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La querella romántica española

Rebecca e Ivanhoe La toma del castillo. Nicolas Eustache Maurin (1799-1850). DP querella romanticista
Rebecca e Ivanhoe: La toma del castillo. Nicolas Eustache Maurin (1799-1850). DP

Es difícil encontrar solución para los debates estetas más enconados. ¿Debe el arte imitar a los clásicos grecolatinos o debe abrevar en las fuentes de su tiempo, con las expresiones y lengua de su momento histórico? ¿Cuáles son los modelos literarios que debe adoptar el país? ¿Cuál es el verdadero potencial de la novela histórica? La verdad es que emociona encontrar, en otros tiempos, a las figuras más centrales de la creación y de la ideología querellarse por estos asuntos, que hoy en día una mentalidad filistea y pragmática debe de considerar como puramente bizantinos, absurdos o superados. Estas tres cuestiones pueden formularse como la querella de antiguos y modernos, la querella calderoniana y la que llamaré como querella Ivanhoe, y ocuparon las mentes de nuestros intelectuales del siglo XIX. 

La querella entre los estetas antiguos o clasicistas y los estetas modernos atraviesa buena parte del renacimiento y barroco europeos, y llega hasta el romanticismo con nuevas formulaciones.  Por un lado, se defiende el canon grecolatino y la validez de unas leyes poéticas inalterables y, por el otro, los modernos defienden una ruptura de todo esto, en busca de una cierta novedad, en formas de expresión y temas. Tal querella entre abejas (clasicistas) y arañas (modernos) es formulada por los hermanos Schlegel y Chateaubriand, auténticos forjadores del espíritu romántico alemán y francés, respectivamente, e influyentes entre nosotros, pero esta querella ya estaba instalada en nuestro país antes de los cursos de literatura de Schlegel y de El genio del cristianismo de Chateaubriand. 

El romanticismo español tiene precedentes de esta querella dentro de nuestras fronteras. En el siglo XVIII tenemos dos eminentes autores que, de alguna manera, escogen su propio posicionamiento en esta querella. Baste citar estos dos casos. Por un lado, tenemos a Feijoo, que sostiene en las Cartas eruditas. I. 33, en 1742, la doctrina del genio frente al clasicismo imperante. Para él, la creación literaria…

No pende del estudio, o meditación, sí sólo de una especie de numen particular, o llámese imaginación feliz, en orden a esta materia. El que la tiene, aun sin usar de reflexión, sin discurrir, sin pensar en ello, encuentra muchas veces las voces más oportunas para explicarse con viveza, o valentía (…). El que carece de ella, no salga del camino trillado, y mucho menos se meta en dar reglas en materia de estilo. 

Por el contrario, tenemos al clasicista Leandro Fernández de Moratín, La comedia nueva (1792), despotricando contra los modernos y su literatura:

… un hacinamiento confuso de especies, una acción informe, lances inverosímiles, episodios inconexos, caracteres mal expresados o mal escogidos; en vez de artificio, embrollo: en vez de situaciones cómicas, mamarrachadas de linterna mágica… ¡Y el estilo! Cuando debe ser noble y afectuoso, es oscuro, campanudo y hueco; cuando debe ser sencillo y gracioso, es chabacano y frío. La moral, no la busque usted… (Escena 5. Acto. II).

Querella calderoniana

August Schlegel y su Sobre el arte dramático y literatura tuvieron un papel importante a la hora de moldear una, digamos, subquerella, derivada de la de antiguos y modernos: la llamada querella calderoniana, en torno al valor de Calderón de la Barca. Para los clasicistas, Calderón era algo así como un Shakespeare español y por tanto no recomendable. Era, por tanto, un autor más bien reivindicado por los modernos, por los románticos como Schlegel o como Schelling, entre otros. Este debate calderoniano (aunque también político, como se verá), atraviesa todo el siglo español, desde 1814, tras la invasión napoleónica, hasta, al menos, 1895, cuando Unamuno contradice a su maestro entusiasta calderoniano Menéndez Pelayo en En torno al casticismo

Juan Nicolás Böhl de Faber tradujo, y divulgó, con su mujer Francisca Ruiz de Larrea, a Schlegel en la ciudad de Cádiz, en 1814. La defensa de Böhl de Faber y Larrea de Calderón no es meramente estilística, sino también ideológica. Básicamente, Calderón es el genio moderno que representa los valores de la nación española. Escribe Francisca Ruiz de Larrea, en una carta:

Me ocupo de Calderón y de nuestros antiguos poetas para procurarme algún consuelo. En los poetas es que se puede percibir el espíritu, los modales y el carácter de las naciones (…) ¡Cómo pinta Calderón esa nobleza, esa generosidad, ese excesivo pundonor que caracterizaba los españoles de su siglo! Pues todavía es lo mismo a pesar de la corteza viciosa que los vecinos [Francia] desde tanto tiempo han echado sobre esta Nación…

Frente a esto, el liberal José Joaquín de Mora denostó a Calderón en el Mercurio Gaditano. Si alguna veta particular, genuina, hispánica, tuvieron estos debates o querellas estéticas es el componente político. De Mora considera que Calderón expresa lo peor de España y lo considera un cuestionable modelo de instrucción. Sus supuestas obras maestras del drama barroco contienen los valores, por decirlo así, decadentes del país, con protagonistas «como asesinos, huyendo unas veces de la Justicia, robando otras las hermanas de sus amigos, y dando de puñaladas a los queridos de sus hermanas». 

Hasta cierto punto, Unamuno repetirá estas mismas ideas liberales en 1895, frente al Calderón obsesionado con la idea del honor, para el primero, lacra de la cultura española y extravío del gusto casticista de Menéndez Pelayo. No obstante, el propio Unamuno daría uno de sus muchos giros estético-ideológicos y se haría muy calderoniano corriendo el tiempo.

Querella de antiguos y modernos

La querella entre antiguos y románticos podía tener formulaciones más exclusivamente estéticas. Como he dicho al comienzo, se trata de una refriega a cuenta del gusto. Sin duda, se trata de los debates más inútiles. El lector habrá vivido más de uno de estos enfrentamientos sin demostraciones: uno ensalza un cuadro, otro lo destruye; uno loa una película o una serie, otro lo deplora, punto por punto. ¿Quién tiene razón? Algo tiene el sentido del gusto estético que no quedamos satisfechos con el a mí me parece feo o a mí me parece bello… no obstante, ¿cómo razonar un gusto subjetivo?

En 1868, Galdós dedicó algunas páginas memorables a describir aquellas reyertas entre estetas, en el Trienio Liberal, en su novela histórica La fontana de oro. En el capítulo XI de esta primera narración larga de Galdós, ambientada en el Madrid de los primeros años 20 del siglo XIX, leemos:

Ramón […] había nacido en una época funesta para las letras. El frío clasicismo agostaba en flor los ingenios que, educados en la retórica francesa, y siguiendo los principios del prosaico Montiano, del rígido Luzán, del insoportable Hermosilla, no atinaban a utilizar los elementos poéticos que en aquel tiempo nuestra sociedad les ofrecía.

El pueblo, alimentador de los teatros, no comprendía el alto ditirambo de griegos y romanos; y al mismo tiempo, ningún poeta acertaba a poner héroes españoles en la escena. Nasarre en tanto llamaba bárbaro a Calderón, y La vida es sueño no era más que delirio. Aquella restauración clásica fue fecunda para la comedia, porque produjo a Moratín hijo. Pero el drama, la fábula patética que retrata las grandes conmociones del alma y pinta los más visibles caracteres de la sociedad, no existía entonces.

Se hacían algunas tragedias, obras pálidas y sin vida, porque no eran animadas por la inspiración nacional, ni nuestro pueblo vivía en ellas, ni nuestros héroes tampoco. Ya sabemos lo que son héroes tiesos, acartonados, de las tragedias clásicas: siempre los mismos. No se concibe el amor a la libertad sin Bruto, ni el odio al imperio sin Cinna. ‘¿Cómo puede haber pasión sin Fedra, y fatalidad sin Edipo, y parricidio sin Orestes, y rebelión sin Prometeo, y amor a la independencia sin Persas?’ En tiempo de nuestro amigo Ramón, los jóvenes creían esto; y había algunas personas graves que encontraban a Crebillon más inspirado que Lope, y a Rotrou más grande que Moreto.

¡Estupenda ambientación, no exenta de opinión por parte del autor! Galdós juzga de esta manera la literatura cuarenta y cincuenta años anterior. Sin duda, él se posiciona del lado de los modernos. 

Pues bien, rescatemos a dos autores que también juzgan esta situación de las artes y las letras españolas, pero como auténticos contemporáneos. Veamos qué dicen Larra y Donoso Cortés en los años 30 del siglo XIX sobre este enfrentamiento entre estetas.

Abramos las obras completas de Mariano José de Larra por las páginas que recogen un artículo (admirado, por cierto, por Azorín en Rivas y Larra), se trata de «Literatura. Rápida ojeada sobre la historia e índole de la nuestra». 

Estamos en 1836. Escribe Larra en el periódico El Español:

Si nuestra antigua literatura fue en nuestro Siglo de Oro más brillante que sólida, si murió después a manos de la intolerancia religiosa y de la tiranía política, si no pudo renacer sino en andadores franceses, y si se vio atajado por las desgracias de la patria ese mismo impulso extraño, esperemos que dentro de poco podamos echar los cimientos de una literatura nueva, expresión de la sociedad nueva que componemos. 

Y, a continuación, encontramos una auténtica defensa del eclecticismo entre dos bandos de estetas:

[…] No reconocemos una escuela exclusivamente buena, porque no hay ninguna absolutamente mala. Ni se crea que asignamos al que quiera seguirnos una tarea más fácil, no. Le instamos al estudio, al conocimiento del hombre; no le bastará como al clásico abrir a Horacio y a Boileau y despreciar a Lope o a Shakespeare; no le será suficiente, como al romántico, colocarse en las banderas de Víctor Hugo y encerrar las reglas con Molière y con Moratín; no, porque en nuestra librería campeará el Ariosto al lado de Virgilio, Racine al lado de Calderón, Molière al lado de Lope; a la par, en una palabra, Shakespeare, Schiller, Goethe, Byron, Víctor Hugo y Corneille, Voltaire, Chateaubriand y Lamartine…

Dos años después, el escritor político Juan Donoso Cortés defiende también una suerte de vía intermedia. Donoso (aunque influido por Chateaubriand y su apologética del cristianismo —y con ella del arte moderno frente al clásico, de origen pagano), defiende, como Larra, la fusión. La riqueza de la mezcla y la bastardía. Leamos «El clasicismo y el romanticismo», publicado en El Correo Nacional (1838):

La perfección consiste en ser clásico y romántico a un mismo tiempo… Porque, ¿en qué consistirá la perfección si no consiste en expresar un bello pensamiento con una bella forma? 

Así, para Donoso, cada parte, modernos y clasicistas, está «en posesión de una verdad fraccionada, de una verdad incompleta».

Querella Ivanhoe

Pasemos al tercero de estos debates, que versa sobre la poesía y arte de tema histórico, en boga en los tiempos del romanticismo, que es la época de los discursos en torno a esencias nacionales. En España tenemos un caso, la querella Ivanhoe

Por un lado, el romántico puede rebelarse ante la posibilidad del genio que se subordina a los valores estéticos a la instrucción de los ciudadanos. Ahí está, por ejemplo, Schopenhauer. Él hace suya la oposición de Aristóteles en la Poética, cap. 9, de poesía vs historia. Schopenhauer considera que cuando las obras de tema histórico triunfan estéticamente lo hacen a pesar de su tema o más allá de esa función asignada, totalmente extrínseca. Entiendo que Schopenhauer representa el rechazo esencialmente romántico contra el arte didáctico y adoctrinador, que, por cierto, hoy sigue vigente entre nosotros.

Pero lo cierto es que los españoles de aquel tiempo entendieron el potencial de Walter Scott y su novela Ivanhoe. A romance, en 1919 por motivos alejados de la noción romántica del «desinterés» estético. Para ellos, la concepción de la historia como una magistra vitae, una maestra de vida, como observa Cicerón en De Oratore (II, 36), no merma la fuerza de la obra de arte, sino que la dirige hacia nuevas potencias cívicas, humanistas. 

Con Ivanhoe, Walter Scott viajaba por vez primera al remoto pasado de su país en tiempos de la Tercera Cruzada, en el siglo XII. Su caballero Ivanhoe, que pulula por una Inglaterra dividida entre sajones y normandos, es quizá el primer gran hito de lo que se ha llamado medievalismo. 

En 1823, al comienzo de la Década Ominosa o Segunda Restauración José María Blanco/White, que llevaba afincado en Inglaterra por más de diez años, tradujo extractos de Ivanhoe, de Scott. Esto lo cuenta muy bien Vicente Llorens en Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834).

Para Blanco/White y también para De Mora, que luego de discutir sobre Calderón sería un exiliado liberal en Inglaterra, y también traductor (íntegro, esta vez) de Ivanhoe, Scott tenía la capacidad de desempolvar el pasado por medio de aquel género novelístico (el romance histórico).

Blanco/White ensalza los valores de la gran literatura medieval, en España, y deplora algunos hitos de nuestro llamado siglo de oro, precisamente por la influencia nefasta de la política en la literatura, tal y como leemos en «Bosquexo de la historia del entendimiento en España desde la restauración de la literatura hasta nuestro días» u «Opresión del entendimiento en España», en 1824, en el Mensagero (sic) de Londres. Algo de esto hemos visto en el artículo de Larra (para quien, recuerdo, la literatura española «murió después a manos de la intolerancia religiosa y de la tiranía política»).

Así pues, Walter Scott tenía la capacidad, el rigor y los medios retóricos para hacer accesible a los lectores modernos todo el potencial liberal del medioevo. En «Diálogo en vez de prólogo», De Mora elogia el proyecto de Scott, a partir de Ivanhoe, en su traducción al español del año 24.  

Realmente, la serie de novelas históricas españolas de tema medieval (sobre tiempos anteriores a los Habsburgos y Borbones, tan nefastos según estos liberales), publicadas en el siglo, no es corta. Entre ellas tenemos, por ejemplo, El doncel de don Enrique el Doliente, de Larra, que todos conocemos por ser el obsequio de Letizia al príncipe en su pedida de mano. 

En fin, unas veces, estas obras fueron de inspiración liberal, pero a medida que avanzó el siglo XIX (merced a las continuas contradicciones de la historia) las obras scottianas adquirieron un sesgo conservador. Por ejemplo, en 1877 tenemos Amaya o los vascos en el siglo VIII, del carlista Navarro Villoslada. Se trata de un hito de la literatura llamada fuerista, de signo reaccionario, que trató en detalle el maestro Juaristi, en su tesis doctoral, luego publicada en 1984, El linaje de Aitor. La invención de la tradición vasca

Es decir, Amaya y otras novelas carlistas de los años 70 y 80 del siglo XIX, desde luego, no defienden el medioevo libertario anterior a la opresión de la monarquía absoluta por casas extranjeras, sino el medioevo de las tradiciones y la antigua fe. 

No obstante, quizá sí habría una estetización de la historia más cercana a la primera consideración desinteresada de lo artístico. En 1864, en una de las Cartas desde mi celda, de Gustavo Adolfo Bécquer, publicadas en El Contemporáneo, encontramos una visión de la historia que tiene poco que ver con la historia liberal o la historia conservadora. Más bien, Bécquer destaca, creo, la historia sin ideología, la historia para escapistas románticos.

Terminemos, pues, con las líneas de la Carta IV. Pese a que Bécquer afirma tener «fe en el porvenir» e interés por la «invasión de las nuevas ideas» e «invenciones» del siglo, pero…

No obstante, sea cuestión de poesía, sea que es inherente a la naturaleza frágil del hombre simpatizar con lo que perece y volver los ojos con cierta triste complacencia hasta lo que ya no existe, ello es que en el fondo de mi alma consagro, como una especie de culto, una veneración profunda por todo lo que pertenece al pasado, y las poéticas tradiciones, las derruidas fortalezas, los antiguos usos de nuestra vieja España, tienen para mí todo ese indefinible encanto, esa vaguedad misteriosa de la puesta del sol en un día espléndido, cuyas horas, llenas de emociones, vuelven a pasar por la memoria vestidas de colores y de luz, antes de sepultarse en las tinieblas en que se han de perder para siempre.

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Un comentario

  1. Desde mi conocimiento, todo romanticismo tiene un origen que rompe todo el romanticismo. Por ejemplo, toda la estética y educación victoriana, procede de la reacción a la publicación de El origen del hombre, de Darwin.
    Por ejemplo, la serie de Carl Sagan Cosmos, según su biografía, surge de la secreta noticia de su empleadora, la NASA, a finales de los setenta, de que era improbable e inviable que la exploración del espacio encuentre algo de valor allá.

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