Música

Manuel Göttsching: una hora perfecta

Manuel Göttsching
Manuel Göttsching. Imagen: RCA.

Sos Manuel Göttsching y estás aburrido. Inquieto, también. Venís así hace unos días. Salir de gira, recorrer ciudades y conocerlas de noche, cuando pasan las mejores cosas, tiene su costo. Se complica bajar, admitir que ya está, que se terminó, que estás en casa. Tener tu estudio en el living no ayuda. Es como si las cosas —instrumentos, consola, cables, teclas, perillas— quisieran salir a escena con vos. Volviste y ni bien llegaste te pusiste a acomodarlas, enchufar todo con precisión de orfebre, calibrar los volúmenes, chequear que quedara tal cual estaba. Y sí, se complica bajar. De hecho, prendiste un cigarrillo para apagar la mente y no lo lograste: estás planeando lo de mañana. El monótono viaje a Hamburgo para ver a Krieger. En las semanas que anduvieron juntos te acostumbraste a la voz áspera de Schulze, a sus chistes un poco fuera de tono, hasta a sus ronquidos. Va a ser la primera vez en un tiempo que viajo solo, pensás. Para qué les habré dicho que iba a ir si ni siquiera hice a tiempo de comprarme un disco para escuchar en el tren. Entonces, tu cabeza une los puntos en apariencia dispares. Delante de ti, como una invitación, el Prophet 10. Está nuevo. Es gigante, no lo pudiste llevar a la gira. Te sentás y tocás un par de acordes, una progresión tan zonza que suena irónica. El Prophet se encargará de repetirla modificando apenas el nivel del audio cada tantas reiteraciones. Es 12 de diciembre de 1981.

¿Alguna vez viviste una hora perfecta? Sesenta minutos en los que todo sale bien. Tres mil seiscientos segundos apilándose uno contra otro, átomos de tiempo en movimiento, y vos fluyendo arriba como si formaran una ola. Es difícil medir la duración de esos momentos. Nuestra mente parece expandirlos como si fueran una pequeña eternidad. También pasa que no siempre hay alguien que nos haga saber que ese instante, y no otro, nos cambiará la vida. Pienso en los Juegos Olímpicos de Londres, en agosto de 2012. La competencia son los ochocientos metros llanos. A la final llega quizás el octeto más competitivo que jamás los haya corrido, liderado por el etíope Mohammed Aman. Cuando retumba el pistoletazo, el keniata David Rudisha sale despedido, se proyecta. A diferencia de los demás torneos, en los Juegos no se permite que nadie les avise a los corredores de sus tiempos, para que no puedan regular. De todos modos, Rudisha no parece interesado en hacerlo. En la recta final, el esfuerzo del botsuanés Nijel Amos —que terminará siendo sacado de la pista en camilla, exangüe— no alcanza ni a acercarlo. Al cruzar la meta, el reloj se detiene en un minuto, cuarenta segundos, noventa y una centésimas. David Rudisha es el único hombre que ha recorrido los ochocientos metros en menos de un minuto cuarenta y un segundos. Diez años después, esa marca aún se sostiene. El reflejo de un momento perfecto.

Manuel Göttsching pudo sostener esa sensación un rato más. Arrullado por la secuencia simple y concisa que le había servido de inspiración, empezó a moverse por la colección de equipos que conformaba su estudio. A las primeras notas del Prophet 10 le sumó unas percusiones programadas, y probó con filtros de nombres que parecen naves espaciales —AKG BX-5, Publison DHM-89B2, Dynacord DRS-78— hasta encontrar un sonido que le gustó. No paró en ningún momento. Años entrenándose en improvisación le habían enseñado que el error y la duda son frutos venenosos del árbol del pensamiento. Para encontrar arte en el caos debía actuar en vez de pensar, así que siguió. Con sus sintetizadores inventó leves epigramas melódicos. Pese a ser usados hasta el hartazgo por el rock alemán de los setenta, el Korg Polysix, el Minimoog, el ARP Odyssey y el Farfisa Synthorchestra tomaban un rol modesto y, por lo tanto, novedoso. La época estaba cambiando, y Göttsching parecía canalizar esa transformación. Sus sutiles permutaciones sobre estructuras de apariencia repetitiva reflejan cómo el minimalismo se impuso al exceso de la electricidad psicodélica. Pero lo que salió del Studio Roma se apartaba de la frialdad calculada del ambient. Era una hora en la vida de un tipo que sin saberlo atrapó la eternidad, y latía con ese pulso.

O menos de una hora. Porque después de todo ese desarrollo rítmico y melódico, la pieza entra en un reposo y parece acercarse a su conclusión. Ya pasaron treinta minutos. Si prestás atención a ese momento, casi podés verlo a Manuel contentarse con lo que sus manos le sacaron a las máquinas. Quizás se tomó un trago, descansó por un instante, respiró. Hay un futuro —a esta altura, claro, ya es un pasado— posible en el que Göttsching deja que la cosa siga su curso. Un par de años después Brian Eno llamó a esto «música generativa», en esencia una serie de sonidos a los que se les asignan parámetros determinados y se los deja ser. Una inteligencia artificial al servicio de la música, que reduce la intervención humana al mínimo. Pero este no será el caso. Mientras cae la tarde berlinesa, Manuel hace lo que hizo desde chico: la agarra por el mango con la mano izquierda, posa la curva del cuerpo en su muslo derecho y con un solo movimiento del brazo y el cuello se calza la correa entre los hombros. Hace tiempo que está harto de ella, pero es su gran amor. Así que va a lo que sabe. No piensa, no lo necesita. Sus dedos actúan como si fueran terminaciones nerviosas en vez de falanges. No son las manos, es su mente la que toca la guitarra y parte la exposición en dos. Justo cuando el ser humano aparentaba perderse bajo una nebulosa, salta al primer plano. Sin grandiosidad ni exceso, Göttsching planea sobre su invención, se desliza, juega a recomponer y descomponer la melodía, avanza, siempre avanza, y abre un camino nuevo.

El nombre de este movimiento es una entre las muchas cosas que me gustan de esta grabación. En la física, «Ansatz» es una respuesta posible, pero no verificada, a cierta parte de un problema. Es decir, una deducción que nos ayuda a llegar a la verdad sin ser, ella misma, necesariamente cierta. Un resabio de humanidad en el frío de la ciencia. Ansatz es un término alemán que significa «promesa» o «planteo». En ajedrez se usa para inferir el desarrollo inminente de una jugada. Göttsching, entonces, lo puso ahí como diciéndonos que la música le sugirió el camino a seguir. No es casualidad que sea un ajedrecista consumado. Aprendió de su papá, que planteaba partidas enteras solo en papel. De ahí derivó también el concepto del álbum: E2-E4, la apertura clásica, bautiza a esta pieza de cincuenta y ocho minutos y treinta y nueve segundos. Con sus cuadros a colores, la portada continúa esa temática, y la contraportada, lisa, puede usarse como tablero. Manuel percibía una conexión entre su juego favorito y la improvisación, la manera en que actos sencillos abren nuevos escenarios y cómo, mientras tocás, los imaginás de antemano. Desde el momento en que terminó de grabar, Göttsching entendió el poder de su obra. Volvió a escucharla. No había yerros ni defectos de sonido, tampoco niveles oscilantes o ruidos en la señal. Casi un milagro. Sin embargo, pasarían varios años hasta que le mostrara su hora de perfección al mundo.

Es notable cómo a veces podemos olvidar una obra maestra. Aunque la vida de José María Velasco Maidana se apagó en diciembre de 1989, llevaba años cerca del ocaso. El párkinson lo obligó a irse de su amada Bolivia, a la que revolucionó como cineasta, director de orquesta y coreógrafo. Cuatro décadas de tratamiento en Estados Unidos solo le sirvieron para apagarse de a poco. Pero cuando sus familiares vaciaron su casa de La Paz, encontraron vida, más que recuerdos. En el sótano, en el fondo de un baúl, unas latas con una etiqueta inconfundible. Wara Wara, la historia del amor entre una princesa del reino de Jatun Colla y su conquistador español, fue filmada en 1930. Se exhibió una treintena de veces y luego se creyó perdida. Pero no lo estaba: solo esperaba su momento de redención. Hoy es considerada una pieza histórica, la única película muda que se conserva del cine boliviano. A la grabación de Göttsching le pasó algo parecido. Quedó atrapada entre el olvido y la desidia. Pasaron tres años en los que la carrera de Manuel se estancó. Había perdido el ímpetu. Para colmo, los nuevos sonidos de la década resonaban en todas partes, amenazando con dejarlo atrás. Entonces Klaus Schulze armó su propio sello discográfico, Inteam Records, y le sugirió editar esa pieza larga que se arrumbaba en un cajón. Manuel no estaba convencido, pero tampoco tenía mucho que perder: el disco estaba listo, no había que hacerle ni un retoque. Apareció en 1984, y aunque tuvo adeptos en Europa, pervivió a partir de su penetración en un mercado inesperado. Si bien no podés predecir hasta dónde va a llegar tu arte, primero tenés que dejarlo salir para que eso ocurra.

A mediados de los 80, las discos neoyorquinas eran un espacio de excesos, pero también de experimentación. Los disc jockeys de la época eran auteurs de la pista de baile, y la pelea por ver quién era el más original los llevaba por lugares insospechados. La relajante reiteración de E2-E4 empezó a ser usada por David Mancuso, que regenteaba las fiestas más populares de la New York de entonces —conocidas como The Loft— para calmar a las fieras en las mañanas de domingo, antes que enfrentaran la herida del sol en sus ojos trasnochados. Mancuso, a su vez, introdujo a su protegido Larry Levan en las bondades de esta rareza de origen alemán. Pronto la pista del Paradise Garage de Hudson Square, donde Levan era el musicalizador residente, empezó a moverse al son de esa sucesión hipnótica. El Paradise era uno de los sitios claves de la movida nocturna neoyorquina, y no fueron pocos los músicos que descubrieron la composición de Göttsching y entendieron que había más caminos que el mero impacto rítmico para hacer bailar a la gente. También se podía ser dulce, gentil y contagioso. Nuevos géneros germinaban a partir de los descubrimientos a los que Manuel había llegado buscando calmar la inquietud creadora que lo electrizaba. Tal vez nunca imaginó que multitudes bailarían esa canción que tocó para sí mismo, pero sé que ni bien apagó la grabadora, solo en la noche de Berlín, algo terminó de pasar dentro de él.

En 1915, Francis Scott Fitzgerald ya tenía algo de fama como escritor por sus contribuciones a las revistas de Princeton, en la que había entrado dos años antes. Aun así, no podía evitar volver a su Saint Paul natal. Ese viaje a Minnesota siempre lo encontraba resignado, pensando que no quedaba otra. Hasta aquel enero en que el amor, inevitable como un rayo, le asestó un golpe fatal. Ginevra King, una débutant de dieciséis años, vio en ese frágil, ingenioso universitario a un buen pretendiente. Había un problema: ella vivía en Chicago. Este romance inspiró algunas de las historias más memorables de Fitzgerald —la personalidad de King sería la principal referencia para la Daisy Buchanan de The Great Gatsby— y también una de sus grandes locuras. Al verlo imposible, trunco, decidió enlistarse en la Armada justo a comienzos de la Primera Guerra Mundial. Pero antes le mandó a Ginevra un cuento —la relación, nunca consumada, fue casi por completo epistolar— donde imaginaba un futuro posible para ambos. El inédito, al que se cree extraviado, se llamaba «The Perfect Hour». El 31 de enero de 1916, poco más de un año después de haberse conocido, King le devolvió la lectura en una carta. Al parecer Ginny y Scott anhelaban algo tan simple, y a la vez tan inusual, como lo que Manuel Göttsching tuvo una noche de diciembre. «En verdad», escribió ella, «sería hermoso algún día, en algún lugar, por una vez, poseer una hora perfecta».

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