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Eduardo Jordá: «La obsesión por juzgar las cosas desde la óptica del presente destruye la historia, la política, todo»

Eduardo Jordá

Los azulejos de un histórico café del centro de Sevilla reflejan la figura de Eduardo Jordá al tomar asiento. Aquí, asegura, hace su única vida literaria, encontrándose de vez en cuando con amigos como José María Conget o Hipólito G. Navarro. Por lo demás, después de dar la vuelta al mundo y vivir para contarlo, este mallorquín de 1956 se ha vuelto un escritor muy poco dado a alternar, especialmente desde que un problema de salud le dejó sin voz y le obligó a expresarse apenas con un susurro. 

Ahora reparte su tiempo entre los talleres, la traducción y la creación. En los últimos tiempos han salido varios títulos suyos: el libro de viajes Pájaros que se quedan, una biografía de Anna Ajmátova, una recopilación de artículos periodísticos titulada Fuera, en la oscuridad… Su faceta poética, muy valorada entre sus fieles, descansa por el momento, a la espera —quizá— de tiempos menos prosaicos. 

Jot Down le ha pedido que hable de algunos de ellos, así como de personajes que se cruzaron en su camino, como Camilo José Cela, Kevin Ayers, Mohamed Chukri, Van Morrison o James Salter. La máquina de café hace una última, sonora gárgara, y comenzamos…  

Si no le molesta, me gustaría empezar preguntándole por su pérdida de la voz. ¿Ha influido de alguna manera en su relación con la palabra?

Sufrí hace cuatro años una operación en las cuerdas vocales por un tumor en la garganta, y me provocó esto. Durante varios años pasé por tantos hospitales que llegó un momento en que me propuse escribir una guía de la comida de los hospitales de la Seguridad Social de Sevilla, porque probé la de todos… La mejor era la de Valme, por cierto [risas]. Me operaron seis veces. Ahora lo que se me hace más raro es oír mi voz cuando era normal. Mi voz actual, o mejor dicho, mi «no voz» actual, suena como la de esos psicópatas que amenazan por teléfono con un pañuelo en la boca y susurran: «Sé dónde vives».

Pero su escritura, ¿lo ha notado en algo?

No, no hay nada de eso. Lo que ocurre es que de pronto dejas de ser el que eras y te conviertes en otra persona, en alguien mucho más frágil, mucho más desdibujado. Cuando hablas, la gente te mira con curiosidad. Y eso te hace sentir un poco como un personaje de ficción, alguien que no eres tú pero que se parece asombrosamente a ti. Continuamente te preguntan «¿qué te pasa, estás afónico?». Y cuando dices que no, te miran de otra manera, con piedad, con lástima… porque se han dado cuenta de que han entrado en un terreno peligroso en el que la palabra innombrable no tardará en aparecer. Por suerte, la gente es mucho más pudorosa de lo que parece y casi todo el mundo se calla cuando les dices que tu afonía no es ronquera sino otra cosa. Eso sí, siempre hay un gracioso que hace una broma idiota que te saca de tus casillas. De todos modos, haber perdido la voz te cambia en tu relación con los demás, en tu proyección hacia fuera. En cierta forma, te sientes un poco como el vizconde demediado de Calvino. Hay algo de ti que te falta y que ya no volverá. Por suerte conservo un hilo de voz y eso me ha permitido seguir impartiendo talleres de narrativa. Salvo grabar poemas con esta voz, que es algo a lo que me he negado cuando me han pedido hacerlo, hago de todo.

Nacer en una isla, como es su caso, ¿es tener una predisposición especial a la aventura, a la fantasía?

No sé, mis abuelos prácticamente no se movieron de Mallorca. No les interesaba nada de lo que había más allá. Para ellos, el mundo se dividía en dos hemisferios: Mallorca y Fuera de Mallorca. El segundo hemisferio, Fuera de Mallorca, era como la Ultima Thule para ellos: un lugar misterioso del que les llegaban vagas noticias y que quizá les podía parecer fascinante cuando revoloteaban las moscas en una aburrida tarde de agosto, pero era un lugar que en el el fondo no tenían ningún deseo de conocer. Y por otra parte, yo creo que todos los lugares son literarios y que es una tontería distinguir los «literarios» de los «no literarios». Es igual que las vidas. No hay vidas literarias y vidas no literarias. Todas son igualmente interesantes si nos ponemos a escarbar en ellas. Y por supuesto que hay una mitificación de ciertos sitios, pero si escarbas en cualquier lado siempre vas a encontrar algo que se pueda convertir en memoria literaria. Otra cosa es que unas ciudades se impongan sobre otras porque tienen un prestigio indiscutible. Trieste, Dublín, Alejandría, Lisboa, pueden parecer lugares más literarios que Almendralejo, pero seguro que Almendralejo tiene lo suyo. De hecho, ahora que lo pienso, Espronceda era de Almendralejo. 

¿Quién le ayudó a usted a dar sus primeros pasos literarios?

Conocer a Camilo José Cela me sirvió de mucho, pero todo ese mundo literario me vino por mi familia, donde hubo siempre cierta tradición literaria. Mi padre era el médico de Cela y de Miguel Ángel Asturias, que veraneaba en Mallorca. Y como buenos amigos de Cela, mis padres asistieron a las primeras conversaciones de Formentor, las de 1959. En mi casa siempre se habló de estas cosas, pero como algo muy normal. De hecho, mis padres eran muy amigos de Tomeu Boadas, el dueño del Hotel Formentor que organizó las primeras conversaciones junto con Cela. Ahora bien, Cela propiamente no me ayudó a entrar en ningún sitio. Con él aprendí cómo trabajaba un escritor profesional que tenía que aceptar encargos a destajo, pero nada más. Si alguien me ayudó fue Cristóbal Serra, de quien fui muy amigo. Él sí que me enseñó de verdad a leer con otros ojos y a descubrir cosas que nadie más podría haberme descubierto. Serra era un escritor muy extraño con una personalidad irrepetible. Leía lo que nadie más había leído y tenía unas ideas que nadie más tenía en aquellos años (hablo de los 70 y los 80). Los idiotas leían el Anti—Edipo, que es palabrería ininteligible, cuando podrían haber aprendido mil veces más leyendo a Serra. Pero los años 70 fueron así: años de intoxicación ideológica y de culto a todo lo que sonara raro e incomprensible. Serra, en cambio, era un antiguo: prácticamente no leía nada escrito después de 1950. Una vez le cité a Malcolm Lowry y me cortó: «Diabólico, diabólico». Pero estábamos hablando de Cela, ¿no?

Sí, y de sus padres. ¿No era un poco irresponsable confiar a un hijo a ese mundo de bebedores y noctámbulos?

Para ellos era algo muy respetable, no le veían la menor relación con la bohemia. Miguel Ángel Asturias, por ejemplo, vivía entonces en un hotel muy bueno —el Costa de la Calma, en Bendinat—, y además los derechos de autor se los mandaban sus editores, no sé por qué, a mi padre. Cuando murió, mi padre fue el administrador de su patrimonio, y cada mes llegaba una carta de la agencia Merrill Lynch con los dólares que ganaba. Mi padre me la enseñaba y me decía: «Mira, Edu, los milagros del capitalismo: Miguel Ángel Asturias, Premio Lenin, cobrando sus derechos de autor en dólares a través de Wall Street». De modo que para ellos un escritor era alguien que recibía periódicamente dólares de Estados unidos, no el bohemio que malvivía en un hotel de mala muerte. Además, veían a los escritores en el hotel Formentor, que era un hotel de lujo, no en el café Gijón, arramblando con lo que fuera para poder pagar la pensión. Escribir era un oficio respetable.  

A mucha gente le sorprendió leer su nombre en el reportaje sobre ghostwriters que publicamos en Jot Down. ¡Jordá, negro de Cela!

Bueno, la verdad es que no creo que nadie se fijara en eso, la verdad. No soy tan conocido, por suerte. En el caso de Cela y sus negros, lo que tuvo mucha repercusión fue lo que ocurrió con La cruz de San Andrés, pero eso fue en la última fase de su vida, un caso muy turbio. Lo nuestro era simplemente una enciclopedia en entregas mensuales —la Enciclopedia del Erotismo, eran los tiempos del destape—, y para eso hacía falta un equipo. Seis o siete personas, no éramos más, entre ellos gente muy interesante. Allí estaba también Paco Monge, figura mítica del underground, que fue uno de los primeros teóricos del movimiento y que tradujo el Anti—Edipo de Deleuze y Guattari… Yo me reía mucho con él porque intenté leer el Anti—Edip» y no logré entender ni una palabra. En cierta forma, hay que estar zumbado para entenderlo, ¿no? El caso es que yo me reía de esas cosas. «Estás forcluido, Paco, tu explicación es demasiado rizomática», le decía. Y Paco soltaba una de sus tremendas carcajadas. Luego la heroína se lo llevó, claro, como a tantos otros de nuestra generación. En aquella época trabajábamos en un anexo de la casa de Cela, y los sobres con el salario los repartía su mujer, la gran Charo Conde, una mujer maravillosa —y mucho más interesante que Cela, creo—, aunque para mí nunca hubo pago en metálico. Yo tenía diecinueve años y era un becario, ya era una honra estar allí.

¿Esa fue toda su relación con el nobel?

No, hubo algo más: un amigo de Cela, comisario de policía para más señas, al jubilarse le cedió una biblioteca de crímenes y yo se la archivé. Era fascinante, como tres mil ejemplares. Si eso llega a caer en las manos de Abelardo [Linares]… Había libros extraordinarios sobre criminales de los años 20. No sé qué sería de esta biblioteca, como todo el legado de Cela se dispersó.

Eduardo Jordá

Tradujo usted El mar de un autor de culto como el mallorquín Blai Bonet. ¿Llegó a conocerlo?

No, no llegué a tratarlo. Bonet, Porcel, Caballero Bonald, todos formaban parte del mismo círculo, alrededor de Camilo José Cela, a comienzos de los 60. Todos trabajaban en los Papeles de Son Armadans, y Caballero incluso tuvo un romance, como se sabe, con la esposa de Camilo. 

El gran personaje de la literatura mallorquina de entonces era Villalonga, el autor de Bearn. ¿Con él sí tuvo contacto?

A Villalonga quien lo conoció fue mi abuelo, que era socio del Círculo Mallorquín y dormía la siesta en la biblioteca con «don Lorenzo», como le llamaba todo el mundo en Palma. Como mi abuelo me llevaba a la biblioteca del Círculo después de comer, supongo que alguna vez debí de coincidir con Villalonga, que estaría durmiendo la siesta tan ricamente en un rincón. La suntuosa biblioteca del Círculo Mallorquín era el lugar donde se dormían las mejores siestas de Palma. Todo era como en La Regenta o en El gatopardo, pero estábamos en 1968 y Jimi Hendrix estaba tocando en el otro extremo de Palma, en la plaza Gomila. Aunque nadie se lo crea, eso ocurrió cuando se inauguró la discoteca Sgt. Pepper, que era del manáger de Hendrix, un tipo extrañísimo llamado Mike Jeffery. Ese día de julio del 68, además, Jimi Hendrix jugó un partidito de fútbol con George Best, el gran Best del Manchester United, el «quinto Beatle», en la playa de Cala Mayor. ¿No le parece maravilloso? Eran cosas que solo podían ocurrir en un lugar como Palma: El Gatopardo y Jimi Hendrix a menos de un kilómetro de distancia.

Y con Robert Graves, ¿no hizo peregrinación a Deià, como tantos otros?

No, pero lo vi bañándose en la cala de Deià, muy, muy mayor, completamente desnudo. A su casa no me acerqué por pudor, pero mis padres también lo habían conocido, en una fiesta que había celebrado Cela por su cincuenta cumpleaños. Era un mito. Yo lo veía por Palma, muy alto, caminando con su chaleco de pana negra, su sombrero cordobés y su cesta de esparto al hombro en la mano. Su figura se destacaba sobre toda la gente que iba por la calle. Yo nunca me acerqué a él, eso me hubiera parecido un sacrilegio. Para los mallorquienes, Robert Graves no era un escritor sino un personaje. Hay una palabra muy mallorquina para definir a ese tipo de gente: era «muy célebre», decimos, «molt cèlebre», que por cierto también se la oí decir al gran Luis Carandell. Cuando decimos de alguien que es «célebre», no es por su fama como «celebrity», claro, sino por su extravagancia. Pero Robert Graves, para nosotros, no era un guiri. Vivía allí, en Deià, en la montaña, pero iba cada semana a Palma, donde tenía un piso, a recoger la correspondencia y después se tomaba siempre su aperitivo en el bar Formentor, en el Born. También conocí a su hija Lucía, que iba a un colegio de monjas y era una más en su clase. Y a sus hijos. Tomás tocaba en una banda de rock, Pa amb Oli, que a veces hacían de teloneros de Kevin Ayers en los conciertos improvisados que se organizaban en las terrazas de los bares de Deià. Joan, el otro hijo, que también tocaba en un grupo, fue mi vecino durante un tiempo en Deià. Pero todo eso pasó hace treinta años. Ahora Deià es un lugar para megapijos woke.

Seguimos con mitos mallorquines: Kevin Ayers, que está enterrado en el mismo cementerio de Deià, cerca de Graves, ¿qué suponía para los isleños?

Lo más curioso es que casi nadie sabía que Kevin Ayers vivía en Deià. Un día, en el bar Chotis, un amigo mío —el gran Juanma Riera— me dijo: «Edu, Kevin Ayers vive en Deià». Yo no me lo creí y pensé que era el típico rumor disparatado, pero luego resultó que era cierto. A Kevin lo admirábamos mucho por algunos álbumes irrepetibles, como Bananamour y Whatevershebringswesing, que son dos de los mejores álbumes de la historia del rock. Y justo por eso imaginábamos que no podía ser cierto que viviera a treinta kilómetros. Pero así era. Con Kevin Ayers jugué al billar en el bar del único pub de Deià que estaba abierto en las noches de invierno. No había nadie y pasamos un rato, aunque prácticamente no hablé con él porque Kevin no hablaba con nadie. Era un hombre muy taciturno, muy encerrado en sí mismo. Es curioso, porque su música tiene a veces un toque muy epicúreo y muy sensual, pero él era alguien muy reservado que parecía siempre a la defensiva. Aquella noche, en el pub, estábamos Kevin, el guitarrista Ollie Hallsall y el tonto del pueblo, un tal Macià, que tenía cara de pájaro y no hablaba y era una especie de santo. Si Macià se hubiera puesto a levitar por encima de la mesa, a todos nos habría parecido muy normal: era como un personaje de Isaac Bashevis Singer o de las pinturas de Chagall. Y sí, Kevin Ayers vivía en Deià a veinte metros de donde yo había alquilado una casa. 

¿Qué recuerdo tiene de Hallsall?

Como dije antes, aquella noche, jugando al billar, también estaba Ollie, su guitarrista, un músico extraordinario al que le pasó lo mismo que a Kevin: llegó a España, se vino a Mallorca, se enganchó a la heroína y se perdió. Kevin logró sobrevivir, pero Ollie murió de sobredosis en el 92, en Madrid. Fue uno de los mejores guitarristas de la historia del rock y ahora está prácticamente olvidado. Kevin y Hallsall formaron una pareja extraordinaria: eran como Naphta y Settembrini en la montaña mágica de Deià. Ollie Hallsall era un tipo extrovertido y muy simpático. Ayers, en cambio, era una especie de misántropo a pesar de su fama de seductor y de indolente que se pasaba la vida tumbado al sol. Kevin tenía un 850 cupé de color celeste y a veces se ponía un mantón de Manila. Lo recuerdo una noche, con una copa de coñac en la mano, con su mantón de Manila sobre los hombros, sonriendo a solas en una esquina. Siempre que lo recuerdo iba solo. Era muy guapo y él lo sabía, pero siempre lo recuerdo solo, no sé por qué. Para mí siempre fue un enigma.

Por cerrar el tema mallorquín, ¿cómo se han vivido los ecos del procés en las islas?

Muy mal, han creado dos mundos antagónicos. En Baleares los efectos del fenómeno han tardado un poco más en hacerse notar, pero en diez o quince años hemos llegado al punto en que los escritores en castellano y en catalán no se hablan entre ellos. Con algunos amigos míos de hace cuarenta años, cuando hablamos, siempre flota esa sombra maléfica de lo que NO podemos nombrar. Es algo sumamente incómodo. Ellos saben que yo soy «constitucionalista» y yo sé que ellos son «indepes». Es como si fuéramos blancos y negros en Estados Unidos de los años 50. Por mucho que lo intentemos, hay algo que nos separa y que jamás podremos superar. Toda la complicidad que teníamos ha desaparecido. El independentismo es un virus que afecta a todo, las relaciones personales, las laborales… Es como en Estados Unidos entre trumpistas y antitrumpistas, a las primeras de cambio salta la chispa. Hace treinta o cuarenta años nos relacionábamos perfectamente, ahora en cambio nos miramos de reojo, como preguntando quién va a desenfundar primero o quién le va a echar veneno al otro en el vaso. En Cataluña es aún peor: hay escritores que no pueden estar en el mismo bar que los indepes. Todo se ha vuelto como un salón del Oeste a esa hora en que todo el mundo teme que alguien vaya a desenfundar la pistola.

Es cierto que en algunos eventos he visto lo que nunca se había dado antes, catalanes que solo se relacionan con catalanes…

En el caso de los jóvenes, hay una razón: ya no saben hablar castellano. Aunque no lo parezca, eso crea una muralla. Y además, se han autoconvencido tanto de la mentira sobre la que se basa el procés, que cuando salen de Cataluña y vienen a cualquier otro lugar de España creen que están en Kosovo. Creen que los van a secuestrar o algo así. Y se sorprenden cuando no hay hostilidad, porque tienen que confirmar ese prejuicio previo sobre el que se basa el independentismo. Si no, se les cae el chiringuito mental sobre el que han edificado su discurso ideológico. 

Una vez me dijo que el mejor piropo que podía recibir es «pareces un poeta extranjero». ¿A usted el cosmopolitismo se lo inculcaron de alguna manera?

Son cosas que no te planteas, surgen de forma natural. Es verdad que yo iba al Centro Internacional de Educación, y tenía un compañero sueco, otro belga recién llegado del Congo, unos chicos franceses… Mi mundo es el mundo de ayer, como diría Stefan Zweig, un mundo que ya no existe. Tenía cerca, por ejemplo, al hijo de Claribel Alegría, que vivía en Deià y era ahijado de Cortázar. La verdad es que vengo de un mundo muy raro. Y además en Mallorca, una isla fuera de todo… No, no, lo español para mí era una cosa muy rara. Pero también ser mallorquín es algo muy raro para mí. No sé lo que soy, la verdad. Por eso solo creo en el individualismo y rechazo todo lo que tenga que ver con el colectivismo: el colectivismo identitario, el colectivismo económico, el colectivismo ideológico. Todo eso me da náuseas. Por desgracia, hoy en día el colectivismo ejerce una fascinación perversa sobre mucha gente. Todo el ideario woke —que es una especie de reseteado histérico de la Revolución Cultural maoísta— es un ideario colectivista. Tú no puedes pensar nada por tu cuenta porque el colectivo decide por ti: el colectivo feminista, el queer, el nacional, el social y así hasta el infinito.

Imagino que si encuentra a gente muy ensimismada con la idea de España, le interesa muy poco, ¿no?

Cuidado, aquí hay que tener una cosa muy clara: España era un país muy poco «español» en los años 80 y 90. Todo eso de la bandera y la tradición nos importaba un pimiento, por fortuna. Pero en cuanto empezó la tabarra de la explosión nacionalista periférica, al cabo de un tiempo hubo una reacción centrípeta. Es algo inevitable y me extraña que la gente se sorprenda. Pero ¿qué quieren? ¿Cómo no se dan cuenta que aquí funciona el principio newtoniano de la acción/reacción? Si hay un discurso que se propone desprestigiar todo lo que es español, lo normal es que haya una reacción en forma de un orgullo desmesurado y exorbitado de lo español. Es la tercera ley de la dinámica de Newton. Déjeme que la busque en internet y se la leo. Aquí está: «Cuando un cuerpo A ejerce una fuerza sobre otro cuerpo B, B reaccionará ejerciendo otra fuerza sobre A de igual módulo y dirección aunque de sentido contrario». Es una ley física. Pero tan peligroso me parece lo uno como lo otro. 

Usted empieza pronto a tener una vocación viajera muy acentuada… 

Aunque ya se terminó, ¿eh?

Bueno, parece que también se han terminado los viajes tal y como los conocíamos. 

Paul Bowles lo decía: ya no viajo a ningún sitio. A mí me pasa igual. Sin querer compararme con él, que era cien veces mejor viajero que yo. Y mejor escritor, por supuesto.

Eduardo Jordá

Burundi, Malasia, Irlanda… ¿Buscaba experiencias personales, o alimentarse como escritor? 

Nunca me he planteado por qué ir a un sitio. Son cosas que surgían por casualidad en unos casos, en otros por una cierta curiosidad, porque te apetece, y vas, y en otros porque conocías a alguien allí y eso te permitía programar el viaje. A Malasia fui porque un amigo me habló de una casa en Kuala Lumpur de un diplomático que se la dejaba para todo el verano. A Burundi fui porque mi padre llevaba media vida yendo a una misión a operar a niños poliomielíticos. Supongo que todo responde a una necesidad personal, no vas con un objetivo literario. Bueno, una vez fui a Chile porque me propuse conscientemente escribir un libro sobre el desierto de Atacama, pero era la segunda vez que iba: la primera fue por puro deseo. La segunda hice un viaje relativamente programado. Pero lo normal era que hubiera alguien en algún sitio, que me ofrecieran una casa, como también ocurrió con México. Si tengo dónde quedarme, ya es un principio. Y esa persona que me acogió en su casa de México, en Coyoacán, era una médica que años más tarde me trató las secuelas del dengue en Mallorca. Todo parece programado, pero es simple casualidad.

¿Cómo es pasar un dengue?

Jodido [risas]. Además, yo fui tan tonto que intenté curarme por la Seguridad Social tailandesa, algo que solo puede hacer un demente. Me recuerdo yendo en un tuk-tuk con 42 de fiebre hacia el dispensario en medio del tráfico caótico de Chiang Mai… El dispensario era una choza de troncos donde había tres mujeres esperando. Y el médico hindú que me atendió me recomendó una aspirina y reposo. Claro, estuve a punto de morirme. Por suerte, aquella vez me había hecho un seguro de viaje con una compañía con la que yo había trabajado en París, Europe Assitance. Fue mi padre quien me lo sugirió, me lo decía siempre: «Si vas a esos sitios, hazte un seguro de viaje porque puedes tener un problema gordo». Y gracias a eso estoy aquí ahora. 

Con su libro sobre Atacama, Norte Grande, me ocurrió como con el documental Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán. Ambos nos enseñan la cantidad de cosas que hay en el desierto.

Claro, no hay ningún lugar en el mundo donde no pueda haber una memoria y una tradición, a poco que escarbes. Pero además, Atacama es un lugar muy hermoso. Y lo de escarbar, en Atacama, es muy apropiado porque Vicky Saavedra empezó a escarbar con un cuchara en el desierto buscando los restos de su hermano desaparecido en la época de Pinochet… En el documental de Patricio Guzmán aparece de hecho Vicky Saavedra, buena amiga mía, una de las mujeres más maravillosas que he conocido. Tuve la suerte de recorrer el desierto con ella. Ella había nacido en una oficina salitrera y me llevó a conocer los restos de la Oficina Chacabuco, que fue la oficina salitrera más importante de los años 30 y ahora es una pura fantasmagoría. El cementerio de esa oficina es el lugar más hermoso y más desolado que he visto en mi vida. Y la película de Patricio Guzmán hace una reflexión poética sobre el vacío, los desaparecidos… Yo conocía el cine de Guzmán porque en Francia había visto La batalla de Chile, y me llamó la atención cuando Vicky me escribió y me dijo que estaba rodando en el desierto con Patricio Guzmán. Luego me invitó a la presentación de San Sebastián, por esas coincidencias extrañas que existen, pero yo no pude ir porque por esa época estaba en el hospital.

Una vez me explicó que Paul Bowles, al irse a Marruecos, había decidido vivir al margen de su época. ¿Usted tuvo esa sensación cuando decidió seguir sus pasos?

No, no. Yo fui porque tenía una pareja de amigos, unos hippies de Mallorca, él americano y ella japonesa, que habían conocido a Bowles en Tánger y que me animaron a ir porque me dijeron que me lo presentarían. Y por eso fui. Aunque en realidad a Bowles lo conocí en la calle. Íbamos en coche por detrás del mercadillo de la rue d´Angleterre y de pronto Ralph, el americano, gritó: «Mira, ahí va Bowles». Y allí estaba él, muy elegante, con sus gafas oscuras y su americana de tweed. Había ido al mercadillo a comprar un loro, un loro que no encontró, por cierto. Pero yo no tenía programa ni expectativas. Fui casi por casualidad.

¿Tenía alguna imagen preconcebida de Marruecos?

Había leído muy poco. Me llevé La vida perra de Juanita Narboni, que me leí allí, en el hotel Continental, junto con los cuentos de Bowles. Y a Bowles tuve la suerte de encontrármelo allí, en la calle. Algo que, en sí mismo, parece un relato de Bowles [risas]. «Conocí al señor Tal el día que había ido al mercadillo de la calle de Inglaterra a comprar un loro». 

Buen comienzo. Aunque él decía que lo importante era que los relatos acabaran mal…  

Sí, decía que las únicas cosas que vale la pena vivir son las que pueden acabar mal. Y para él no había diferencia entre vivir y escribir. 

Varios escritores marroquíes a los que he entrevistado, como Tahar Ben Jelloun o Mohammed Mrabet, se han mostrado muy críticos con Paul Bowles. Uno me dijo que no había hecho nada por Marruecos, el otro que lo había explotado… ¿Cree que son opiniones injustas, formas de ingratitud?

Yo he estado cenando en casa de Mrabet, en el 79º cumpleaños de Bowles, y puedo asegurar que Paul les ayudó mucho. No entiendo por qué ahora, veinte años después de muerto, tienen que acusarlo de ser un ladrón o un hijo de puta. Bowles los trató muy bien, les consiguió editores en Inglaterra y Estados Unidos. Salvo Tahar Ben Jelloun, que pertenece a la tradición francesa y eso es otro mundo, si no es por Bowles los demás escritores marroquíes no habrían hecho nada, porque eran escritores orales sin tradición escrita. Habrían terminado todos vendiendo hachís a los turistas en una esquina de Tánger. No entiendo esa actitud, por qué quieren desprestigiarlo, la verdad. Es cierto que Bowles era extraño, frío, no tenía amigos íntimos, ni vida social. Pero era una persona honesta, nunca se hubiera quedado con el dinero de estos tipos. En realidad, a él le robaron. Un día desapareció el dinero que guardaba en su caja fuerte, varios miles de dólares en efectivo. Sé muy bien quién tuvo que llevarse el dinero, pero, claro, no lo voy a decir. El caso es que toda la gente que se benefició de Bowles le acusaba de haberles robado porque todos ellos creían que iban a ganar un millón de dólares por haber publicado un libro en América. Pero claro, eso no era posible. ¿Cuánto puede darte un libro publicado en una pequeña editorial de San Francisco? ¿Dos mil dólares? 

A Mohamed Chukri también lo conoció. ¿Era otra cosa?

Chukri era un gran escritor, cosa que no ocurría con los otros, que a lo sumo eran personajes pintorescos o simples pícaros. Chukri tenía un gran conocimiento de la literatura universal, le he oído recitar sin parar a Antonio Machado, a Lorca, a Juan Ramón, completamente borracho, eso sí. Me lo encontré en el restaurante Eldorado, que en aquella época era su refugio. Esa vez sí me acerqué, y como por suerte era un tío encantador, no sé si decir que nos hicimos amigos, porque era un tipo muy esquivo, pero nos llevamos muy bien…

Siempre con su copita de coñac, ¿no?

Sí, una de esas copas de balón, que le iban llenando por los pubs de Tánger. Una vez ocurrió algo que le fastidió mucho en el English Pub. Chukri se fue al baño a mear, y el camarero aprovechó para acercarse y decirme: «No se crea una palabra de lo que le cuente ese tipo, todo lo hace para desacreditar a Marruecos». A su vuelta, se lo conté a Chukri y no te puedes imaginar cómo se puso: «¡Lo voy a matar, dime quién era!». «No, no te lo voy a decir», le respondí, porque Chukri podía tener prontos muy violentos por las circunstancias de su vida. Además, eran las dos de la mañana y llevaba todo el día bebiendo… Bueno, llevaba cuarenta años bebiendo. Y fue entonces cuando se sentó a la mesa y me dijo gruñendo: «¡Si no les gustan mis libros, que vayan a quejarse al que inventó Marruecos! ¡Yo no me invento nada, lo que yo cuento es mi vida!». Eso me dijo. Es una de las mejores frases que he oído.

Eduardo Jordá

Otro gran personaje al que conoció fue Van Morrison, al que dedicó una biografía. No recuerdo dónde leí que le dio la primera edición de su libro y ni la miró, ¿fue así?

Bueno, en realidad lo traté tres minutos, quizá dos, en un backstage en el Auditorium de Palma después de un concierto. Es cierto que le enseñé el libro y Más bien se asustó… Como a quien se le enseña una foto comprometida. Pensaría, ¿qué habrá dicho este tío de mí en ese libro? Pero me lo firmó, muy displicentemente. Esa noche pude hablar con él porque yo conocía al organizador del concierto en Palma. Y para llegar a él había que esperar como en una recepción del Palacio Imperial de Japón. Cuando conseguí hablar con él, le hablé de Yeats y enseguida vi, para mi sorpresa, que estaba encantado. Debía de ser la primera vez que alguien le hablaba de poesía en un concierto. ¡Y Morrison se puso a hablar de Yeats! Pero entonces cometí un error terrible. Un verano que pasamos en Irlanda, en un lugar perdido en Sligo, mi mujer me comentó que había visto pasar un Mercedes negro conducido por un tipo que se parecía a Van Morrison por delante de nuestra casa, que estaba cerca del mar, en Ardtrasna, en un paisaje muy agreste. Y ese año Morrison intervenía en las jornadas sobre Yeats que se celebraban en Sligo, o sea que parecía verosímil. Y entonces, la noche del backstage, cometí el error de preguntarle si había estado visitando el condado de Sligo en un Mercedes negro. ¡Dios santo, la que lie! ¡Había entrado en el campo minado de la vida personal! Van Morrison me miró como si le estuviera apuntando con una pistola. Y entonces se echó para atrás y dejó de hablar… Como una salida a la desesperada, le enseñé el libro. El movimiento retráctil de Van Morrison fue doble: se apartó aún más y me miró como si tuviera delante un gato muerto. Luego cogió el libro con toda la desgana del mundo, lo miró como si contuviera material radiactivo, lo firmó de un trazo y se alejó enseguida de mí. Y ahí se acabó mi encuentro con Van Morrison.

¿Ha seguido frecuentando su música?

Claro, lo sigo aún. Pero alguien que ha hecho el Astral Weeks con veintitrés años sufre una condena como la de Sísifo, porque ya no podrá hacer nada igual en toda su vida. Por mucho que empuje la piedra cuesta arriba, cuando llega a la cima se encuentra con que allí hay un disco que se llama Astral Weeks y la piedra vuelve a rodar cuesta abajo. Y así una y otra vez durante cincuenta años. Yo siempre lo comparo con Joyce, que escribió Los muertos con veinticinco años. Ya puedes hacer luego lo que quieras, puedes escribir Ulises o la guía telefónica o un libro totalmente cacofónico como Finnegan’s wake, pero hagas lo que hagas nunca lograrás nada igual.

Por curiosidad, ¿es Astral Weeks su disco favorito de Morrison?

Sí. Es un disco inigualable. No hay nada parecido, ni antes ni después. Es como el Bringing It All Back Home, de Dylan. No hay nada igual. Son cosas que ocurren algunas veces en la historia, muy pocas. Bach, Mozart, Beethoven, Bruckner, Bill Evans, Coltrane, Miles Davis, los Beatles… y poco más. Y Van Morrison lo hizo con veintireés años. Es para volverse loco, ¿no?

¿Su interés por Nick Drake responde también a esa atracción por los tipos raros y esquivos?

Todo surge de forma espontánea, no hay una búsqueda de nadie extraño. Un día de 1971 cayó en mis manos un disco muy raro, un sampler de la discográfica Island, El Pea. Y allí había una canción de Nick Drake. La escuché y me quedé hipnotizado. Esa es la palabra: hipnotizado. Luego, en Londres, pude comprar los dos discos de Nick Drake que habían salido. Eso fue en el 72. Pink Moon todavía no se había editado. Yo tenía quince años y era un niño pijo al que mandaban a Inglaterra a aprender inglés. En el año 72 era probablemente el único español que había escuchado un disco de Nick Drake. Pregunté por él en varias tiendas de discos de Oxford Street, y se rieron de mí, porque se sabía que Drake era rarísimo, ni siquiera actuaba en público y no tenía la menor proyección pública. ¿Quién podría estar tan loco como para intentar conocerlo? Nunca llegué a encontrarlo, claro. Pero creo que le hubiera sentado muy bien que un españolito de dieciséis años le hubiera dicho que quería conocerlo. Por eso escribí el relato «Yo vi a Nick Drake».

¿Sabe qué le habría dicho si ese encuentro hubiera sido posible?

¿Si hubiera podido hablar con Nick Drake? No, no lo sé, aunque creo que le habría hecho gracia que alguien tan joven tuviera interés en conocerle, ¿no? Y encima español. Pero en aquella época Nick Drake estaba tan carcomido por la depresión que lo más probable es que no hubiera sido capaz de abrir la boca. De todos modos, eso lo sé ahora, pero en aquella época yo no sabía lo que ahora sé. Esto es algo que ahora se da continuamente: damos por hecho que la gente de hace cincuenta años sabía lo mismo que ahora sabemos nosotros. Pero no ocurre así y a pesar de todo, nos empeñamos en juzgar las cosas a partir de la experiencia retrospectiva que tenemos. Yo ahora sé que Nick Drake estaba pasando por una depresión terrible, pero en el año 72 o 73, cuando podría haberlo conocido, yo no tenía ni idea de nada. Quizá le habría preguntado a qué pub iba, o qué música escuchaba, yo qué sé… sin saber que no podía beber porque lo tenía prohibido por la medicación. Hoy en día todo el mundo cree saber lo que ocurrió en el pasado y todo el mundo juzga el pasado con arreglo a nuestras ideas del presente, pero eso es una estupidez. En el pasado, en lo que ahora es pasado y entonces era presente —perdón, parezco Javier Marías—, las cosas ocurrían sin que nadie supiera lo que significaban. Ocurrían, sin más, igual que ahora ocurren las cosas sin que podamos saber cómo se interpretarán en el futuro ni qué sentido se les dará. Tiene que pasar mucho tiempo para que entendamos las cosas que nos ocurren. Esa obsesión por juzgar las cosas desde la óptica del presente destruye la historia, la política, todo. La gente que vivió los hechos del pasado no sabía lo que nosotros sabemos ahora ni veía el mundo como nosotros lo vemos ahora. Y en cuanto a Nick Drake, estoy seguro de que le habría encantado saber que había alguien en España que había ido a Londres a comprar sus discos. Aparte de eso, no puedo saber nada más. Ni siquiera si hubiera querido hablar dos minutos conmigo.

Si algún día algún biógrafo tiene que seguir su itinerario vital sobre el mapa, creo que lo va a tener complicado, pero, ¿cómo acabó usted recalando en Sevilla?

Una hermana mía vivía aquí, vine a verla, conocí a la que sería mi mujer y me quedé aquí. Y espero no moverme más. Creo que no podemos pensar que hay una predeterminación en las cosas que hacemos. Nosotros hacemos las cosas sin saber lo que va a pasar, y luego, en retrospectiva, interpretamos lo que hicimos intentando darles un sentido y una continuidad. Es como escribir una novela: cuando la escribes no sabes muy bien lo que vas a contar, pero luego, cuando la terminas y has construido una cadena de hechos, te das cuenta de que todo tenía un sentido que ahora ya se ha vuelto ineludible, como si fuera el destino predeterminado. Pero en realidad todo sucede por casualidad. 

Eduardo Jordá

¿Es Sevilla para usted un buen lugar desde el que observar el mundo? 

Para mí sí, es un sitio maravilloso. Soy un sevillano de adopción de pura cepa… Fernando Iwasaki lo es más que yo, porque es bético y yo soy todavía del Barça, pero me voy a quitar muy pronto. Me gusta ver el fútbol, y recuerdo ver una final del Barça en casa de Mrabet, en Tánger. Creo que le remontaron al Barça un 2-0, y al final perdió por 3-2… Contra el Liverpool, creo.

No podemos terminar sin hablar de su amistad con otro gran escritor, James Salter, a quien tradujo y de quien fue anfitrión en Sevilla. ¿Cómo empieza todo?

Bueno, amistad… Éramos algo más que escritor y traductor, pero Salter tenía muy pocos amigos, vivía un poco apartado. Tuvimos bastante contacto, estuve en su casa de Long Island y nos escribíamos con frecuencia. Fuimos a la playa y me enseñó el sitio donde había estado a punto de ahogarse. Pero no lo conocí gracias a la traducción, lo traduje porque él quiso que lo tradujera, porque primero surgió la amistad, si es que se puede llamar amistad, que no lo sé. Sé que le gustaban mis poemas, y eso para mí ya es suficiente. En realidad, lo conocí por casualidad porque Alfonso Armada, el escritor y director de FronteraD, que era corresponsal en Nueva York, lo conocía y una vez me dijo: «Te mando a Salter por correo certificado a Sevilla». Y entonces lo conocí aquí, en Sevilla.

¿Él recordaba algo de cuando había sido piloto en España?

Sí, durante la crisis de Berlín, en el 61, tuvo que venir en un bombardero desde América hasta Berlín con escala en España, en Morón. Aquel año estuvo a punto de liarse la guerra, igual que en el 62 con la crisis de los misiles en Cuba. Salter era piloto retirado pero lo llamaron a su casa y le dijeron: «Mayor Salter, ponte los pantalones que hay un follón en Berlín». Y tuvo que subirse al bombardero porque los soviéticos amenazaban con invadir Berlín Occidental. En Sevilla fuimos a un tablao, a la Casa de la Memoria, porque el flamenco le llamaba la atención… Esa escena luego salió en Todo lo que hay.

Hay una anécdota con cierto gitanillo que se le acercó a pedirle dinero… ¿cómo era?

Sí, eso fue en Las Teresas. El gitano le dijo «Tú tienes pinta de ser muy inteligente», a lo que Salter, rápido como el rayo, le contestó: «Mi mujer no opina lo mismo». 

No es fácil saber todo lo que usted ha traducido. Además de James Salter y Joseph Conrad, hace relativamente poco ha vertido al castellano a Graham Greene, con El final del affaire. ¿Se esperaba ese éxito?

No, porque vender doce mil ejemplares en estos tiempos no es tan fácil. Pero el éxito más brutal ha sido el de Años salvajes, de William Finnegan, un libro de surf que me costó un huevo, porque tiene un lenguaje especializado muy complicado. Ese ha vendido como quince mil ejemplares, y es un tocho así [señala el grosor]. Se supone que tengo algo de experiencia en surf porque escribí un cuento que me gusta mucho, «Lugar de Espinas Grandes», que está ambientado en una playa de surferos del Pacífico mexicano, aunque nadie ha leído ese cuento. Luego de las traducciones de los clásicos, el que más orgulloso me tiene es El corazón de las tinieblas, de Conrad. Es un libro muy, muy difícil, y creo que es una buena traducción. 

Traducir, ¿le ha hecho mejor lector, mejor escritor…?

Pienso que me ha hecho mejor lector, porque a veces descubres fallos, transiciones narrativas que no están bien logradas, errores de punto de vista… Como escritor no, porque siempre intentas adaptarte al estilo del original. Con Conrad tienes que ser muy enrevesado, con Salter tienes que ser elíptico, y con Mercé Rodoreda tienes que ser muy sensorial, lo que no resulta fácil. 

Es curioso, porque siendo tan parecidos el catalán y el castellano, alguno pensaría que basta hacer un trasvase literal, y para nada es así, ¿no? 

No, tienes que adaptarte al estilo, reproducir la cadencia, el ritmo… Es un arte dificilísimo. Y además está muy mal pagado, es un oficio muy precarizado. 

Recientemente ha publicado una biografía de la gran escritora rusa Anna Ajmátova. ¿Cómo se le ocurrió escribirla en primera persona?

El libro fue un encargo de Juan Bonilla para la editorial Zut y me propuso varias opciones. Le propuse a Salter, a Van Morrison, y al final salió Anna Ajmátova, que es una poeta colosal. Entonces empecé a escribir una biografía normal, «Anna Ajmátova nació el año en que se empezó a construir la torre Eiffel…» , pero eso no me convencía y la biografía no arrancaba. Hasta que leí no sé donde un sueño portentoso que había tenido Ajmátova, en el que la policía iba a su casa a detener a su marido —al que ya habían fusilado— y entonces tenía que entregarles a su hijo para cumplir con la cuota de detenciones, porque si no se la iban a llevar a ella. Ajmátova tuvo ese sueño varias veces, destrozada por la culpa porque se habían llevado a su hijo al gulag como amenaza contra ella. Es como si Stalin le hubiera dicho: «Ten cuidado con lo que haces porque tenemos a tu hijo». Eso la destrozó, y también destrozó a su hijo, que siempre culpó a su madre de los años que él tuvo que pasar en el gulag. Cuando se me ocurrió usar ese sueño como arranque, en primera persona, el resto del libro se escribió prácticamente solo, y todo contado en primera persona. Lo escribí en dos meses.

Con tanta traducción y tanto encargo, ¿le queda tiempo para hacer sus cosas? ¿Qué es de su poesía?

Poesía prácticamente no escribo, escribo poquísimo. Y mira que me duele porque creo que lo mejor que he escrito han sido tres o cuatro poemas. En realidad, un escritor se salva por eso: una novela, un cuento o dos y tres o cuatro poemas. Nada más. No podemos aspirar a mucho más. Pero cuando me quedé mudo, me quedé mudo también de la poesía. Pero ficción sí que voy a seguir escribiendo. 

Hace poco lo recuperamos para la literatura de viajes. ¿Cómo surgió Pájaros que se quedan?

Estuve un semestre dando clase en Pensilvania, por casualidad como casi siempre, y me traje un diario. Con ese diario escribí el libro sobre la estancia en una universidad de la América profunda en los tiempos en que se está gestando el fenómeno Trump. Cosa que por cierto se veía venir: había dos Américas, la próspera y culta que votaba a Obama y la pobre y desesperada que no sabía muy bien lo que estaba pasando pero que veía cómo su mundo se iba viniendo abajo día a día. En Carlisle, donde yo vivía, había tres fábricas. Dos habían cerrado y la tercera estaba a punto de cerrar. Trump surgió de ahí, claro. 

¿Cómo ha sobrevivido, pues, en tantos lugares?

¿Económicamente? Por lo general, gracias a la traducción. También he sido profesor y podía disfrutar de vacaciones muy largas. Y después, cuando dejé de dar clases, con las traducciones. Traduces, cobras y te largas, eso es todo, y te podías permitir pasar un tiempo en sitios como Tánger, que son muy baratos. Oriente en los 80 no era difícil tirando de mi sueldo de profesor porque tampoco era caro. En esa década hice también Yugoslavia, recorriéndola de camping en camping con un 4L, y recuerdo que no había nadie en los campings. En Montenegro, en Bosnia o cerca de Kosovo —donde no te dejaban entrar porque había huelgas contra el régimen— no había nadie. Llegabas al camping y estaba vacío. Allí descubrí lo duro que es el suelo balcánico para clavar las piquetas de las tiendas. Pura roca, todo roca. Nunca he visto un suelo tan duro . ¿Cómo pueden cultivar la tierra? No sé por qué, pero cuando llegó la guerra de los Balcanes, diez años más tarde, me acordé de aquel suelo tan duro y pensé que debía de haber alguna relación entre la violencia desatada y aquel suelo de roca que no había forma de romper.

Eduardo Jordá 

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12 Comentarios

  1. Interesante entrevista, todo un personaje por lo que se ve. Curiosamente yo también compré -de segunda mano en el Rastro- el sampler ese de El Pea y era bien bueno pero no me fijé demasiado en Nick Drake… Lo de Van Morrison no me extraña nada, tiene fama de ser puro vinagre el angelito

  2. MacNaughton

    Patricio Guzmán es uno de los grandes de nuestro tiempo y «Nostalgia de la Luz» es una obra maestra del documental…

    …cuando alguien de aquí a 50 o 100 años quiere saber que es lo que sucedió en Chile en el ultimo cuatro del siglo XX, tendrá esas cinco o seis notables obras de Patricio Guzmán a su disposición…

    Para mi, Patricio Guzmán es una inspiración y un ejemplo de lo que pueda servir el cine en nuestro época…

    En España, los desaparecidos llegan a mas de 100 o 200 veces el ya muy triste número de Chile, y sin embargo no tenemos casi nada que no sea la valiosa «La Vieja Memoria» del infravalorado Jaime Camino de su dia…Apenas nada mas…

    «La gente de Region ha optado por olvidar su historia» como escribió Juan Benet en 1967, prefigurando el acuerdo politico que vendría 10 años después…

    La Transición y su pacto de olvido ya formaba parte del tardo franquismo por lo que nos relata el maestro Benet, y hay que resistirlo desde los artes y la cultura..

    Porque, ¿desde cuando el mundo de la cultura subscribe los pactos politicos?

    Diría muy modestamente que no es aquello su papel….

    …y sin embargo la enorme cantidad de libros de historia y estudios políticos que han aparecido esta ultima década, apenas ha tenido una correspondencia ni en el cine ni en la literatura, alguna excepción como Chirbes aparte…¿o me equivoco?

    En cuanto a los posmodernistas en letras, llegaron a la asombrosa conclusión hace tiempo ya que la ficción es…

    …una ficción. ¡Vaya, pues no lo sabia!

  3. MacNaughton

    En realidad, el propio Juan Benet escribió algunos de los pasajes mas condenatorios y duros en contra del bando ganador y el Franquismo que yo he leído, pero enterrado en la prosa tan densa de «Una Meditacion»…tipo pagina 200 o así… ¿quien llega hasta allí?

    Somos tres gatos… No se si todo aquello suyo sobre el estilo era también una especie de subterfugio para camuflar sus ataques al Franquismo aunque los tenia para el otro bando también, todo hay que decirlo…

    Chirbes lo clava cuando decía que si realmente creyera que escribir era solo un juego como dicen los posmodernistas, lo hubiese dejado…

    Hay alguna novela postmodernista que me gusta mucho, pero discrepo con las conclusiones que sacan los posmodernistas, mas que con el análisis en si del sujeto, del lenguaje y del tardo capitalismo, son sus conclusiones que me parecen erroneas…

    Yo nunca he tomado el lenguaje en serio por ejemplo, no me hacia falta leer a Barthes para saber que las palabras no son fiables, que no son mas que aire, por ejemplo, lo mas obvio, el tono dice mucho mas que las palabras en si…

    Para mi, «Middlemarch» ya era una especie de juego, como «El Quijote» como «Bovary» y como «Ulises». Siempre eran mundos lúdicos paralelos, nunca eran informes sociológicos o psicológicos… lleno de sesgos, puntos ciegos, y tambien artefactos ideológicos evidentemente… pero no por eso me dejan de gustar, conmover, divertir…

    La literatura y el cine son espacios en nuestro tiempos para bregar en contra los discursos falsos – la doxa -… hay que ocupar estos espacios y echar a los falsos profetas del kitsch, del revisionismo historico, y de los discursos absurdos y simplones del nacionalismo que es lo que predomina…para mi, el arte tiene que ser politico, aunque no ya partidista…

    En cuanto a la autoficcion, no me parece comparable con la literatura directamente. Me puede gustar un libro de autoficcion, pero no emplea la misma facultad que la creación literaria…no es justo comparar…

    En fin, me he ido por un tangente…

  4. Sanz Irles, Luis

    Con voz o con susurros, Eduardo Jordá es un contertulio fantástico: bienhumorado, culto, afilado, amable, liberal de verdad y, por si eso no bastara, divertido. Alguien a seguir.

  5. rayvictoryblack

    Tío interesantísimo. Muy buena la entrevista.

  6. He dejado de leer con lo de «en el caso de los jóvenes, hay una razón: ya no saben hablar castellano».
    No me parece menos grave dar pabulo a este tipo de mentiras delirantes y enfermizas desde un medio digital respetable.
    En fin ….

    • Queda ud perfectamente definido como un pelmazo del monotema, y lo dice uno que es republicano y se hace aguas menores y mayores si es necesario sobre la bandera patria.

    • Pues le aseguro que lo que dice Jordá es cierto. Los jóvenes catalanes de familia charnega sí hablan castellano. Los jóvenes catalanes de familia catalana, da pena oírlos hablar, hablan castellano como un idioma extranjero que se domina con dificultad. Lo compruebo a diario en mi puesto de trabajo..

    • Tomeu Tomàs

      Totalmente de acuerdo. Que se de una vuelta por Palma o Barcelona, a ver a cuántos jóvenes va a oír hablar en catalán.
      Cuando el señor Jordà estudiaba, la sociedad mallorquina era catalano parlante, aunque la hacían estudiar en castellano, y era común que las familias bienestantes renegaran de su lengua materna.
      Lo de la acción- reacción es un argumento muy pobre, reaccionario, para quienes vivimos la transición y las cuestiones pendientes que se dejaron en el baúl.
      A por ellos, oeh oeh!! Buen ejemplo de la asimetría de derechos y deberes según el nacionalismo de pertenencia.

  7. Buen Post.

  8. Qué agradable entrevista y entretenido relato!

  9. L.Manteiga Pousa

    Interesante entrevista. Pienso que si se puede «juzgar» el pasado, porque incluso hubo gente adelantada a su tiempo, para bien, pero teniendo siempre claro que es eso, pasado, es decir otros tiempos. Y que el presente tampoco tampoco es una maravilla, no somos el fin maravilloso de la Historia. También nosotros seremos juzgados por los ojos de los futuros.

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