la inquietud social por dejar patentes las duras condiciones de los trabajadores. Comenzó entonces a experimentar con el punto de vista dentro del encuadre y declaró su apego, constante y fiel, por la diagonal. 

Como judío, el avance de Hitler en Austria y las polémicas que suscitaban algunas de sus fotos, que muy en la línea de Las Hurdes, tierra sin pan de Buñuel colocaban ante los gobernantes las realidades que querían ignorar, le impulsaron al exilio. Lo inició en París. Y París, en aquellos momentos, era una fiesta

Muller descubre el potencial artístico de la fotografía en Francia. En ese país encuentra su identidad y tiene claro que, a partir de entonces, esa será su profesión. Conoce a los artistas y fotógrafos de su época e incluso se cruza con Picasso. El malagueño queda tan encantado con las fotos del húngaro que se ofrece a comprar algunas, pero Muller se las regala, entusiasmado por el interés del pintor. Además, se familiariza con el trabajo de Cartier-Bresson y su «instante decisivo», una característica que también le definiría. 

Ante la proximidad de la ocupación nazi, Muller se traslada en el 39 a Lisboa con una propuesta de trabajo. Allí tiene problemas con las autoridades de Salazar y es detenido. Le liberan cuando su padre, masón, tira de contactos del Club Rotario. Le ponen como condición que abandone el país en quince días, y eso hace, aterrizando en Tánger.

Y en África vive casi ocho años. Según su recuerdo, es la etapa más feliz de su vida y, también, una de las más fructíferas, creativamente hablando. Experimenta con el potencial artístico y plástico de la fotografía de estudio pero también se ve seducido por el blanco que domina las ropas marroquíes y por la expresividad de los habitantes, sobre todo los niños, a los que retrata en el colegio, jugando en las calles o trabajando. 

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Fotógrafo trabajando en la Torre Eiffel. París. 1939 Fondo Ana Muller.

Fotografía el protectorado español y entra en contacto con Fernando Vela, secretario de Ortega y Gasset, que a su vez le enlaza con la Revista de Occidente, para la que expone en Madrid en 1944. En 1947 se traslada a la capital española, ya casado con Lina Lasa, que vive en la ciudad, y abre su estudio de fotografía. 

A su vez, es contratado por el Ministerio de Turismo para viajar por el país y retratarlo en sus publicaciones propagandísticas. Eso le da la oportunidad de recorrer pueblos y ciudades de toda la geografía española. Se enamora de Andrín, en Asturias, y confiesa que su sueño es construir allí una casa, en la que quiere vivir y morir. Cumple el sueño. En 1980 deja su cámara, se jubila, cede el estudio a su hija Ana, también fotógrafa, y no vuelve a hacer una fotografía. Eso sí, disfruta de su casita en Andrín hasta su muerte, en el año 2000. 

Es necesario repasar el periplo de Muller por el mundo porque sin él no se entienden sus obras, sus intereses y los temas en los que reincide. Por ejemplo, el sacerdote de Zamora es uno de los muchos a los que fotografió en su carrera. En las exposiciones y catálogos de su obra se ven grupos de hombres de iglesia desfilando por las calles, celebrando la Semana Santa con rostros compungidos, como exige el momento, o paseando a solas, otra vez, por pueblos en la Alta Saboya o por las desiertas calles de Pamplona.  

José María Parreño, profesor de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense y autor del texto del folleto de la exposición Viento Norte, del Museo de Bellas Artes de Asturias, afirma sobre esta insistencia que «no son fotografías encontradas, son fotografías conseguidas tras una persecución de cincuenta años, intentadas una y otra vez, en distintos lugares y con distintos protagonistas». 

Su cámara enfoca a la gente. Los trabajadores, las mujeres, los asiduos del mercado, los niños o las tareas domésticas realizadas al aire libre son personajes habituales en cada una de las poblaciones por las que pasa. Hay miradas infantiles asombradas en Tánger, en el puerto de Marsella, en Oporto, en Hungría y en España, y corros de la patata internacionales. Hay mujeres lavando ropa en ríos castellanos, gallegos, portugueses y franceses. Y retratos de trabajadores de la mar en el Mediterráneo, el Cantábrico y el Atlántico.

Incluso en sus recorridos por España, en los que captura el ocio de sus habitantes, se centra en las clases populares, en los entretenimientos de los trabajadores y sus mujeres o en los juegos callejeros. Busca no a los simplemente olvidados, sino a los ignorados, a los personajes perennes de calles y mercados en los que nadie se fija por ser casi parte del mobiliario urbano, y les da un rostro, una mirada y una dirección. El paisaje, siempre presente, le interesa sobre todo como referencia que sitúa a las personas. Se acerca a ellos con respeto y los fotografía con naturalidad, algo a lo que ayuda también empuñar una Rolleiflex o, posteriormente, una Hasselblad. La cámara le cuelga del cuello, apenas hace ruido y le permite operarla a la altura del ombligo, con lo que nunca se interpone entre él y su sujeto, sino que se integra en la realidad como un elemento más. Incluso cuando refleja momentos duros, no hace hincapié en el dramatismo de la situación sino que la fotografía, imprimiéndola de dignidad. Es sociable y social. 

En una entrevista al diario La Nueva España en 1993 declaró que él no se consideraba tan activista como lo hacían ver: «Dicen que fui un fotógrafo social, pero no sé muy bien lo que significa esto. Siempre intenté dar testimonio de mi tiempo. (…) La foto es la retención de esa fracción de segundo que pasa ahora pero que nunca volverá». 

Nicolás Muller
El escritor Pío Baroja, en el Parque del Retiro. Madrid. 1950. Archivo Regional de la Comunidad de Madrid. Fondo Nicolás Muller.

Modesto y autocrítico, hay pocas fotografías que Muller salvaba de su carrera; no llegan a diez. Y son poco más de cien las que se conocen y han sido exhibidas nacional e internacionalmente. En ellas se mezclan sus imágenes «de calle», realizadas a lo largo de su exilio juvenil y sus excursiones españolas, con los retratos de artistas e intelectuales que frecuentaban su compañía y que hizo desde su estudio madrileño. Hay retratos de Cela, Azorín, Ataúlfo Argenta u Ortega y Gasset, quien decía que Muller tenía «la luz domesticada». En ese grupo se incluye su obra más famosa, una imagen de Pío Baroja paseando entre los pinos del Retiro, con abrigo hasta los tobillos. 

José Ferrero y Ana Muller, comisarios de las exposiciones del Instituto Cervantes y del Museo de Bellas Artes y fotógrafos, tienen un objetivo: recuperar al Muller inédito. Aunque se conozcan centenar y medio de sus obras, el Archivo de la Comunidad de Madrid tiene más de setenta mil negativos del fotógrafo. Viento Norte, e incluso la muestra en Benavente, rescatan piezas desconocidas de este archivo. Además, Ana Muller posee otros tres mil, que descubrió en una maleta en el estudio de fotografía, cuando, como había hecho su padre, preparaba su mudanza a Asturias. De estos negativos olvidados, que no descartados, nace la exposición del Cervantes. 

Ferrero explica que, por ejemplo, si a Muller le hacían un encargo, un reportaje sobre una región que necesitase promoción turística, él recibía un listado de fotografías que eran necesarias y, después, dedicaba el resto del tiempo a realizar imágenes que contextualizasen las anteriores. Muchas veces esas eran las fotos que no se elegían, que no servían para el discurso que se quería construir y que quedaban relegadas a un rincón de las carpetas o escondidas en los sobres de los negativos. «Esas son las que hemos escogido», afirma el comisario, «porque son las más personales, son fotos de autor». Así se ve en el retrato de una niña con los ojos abiertos en el mercado de Vilar Formoso, la mujer que, pensativa, mira al mar en Combarro, las señoras descargando la pesca en La Guardia o los pescadores de Lastres, que blanden un pulpo sobre sus cabezas, orgullosos de la pesca que acaban de lograr. 

Nicolás Muller
Mercado de Vilar Formoso V. 1939 Archivo Regional de la Comunidad de Madrid. Fondo Nicolás Muller.

Sucede además que estas exposiciones, que han tenido un gran éxito de público, son un anticipo de todo el Muller que queda por ver y le consolidan como el extraordinario fotógrafo que fue.

Cuando le preguntaban por su éxito en los años cuarenta, él declaraba: «En el país de los ciegos, el tuerto es el rey». Y él era tuerto no necesariamente por tener más talento que sus contemporáneos en España, sino por haber bebido, en las décadas previas a su llegada al país, de la cultura centroeuropea y del bullir creativo que fue el París anterior a la ocupación. Mientras aquí los fotógrafos retrataban una guerra y una posguerra temibles, y sobrevivían en una sociedad cerrada al exterior, en Hungría, en la Viena que visitó a principios de los años treinta, en Francia, Portugal o Tánger, Muller pudo manifestarse como artista y experimentar con la modernidad.

Llegó a España con un bagaje que le permitía trabajar con una mirada propia. Y esa mirada, también comprometida, es la que paseó por nuestra geografía. El único escollo que encontró ante su objetivo fue la tierrina de la que se enamoró ya en los años cuarenta: Asturias. Se sentía incapaz de captar su hermosura, todo aquello que él veía desde su casa en Andrín, los cambios en el cielo, la majestuosidad del Naranjo de Bulnes… Por ello, a pesar de intentarlo, acabó escogiendo la opción de ser testigo directo de esa belleza que le embriagaba en vez de capturarla. Y pasaba muchas tardes sentado en el exterior de su casa de Andrín, acompañado por su perro, observando cómo se ponía el sol en la sierra del Cuera.

Por cierto, entre ese puñado de fotografías que Muller salva de su obra se incluye la de un trabajador de Cudillero (Asturias) sentado en un taburete en el quicio de una puerta, mirando al frente, con una escalera de piedra a su lado que, en realidad, ocupa la mitad del encuadre. Para él, esa pieza era en realidad un autorretrato y se identificaba, sin duda, con la soledad del hombre. Era un melancólico, como todos los húngaros, puntualiza su hija, Ana Muller. Y también, como muchos húngaros, un maestro de la fotografía.

Nicolás Muller
Trabajador. Cudillero. Asturias ca.1960 Archivo Regional de la Comunidad de Madrid. Fondo Nicolás Muller.

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Un comentario

  1. José Antonio

    Más artículos sobre fotógrafos y fotografía, por favor.

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