Sociedad

Los cogollos en los tiempos modernos

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Imagen promocional de The Beach Bum (2019)

La humanidad ha tenido a bien cultivar plantas desde el neolítico, aunque algunas más por ocio que por hambre. Lo notable, sin embargo, es que ahora florece en Instagram lo que antaño crecía al abrigo de los bosques o de la timidez de ciertos balcones orientados al oeste: los cogollos, tan redondos y aromáticos, se han convertido en objeto de deseo no por lo que hacen, sino por lo que ya no hacen. En estos tiempos modernos, el exceso no excede. Es la versión light, la sombra de una sombra, el eco vegetal de una rebeldía sin consecuencias. Bienvenidos al universo del CBD.

Por si algún lector ha vivido enclaustrado en una bodega sin conexión a internet (un estilo de vida, por cierto, cada vez más atractivo), el CBD es ese compuesto que, a diferencia de su hermano problemático, el THC, no produce subidón, paranoia ni ansias de papas fritas con ketchup. El CBD es el monje franciscano de la familia del cannabis: no se sube por las paredes, ni canta reguetón en las bodas, ni provoca miradas erráticas en las estaciones de tren. Ofrece, en cambio, una serenidad funcional, una calma compatible con la jornada laboral. Es el chill que no arruina tu productividad.

Pero lo verdaderamente fascinante no es el CBD en sí, sino su forma de presentarse ante el mundo. Aquí es donde entran los cogollos de Justbob, con su envoltorio de boutique parisina y sus nombres que oscilan entre el hipsterismo y el manual de botánica. No se venden como medicina, porque la medicina no suele oler a bosque húmedo y club de jazz. Tampoco como droga, porque eso implicaría una cierta promesa de caos. Se venden como experiencia, como bienestar, como esa manera muy siglo XXI de disimular el placer con el pretexto de la salud.

Uno de los grandes logros de esta época nuestra —junto con el latte de avena y los algoritmos que predicen con qué ex volveremos a escribir— es haber domesticado el imaginario de la marihuana. Los cogollos han pasado de ser icono de la disidencia a complemento decorativo de interiores escandinavos. Hay gente que los guarda junto al palo santo y el tarot de Marsella. En lugar de ser una vía de escape, son ahora un símbolo de armonía y reencuentro con uno mismo, como si fumar una infusión de cáñamo fuera una forma de hacer las paces con tu adolescente interior.

¿Y quién compra estos cogollos inofensivos? Todo el mundo, y a la vez nadie. Es decir, lo suficiente como para mantener un negocio boyante, pero con el suficiente silencio como para que nadie lo admita en una comida familiar. El consumidor de CBD es ese ciudadano que ya ha superado la necesidad de parecer cool, pero no la necesidad de sentirse bien. Es alguien que, tras abandonar la revolución por cansancio, ha optado por la tregua personal: dormir bien, tener la mandíbula relajada y poder mirar a su jefe a los ojos sin visualizar una catapulta medieval.

La industria lo sabe. Las marcas de CBD —como Justbob, que suena más a compañero de banda de Bob Dylan que a tienda online— construyen un relato que combina el encanto de lo prohibido con la paz de lo legal. Los cogollos son bonitos. Son la taxidermia del hedonismo. No colocan, pero se dejan mirar. Se fotografían con gusto, como si fueran una ensalada de rúcula gourmet o una piedra zen. Se venden en frascos de diseño, en sobres con tipografía de catálogo nórdico, como si el cannabis hubiera pasado por la Escuela Bauhaus antes de llegar al cliente.

Nada de esto es casual. Vivimos tiempos donde hasta el alivio debe tener estética. El CBD no promete milagros, pero insinúa orden. Es la espiritualidad del algoritmo: no te transforma, pero te estabiliza. Como un terapeuta que solo te escucha, pero nunca juzga. Como un té de jazmín que no cura nada, pero te hace sentir menos averiado.

Los más críticos dirán que todo esto es marketing de lo neutro. Que los cogollos sin THC son como los helados sin azúcar o el sexo sin deseo: simulacros melancólicos. Pero eso sería no entender el signo de los tiempos. En un mundo saturado de estímulos, lo revolucionario es bajar el volumen. Los cogollos en los tiempos modernos no buscan la euforia, sino la tregua. Son el placebo premium de una generación exhausta.

Al fin y al cabo, ¿qué otra planta ha logrado hacer sentir a miles de personas que están transgrediendo las normas mientras cumplen con todas? El CBD es el Che Guevara de las oficinas de coworking: rebelde, pero fiscalmente compatible. No cambia el sistema, pero lo hace más llevadero. Quizá no transforme tu existencia, pero puede que te ayude a tolerar los grupos de WhatsApp familiares. Y eso, amigos míos, ya es bastante.

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2 Comentarios

  1. Me ha encantado, gracias

  2. Buenísimo, y lo digo con mi joint de CBD en la diestra

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