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El cuento del viento, el tren y los cangrejos

cuento del viento, el tren y los cangrejos
Un vehículo ferroviario a vela en Kansas, Estados Unidos, 1873. Fotografía: Getty.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 47 «Locomotive»

Parecía algo salido de una novela del realismo mágico. O de un anime de Studio Ghibli. O de una película steampunk. De cualquier parte, menos del mundo real. Un tren a vela. Un tren con una vela. Como un barco de vela, pero en tren. Con su ancla y todo. 

Imaginemos el revuelo en Oystermouth, un pueblito de la costa de Gales, cuando aquel vehículo estrambótico pasó por la vía férrea que atravesaba el municipio. Mejor todavía: imaginemos las caras. Era el 17 de abril de 1807. No había palabras para describir una quimera como aquella. No las había literalmente. Los trenes no existían todavía. Ni siquiera los de vapor. No existía ningún medio ferroviario autopropulsado. Existían los tramroads y ya está. En español, a falta de una traducción mejor, tenemos que llamarlos tranvías, pero tenían muy poco que ver con los vehículos que reciben ese nombre en nuestro tiempo. Los tramroads eran vagones de mercancía tirados por caballos. Dicho con sencillez: eran carros que se remolcaban sobre una vía en lugar de circular con ellos por la carretera. Y con más sencillez todavía: eran como las vagonetas de una mina, pero más grandes y a cielo abierto. En materia ferroviaria, era la tecnología que había. Y era tecnología puntera.

Para consuelo de los vecinos de Oystermouth, el acontecimiento salió en la prensa al día siguiente. No había sido un delirio colectivo. Así es como lo describió un reportero de The Cambrian, un periódico de Swansea, en el número del 18 de abril de 1807:

Ayer se llevó a cabo un novedoso experimento en el tranvía de Oystermouth para determinar la viabilidad de un procedimiento que haga llegar hasta Mumbles un carro sin caballos, solo con la ayuda del viento. Unos alegres hijos de Neptuno (sic) aparejaron una vagoneta con una gran vela y, con el viento soplando tan fuerte y favorable como se podría desear, partieron de nuestro muelle. Después de pasar las casas, echaron el ancla al final de la vía en menos de cuarenta y cinco minutos, habiendo recorrido una distancia aproximada de cuatro millas y media.

Cuatro millas y media en cuarenta y cinco minutos. Eso son, aproximadamente, 9,6 kilómetros por hora. Hoy existen cortacéspedes más veloces, pero en 1807 era una verdadera conquista. Los tramroads no podían adquirir velocidad. Podían, pero no debían. Acumulaban demasiada energía cinética. Operaban, sobre todo, en fundiciones y canteras, transportando cargas muy pesadas. Y con tracción animal, la desaceleración era un problema. Hasta entonces, la solución había sido simple: no acelerar. Pero aquel principio acababa de quedarse obsoleto. Y también había ocurrido allí, en la línea férrea que conectaba Mumbles y Swansea atravesando el pueblito de Oystermouth. Es más: era la segunda vez en tres semanas que se hacía historia en aquel lugar.

***

Si mañana va usted a la costa y ve un cangrejo entre las rocas, es posible que ese cangrejo no sea un cangrejo de verdad. Y si compra uno en la pescadería, podría pasar lo mismo. Ponga lo que ponga el recibo, es posible que ese cangrejo no sea un cangrejo auténtico. No, no le habrán timado. Los seres humanos llamamos cangrejo a ese animal y ese animal sabrá a cangrejo y tendrá el aspecto de un cangrejo, con sus patitas, su caparazón, sus tenazas, sus ojos saltones y todas las otras cositas horripilantes que tienen los cangrejos cuando se los mira de cerca. Pero ese cangrejo no será un cangrejo de verdad.

Por ejemplo: muchos centollos y cangrejos rojos, que se cuentan entre los cangrejos más consumidos del mundo, no son cangrejos de verdad. Tampoco lo son algunos de los cangrejos más conocidos por su rareza o su hermosura, como los cangrejos de porcelana, los cangrejos ermitaños o el cangrejo del cocotero del Índico y del Pacífico, que es el mayor cangrejo terrestre del mundo. No hay que irse tan lejos: entre los cangrejos de mar comunes, esos pequeños y amarronados que corretean por las piedras de las costas de todo el mundo, abundan especies que no son cangrejos de verdad.

¿Qué son, entonces, todos estos impostores? Tres cosas, eso seguro: artrópodos, crustáceos y decápodos. Pero, luego de eso, cada uno pertenece a su propia rama taxonómica. Los cangrejos ermitaños, por ejemplo, son paguroideos. Y los centollos, litódidos. Son distintas familias de animales, en suma, que han sufrido el mismo proceso evolutivo: la carcinización. Es decir, que han ido adoptando la forma, el tamaño, la dieta y el estilo de vida de los cangrejos hasta parecerse tanto que resultan indistinguibles de ellos (al menos, para cualquiera que no sea biólogo o mariscador). Incluso se habla de hipercarcinización cuando la cosa va más lejos todavía y el animal también adquiere los atributos de los cangrejos verdaderos en lo tocante al dimorfismo sexual, es decir, en los rasgos que diferencian a los machos y las hembras. En esos casos, con frecuencia, ni siquiera el ojo experto es capaz de diferenciarlos.

***

El 25 de marzo de 1807, tres semanas antes de que un fenomenal cachivache cruzase el pueblo de Oystermouth impulsado por el viento, se había empezado a transportar pasajeros en aquella misma vía. Era el primer ferrocarril del mundo que ofrecía este servicio. 

Suena grandioso, pero no lo era. No había apeaderos, ni guardagujas, ni relojes de estación. Si llovía, te mojabas. Si pasabas frío, te jodías. Y si llegabas tarde, no podías reclamar. Aquello era un tramroad equipado con unos bancos para sentarse, punto final. Y no había sido idea de algún agudo emprendedor que soñara con los medios de transporte del futuro. La empresa responsable de la cantera de Mumbles, acuciada por problemas financieros, buscaba una línea de ingresos extra con la que amortizar la infraestructura que la conectaba con el puerto de Swansea. La inspiración fueron los propios peones de la compañía, que aprovechaban que los vehículos recorrían vacíos ciertos tramos para subirse en ellos y evitar hacer esos mismos trayectos a pie. Todavía faltaban décadas para que se fabricaran vehículos ferroviarios especializados en pasajeros, parecidos a una diligencia de caballos sobre raíles, que empezarían a recordar, ya sí, a los tranvías modernos. 

Al aceptar sus primeros viajeros, los responsables de la línea férrea se dieron cuenta de una obviedad: si querían pasajeros, debían cobrarles una tarifa muy baja. Una diligencia corriente llegaba antes por carretera, ofrecía más comodidad y dejaba al viajero en el núcleo urbano, no junto a una vía apartada. El negocio no cesó. Allí era rentable porque los raíles ya estaban tendidos. Y ocurriría igual en cualquier otra línea que ya existiera y que pasase lo suficientemente cerca de dos núcleos de población relativamente grandes. Pero el tramroad para personas, en aquellas condiciones, no se llegaría a convertir en un medio de transporte a gran escala. Nadie construiría una vía consagrada únicamente, o principalmente, al transporte de seres humanos en lugar de mercancías, o acaso un ramal que los llevase hasta el centro de una ciudad. Tendría que amortizar la infraestructura cobrando una tarifa elevada, y los pasajeros, simplemente, optarían por viajar por carretera. ¿Por qué iban a elegir el tramroad si no ofrecía ninguna ventaja?

Los tramroads para personas debían ser rápidos. Más rápidos, al menos, que cualquier otro medio terrestre del momento. Era la única forma de hacerlos rentables y de que el propio sistema prosperara. Es muy probable que el experimento con el famoso prototipo ferroviario a vela, que ocurrió solo tres semanas después de emprenderse el transporte de pasajeros, y en la misma vía, tuviera que ver con ello. Lamentablemente, no sabemos quién tuvo la idea. Solo conocemos la fecha en la que ocurrió y los pocos detalles que se publicaron en la prensa al día siguiente. Eso y que la experiencia fue un éxito rotundo, pero no siguió adelante. Y que la contradicción entre una cosa y la otra solamente es aparente. ¿O acaso usted invertiría en un éxito rotundo que solo funciona los días de viento?

***

El abdomen desaparece, plegándose y aplanándose bajo el cuerpo. La cabeza y el tórax se fusionan en una estructura muy compacta, el cefalotórax, que adquiere una forma aplanada y redondeada. Se aprovecha la multitud de patas (los decápodos parten de diez, como su propio nombre indica) para que algunas adquieran funciones especializadas. Las delanteras se convierten en pinzas. Las traseras, a veces, en pequeñas aletas. Y con las otras practican una forma de locomoción muy poco habitual entre los animales de nuestro planeta: caminar de lado. En su caso, al parecer, es la forma idónea de hacerlo.

En realidad, todas estas adaptaciones son las más eficaces en el nicho ecológico de los cangrejos. Aportan la combinación ideal de velocidad, fortaleza física y resistencia al sol y la desecación, entre otras ventajas. Por eso tantos animales con los que comparten ese nicho han ido llegando a ellas poco a poco, a través de la evolución, y se han ido convirtiendo, uno tras otro, en algo muy parecido a un cangrejo. La carcinización ha ocurrido cinco veces en la historia de la vida en la Tierra. Es decir, que le ha ocurrido a cinco órdenes de crustáceos además de a los cangrejos verdaderos. Es un ejemplo paradigmático de evolución convergente: la tendencia de los seres vivos que se enfrentan a los mismos retos a adquirir características corporales parecidas.

***

Desde que existen los trenes de pasajeros, existen los trenes a vela. Digámoslo con propiedad: desde que existe el transporte ferroviario de pasajeros, ha habido intentonas de crear un vehículo sobre raíles propulsado por el viento. Aquí hemos hablado del primero, pero ha habido muchos más.

Hubo otro, por ejemplo, en la vía de Ffestiniog, también en Gales, cuya primera mención se remonta a 1863. Recibía el nombre de rail-boat, que podríamos traducir como barco ferroviario o tren-barco, y se empleaba como vehículo de recreo. En 1876 se certificó que podía alcanzar una velocidad de cuarenta kilómetros por hora y frenar en algo menos de treinta metros. En 1886 colisionó con un tren a vapor y quedó completamente destruido, pero en 2005 se construyó una réplica que lo ha convertido, seguramente, en el tren a vela más famoso del mundo. 

Se habla de un vehículo parecido en el valle de Strathmore, en Escocia, que tuvo una vía férrea operativa entre 1837 y 1841. Que se sepa, fue el único vehículo de esta clase que recurría a la tracción híbrida: desplegaba dos grandes velas cuando hacía viento y el resto del tiempo era remolcado por un caballo. Hubo otro en la isla de Malden, que forma parte de la moderna república de Kiribati, en el Pacífico central, y servía para transportar guano entre 1889 y 1924. Y otro más, por aquellas mismas fechas, en Stanley, la capital de las islas Malvinas, que conocemos gracias a una serie de fotografías. Estos dos últimos no eran un único vehículo ferroviario, sino trenes verdaderos: contaban con varios vagones conectados, cada uno equipado con sus propios mástiles y velas. 

Existió otro en el estuario de Humber, al noroeste de Inglaterra, cuando la zona se militarizó con motivo de la Primera Guerra Mundial, y parece que estuvo operativo entre 1918 y 1933. Es el que aparece en la fotografía con la que acompañamos este artículo. Servía para inspeccionar las propias vías, repartir el correo y acometer otras tareas menores relacionadas con la intendencia. Y existió otro más en Kent por aquellas mismas fechas, que rodaba por las vías abandonadas que conducían a una cantera. Aquel fue construido por placer, sin aparente utilidad, pero tenía el velaje más complejo que se conoce en un vehículo de esta clase. Visto de lejos, parecía un pequeño galeón sobre raíles.

Casi todos se inventaron independientemente. Tenían formas dispares y recibieron nombres diferentes. Si cambiaron un poco, los que llegaron a hacerlo, no fue porque los prototipos posteriores mejoraran gracias al ejemplo de los anteriores. En realidad, eran las vías las que se modernizaban. Y los sistemas de freno y las ruedas, todo gracias al progreso de la locomoción a vapor, de cuyas piezas se nutría el sueño del ferrocarril impulsado por el viento. El tren a vela es un invento con muchos inventores, cada uno por su cuenta. Es una idea, la misma, que se ha tenido muchas veces por la razón, poderosísima, de que es la mejor idea. Evolución convergente, decíamos más arriba: la tendencia de los seres vivos que se enfrentan a los mismos retos a adquirir características corporales parecidas. Solo que esta ley no solo atañe a los cangrejos. Los cachivaches fenomenales también están sujetos a ella. Una buena idea es una buena idea, a fin de cuentas. Aunque lo sea solamente los días de viento.

cuento del viento, el tren y los cangrejos
Un vehículo ferroviario a vela en Spurn Head, Reino Unido, 1922. Fotografía: Getty.

Fuentes

Anón. «An Experiment of Novel Kind…». The Cambrian, n.º 169. 18/04/1807. <https://newspapers.library.wales/view/3321450/3321453/11/>. Consultado 26/04/2024.

Anón. «Military Railway». Easington Parish Counsil. <http://easingtonparishcouncil.co.uk/military-railway.aspx>. Consultado 26/04/2024.

Anón. «The Boat». FR Heritage Group. <https://www.festipedia.org.uk/wiki/The_Boat>. Consultado 26/04/2024.

Self, Douglas. «Sail on the Rail». <http://www.douglas-self.com/MUSEUM/LOCOLOCO/sail/sail.htm>. Consultado 26/04/2024.

Munro, Michael. «Sails on Rails». <http://www.copsewood.org/ng_rly/sailbogie/sailbogie.htm>. Consultado 26/04/2024.

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2 Comentarios

  1. Joan Valls

    Creía que acabarías el articulo uniendo los trenes a vela y los cangrejos con la mención de la vela cangreja. De hecho el vehículo que aparece en la última foto va aparejado con dicha vela.
    Me ha gustado lo de la adaptación de otras especies a la forma de cangrejos. No sabía nada de esto.

  2. He entrado a leer el artículo un poco para matar el tiempo. Y ha sido un tiempo bien empleado. Me ha entretenido y, al igual que indica Joan en su comentario, he aprendido algo. No había oído nunca la expresión «evolución convergente». Muy interesante.

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